Noche de Halloween

Yhosselin_Rios_Noche_De_Halloween_11zon

Por: Yhosselin Ríos Grisales

Institución Educativa Carlos Vieco Ortiz

Halloween siempre ha sido una de las fiestas más amadas por los niños, es el día ideal para ver películas de terror, decorar nuestras casas con arañas, telarañas, fantasmas, muertos vivientes, sangre o cualquier elemento que nos provoque miedo; para disfrazarnos con amigos y comer grandes cantidades de dulces, aunque luego nos duela el estómago por consecuencia. Es también el día perfecto para perderse entre los mares de personas, ser secuestrado y vendido a desconocidos, ser objeto de hechizos, de brujería. Es el día perfecto para la muerte. 

El Halloween llegó a Colombia debido a la televisión, a la publicidad y a las influencias extranjeras, al mismo tiempo, justo en los 90 cuando el país vivía una de las épocas más violentas de su historia. En las ciudades y los pueblos se escuchaban sonidos estruendosos, parecidos a un golpe o una caída en seco, estallidos que algunos confundían con pólvora. Hasta el día de hoy, una oscura sombra cubre los rostros y las historias de miles de personas que, lastimosamente, tuvieron que sobrevivir como pudieron, enterrando a sus muertos y abandonando sus tierras. 

Ahora bien, pasando de una historia a otra, corría el mes de octubre de un año incierto, 2012 o quizás 2013, cuando la violencia caería una vez más sobre el suelo de nuestro dolido país. La sombra volvería a cubrir los rostros de muchas personas de la comuna 13 de Medellín, entre ellas, a una pequeña niña de escasos cinco o seis años. Y es que este territorio siempre se ha visto envuelto por el narcotráfico y golpeado por la violencia. Se dice que actualmente es algo que ya no sucede, atribuyéndole a la Operación Orión “un cambio y una mejora”, pero la realidad es otra. Esta historia de verdadero terror la vivió la pequeña niña que hoy les escribe.

El hecho ocurrió un 31 de octubre, aunque debo decir que el mero recuerdo ya es difuso para mí. Siendo apenas una pequeña niña, me cepillaba los dientes después de haber comido tantos dulces como había podido, cuando un sonido impactante me dio un susto increíble y me obligó a reaccionar de inmediato, salí del pequeño trance de sueño en el que me encontraba. La curiosidad me hizo pensar que aquel sonido era pólvora, pero de repente fui interrumpida por mi madre que me arrastraría al baño abruptamente. 

Los gritos y sollozos se hicieron presentes por las personas que ese día se encontraban en mi hogar: mi madre, mi hermana mayor, una prima mayor que mi hermana y yo. Todo pasó de manera rápida y el afán de entender lo que sucedía se me hizo presente. Mi mamá se encontraba hablando por teléfono, y en un pequeño descuido, decidí ir explorar, me asomé por la ventana a buscar el motivo de tanto alboroto, y lo que me encontraría sería una imagen que, aún años después del suceso, se puede hacer presente en mi cabeza. La escena que presenciaba era tan aterradora como un cuento de Stephen King. Se trataba de un joven con líneas negras y blancas por su rostro, vestido de los mismos colores intentando parecerse a un esqueleto, alrededor de él un charco de un líquido espeso de color carmesí; se encontraba ahí, tirado en la acera de mi casa, una lámpara que estaba diagonal a él en esa misma calle lo iluminaba de tal forma, que pude verlo patentico.

Yhosselin_Rios_Noche_De_Halloween_11zon

Ilustración: Manuela Correa Uribe

El joven que yacía en el suelo de aquel callejón, pedía ayuda en voz baja, al mismo tiempo que gemía de dolor y comenzaba a retorcerse de formas extrañas, como si un puñado de hormigas subiera por sus piernas produciendo un estremecimiento por todo su cuerpo. Aquel muchacho desconocido, con toda una vida por delante, se empezaba a convertir en otra cosa, en muerte. Curioso, pues su disfraz era una oscura premonición de su futuro cercano. La muerte llegó ese día a un barrio, a una esquina, a una familia. 

Aquella noche de Halloween pasó de ser un recuerdo de divertidos disfraces, a ser un hecho traumático. El trance de las risas y dulces al primer vestigio de la muerte. Los restos de la violencia que ha perdurado por años en el país, y que se ha hecho presente en la vida de muchas personas, por no decir todas. 

Esta historia marcó mi vida, me transformé en una pequeña que no podía escuchar un sonido fuerte sin pegar un brinco del susto. Se me revuelcan las entrañas y los recuerdos, salen a jugar los sentimientos negativos cuando escucho un impacto fuerte al encontrarme sola o al estar en la fría oscuridad de la noche. Ese Halloween se convertiría en una huella de sangre, en un reflejo del dolor de una comuna, de una historia y de una tradición de muerte.

Conectados

Violeta_Bolivar-conectados (1)

Por: Violeta Bolívar Hoyos

Escuela Normal Superior de Medellín

Decidí narrar a mi bisabuelo porque las historias que me cuentan de él en mi familia, siempre nos han mantenido conectados, sin importar que no nos conocimos en vida. Rogelio Antonio Zapata fue un hombre bondadoso, amoroso, respetuoso y honesto. Recuerdo que cuando era más pequeña, mi mamá siempre me hablaba de mi bisabuelo, o como de cariño lo llamaban, papito. Al principio para mi mamá fue duro hablar de él, pero con el tiempo empezó a contarme esos bonitos recuerdos que ella siempre guarda con alegría y nostalgia.

Rogelio Antonio Zapata nació el 5 de febrero de 1936, en Angostura, Antioquia y murió el 14 de octubre del 2003 en Medellín. Desde pequeño siempre fue un hombre trabajador, el cual ayudaba en la finca de sus papás. 

Un domingo, a sus 22 años, conoció al amor de su vida. Como de costumbre, mi abuelo fue a la iglesia del pueblo, y allí estaba ella, María Oliva Loaiza Zapata, una mujer muy hermosa. Él decidió acercarse y hablarle, para darse cuenta que, en cuestión de segundos, tuvieron una conexión increíble.

Rogelio le pidió que salieran, a lo que Oliva aceptó muy contenta. Rogelio visitaba a Oliva cada quince días: salían a caminar, a almorzar o solo a acompañarse el uno al otro. Y aunque en esa época se les daba un año a los novios para conocerse, apenas ocho meses después, ambos se casaron en Angostura un 25 de diciembre. 

Mis bisabuelos no tienen fotos de ese gran día, pero mi mamita siempre lo recuerda con mucha felicidad y nostalgia: su primer año de casados lo pasaron en la finca del papá de ella, y un año después se aventuraron a vivir en Medellín. Llegaron al barrio Villa Hermosa, donde compraron una casa hermosa y grande, a los dos años de estar allí, llegó la primera hija: Nury. De ahí le siguieron otras seis: Inés, Doris, Gladys, Alba, Melva y Andrea. Finalmente, a los dos años nació Santiago y mis bisabuelos se sintieron muy contentos, ya que siempre quisieron un varón. 

Rogelio era un hombre muy hermoso, medía 1.95, era trigueño, de ojos negros, cejas gruesas y cabello ondulado negro, siempre fue muy risueño, chistoso y trabajador. Él ayudó a construir el Banco Ganadero, en el cual le ofrecieron un puesto de trabajo. Fue mensajero de la gerencia, hasta que años más tarde lo ascendieron a cobrador, en donde laboró treinta y cinco años; aunque siempre se escapaba hacia su casa soñando despierto con los frijoles o el sancocho, que eran sus favoritos. 

Todos los días iba a misa y hacía el rosario. Fue un hombre muy devoto a la Virgen María, sabía montar a caballo a la perfección, y el deporte que más le gustaba era la bicicleta. Siempre hacía los mejores desayunos para sus hijos porque para él eran lo más importante, tanto así que vivía pendiente de que no les faltara nada, ni siquiera los estrenos de Semana Santa y diciembre. A todos les enseñó a leer en la plancha de la casa y como recompensa de su buen desempeño, les llevaba detalles con los extras del salario: pasteles de pollo, mecato, lecherita y mermelada para sus hijos y nietos. Para él los detalles eran importantes, por lo cual las rosas rojas y las citas a cenar en el centro de la ciudad nunca le faltaron a su amada Oliva. 

***

Hasta que llegó el día gris. Mi tía suele narrar aquel momento con todos los detalles: “Fui al parque a comprar una inyección porque mi papito se encontraba muy enfermo, al terminar de comprar la inyección, pasé por la iglesia y sin saber el por qué, entré e hice un Padre Nuestro y comulgué. Al llegar a casa nos reunimos en el cuarto de mi padre para hacer el rosario, le pregunté si lo quería entonar, pero me dijo que mejor lo hiciera yo. Mientras él contestaba empezó a toser de una manera muy horrible; entonces los vecinos entraron a cargar a mi padre, se lo llevaron en carro al hospital, mientras yo buscaba sus documentos. Al llegar allí me dieron la horrible noticia de que mi papá había muerto”. 

El corazón de mi tía se rompió en mil pedazos junto al de su madre y hermanas. Fue un momento duro para la familia, pero para ellas Rogelio está en su Santa Gloria. Hasta el día de hoy sus hijos y nietos siempre lo recuerdan con felicidad, pues en sus años de vida nunca faltaron sus historias maravillosas, sus bromas que hacían reír hasta el cansancio, su comida que siempre era hecha con amor y paciencia, sus detallitos que cada día enamoraban más a su esposa, el rosario que nunca faltó en su vida y la eucaristía que, aunque estuviera cayendo una tormenta, nunca omitía. 

Aunque no conocí a mi papito, le agradezco que, a través de su legado, me haya enseñado que la familia y el amor lo son todo. Aún sabiendo que sus brazos nunca me envolvieron en un abrazo, que de su boca nunca escuché una frase y que de sus manos no probé un sancocho, siempre siento que está a mi lado dándome un fuerte abrazo y escuchando esas historias que solo él conoce. Lo amo hasta la eternidad, hombre de buenos valores.

Violeta_Bolivar-conectados (1)

Ilustración: Manuela Correa Uribe

Ecos del pasado

Por: Alejandro Guisao Restrepo

Institución Educativa Carlos Vieco Ortiz

Muchas veces me pregunto ¿qué significa verdaderamente madurar? Esta pregunta resuena en mi mente mientras veo a mi abuelo sentado en su sillita, cuando observa la televisión a casi todo volumen porque ha empezado a perder la audición. Veo a un hombre que ha recorrido un largo camino de vida, lleno de enojos, enfermedades, pérdidas y, como él dice, que se ha “forjado en la escuela de la experiencia” porque estos años que tiene no son porque sí. A sus casi ochenta, me ha dejado un legado de historias que, dan más que anécdotas, son lecciones vitales que me han ayudado a formar mi carácter.

Recuerdo todas las veces que me senté a escuchar sus relatos en la sala, en el balcón, en la cama e incluso en la calle cuando salimos a realizar su rutina favorita del día: dar una caminata a la tienda para distraerse de solo ver televisión. Con su voz pausada y firme, mi abuelo comenzaba a narrar cómo había dejado atrás su hogar a los 14 años sin ni siquiera haber acabado sus estudios ya que solo llegó hasta sexto grado. “La experiencia no llega con la edad, llega cuando entiendes que cada decisión, por pequeña que sea, puede cambiar el rumbo de tu vida”, dice. 

A medida que lo escucho, su historia se convierte en un espejo donde puedo ver reflejados mis propios temores, errores, deseos y aspiraciones. Mi abuelito no solo habla de su juventud despreocupada, de los dos matrimonios fallidos, de sus seis hijos, de los momentos difíciles que forjaron su fuerte manera de ser. A veces repite sus historias, ya que, de nuevo, los años no vienen solos, pero igual estoy atento a escuchar sobre cómo perdió a su esposa por una aventura, sobre el asesinato de su hijo mayor, sobre los veinte años que vivió en Cartagena, sobre su niñez en Nariño, Antioquia, sobre su casa en Manrique o sobre cómo enfrentó uno de los momentos más desgarradores para cualquier ser humano. La verdad no me imagino cómo se debe de sentir perder el calor de los abrazos de la persona que te trajo al mundo, cómo se debe sentir que al final esos recuerdos se conviertan en ecos distantes que resuenan en el alma. Y sí, hablo de la muerte de su madre, Libia. Ella falleció hace más de cuatro años, pero su memoria sigue viva en cada consejo que me da mi abuelito. 

En esos momentos, siento cómo sus palabras impactan directamente en mí. Su manera de amar quizás es muy diferente por el contextos de su pasado, pero igual para mí es hermoso el cómo me recuerda que valore a mi mamá, que está viva, y que le permite acompañarme y guiarme; él me dice: “No te imaginas cuánto me gustaría que mi mamá siguiera viva para poderla visitar y decirle que la quiero. Aprovecha tú eso, ya que la tienes”.

A veces, lo observo mientras se detiene en medio de una frase o de las historias, se detiene como si el hilo de sus recuerdos se hubiese enredado. Es doloroso ver cómo confunde nombres al llamarme, pues muchas veces es capaz de nombrar hasta cinco personas que ni siquiera yo conozco. Es triste ver cómo su mente tiembla ante lo que solía recordar con claridad. Sin embargo, en su confusión, siempre hay un destello de lucidez cuando menciona a Libia, quien con su amor y enseñanzas lo acompañó en cada paso, lo protegió con su propio cuerpo del maltrato de su padre, y lo guio para ser una buena persona. A menudo me dice: “Nunca olvides querer mucho a tu madre”, y en sus ojos veo la profundidad de ese consejo, la herencia de amor que me transmite. Con cada historia, él me enseña que la madurez o la seriedad es un viaje que nunca termina. 

A veces mi abuelito recibe visitas inesperadas, como el arrepentimiento o la nostalgia, pero también hay espacio para los nuevos comienzos. “La vida es corta, Alejandro. Hay que apuntar a vivir con dignidad, orden e inteligencia”, me dice cada mañana antes de ir al colegio, y esas palabras se encienden en mi pecho, al saber que tanto él como muchas personas más están orgullosas de lo que puedo lograr.

La influencia de mi abuelito me ayuda a replantear mis propias decisiones y a valorar las relaciones auténticas, recordándome que cada paso que doy puede ser moldeado por las enseñanzas de aquellos que han caminado antes que yo. Me doy cuenta de que, aunque tal vez su memoria se desdibuje con el tiempo, las lecciones de vida que me ha entregado nunca se desvanecerán. Él me ha enseñado muchas cosas sobre el mundo, especialmente, a comprender cuál puede ser la mejor manera de vivir. Todo esto al final me sirve como un recuerdo, y es un lazo que vivirá siempre en mi corazón. Y así, con sus historias resonando en mi interior, afronto el mundo con el peso de su sabiduría, permitiendo que las historias y los ecos de mi abuelito iluminen mi camino hacia el futuro. 

Los desplazamientos

María_Camila_Martínez__Los_Desplazamientos (1)

Por: María Camila Martínez

Colegio de la Compañía de María La Enseñanza

Parte 1

En 1951, en una finca ubicada en la vereda de La cabaña, se encontraba la pequeña casa campestre hecha de tabla y con techo de zinc en la que Rosalba vivió los primeros 6 años de su vida hasta el momento en en el que su familia, conformada por sus padres y sus dos hermanas, fueron desplazados de su hogar a causa de la chusma de Juan Serna, la cual luego de la muerte de Gaitán extendió la persecución política por el Tolima, Cundinamarca y los Llanos Orientales. Estos se paseaban por los pueblos intimidando a cada familia liberal que pudieran encontrar, haciendo común la escucha de amenazas en las puertas de los hogares.

Por medio de algunos vecinos de fincas cercanas, los adultos de la pequeña familia pudieron enterarse del inminente peligro que corrían, ya que ese día por el pueblo se supo que esta gente planeaba matarlos esa misma noche. Al ser alertados de esto, Carlos y Eliodora supieron que tendrían que huir para mantenerse a salvo a ellos y a sus tres hijas, de las cuales Rosalba era la mayor seguida de su hermana Flor, de 3 años y la apenas bebé de un año, Estela.

Por el apuro y el miedo, la familia no tuvo tiempo de alistar un viaje ni nada parecido, empacaron en tres costales de cabuya las cosas esenciales, la ropa de los padres, un par de cobijas, los implementos necesarios para el cuidado de la menor de las niñas, y las cosas de cocina más livianas que tenían: unas ollas, sartenes de barro, y unos platos y tazas de esmalte. Mas por el reducido espacio para las cosas, tanto Flor como Rosalba tuvieron que llevar sus únicas 3 prendas de ropa puestas para su escapada. Carlos tomó un costal y se lo puso al hombro a la vez que cargaba a Flor en brazos, Eliodora cerró los accesos a la casa para luego tomar otro de los costales en mano y llevar delicadamente a la pequeña Estela. Rosalba seguía a sus padres fuera de la morada con su mirada inocente, pero preocupada mientras jalaba el último y más pequeño de los costales.

Eran aproximadamente las siete de la noche cuando emprendieron su caminata por el sendero de herradura, cruzaron el gran terreno dejando atrás su hogar y pasando entre los pastizales, los palos de caña y el café; dieron una vuelta en la enramada y siguieron entre los árboles de guamos y naranjos que habían sembrados por allí. A la media noche su caminar cesó al encontrarse frente al río Gualí; sin muchas opciones y con la intención de poderse movilizar lo más rápido posible, el padre de las niñas se tomó un momento para improvisar una balsa de guadua, en ella los adultos subieron a las menores junto a su equipaje y continuaron su transcurso a través de las corrientes del río con Carlos y Eliodora nadando y empujando el botecito dentro del cual Rosalba cuidaba a sus hermanas con una persistente intranquilidad y tristeza.

Varias horas pasaron en su camino río abajo para después detenerse antes de las cataratas de Medina y abandonar allí su balsa en la orilla del río para volver a emprender otro largo trayecto a pie unos kilómetros al sur, atravesando una vereda montañosa hasta poder divisar una carretera a lo lejos: la vía de Mariquita a Fresno. 

Al arribar allí en plena madrugada esperaron por un rato hasta que una persona bondadosa y amable se ofreció a llevarlos en dirección a Fresno, fue allí donde consiguieron estadía y rearmaron ese hogar aún después de ese tan drástico e improvisado desplazamiento.

 

Parte 2

En 1985, a los 17 años, Cristina se encontraba en Bogotá, ya que el año anterior en diciembre había acabado el bachillerato y sus padres, Rosalba y Cristobal le habían dado la posibilidad de viajar desde su hogar en Villavicencio, pues en ese lugar no había universidades con la carrera que ella anhelaba, a Bogotá a completar un preuniversitario mientras transcurría el tiempo hasta la fecha de las inscripciones en la Universidad Nacional, a la que ella intentaría entrar; la falta de dinero en su familia no le daba para el pago de una privada. Aún con la distancia de sus padres, ella mantuvo un constante contacto con ellos, hablaba cada semana con su madre y de vez en cuando con su padre cuando no estaba fuera por el trabajo.

Durante su estadía en Bogotá ella hizo varios amigos, entre los que estaban Luz, Jaime, Gustavo y Elmer, quienes eran su compañía casi todas las mañanas o en las tardes en la biblioteca cuando se reunían juntos para estudiar. Cristina era muy competente en distintas disciplinas, principalmente, en las matemáticas. En una de esas tarde-noches en las que el grupo se reunió, se desviaron algo del tema para terminar en una conversación acerca del futuro de ellos, es decir, lo que harían después del preuniversitario. Todos los amigos, creyeron que ella optaría por una carrera relacionada con la Ingeniería,  por su desempeño en las áreas de matemáticas, pero en realidad ella tenía otra idea en mente: Medicina. 

Luego de esa charla uno de sus amigos se quedó pensando en su respuesta acerca de su idea de futura carrera y un tiempo después se reunió con ella y le expresó su pensamiento al respecto. Jaime le dijo que la admiraba mucho, que era muy inteligente y talentosa, pero que estaba en el lugar equivocado, desperdiciaba su tiempo quedándose en el preuniversitario y que no debía esperar las inscripciones de la Nacional porque tenía otras opciones. 

Cristina no comprendió lo que él le quería decir hasta que este le explicó el porqué de sus palabras: resulta que Jaime también deseaba entrar a esa carrera y, por eso, conocía de una universidad pública a la que seguro ella lograría pasar directamente por su desempeño en el bachillerato, en el preuniversitario y en las pruebas Icfes. Así que esa misma noche Jaime le ayudó a redactar la carta y la constancia con los datos para el departamento de admisión de la universidad, y además le pagó el envío de la solicitud.

A la semana siguiente ella siguió asistiendo al preuniversitario con normalidad, ya que lo último que ella se esperaba fue que, al hablar con su madre, Rosalba le contara que a su casa había llamado  un funcionario de admisión de la Universidad del Cauca, el cual había revisado su solicitud y querían informarle que había sido admitida en la carrera de Medicina. La emoción la llenó al escuchar esa noticia, estaba algo sorprendida y definitivamente feliz, apenas colgó con su madre fue directamente a contarle a todos sus amigos la situación. 

Al lunes siguiente ella, junto a su grupo, decidieron salir por dos razones: uno, a celebrar la admisión de su amiga en la universidad y dos, a hacerle una despedida, porque al entrar a la Universidad del Cauca ella se veía obligada a salir de Bogotá y viajar ahora en dirección a Popayán. Al acabar este encuentro ella volvió a su apartamento y se dispuso a empacar sus maletas para prepararse para el vuelo. Doblaba su ropa mientras se preparaba para todo lo que implicaba su decisión:  cambiar de ambiente, no estar cerca de sus amigos, entrar oficialmente a la carrera, estar lejos de su familia… Pero todo por  cumplir su sueño y más grande aspiración. 

Luego de llegar a Popayán y empezar su carrera siguió en contacto con sus amigos, especialmente con Jaime: le escribía cartas contándole cómo era todo el lugar, cómo era la carrera y lo agradecida que estaba por su ayuda. Finalmente allí, lejos de su hogar, de su familia y amigos, logró cumplir su meta, todo gracias a ese inesperado y afortunado desplazamiento.

 

Parte 3

En 2024, Camila, a sus 14  años estaba sentada en la mesa del comedor de su casa, luego de comer se quedó un rato considerando en qué más escribir mirando su libreta llena de garabatos y manuscritos; mientras jugaba con su lápiz pensaba en lo recientemente escrito en aquellas hojas: historias de su abuela Rosalba y su trágica huida a tan corta edad y con tanto peligro. Recuerda cuando ella le contó esa vivencia por primera vez, sus ojos cristalizados con lágrimas que amenazaban con salir ante el recuerdo de la tristeza, la angustia y el temor. Historias de su mamá, Cristina, quien cuenta con inexplicable alegría acerca de tan inesperado viaje que aún con las desventajas del cambio de ambiente y la lejanía de sus seres queridos, la tenían llena de emoción por cumplir sus sueños y metas; cuando lo recuerda sus ojos se iluminan y una sonrisa le aparece.

Ambas historias son tan diferentes y tan parecidas, en ambas ocurre algo importante: un desplazamiento, por razones distintas, en circunstancias, épocas y condiciones diferentes, dando como resultado situaciones bastante contrastantes.

Camila mira al techo unos segundos y luego cierra su cuaderno de escritura para levantarse de la mesa vacía y dirigirse a su habitación, dejando su libreta a un lado de su escritorio y recostándose en su cama mirando a la  nada con un solo pensamiento en la cabeza: ¿Cuál será su desplazamiento?

María_Camila_Martínez__Los_Desplazamientos (1)

Ilustración: Manuela Correa Uribe

Cada quien tiene sus amores

Por: Natalia Sofía Pérez Camelo

Colegio de la Compañía de María La Enseñanza

Si existen personas conocedoras de alegrías y de amores, son aquellos señores que uno puede encontrarse mirando por cualquier ventana mientras escuchan la radio, completamente inmóviles, siempre teniendo algo que contar si se les pregunta. Casi todos ellos son fieles amantes de la música y, al escuchar los primeros acordes de una canción de su juventud, pareciera que sus rostros se iluminaran para luego recuperar algo de esa jovialidad. 

Y hablo de un señor en específico: 93 años, tez blanca, cabello delgado, cuerpo flaco con manos venosas y desgastadas, quien estaba alojado en un conjunto de habitaciones cercanas a Sabaneta, rodeado de colinas y olor a césped recién podado. Me mencionó su nombre, o el nombre que recordaba cuando le pregunté, y decía cumplir años el 20 de julio. A veces parecía que se quedaba en blanco a la hora de hablar y, cuando me quedaba callada, comentaba lo bonita que le pareció la melodía de violín que yo había tocado sólo unos momentos atrás. Me decía que era un tema de Camilo Sesto y estaba en lo correcto; yo lo había preparado y, luego de presentar esta canción del cantante español, él quiso hacer otra interpretación emotiva en medio del patio cálido en el que estaban colgadas flores pequeñas de colores en unas macetas de plástico a las que les daba el sol matutino. 

Después me comentó que la había estado tratando de recordar por bastante tiempo y me dio las gracias por acompañarlo aquel día. No me había percatado del color de sus ojos hasta sentarme a hablar con él cara a cara, eren azules verdosos y, de vez en cuando, se perdían en el horizonte. Me habló de su profundo cariño por la música, especialmente por la clásica, y de que le alegraba saber que todavía hubiera gente interesada por los instrumentos y las melodías a los que él era tan aficionado. 

Mientras yo lo ayudaba a jugar un bingo, él me hacía preguntas y me daba consejos: “¿Vos tenés novio?”, le respondí que no. “No tengas novio, los hombres de hoy en día no son de fiar, son muy malos, todos malos”, me dijo con voz fluida y ronca, casi como si me lo estuviera ordenando, y que conste que le sigo obedeciendo hasta el día de hoy. En un momento él tenía la mirada tan perdida que me preocupaba que algo malo hubiera pasado, también llegué a pensar que se había quedado dormido con los ojos abiertos; en realidad parece ser que es algo recurrente en aquel señor, pues miré a una de las chicas que lo cuidaban y me hicieron un gesto para que me tranquilizase. Cuando recuperó la noción del tiempo y del espacio, me dijo: “Niña. Las mujeres muchas veces son complicadas”. Quise responderle y hacerle alguna broma, pero en ese momento avisaron que era hora de la comida, entonces fui a buscar la suya y, cuando regresé hasta donde había estado la última vez, ya no estaba. Lo busqué. Las chicas de casa se dieron cuenta de que no lo encontraba y me dijeron que no siguiera, que estaba cansado. Dejé la avena y el pan sobre la mesa en la que estaba puesta la comida de los demás señores que esperaban mientras la niña con quién hablaban la trajera para comenzar con la merienda de las once.