Por: Guadalupe Quintero Hoyos
Colegio San Ignacio de Loyola
Moribundo, moribundo mi cuerpo blanquecino aferrado a la vida en una camilla descuidada de hospital, lo único que me mantenía aún respirando eran máquinas ruidosas y dos placas metálicas en mi pecho que estaba rasurado, gélido y rasgado en cicatriz. No era la primera vez que pasaba, que para los médicos mi corazón estaba roto, que para ellos no podía latir sin un marcapasos y que, aun así, si fallaba, la única solución era someterme de nuevo a algo que llamaban RCP; para ellos mi vida dependia de máquinas, seguramente estaban en lo cierto, pero la vida era mía, no de ellos.
Mi terquedad se negaba a aceptar que yo era tan débil, que tenían que mantenerme a punta de máquinas de hospital. Metafóricamente me sentía colgando de un hilo, delgado y desecho, aunque literalmente mi vida colgaba de tubos neumáticos que se conectaban a distintas partes de mi cuerpo, parecía un experimento de laboratorio mal hecho. Mi cuerpo, yacente en esa camilla, era demasiado grande, y mis manos llenas de moretones, arrugadas y flacas, continuamente conectadas a un catéter. Un sonido se emitía en esa sala, era un pitido monótono que medía mi pulso; pero que para mí era el sonido más similar a la muerte. El olor de esa sala estaba lleno de alcohol etílico y las comidas tenían un característico olor a caldo Maggi. Sin embargo, cada mordisco era tan frío como mi pecho; uno veía esa comida y ya sabía que era de hospital, ya estaba escrito en su preparación la falta de amor, puesto que era hecho para multitudes de enfermos, y nadie es tan noble como para que le importase un insignificante plato de los mil que servían, por eso aborrecía esa comida, porque era lo más lejos que se sentía de la cercanía de un hogar. Esa sala de hospital era donde la muerte podía aparecer en los detalles de aquellos vivientes de cuartos de hospitales.
-Amparo ¿viniendo para acá se encontró con la vaca de siete tetas?- pregunté un día con un susurro, más que con palabras.
Mis labios, resecos y agrietados, apenas podían articular las sílabas, mi dedo índice buscaba mi boca, dando la seña de que hiciera silencio. “Calladita, escuché a los de enseguida peleando por una herencia de seis mil pesos”. En respuesta Amparo reía para esconder sus sollozos, sus lágrimas llegaban hasta la comisura de sus labios, probablemente saboreando lo salado de sus lágrimas, y sí que eran saladas. Yo era un loquito, pero ¿quién le haría entender a ella que sólo eran pensamientos de un pobre viejo en su lecho de muerte? Además de alucinar con potreros, herencias y guacas, me imaginaba arrastrándome hacia las paredes y gateando sobre ellas como un chandoso, hasta que viera el cuerpo moribundo inerte en la camilla, el mismo que la gente solía visitar.
Lo más cerca que estuve de la cordura fue cuando los recuerdos aparecían sin previo aviso, los repetía en mi cabeza y en mi boca. Probablemente eso fue lo más lúcido que habría pronunciado en el hospital. Mi cabeza rumbaba por esos pasillos de la casa de padres ausentes, al lado de niños del pueblo, jugando a fumar cigarrillos y a tomar tinto a las once…
***
Trece años tenía cuando me escondí en una mula que llevaba boñiga para Caicedonia, recuerdo que el olor del cigarrillo no era suficiente para tapar el olor a mierda de vaca en eso tan apeñuscado. Los primeros días tras llegar a ese pueblo dormía en costales de papa que la gente dejaba por la calle, y cuando estaba medianamente cuerdo por la falta de cigarrillo iba y buscaba a las señoras que se mantenían en las casonas, les barría y les trapeaba por una libra de arroz con huevo y, en mi libre albedrío, podía escoger una comida o un centavo: a veces comía, otras veces me aguantaba y otras cuantas no recibía nada. Si corría con mucha suerte, me ganaba también una dormida en una cama de paja y una bañada con agua limpia; cuando no corría con suerte, iba a los palos de limones y de mangos, agarraba aquellos frutos en el piso mordidos por animales para restregarlos por mi cuerpo como si fueran un jabón empastado, porque según yo, era mejor oler a fruta podrida que a un cuerpo de un niño que no sabía cómo limpiarse; sin embargo, con el paso del tiempo ese proceso se volvió meticuloso cuando poco a poco descubrí que el limón iba en las axilas y que el mango iba en todo el cuerpo. Hasta ahí, abajo.
Veinte centavos recogí y con diecisiete me vendieron una ida a Cali, con los tres que me sobraron me compré una piña y pedí prestada una tapa de olla. Me arranqué las uñas intentando abrir la piña y, con mis dedos sangrando, decidí que eso era mejor dejárselo a la única casa que me rodeaba: la calle. Puse la piña contra la punta de las esquinas de las jardineras, y así obtuve pedazos desiguales y arrebatados pero ricos, los hijueputas. Desde las cinco de la mañana madrugaba a caminar hasta el centro de Cali, vendiendo esos trozos de fruta sobre la tapa de la olla a los trabajadores que pasaban ayunando por esas calles que tenían rastros de rumba nocturna. Apenas conseguía más plata iba por otras piñas. Pronto compré un buen cuchillo para ponerlas en tajadas y seguir vendiendo ‘ananas sur le couvercle d’une casserole’, que era el lema -donación de un cliente francés-, con el que reconocían a este vendedor que, gracias al ostentoso título, lograba vender una piña tajada, medio centavo más cara.
Alquilé un cuarto encima de un taller, demasiado pequeño, pero aún cabían las piñas, y cuando conseguí más pesos lo llené de limones y de naranjas; agarraba los baldes del taller a escondidas y los llenaba de agua y de azúcar, al otro día partía los limones y los echaba al balde, al igual que las naranjas. Bajaba corriendo con una de esas carretillas en las que los indigentes andan con la basura, con los baldes encima, bregando a que no se chorrearan esos jugos, porque con una gota caída se venían las moscas y ya la gente no me compraba por el mosquero que revoloteaba encima. A las siete de la mañana ya no había ni una gota de esos líquidos altos en glucosa.
Un día, a las doce del día recibí una llamada de Graciela, la única hermana con la que podría compartir una calada sin remordimiento a que se acabara el papel del cigarro.
– ¿Qui’hubo, perdida?
- Gonzalo, su hermano Humberto se acabó de morir.
- Usted acaso es bruta, no diga semejante huevonada.
- Empaque maletas que mañana es el entierro, mijo.
¿Desde cuándo la nostalgia se volvía vil cómplice de la muerte? Andaba despechado, no por ningún amor sino por la muerte que hace temblar la vida cuando aparece tan cerca, hasta en las cantinas salseras, desoladas, era como si se sentara en la misma mesa a tomar cerveza conmigo. No lloré, pues sabía que la vida era como un artista pagado por la muerte. De la nada, la soledad se volvió pasajera para darle paso a la nostalgia que venía a arañarme en las entrañas.
A las seis de la mañana del otro día llegué a Granada, el pueblo de las tres efes: frío, feo y faldudo. Todo lo que uno respira ahí es tristeza y estiércol de bestia. No había dormido nada, parecía alucinar, era la abstinencia de dejar atrás los largos, gordos y explosivos baretos de marihuana mezclados con heroína, llamados en Cali “cigarrillos sucios”, o tal vez era pensar que Granada estaba atestada de monotonía cuando sólo las calles eran lo que nunca cambiaba. Fui a preguntar, al que me dijeron que era el dealer, por los mismos cigarrillos sucios. Él me respondió, con una risa adornada con dos cerezas estampadas en sus ojos. “Aquí los únicos cigarrillos que se fuman son ‘el imperial’ y ‘la mona’”.
Me fui de allí pensando que estaba trabado hasta el putas, hasta que fui a la iglesia y vi a los hombres con pelo largo, portando pantalones de ‘terlete’ que tenían la bota hasta de un metro, chanclas de tres puntas hechas de llantas de carro, y además en su cuello se adornaba un escapulario de cuero. El trabado no era yo, sino ellos. Allá al frente estaba el ataúd de Humberto, donde todos los niños iban y rodeaban el cuerpo muerto, lo veían curiosos, casi, casi esperando a que reviviera. La gente no se demoró en llegar, hasta María, la boba, fue. Era una cuchita que se vestía de novia y arrancaba flores del prado, como siempre. Nadie sabía nada de ella y nadie preguntaba, aunque su presencia sirvió de algo al recordarme que en este pueblo, nada parecía ser lo que es. ¿Cómo gente tan particular puede ser feliz en un lugar donde la vista solo abarca lo gris?
Allá cada familia tenía un apodo, y María, la boba, lo gritaba a cuatro vientos apenas ponían un pie dentro de la parroquia. Estaban “Los culoevela”, porque eran lánguidos y pálidos, “Los siete culos”, por su gran trasero, y “Los guacharacos”, porque gritaban al hablar. Al poco tiempo vi una niña que llegó corriendo, aunque su caminado lo estropeaba su larga falda. La misa se acabó, mucha gente uniformada de negro en aquel templo se acercó a darme las condolencias y, para ser sincero, no los conocía y mucho menos ellos a mí.
Graciela me dijo que tenía que ir a las novenas de las ánimas benditas del purgatorio. Las hacían nueve noches consecutivas, esperando que con los rezos le dieran paz al difunto, me dijo que si iba a eso me podía largar otra vez a Cali hasta que alguien más muriera y tuviera que volver a Granada. Eso hice, allí me encontraba sentado otra vez, viendo a la gente ofrecer Ron Medellín con vino y tapetusa, también había quienes se podían pagar un Moscatel. La novena empezaba con rumba y terminaba con rezos. La gente solía llevar comida hecha a mano y con ingredientes baratos para alimentar a más gente. La niña que había visto en la misa, con su familia, fue la que trajo en el caldero un migado, hirviendo y oloroso. Sin embargo, ella era la única que estaba parada allí, sirviendo a cucharazos y con un escapulario amarrado a la mano.
-Oiga, muñeca, ¿y su familia?- le dije, tendiendo la taza de cerámica en mis manos, sutilmente, para que me sirviera.
-Mis hermanas están con los novios y mis papás se acabaron de ir- respondió con una sonrisa, recogiendo con el cucharón lo que quedaba de chocolate, pan y queso en esa olla, sirviendo torpemente en la taza.
- ¿A ustedes les dicen “Los purgados”, cierto?
-Sí señor, y usted debe ser pariente de “Los carreteros”, hermano del profesor que se acabó de morir- asentí y sonreí.
- Venga suelte eso y rumbee conmigo hasta que vuelvan a rezar.
Esa misma noche me presentó como novio de ella a las hermanas y rápido corrió el chisme, porque a la mañana siguiente ya los papás también sabían. Desde ahí su presencia olía a chocolate en una mezcla de queso y pan, tenía una imagen grotesca pero su sabor decía lo contrario. Me tuve que ir para Cali, pero esta vez con el amor en las manos, pasaba flotando frente a la racionalidad, aceptando que nunca encontraría algo más eterno que ese amor atorado en los pulmones por tanto respirarlo.
Amparo me delataba, porque encontré el amor en su mirada al ser lo más único con lo que me he cruzado en una mirada como la mía. Le mandaba cartas aunque fuera analfabeta, pues las escribía con ayuda de alguien más.
El trabajo se volvió más llevadero cuando los supermercados me empezaron a comprar los jugos y con la plata ahorrada me compré un pequeño edificio donde se hospedaban prostitutas y universitarios, al año le pedí matrimonio a Amparo. Cada mañana tomaba chocolate endulzado con panela, además del pan y el queso que ella migaba para mí, en el comedor de una casa en Prado. Con más de tres locales en el centro y socio de tres flotas de buses y taxis, el niño pobre de Granada ya no se tuvo que preocupar por plata.
***
Viernes, nada, he existido. Otra vez escuchaba un tanque de oxígeno, la vulnerabilidad se hacía presente. ¿El amor sería tan poderoso como para vencer la muerte? Deseaba seguir respirando con pulmones y no con un tanque, me quedé aferrado a la mano de Amparo, con los ojos cerrados, pero con el oído atento, escuchando los murmullos de aquel cuarto.
- Graciela, imagínate que ayer estaba sola en la casa, acostada en la cama, y escuché pasos, no veía nada, pero parecían de Gonzalo- dijo mi esposa,pasito, para que no la escuchara nadie, ni los enfermeros, ni yo.
- Amparito, dicen por ahí las malas lenguas que eso es la muerte.
Reí, abrí los ojos y les dije en susurros: ”¿apenas se dieron cuenta que la muerte estaba detrás de todo esto? Yo la sentía respirando cerquita mío, fuerte, duro, como si quisiera que supiera que ella estaba aquí”. Esa respiración era el pitido de mi pulso acelerado. Los murmullos se hicieron más fuertes hasta llegar a gritos.
Admití que nunca más volvería a tocar la taza hirviendo de algún migao.
* Este texto está escrito a modo de testimonio y recoge las palabras de Gonzalo Emilio Hoyos Giraldo, abuelo de la autora, que murió el 3 de diciembre de 2021 a los setenta y nueve años, en la clínica Cardio Vid.