Allá arriba, en tu origen

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Susana Arcila Jiménez

Universidad Pontificia Bolivariana

Comunicación Social – Periodismo

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La espera se hizo conscientemente más larga cuando vi pasar el quinto bus de El Pinar, Santo Domingo. A quien llamaré “El reparador de llantas”, le dijo algo indescifrable al busero y procedió a acostarse boca arriba bajo el bus, como todo un mecánico; tenía un buzo rojo y una bolsa de basura negra. No supe ni lo que hizo ni lo que le dijo al conductor, yo sólo estaba parada arriba de ellos en la estación Hospital, eran las 9:40 de la mañana y el cielo estaba nublado y gris, tanta era mi preocupación al salir de casa, que me llevé la chaqueta más grande y, ¿por qué no?, un impermeable de motos reciclable de color azul. No llovió.

Mientras el clima mejoraba, y de fondo en mis audífonos sonaba Dramarama, pasaban varios transeúntes que venían del metro. No es por hacer suposiciones, pero parecía que estaban ahí por lo mismo que yo; les miraba de reojo sus tenis de caminata, las camisetas cómodas con estampados variados, algunas gorras y, curiosamente, al bajar las escaleras, paraban en el mismo lugar de encuentro al que yo debía llegar. Seguía esperando y mirando casi el décimo bus de El Pinar, rojo y chiquito; adiviné la ruta del tercer Circular Coonatra que veía, ese que está integrado con el metro: recorre “La 33”, te deja en la UdeA, pasa por El Palo, el Museo Cementerio San Pedro y, donde yo estaba, por la estación Hospital. Claro, no podía ser el décimo, el octavo o el quinto que veía, porque haciendo un recorrido tan largo se explica por qué se demora tanto.

Faltaba un minuto para las 10:00, la hora de encuentro, y por fin me estaba dirigiendo al lugar donde estaban todas y cada una de las personas a quienes les había analizado la pinta y que ahora me miraban con mayor familiaridad. Recuerdo que mi amiga, a quien había estado esperando, dijo algo y el muchacho de la caminata soltó el comentario: – ¡Ah sí! Yo la veía parada hace rato allá en el puente–. El joven de bermudas verdes, como las mías, corpulento y con cara de caricatura, me señaló; mientras yo estaba ignorándolo, miraba hacia atrás, porque estaba viendo que una persona conocida, de esas que es mejor no saludar, llegaba al aclamado punto de encuentro: el D1 que queda frente a la estación Hospital. “Mierda, qué pena”, pensé, pero al voltear e integrarme solo sonreí como una niña pequeña. 

Jalé a mi amiga del brazo, le hice la seña, esa que es con los labios, señalando al ser de camiseta vino tinto y a su compañía, con quienes no quería cruzar miradas, y ella lo entendió todo; íbamos a caminar lejos de la pareja indeseable. Inició la caminata por el barrio Prado a eso de las 10:08 de la mañana y antes de que empezara la subida de una verdadera loma, el joven de bermudas verdes, como las mías, que resultó ser el guía, nos dio un poco de contexto. 

– ¿En serio, Susi? ¿Eres adoptada?–, me preguntaba mi amiga de lentes y vestido negro, largo, vampirezco. 

– Si, ¿yo no te conté? Esa es mi carta de presentación. 

– ¡Ay Susi! Ahorita me cuenta la historia–. Me dijo cuando empezamos a caminar cuesta arriba. Ahora estaba a tan solo cuatro minutos de La Casita de Nicolás. 

Llegamos a la franja arquitectónica del barrio Prado, donde poco a poco dejábamos el ruido, los buses, las panaderías de esquina, las casas del siglo XXI de la clase baja de Medellín y, comenzábamos a ver los 1.200 metros cuadrados que se llevaba cada casa del mismo barrio que una vez le perteneció a las familias más pipiris nais de todo Medellín, como decía el guía, y que ahora tiene varias zonas de tolerancia y está rodeado de asilos e instituciones para la salud mental.

Caminamos hasta el Parque de Prado, un manglar futurista, abandonado, pero irónicamente, rodeado de un esquema de seguridad escondido en la maleza y cerca de uno de los muchos elefantes blancos de Medellín: la estación San José del Metroplús. Quien nos guiaba, nos permitió recorrer el parque y tomarnos fotografías. Después de ir por una botella de agua a una tienda cercana, me quedé pensando en el siguiente hecho: “¿Cómo es posible que un bus del Metro pare en una loma de estas? Con razón”. Durante el recorrido libre de ese escenario sacado de Jurassic Park, hablaba con La Vampira: 

–Es que ahí mismo supe que íbamos a estar por aquí, yo tenía que buscar qué tan cerca estábamos de ese lugar–. Le dije. 

–Demás que pasamos por allá, ojalá–. Me decía mi amiga. 

Cuando me estaba convenciendo de que habíamos volteado por el lado contrario para llegar a La Casita, el joven de bermudas verdes, como las mías, nos pidió a todo su séquito una foto en esa parada, luego, nos dio unas indicaciones y volteamos a la izquierda del Parque, una cuadra abajo; justo por esa calle estaba la cuadra de Nicolás. Me puse nerviosa.

No iba a ese lugar desde que nací, literalmente. Era la mitad de la cuadra y tenía el celular guardado en el bolsillo. Comencé a ver una fachada amarilla pastel muy deteriorada y un letrero el cual sólo podía ser leído intuitivamente. La Vampira me dijo: – ¡Ahí es! ¿Cierto Susi?–. Me paralicé un segundo e intenté hacer memoria fotográfica; es decir, tratar de recordar si sentía que había estado allí y solo pensé en una imagen donde había una pareja y una bebé con la lengua afuera; de fondo había una ventana y al lado una cómoda gigante de color café, parecía un recibidor, una oficina; era un segundo piso. Vi la ventana desde otra perspectiva, desde afuera y también logré imaginar a las familias Arcila Arango y Jiménez Arango entrando por la puerta principal de La Casita de Nicolás. 

Le dije a La Vampira que me tomara una foto. “Esto tenía que quedar capturado”, pensé. La lejanía que sentía con ese espacio me hacía querer plasmar un recuerdo y sentir a aquel lugar en el que había estado, por lo menos 55 días, como un hogar. La gente de la caminata pasaba y se quedaban mirando para tratar de averiguar en qué lugar emblemático estaba posando la vista y cuando veían la fachada desvanecida y el letrero borroso y caído, seguían caminando. “Quizá era algo más personal”, creo que pensaron. Le envié la foto a mis papás de inmediato; a los cinco minutos, exactamente a las 11:05, me llega un audio de mi papá: – Gordita, qué es esa foto tan maravillosa, mi amor. Tu origen, ahí fue donde estuviste en cuna mi amor. Ahí ya eras nuestra, te amamos– . 

Foto Susi

Vainas del partido liberal

Maria Alejandra Mathieu-Vainas_11zon

Por: María Alejandra Mathieu Muñoz

Cosmo Schools

Él, un hombre alto, moreno, con ojos de un color café miel, cabello medio canoso, siempre bien peinado, de acento y costumbres costeñas. Nació en San Marcos, Sucre, municipio conocido como La Perla del San Jorge. Es el noveno de once hijos, fruto del matrimonio de Petronio y Crispiniana, el consentido de la seño Pinita, como le decían a su mamá. En San Marcos vivió su niñez, y pocos años después, sus padres se lo llevarían a vivir a Cartagena. Adoraba patear el balón en la arena y caminar en pleno centro de la ciudad amurallada. Se hizo futbolista y viajó con su equipo por muchos lugares del país. Estudió y se graduó como “Doctor en Derecho”. Se casó y trajo al mundo cuatro niñas, dos de ellas gemelas. 

Como buen costeño se caracterizaba por su alegría y su maestría en el baile. De naturaleza elegante, usaba camisas guayaberas de lino siempre impecables. Afortunado de ser un hombre inteligente y sociable. Su forma de ser lo hacía brillar en cada lugar al que iba, hacía chistes que le sacaba una sonrisa a todo el mundo, sobre todo a mí. Ese era mi papá, un hombre que me consentía hasta más no poder, llenaba mis días de inmensa felicidad. Siempre fue un padre alcahueta que haría cualquiera cosa por sus hijas, en especial por mí, su hija menor, fruto de un bello matrimonio que persiguió sin descanso. Puesto que mi mamá que no le prestaba atención, tuvo que esforzarse mucho para conquistarla, largas horas de coquetería darían resultado, y solo fue cuestión de tiempo para enamorarla. 

Todas las mañanas me llevaba al colegio La Presentación; de camino me ayudaba a practicar el himno de Colombia y de Antioquia. Hablábamos mucho, le contaba todo lo que me pasaba en el día. Siempre llegábamos puntuales, y eso que antes debíamos llevar a mamá a la Universidad, puesto que tenía una clase a las seis de la mañana, una madrugada a la que ya estábamos acostumbrados. Por la tarde me recogía en el carro y nos íbamos para la casa o para su juzgado que quedaba en la Floresta. Recuerdo que siempre había policía, ya que trabajaba como Juez Penal para adolescentes. Otras veces, salíamos a comer buñuelos y empanadas en un mall cerca de la casa. Acompañaba su comida con un tinto y un cigarrillo mientras yo terminaba de comer. Era todo un fumador, terminaba uno y comenzaba otro.  Algunos días, cuando las tardes eran muy calurosas, preferíamos ir a tomarnos un jugo de Cosechas, siempre pedíamos el mismo, aún conservo el recuerdo de los sabores: banano, papaya y mango, para nosotros esa era la mejor combinación, su sabor era delicioso, aunque mi papá lo pedía en leche y yo en yogurt. Mi papá me invitaba a cualquier cosa que yo me antojara.

Todos los días en la semana, antes de las cinco de la tarde, salíamos a recoger a mi mamá. Ella trabajaba en los juzgados del centro de la ciudad, y como cosa rara, yo me quedaba dormida en el camino. En varias ocasiones me despertaba asustada porque no veía a mi papá en el carro, me levantaba a mirar por la ventana y lo alcanzaba a ver afuera fumando y tomándose un tinto, con dos papeleticas y media de azúcar, como le gustaba. Tenía como costumbre acompañar su bebida con un confite de café, nunca le podía faltar. Cuando no estaba solo, lo sorprendía hablando con antiguos compañeros de trabajo, con el señor de la tienda o con cualquier persona que se le arrimara. Apenas lo veía, empezaba a tocar fuertemente la ventana para llamar su atención, él, sin acercarse apuntaba el control y le quitaba el seguro al carro, yo me bajaba de inmediato para aprovechar que estaba en la tienda y pedir unas papitas de limón, me encantaban.  Al mismo tiempo me percataba de que ya estábamos parqueados frente a la oficina de mamá, esperando a que saliera. Cuando por fin ella llegaba, nos íbamos para la casa. En el camino escuchábamos música, casi siempre Porros Sabaneros, ya que era la música favorita de papá. Recuerdo que si alguien se le atravesaba mientras conducía, le decía con su buen acento costeño: “Maco harto”, lo que significaba un buen insulto que no es necesario traducir. Con el tiempo yo repetiría la misma frase, al igual que él.

Todos los fines de semana era tiempo para estar en familia. La mayoría de sábados hacíamos pereza, dormíamos en la tarde o yo me iba a jugar con mis muñecas en mi habitación. Pasaban las horas, y a eso de las cinco de la tarde, después de mucho esperar y molestarlos para que se despertaran, mi mamá se levantaba e íbamos a la cocina a preparar un delicioso tinto hecho con mucho amor para los tres. El café de mi papá siempre tenía que estar muy dulce, al igual que el mío, y mi mamá lo prefería sin mucho azúcar; además solíamos acompañarlo con galletas Saladitas Saltín. Ahí estábamos nosotros a las cinco de la tarde, un día despejado, sentados en el balcón de nuestro apartamento, preparándonos para disfrutar de un bello atardecer, entre risas y conversaciones triviales, felices como mi papá nos acostumbró. Era para mí el momento más esperado del día. 

Los domingos también eran muy divertidos, en la mañana mi mamá y yo nos preparábamos para ir a misa de diez. La iglesia que visitábamos quedaba a unas tres cuadras de la casa, la recuerdo bien por lo particular que era, tenía un segundo piso donde siempre subíamos para sentarnos y presenciar desde allí toda la celebración. Mi papá nunca fue una persona religiosa, y eso que de niño estudió en un seminario, aun así, siempre nos recogía después de que acabara la misa para ir a almorzar a un restaurante de comida casera que nos encantaba.

Quedaba en el Centro Comercial Obelisco y era costumbre ir allí todos los domingos, tanto que ya nos conocían las personas del restaurante, hasta el dueño. Siempre pedíamos lo mismo, mi papá, que es súper ansioso, empezaba a llamar a los meseros cuando se demoraban mucho, nosotras nos moríamos de la pena, pero a él no le importaba. Siempre pedía el menú del día, le encantaba la carne de cerdo bien cocida a la plancha y sopa de la que hubiera. Mi mamá también pedía el mismo menú, pero para ella con carne de res y unos frijoles espesitos que comíamos con tajadas de maduro. Lo que más me gustaba a mí, era que mis papás me daban todas las papitas fritas, me las comía con salsa de tomate ¡más rico! Además, no podía faltar una buena taza de mazamorra con leche y bocadillo, este último siempre se lo comía mi papá. Nos querían tanto, que a veces nos daban dos porque sabían cuánto nos gustaba. Cuando terminábamos de comer, mi papá iba a la caja a pagar, y no conformes con la comida deliciosa que nos habían servido, también nos daban tres mentas y un BomBomBum para mí, aunque realmente yo me comía también las mentas, me gustaban así me picaran un poquito. 

Luego de comer, nos íbamos a algún lugar donde pudiéramos pasar la tarde. Cuando el día era soleado, nos íbamos a Estadio para que yo montara patines o entrara a la ludoteca donde me divertía un montón, pues tenían todo tipo de juguetes: camas, muebles, cocinas y salas en miniatura, muñecas y ropas para cambiarlas, ya fuera de profesión o simplemente el color del vestido.  Pasar tiempo con mis papás era el regalo más preciado que me había dado la vida. Otras veces nos íbamos al Parque de los Pies Descalzos, llevábamos sábanas y cojines para recostarnos en la manga, luego nos levantábamos y me llevaban a jugar con la arena o a meterme en los chorritos, terminaba escurriendo agua por todos lados. Mi mamá me cambiaba de ropa, mientras que mi papá compraba helados. Al final del día, terminábamos sentados en la terraza de Plaza Mayor mirando el atardecer.

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Ilustración: Manuela Correa Uribe

Todo era perfecto, hasta que cumplí siete años y mi vida dio un giro inesperado. Estaba terminando segundo grado del colegio, recuerdo que llegué de estudiar y mi mamá me dio una noticia que me produjo terror: “te vamos a pasar de colegio a uno que queda más cerca de la casa”. Yo no entendía por qué me iban a pasar si estaba súper bien en el otro, me sentía muy confundida, triste y enojada de tener que dejar a mis amigas. Pregunté por qué y solo me dijeron que mi papá no me iba a poder llevar más al colegio, pues ya no podía conducir. 

Si siempre me ha llevado ¿por qué no puedo volver a hacerlo? ¿Qué le pasó? ¿será que mis papás se van a separar?, me hacía un montón de preguntas que no podía responder. Esto pudo ser el inicio del evento más desafortunado de mi vida. Sobre mi familia caería un manto de angustia, duda e incertidumbre. Ahora los días con mi papá se estaban tornando grises, ya no pasábamos tanto tiempo juntos, él dejó de trabajar en lo que lo apasionaba, su risa y su voz se estaban apagando, hasta sus chistes que solían ser los mejores, desaparecieron, no los sentía por ningún lado. Para mí todo era soledad, como si me hubieran quitado un fragmento de mi ser. No sabía que estaba presenciando cómo se iba el ser que más amaba, sus ojos perdían el brillo y sin siquiera saber por qué. Mi papá ya no volvería a ser el mismo, pero nadie se tomaba el tiempo de explicarme exactamente qué estaba pasando. El mejor hombre de mi vida se iba y yo extendía mis brazos sin poder alcanzarlo. 

Yo, inocente y confundida, pensaba que mi padre se iba a aliviar de su enfermedad, algo así como una gripa que con el tiempo y el debido cuidado se nos pasa, creí solemnemente que todo iba a volver a ser como antes, pero me equivoqué. ¿Cómo le explicas a una niña de siete años que su papá nunca va a volver a ser el mismo, que una enfermedad lo iba a cambiar todo? Su diagnóstico había sido: “ansiedad generalizada y demencia frontotemporal”. Una enfermedad que deteriora poco a poco a quien la padece. 

Pasó de ser una persona independiente a depender de nosotros en algunos aspectos. Ahora debe salir acompañado por el constante peligro de poder perderse, pues a veces no tiene noción del tiempo ni del espacio; debemos estar atentos para que no salga a fumar, resulta que también sufre de una enfermedad pulmonar obstructiva crónica debido al desmedido consumo del cigarrillo. Pasa la mayor parte del tiempo dormido gracias a los medicamentos que le dan. Ausente. Su comportamiento ha ido cambiando lentamente, camina muy despacio y su lenguaje se ha reducido mucho, casi no habla y a veces ni se le entiende lo que dice. Ya no es tan alegre, aunque bueno, aún mantiene algo de humor, cuando se le pregunta por qué hizo algo y no quiere responder, dice una frase que le hemos escuchado siempre: “Por vainas del partido liberal”.

Investigando sobre su enfermedad, encontré que el Ministerio de Salud, en el “Boletín de Salud Mental No. 3, octubre 2017” reporta que, cada año se registran 10 millones de casos nuevos de demencia en el mundo. “La demencia es una enfermedad crónica, progresiva, que hasta hace pocos años se consideraba como una consecuencia del envejecimiento; actualmente la evidencia muestra que tiene un origen multicausal y (…) afecta al individuo y su familia, en relación con la discapacidad y dependencia que genera. Al igual que otros trastornos mentales, suele generar estigmatización y esto incide negativamente en la decisión del paciente y su familia para consultar de manera oportuna a los servicios de salud”.

Los estigmas sociales y el tabú sobre estos temas, prolongan los prejuicios y estereotipos debido a la desinformación, las personas suelen utilizar estas enfermedades como un motivo de burla, discriminación o crítica. Esto no afecta sólo a la persona que lo padece, sino a toda su familia. En mi caso el tema de mi papá es algo que evito mucho, siento que las personas no lo van a entender o peor, que lo puedan tomar como un motivo de burla, algo que no podría tolerar y sin duda me causaría mucho dolor.

Apenas hasta ahora he ido aceptando lo que está sucediendo, he debido tener mucha paciencia, tanto con él, como conmigo misma; me cuesta un montón entender por qué esa enfermedad ha decidido escoger a mi papá, así, con tanto afán y descaro. Extraño todo de él, hasta lo más mínimo, añoro volver a bailar juntos, reírme de sus chistes, contarle mis días en el transcurso de la casa al colegio, salir a comer buñuelos o empanadas, pedir el mismo sabor de Cosechas, buscarlo asustada cuando me quedaba dormida en el carro, preparar su tinto junto a mamá, esperarlo a la salida de la iglesia para ir a almorzar juntos, pasear por Estadio, Pies Descalzos, Plaza Mayor, comer helados juntos y ver caer la tarde. Deseo volver a esos días donde la vida era perfecta, pero ahora tendré que ser yo quien cuide de él, y con todo el amor del mundo lo haré. Me esforzaré por alegrar sus días y disfrutar de su compañía, de consentirlo y acompañarlo en esta etapa de su vida. Mientras existamos estaré para él, como él estuvo siempre para mí, es mi forma de devolverle todo el amor que él nunca dudó en brindarme y que aún, a pesar de todo, sigue existiendo.

Ya no vamos al restaurante como antes, ni salimos con tanta frecuencia, y aunque ya no bailemos, le sigo poniendo su música favorita. A escondidas de mamá le comparto algún dulce o helado porque sé que lo hace feliz. Hay días dorados en los que salimos a caminar juntos, aprovecho para preguntarle sobre su vida, y aunque no sea mucho lo que me cuenta, al menos conozco un poco de su historia y entendiendo mejor su enfermedad.  

Caminos que cuentan historias

María Fernanda Bedoya

Institución Educativa Carlos Vieco Ortiz

Recuerdo que una vez me llegaron a decir que El Centro era el corazón de Medellín, ya que se encuentra en la mitad de este y desde ahí circula todo prácticamente.

Era la una de la tarde y el sol radiante acogía el aire y nos acaloraba; mi mamá y yo andábamos de afán. “Vamos a llegar tarde a la cita y yo que me tengo que ir pa’ la universidad”, decía ella a la vez empacaba algunas cosas a la carrera en su mochila habitual. 

Mientras  yo me cepillaba, pasó el bus y se fue. Para nuestra desgracia no quedaba más que hacer que apurarnos hasta donde probablemente pararía, si es que llegábamos antes que él. Por eso, empezamos a caminar las tres cuadras que nos separaban de él por la misma calle que transitaba siempre para ir al colegio. No se sabe qué era peor de pasar por ahí; el olor a heces, tener la mala suerte de pisarlas o soportar las miradas hostigantes e incómodas que tiraban los niños que apenas salían de estudiar. 

Esperamos el bus al lado de una quebrada, maloliente, llena de ratas y desechos, recuerdo la vez que pasaba por ahí con unos amigos, tuvimos la suerte de encontrar un grupo de gallinazos comiéndose unas tripas frescas y grandes que habían sido tiradas en la quebrada.. “Esas son las tripas de un perro”. Decía uno de ellos mientras señalaba una bolsa con algo adentro, no sabíamos qué estaba adentro, sólo sabíamos que los gallinazos estaban contentos por la carroña ligera.

Llegó el bus, un Floresta Estadio. El señor paró y nos subimos, mientras mi mamá pagaba yo buscaba un lugar cómodo en donde pasar el trayecto hasta El Centro, nos sentamos y comenzó la travesía. El centro es un lugar lleno de personas que buscan algo o se buscan a ellos mismos; llegar allí es complejo para mí, ir hasta La Floresta, pasar por la avenida Colombia hasta encontrar el río y cuando sientas que el ambiente ha cambiado, entonces has llegado al lugar donde perderse era tal vez lo más fácil. Nos bajamos en Camino Real, el único centro comercial del que soy consciente de su existencia; mi mamá se pasa la maleta para adelante y pegamos al cuerpo cualquier cosa de valor, no soltarse es una regla fundamental cuando nos dedicamos a pasar por estos lares. 

El centro me recuerda a un colegio, las estructuras viejas conviven con las nuevas y se encargan de intentar crear un espacio más ameno; un lugar social donde lo primordial es la convivencia, pero prevalece el pensamiento de que si no molestas, no te molestan; donde aprendemos lo que queremos y no lo que nos imponen. Las aceras están llenas de basura y gente, vendedores, trabajadores, rechazados, gente apresurada, gente relajada, no importa quién sea, cada quien va en su propio contexto, los edificios en una escala de grises calentados por el sol tan imponentes y estáticos analizan a la gente cada día como si fueran hormigas, pero no opinan al respecto. 

Mientras camino, veo en los desconocidos gente conocida con las que tal vez nunca me volveré a cruzar, pero sus caras siempre serán familiares para mí. La mujer bella y joven, ensimismada en su dilema me recuerda a mi mamá, el joven de piel pálida que va apresurado me recuerda al niño inteligente del salón, la mujer flaca y carismática que se dedica a vender lo que pueda me recuerda a esa profesora sarcástica y amigable que me dio clase alguna vez, el viejo que camina en la vía perdido por la vida me recuerda al muchacho que se sienta solo en las escalas a esperar que alguien le hable, el perro que es de la calle pero que todos acarician me recuerda a un amigo.

Después de dejarme llevar por la gente mientras cruzo el camino que se va dañando y agrietando más con cada paso, llegamos al viejo hospital. A las paredes y pisos se les notan sus años y los tantos recuerdos que por ahí también debieron pasar; subimos en el ascensor que parece que con un solo kilo más nos dejará varados en medio del camino, hasta llegar al 7 piso, con la cordialidad habitual se le desea el bien a la gente antes de bajarse de este y caminar hasta la recepción para entregar los datos debidos y disponerse a sentarse en las sillas de plástico para calmar el cansancio y calor de la tarde. Mi mamá se sienta a mi lado y yo me acuesto en sus piernas “Llegamos hasta temprano” dice ella de cierta manera, orgullosa de que hubiéramos llegado.

Chocolate, pan y queso

Por: Guadalupe Quintero Hoyos

Colegio San Ignacio de Loyola

Moribundo, moribundo mi cuerpo blanquecino aferrado a la vida en una camilla descuidada de hospital, lo único que me mantenía aún respirando eran máquinas ruidosas y dos placas metálicas en mi pecho que estaba rasurado, gélido y rasgado en cicatriz. No era la primera vez que pasaba, que para los médicos mi corazón estaba roto, que para ellos no podía latir sin un marcapasos y que, aun así, si fallaba, la única solución era someterme de nuevo a algo que llamaban RCP; para ellos mi vida dependia de máquinas, seguramente estaban en lo cierto, pero la vida era mía, no de ellos. 

Mi terquedad se negaba a aceptar que yo era tan débil, que tenían que mantenerme a punta de máquinas de hospital. Metafóricamente me sentía colgando de un hilo, delgado y desecho, aunque literalmente mi vida colgaba de tubos neumáticos que se conectaban a distintas partes de mi cuerpo, parecía un experimento de laboratorio mal hecho. Mi cuerpo, yacente en esa camilla, era demasiado grande,  y mis manos llenas de moretones, arrugadas y flacas, continuamente conectadas a un catéter. Un sonido se emitía en esa sala, era un pitido monótono que medía mi pulso; pero que para mí era el sonido más similar a la muerte. El olor de esa sala estaba lleno de alcohol etílico y las comidas tenían un característico olor a caldo Maggi. Sin embargo, cada mordisco era tan frío como mi pecho; uno veía esa comida y ya sabía que era de hospital, ya estaba escrito en su preparación la falta de amor, puesto que era hecho para multitudes de enfermos, y nadie es tan noble como para que le importase un insignificante plato de los mil que servían, por eso aborrecía esa comida, porque era lo más lejos que se sentía de la cercanía de un hogar. Esa sala de hospital era donde la muerte podía aparecer en los detalles de aquellos vivientes de cuartos de hospitales.

 

-Amparo ¿viniendo para acá se encontró con la vaca de siete tetas?- pregunté un día con un susurro, más que con palabras. 

 

Mis labios, resecos y agrietados, apenas podían articular las sílabas, mi dedo índice buscaba mi boca, dando la seña de que hiciera silencio. “Calladita, escuché a los de enseguida peleando por una herencia de seis mil pesos”. En respuesta Amparo reía para esconder sus sollozos, sus lágrimas llegaban hasta la comisura de sus labios, probablemente saboreando lo salado de sus lágrimas, y sí que eran saladas. Yo era un loquito, pero ¿quién le haría entender a ella que sólo eran pensamientos de un pobre viejo en su lecho de muerte? Además de alucinar con potreros, herencias y guacas, me imaginaba arrastrándome hacia las paredes y gateando sobre ellas como un chandoso, hasta que viera el cuerpo moribundo inerte en la camilla, el mismo que la gente solía visitar.

Lo más cerca que estuve de la cordura fue cuando los recuerdos aparecían sin previo aviso, los repetía en mi cabeza y en mi boca. Probablemente eso fue lo más lúcido que habría pronunciado en el hospital. Mi cabeza rumbaba por esos pasillos de la casa de padres ausentes, al lado de niños del pueblo, jugando a fumar cigarrillos y a tomar tinto a las once…

***

Trece años tenía cuando me escondí en una mula que llevaba boñiga para Caicedonia, recuerdo que el olor del cigarrillo no era suficiente para tapar el olor a mierda de vaca en eso tan apeñuscado. Los primeros días tras llegar a ese pueblo dormía en costales de papa que la gente dejaba por la calle, y cuando estaba medianamente cuerdo por la falta de cigarrillo iba y buscaba a las señoras que se mantenían en las casonas, les barría y les trapeaba por una libra de arroz con huevo y, en mi libre albedrío, podía escoger una comida o un centavo: a veces comía, otras veces me aguantaba y otras cuantas no recibía nada. Si corría con mucha suerte, me ganaba también una dormida en una cama de paja y una bañada con agua limpia; cuando no corría con suerte, iba a los palos de limones y de mangos, agarraba aquellos frutos en el piso mordidos por animales para restregarlos por mi cuerpo como si fueran un jabón empastado, porque según yo, era mejor oler a fruta podrida que a un cuerpo de un niño que no sabía cómo limpiarse; sin embargo, con el paso del tiempo ese proceso se volvió meticuloso cuando poco a poco descubrí que el limón iba en las axilas y que el mango iba en todo el cuerpo. Hasta ahí, abajo. 

Veinte centavos recogí y con diecisiete me vendieron una ida a Cali, con los tres que me sobraron me compré una piña y pedí prestada una tapa de olla. Me arranqué las uñas intentando abrir la piña y, con mis dedos sangrando, decidí que eso era mejor dejárselo a la única casa que me rodeaba: la calle. Puse la piña contra la punta de las esquinas de las jardineras, y así obtuve pedazos desiguales y arrebatados pero ricos, los hijueputas. Desde las cinco de la mañana madrugaba a caminar hasta el centro de Cali, vendiendo esos trozos de fruta sobre la tapa de la olla a los trabajadores que pasaban ayunando por esas calles que tenían rastros de rumba nocturna. Apenas conseguía más plata iba por otras piñas. Pronto compré un buen cuchillo para ponerlas en tajadas y seguir vendiendo ‘ananas sur le couvercle d’une casserole’, que era el lema -donación de un cliente francés-, con el que reconocían a este vendedor que, gracias al ostentoso título, lograba vender una piña tajada, medio centavo más cara.

Alquilé un cuarto encima de un taller, demasiado pequeño, pero aún cabían las piñas, y cuando conseguí más pesos lo llené de limones y de naranjas; agarraba los baldes del taller a escondidas y los llenaba de agua y de azúcar, al otro día partía los limones y los echaba al balde, al igual que las naranjas. Bajaba corriendo con una de esas carretillas en las que los indigentes andan con la basura, con los baldes encima, bregando a que no se chorrearan esos jugos, porque con una gota caída se venían las moscas y ya la gente no me compraba por el mosquero que revoloteaba encima. A las siete de la mañana ya no había ni una gota de esos líquidos altos en glucosa. 

Un día, a las doce del día recibí una llamada de Graciela, la única hermana con la que podría compartir una calada sin remordimiento a que se acabara el papel del cigarro. 

 

– ¿Qui’hubo, perdida?

-  Gonzalo, su hermano Humberto se acabó de morir.

- Usted acaso es bruta, no diga semejante huevonada.

- Empaque maletas que mañana es el entierro, mijo.



¿Desde cuándo la nostalgia se volvía vil cómplice de la muerte? Andaba despechado, no por ningún amor sino por la muerte que hace temblar la vida cuando aparece tan cerca, hasta en las cantinas salseras, desoladas, era como si se sentara en la misma mesa a tomar cerveza conmigo. No lloré, pues sabía que la vida era como un artista pagado por la muerte. De la nada, la soledad se volvió pasajera para darle paso a la nostalgia que venía a arañarme en las entrañas.

A las seis de la mañana del otro día llegué a Granada, el pueblo de las tres efes: frío, feo y faldudo. Todo lo que uno respira ahí es tristeza y estiércol de bestia. No había dormido nada, parecía alucinar, era la abstinencia de dejar atrás los largos, gordos y explosivos baretos de marihuana mezclados con heroína, llamados en Cali “cigarrillos sucios”, o tal vez era pensar que Granada estaba atestada de monotonía cuando sólo las calles eran lo que nunca cambiaba. Fui a preguntar, al que me dijeron que era el dealer, por los mismos cigarrillos sucios. Él me respondió, con una risa adornada con dos cerezas estampadas en sus ojos. “Aquí los únicos cigarrillos que se fuman son ‘el imperial’ y ‘la mona’”. 

Me fui de allí pensando que estaba trabado hasta el putas, hasta que fui a la iglesia y vi a los hombres con pelo largo, portando pantalones de ‘terlete’ que tenían la bota hasta de un metro, chanclas de tres puntas hechas de llantas de carro, y además en su cuello se adornaba un escapulario de cuero. El trabado no era yo, sino ellos. Allá al frente estaba el ataúd de Humberto, donde todos los niños iban y rodeaban el cuerpo muerto, lo veían curiosos, casi, casi esperando a que reviviera. La gente no se demoró en llegar, hasta María, la boba, fue. Era una cuchita que se vestía de novia y arrancaba flores del prado, como siempre. Nadie sabía nada de ella y nadie preguntaba, aunque su presencia sirvió de algo al recordarme que en este pueblo, nada parecía ser lo que es. ¿Cómo gente tan particular puede ser feliz en un lugar donde la vista solo abarca lo gris? 

Allá cada familia tenía un apodo, y María, la boba, lo gritaba a cuatro vientos apenas ponían un pie dentro de la parroquia. Estaban “Los culoevela”, porque eran lánguidos y pálidos, “Los siete culos”, por su gran trasero, y “Los guacharacos”, porque gritaban al hablar. Al poco tiempo vi una niña que llegó corriendo, aunque su caminado lo estropeaba su larga falda. La misa se acabó, mucha gente uniformada de negro en aquel templo se acercó a darme las condolencias y, para ser sincero, no los conocía y mucho menos ellos a mí.

Graciela me dijo que tenía que ir a las novenas de las ánimas benditas del purgatorio. Las hacían nueve noches consecutivas, esperando que con los rezos le dieran paz al difunto, me dijo que si iba a eso me podía largar otra vez a Cali hasta que alguien más muriera y tuviera que volver a Granada. Eso hice, allí me encontraba sentado otra vez, viendo a la gente ofrecer Ron Medellín con vino y tapetusa, también había quienes se podían pagar un Moscatel. La novena empezaba con rumba y terminaba con rezos. La gente solía llevar comida hecha a mano y con ingredientes baratos para alimentar a más gente. La niña que había visto en la misa, con su familia, fue la que trajo en el caldero un migado, hirviendo y oloroso. Sin embargo, ella era la única que estaba parada allí, sirviendo a cucharazos y con un escapulario amarrado a la mano. 

 

-Oiga, muñeca, ¿y su familia?- le dije, tendiendo la taza de cerámica en mis manos, sutilmente, para que me sirviera.

 

-Mis hermanas están con los novios y mis papás se acabaron de ir- respondió con una sonrisa, recogiendo con el cucharón lo que quedaba de chocolate, pan y queso en esa olla, sirviendo torpemente en la taza.

 

- ¿A ustedes les dicen “Los purgados”, cierto?

-Sí señor, y usted debe ser pariente de “Los carreteros”, hermano del profesor que se acabó de morir- asentí y sonreí.

- Venga suelte eso y rumbee conmigo hasta que vuelvan a rezar.

 

Esa misma noche me presentó como novio de ella a las hermanas y rápido corrió el chisme, porque a la mañana siguiente ya los papás también sabían. Desde ahí su presencia olía a chocolate en una mezcla de queso y pan, tenía una imagen grotesca pero su sabor decía lo contrario. Me tuve que ir para Cali, pero esta vez con el amor en las manos, pasaba flotando frente a la racionalidad, aceptando que nunca encontraría algo más eterno que ese amor atorado en los pulmones por tanto respirarlo. 

Amparo me delataba, porque encontré el amor en su mirada al ser lo más único con lo que me he cruzado en una mirada como la mía. Le mandaba cartas aunque fuera analfabeta, pues las escribía con ayuda de alguien más. 

El trabajo se volvió más llevadero cuando los supermercados me empezaron a comprar los jugos y con la plata ahorrada me compré un pequeño edificio donde se hospedaban prostitutas y universitarios, al año le pedí matrimonio a Amparo. Cada mañana tomaba chocolate endulzado con panela, además del pan y el queso que ella migaba para mí, en el comedor de una casa en Prado. Con más de tres locales en el centro y socio de tres flotas de buses y taxis, el niño pobre de Granada ya no se tuvo que preocupar por plata.

***

Viernes, nada, he existido. Otra vez escuchaba un tanque de oxígeno, la vulnerabilidad se hacía presente. ¿El amor sería tan poderoso como para vencer la muerte? Deseaba seguir respirando con pulmones y no con un tanque, me quedé aferrado a la mano de Amparo, con los ojos cerrados, pero con el oído atento, escuchando los murmullos de aquel cuarto.

 

- Graciela, imagínate que ayer estaba sola en la casa, acostada en la cama, y escuché pasos, no veía nada, pero parecían de Gonzalo- dijo mi esposa,pasito, para que no la escuchara nadie, ni los enfermeros, ni yo.

- Amparito, dicen por ahí las malas lenguas que eso es la muerte.

 

Reí, abrí los ojos y les dije en susurros: ”¿apenas se dieron cuenta que la muerte estaba detrás de todo esto? Yo la sentía respirando cerquita mío, fuerte, duro, como si quisiera que supiera que ella estaba aquí”. Esa respiración era el pitido de mi pulso acelerado. Los murmullos se hicieron más fuertes hasta llegar a gritos. 

Admití que nunca más volvería a tocar la taza hirviendo de algún migao.

* Este texto está escrito a modo de testimonio y recoge las palabras de  Gonzalo Emilio Hoyos Giraldo, abuelo de la autora, que murió el 3 de diciembre de 2021 a los setenta y nueve años, en la clínica Cardio Vid.

Tenerlo todo y no tener nada

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Por: Isabelle Cristina Cardona Mejía

Institución Educativa Jorge Eliécer Gaitán

Cuando era pequeña, vivía con mis padres en una amplia casa en Bello, en un barrio tranquilo y acogedor. Materialmente lo tenía todo, pero como persona no tenía nada. Crecí llena de lujos, todo lo que quería lo tenía en un abrir y cerrar de ojos. Creí que la vida era igual de fácil para todos. Los lujos me volvieron arrogante y narcisista.

En el colegio tenía una compañera, Eva, quien me enseñaría que hay gente que es feliz con lo poco que tiene, incluso más que personas como yo que solo conocemos la felicidad material. “¿Por qué si no tiene nada se ve tan feliz?”, pensaba mientras me llenaba de celos. “¿Por qué si yo lo tengo todo no me siento así?”. Eran muchas cosas que no entendía, y yo también quería ser feliz igual que ella. Los celos se convirtieron en rabia, comencé a ser diferente con Eva, siempre estaba molesta si se trataba de ella. Me burlaba constantemente, pero en el fondo solo anhelaba ser como ella. 

Un día llegué a casa de la escuela, emocionada porque iba a almorzar con mi familia. Mientras le ayudaba a mi mamá a llevar los platos a la mesa, mi padre recibió una llamada y se alejó de nosotras: era su sucio. En ese momento vi cómo se borraba su sonrisa y cómo brotaban lágrimas de sus ojos pues él había decidido invertir todo su dinero en su empresa de finanzas y no salió como esperaba. Lo habíamos perdido todo. Ya no teníamos nada. Pasó de ser un momento feliz en familia a algo desesperante. Todo cambió. 

Vendimos algunas cosas para obtener algo de dinero, nos mudamos a una casa estrecha, en el día decidíamos si desayunar o almorzar, y en la noche, nos acostábamos con el estómago vacío, deseando que al día siguiente todo fuera diferente. Esperábamos con ansias recuperarnos de esta crisis. 

Una semana después volví al colegio, mis amigas ya no me querían hablar, pero Eva siempre estuvo para ser mi compañía, a pesar de que en el pasado fui mala con ella. Ella me enseñó a ser feliz. 

Una tarde saliendo del colegio, me invitó a su casa, la cual era pequeña e incluso estaba en obra negra, pero tenía lo necesario. Vivía con sus tres hermanos, su abuela, doña Esperanza, quien estaba en una silla de ruedas; su mamá, Beatriz, que trabajaba y era quien hacía el papel de padre y madre a la vez, siendo su esfuerzo y trabajo la única fuente de ingresos que había para mantener a una familia de cinco personas. Al llegar Eva me enseñó su habitación, dormía con sus tres hermanos en una sola cama. “¿No te molesta compartir habitación con ellos?”, le pregunté, y ella respondió: “Es lo que hay, siempre he estado acostumbrada a compartir, y al menos, hay un techo donde dormir, una cama para descansar y una cobija para no pasar frío. Hay personas que duermen en la calle y sé que muchos de ellos desearían tener lo que yo tengo; mi mamá ha hecho mucho esfuerzo para darnos lo necesario y siempre voy a estar agradecida con ella y con lo que me puede dar.”

En ese momento Doña Esperanza, su abuela, nos llamó para ir a almorzar y fuimos al comedor, nos había servido arroz con huevo y aguapanela. Nos sentamos todos a comer, y a pesar de ser algo simple estaba delicioso, más que todo por el amor de Doña Esperanza para cocinar. Cada bocado se sentía más acogedor que el anterior, me hizo sentir feliz algo tan pequeño, pues siempre estuve acostumbrada a comida más extravagante y no sentía el mismo amor al comerla.

Terminamos de comer y llegó mi mamá por mí, me despedí de todos y me fui muy feliz y agradecida a mi casa. En el camino pensaba que quizás debería empezar a apreciar y a disfrutar las pequeñas cosas que nos da la vida. Eva, me enseñó que se podía ser feliz teniendo poco.

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Ilustración: Manuela Correa Uribe