El amor es de color rojo

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Diana Milena Mesa Restrepo

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de Sanbuenaventura

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Durante varios años pensé que a las personas se les apreciaba más cuando ya no estaban presentes. Me causaba gran impresión el hecho de que la ausencia era el mayor detonante del amor. A su vez, contemplar cómo este se alimentaba de arrepentimientos carentes de sinceridad, me hacía replantearme la idea del amor. No me refiero a un amor romántico, sino a algo fraternal, es decir, un amor que se puede oler y saborear, con aroma a fines de semana en familia y con sabor a chocolate caliente.

Siempre he admirado a las personas que ven las adversidades como una oportunidad de aprendizaje, que saben que esquivar un obstáculo es un logro y que, aunque la vida sea dura, “el amor es más fuerte”. Ese fue el mantra que doña Eloísa siempre repetía cuando se avecinaba algo malo. En el barrio era conocida como “doña Eloísa”: la señora que vendía los almuerzos más ricos de todo El Playón. Para mí era “La mamita”; así la llamábamos los casi ochenta nietos y tataranietos que tenía. La mamita pocas veces se enojaba; siempre soltaba improperios chistosos y al reírnos le dábamos permiso para que continuara haciéndolo. 

La conexión con mi abuela era singular; cargaba un humor contagioso y la habilidad innata de levantarle el ánimo a cualquier persona que pasara por un mal momento. A su lado, los dolores y las preocupaciones desaparecían instantáneamente. Cuando me atrevía a preguntarle la razón de su infinita felicidad, respondía:

—La Virgen del Carmen siempre me ayuda y, para rematar, mis nietos viven muy cerca.

La familia vivía muy cerca de la abuela. No sé si por aprovechados o por amor ferviente, aunque me quedo con la primera opción. Pese a eso, la abuela siempre disponía de todos los artilugios y remedios caseros para cualquier enfermedad al menos eso creía yoy los preparaba con todo el amor del mundo. 

Con el pasar de los años, el desgaste de las rodillas se apoderó de ella y ya no podía caminar libremente. Su eterna positividad disminuyó al punto de hacer que la familia se preocupara. Sin embargo, recobró su buena actitud y decía que al estar sentada todo el tiempo ya podría descansar y disfrutar de la vida. Su positividad crecía y decrecía constantemente. En ocasiones decía que soñaba con ver a mi hermana casarse y, en otras, se afligía porque creía que no podría verme cumplir quince años.

La inocencia de la infancia se extendió hasta la adultez, y esa fue mi realidad. Desde mi más vago recuerdo, la casa de la abuela siempre mantuvo el mismo orden y los mismos objetos. Hace algunos años no lo entendía, pero ahora puedo comprender que era una costumbre para atesorar los buenos tiempos. Para mí era fascinante, como viajar al pasado y ser eternamente la pequeña niña de La mamita. El color que predominaba en la casa era el rojo. Nunca pregunté la razón, pero casi todo en la casa tenía ese color.

Era rutina pasar por la acera de esa gran casa de puerta roja y despedirme de mi abuela, mientras recibía las bendiciones de todos los santos existentes en el mundo. Aún recuerdo su voz cuando hablaba por teléfono:

—¡Vea por Dios! La niña va a estudiar dizque en la San Buenaventura. Me contó que eso allá tiene muchas escaleras. Yo ya le dije a José que me compre una silla de ruedas; esa graduación yo no me la voy a perder.

Efectivamente, la silla de ruedas fue una compra que no tuvo espera y era su medio de transporte para las citas médicas, reuniones familiares y algunos paseos dominicales a misa. Gracias a ese artefacto ella se motivaba a salir. Por esto, cuando los días se tornaban oscuros yo tenía la certeza de que esa casita roja me iba a curar todas las angustias, que la magia de esta era inagotable para mí, que era la pequeña princesa de la casa. 

El 22 de abril recibimos una de las noticias que nadie espera recibir: 

—Mami, ya entregaron los exámenes. La mamita tiene cáncer y está en la etapa terminal.

Todo pasó muy rápido. La mamita volvió a la casa, como si nada hubiera pasado. La familia decidió callar esa dura realidad, y ocultarle dicho infortunio era nuestra prioridad. El reto más grande era escucharla hablar de su futura mejoría y hacer de tripas corazón para evitar llorar frente a ella. Los médicos no se explicaban el hecho de que aún estuviera con vida; sus órganos estaban completamente deteriorados. 

Durante esos días, el cielo se había contagiado de la desgracia que se avecinaba en aquella casita roja. Llovía constantemente; nadie hablaba. Al llegar a casa mi hermana, mi mamá y yo siempre llorábamos antes de bajar a saludar a la abuela. Mi papá no lloraba. Supongo que lo hacía para sostener la cordura casi inexistente en la familia. Saludarla cada día era una tortura. Su alegría contagiosa había perdido la calidez que siempre había tenido. Ahora sentía una fuerte punzada de dolor y evitar las lágrimas era una labor de superhéroes.

Las visitas no se hicieron esperar, y la última despedida de muchos familiares, era uno de los momentos más felices de La mamita, ya que pudo compartir con personas que no veía hacía años. Días después, contrataron a una enfermera para que nos ayudara a asistirla en la noche. Las visitas, cada vez, eran más y más constantes. La mamita tuvo la valentía de preguntar lo que nadie podría responder:

—¿Por qué hay tanta gente? ¿Es que yo me voy a morir o qué?

El silencio se prolongó tanto que sentí que me iba a desmayar. Hasta que alguien respondió con una risa nerviosa:

—¡Oiga pues! ¿Y es que no se puede visitar a La mamita o qué?

Conservaba la esperanza de que La mamita se hubiera convencido con esa respuesta, aunque sé que eso no había pasado. Los días pasaban y la espera nos carcomía; no sabíamos cuál era el siguiente paso. La mamita odiaba a la enfermera y eso me motivaba un poco porque no había perdido el humor que siempre la caracterizó.

La gran pesadilla llegó con gritos desaforados. La escena más desesperante y triste fue ver la casa atestada de personas gritando. La mamita estaba saturando en 7. La mamita se estaba muriendo…

El sonido de ese pequeño aparato era como una burla al desespero que se sentía en esa casa.

¡Beep! Está en 7…

¡Beep! Está en 2…

¡Beep! Subió a 40…

Su oxigenación subía y bajaba. No aceptaba que era el momento de decir adiós, aunque ya era necesario. Se negó durante toda la noche a partir. Se burlaba de la muerte al negar fuertemente con la cabeza cuando alguien decía que era momento de irse. Las mil y una noches no pueden compararse con la eternidad que duró esa noche. Los celos que sentí de Sherezada eran inmensos. Al menos ella tenía mil posibilidades, yo solo tenía una certeza. Después de llorar, de verla sufrir y quejarse del dolor a las 6 a. m., día de las madres, pronunció un:

—Mi Dios les pague.

Y la magia en aquella casa murió para siempre. La mamita Eloísa murió a los 92 años y la vida nunca volvió a ser igual. La casita roja cambió de color. Ya no había nadie al pasar por la acera, ni había chistes, ni anécdotas. No quedaba nada. La magia que creía inagotable daba por finalizada su labor. Los médicos dijeron que no existía una razón lógica para que ella hubiera estado viva en las condiciones en que estaba. Desde las letras sí le encuentro significado, tal vez para consolarme o porque realmente es así. La abuela vivió hasta el último momento gracias al amor que había en su corazón, un amor puro, incondicional y lleno de magia: un amor de color rojo. 

Entre cuerdas y dolores

Alexander Ramírez Rivera

Institución Educativa María Josefa Escobar

Era una mañana acogedora de un sábado de septiembre. Me encontraba en mi habitación, sentado, observando levemente mi celular. De repente, el sonido inesperado del timbre recorrió cada rincón de la casa hasta llegar a mí. Me levanté, fui hacia la puerta y abrí. Era ella, Ana Isabel. Una sonrisa de oreja a oreja le dio la bienvenida. Sus ojos reflejaban el auge del camino. Me dio un beso en la mejilla y un caluroso abrazo. Luego de unas preguntas sobre la escuela y su viaje, la invité a mi habitación para descansar. Después, sus ojos se enfocaron hacia la pared, en la cual se encontraba una guitarra de un cálido color café que colgaba con cierta elegancia en mi habitación. A su lado, un espejo de marco color negro reflejaba la imagen y duplicaba su encanto. Su presencia parecía un imán que atraía la mirada enigmática y a la vez curiosa de los ojos de aquella mujer. El silencio, cargado de significados no expresados, fue cómplice de la incertidumbre notoria que se apoderaba de mí. No esperé mucho tiempo para hacer una pregunta:

—¿Qué pasó? — dije con cierta curiosidad. Y con esta pregunta me refería a su vida entera. 

La mujer me miró con tristeza, pero con nostalgia a la vez:

—¡Ay, mijo! ¿Su papá no le ha contado?

No pude entender las palabras, ni mucho menos la relación que tenían con la intrigante mirada de la mujer hacia la guitarra, pero no bastaron unos segundos para que ella comenzara a contarme acerca de su vida. Me dijo que nació en el municipio de Betania, Antioquia, en una familia humilde que constaba de su madre, su padre y once hermanos, los cuales crecieron en una vida cotidiana de labor y cuidado del campo. Empezó a contarme que todos sus antepasados tenían algo que los representaba: la vena musical, por lo que ella vivió entre los tiples, las guitarras y las sonoras voces de su núcleo familiar, las cuales, sin excepción alguna, ella también había heredado. Después de un tiempo, conoció a un hombre con el cual compartía un talento: el canto y tocar la guitarra. Pero esto no impediría ni amortiguaría las amarguras que este la haría pasar. Contrajo matrimonio con él y de este nacieron catorce hijos, los cuales demostraron mucho de este talento, algunos cantaban y otros tocaban instrumentos de cuerda.

Cuando tuvo su último hijo, ya sentía que no tenía fuerzas para volver a dar a luz; por eso tomó la decisión de viajar a Medellín para hacerse operar. Su esposo, arraigado a las posturas machistas de la época, no estaba de acuerdo con la elección de la mujer, ya que él quería tener más hijos para poder cumplir con el estándar de una familia numerosa. Ella pidió prestados cincuenta mil pesos para poder gestionar su cirugía.

En Medellín, después de estar operada, tuvo un sueño que le decía que su hija estaba corriendo peligro. Era la única mujer de toda su familia. Ella se levantó exaltada y con cierta incertidumbre; no le importó el tiempo que debía esperar para recuperarse de la cirugía, pues tenía que viajar. Al momento de llegar allí, su hija, al verla, corrió hacia sus brazos con lágrimas que demostraban el sufrimiento vivido en su ausencia. La duda de lo que realmente le había pasado a su niña de doce años la motivó a romper el silencio:

—¿Su papá la estuvo molestando? ¿Por qué? ¿Qué le hizo? —dijo, desesperada, con rabia y tristeza por no entender qué pasaba realmente.

La niña, con miedo a lo que su padre le podía hacer, no soltaba ni una palabra, pues él la había amenazado: si contaba lo sucedido, las mataba. Sin embargo, su madre la convenció para que le contara y la pequeña con un gran temor le dijo que su padre la había violado.

El hombre lo negó, dijo que era mentira y que no tenía pruebas para acusarlo de lo sucedido con su hija. Por eso, decidió quedarse a la expectativa de lo que pasaba. Hasta el día en que se dio cuenta y presenció la imagen desgarradora de su hija y de aquel que se hacía llamar su esposo. Ella se derrumbó totalmente por dentro y esto hizo que  tomara la decisión que le cambiaría la vida: cogió a sus hijos y la poca ropa que tenían, y se marcharon. Sin un peso en el bolsillo y con el estómago vacío, la desesperación y la esperanza se encontraban en un delicado equilibrio en la mente de la mujer. Al no tener recursos para viajar a Medellín, se le ocurrió una idea luminosa y sencilla: cantar junto a sus hijos.

Sin pensarlo demasiado, ella y sus pequeños se dirigieron a la terminal de buses y, en medio del bullicio cotidiano, comenzaron a cantar. Las voces agudas y dulces de los niños se mezclaron con la profundidad de la voz de la mujer y el melódico sonido de la guitarra. Al principio la gente miraba con curiosidad, pero pronto las melodías empezaron a contagiar a los presentes. Los murmullos se transformaron en aplausos y sonrisas y, algunos, incluso comenzaron a bailar al ritmo de la música. En cuestión de minutos, la terminal dejó de serlo para convertirse en un escenario improvisado.

Cada canción parecía estrechar un lazo invisible entre ellos y los desconocidos. Las monedas y los billetes comenzaron a hacerse presentes. Con el corazón lleno de gratitud y los bolsillos pesados, finalmente pudieron tomar el bus para la ciudad. Al llegar, la realidad los golpeó: no tenían dónde quedarse. Pero la esperanza no los abandonó. Dos de sus hijos, con la misma valentía que en la terminal, tomaron la guitarra y comenzaron a cantar de bus en bus.

Luego de un tiempo, cuando ya estaban acomodados, sus hijos estudiando y ella trabajando como recolectora de café, apareció el hombre, el causante de todo el sufrimiento vivido. Fue a buscarlos y, con gran repulsión en sus ojos, le dijo a la mujer:

—Se tienen que volver conmigo para la finca —expresó el hombre entre dientes y con cierto desprecio hacia la mujer.

—No puedo volver para allá, ¿no ve que ya tengo mi trabajo aquí? ¿Cómo les voy a quitar el estudio para volvernos para esa finca donde no hay nada?

El hombre no esperó a que la mujer terminara y sacó un cuchillo, poniéndoselo en la nuca y diciéndole:

-Se va conmigo o la mato. Acabo con todos esos hijueputas antes de irme, no me llevo si no a la niña.

La mujer asustada y sin otra opción, con una voz de sumisión le dijo:

-Está bien, no se preocupe, yo me voy con usted.

Y así fue, al amanecer, sin mediar palabra, fue donde el señor que le había brindado trabajo para cobrarle los pesitos del trabajo.

Cuando llegaron nuevamente a la finca en Betania, el hombre, con gran tranquilidad, le dijo que se los había traído nuevamente simplemente por el hecho de “haberlo dejado solo y abandonado allá en la finca”. Después de un tiempo, al hombre que tanta desgracia había causado lo mató a tiros en la finca la guerrilla. Ellos se quedaron cinco meses allí, pero después de presenciar la muerte de uno de sus hijos, causada por el ataque de una mula, decidieron volver a Medellín para intentarlo nuevamente. Allí, la mujer consiguió una piecita para darle morada a sus hijos, pero la guerrilla les quemó el único lugar que tenían para subsistir. Las lágrimas bajaban por el rostro cansado de la mujer, mientras las llamas devoraban todo a su paso. Las sombras proyectadas por el fuego creaban una imagen desastrosa del lugar que les había dado la bienvenida. El calor sofocante envolvía el lugar como un abrazo que no ofrecía consuelo, solo destrucción.

El sonido del timbre nuevamente recorrió mi casa. Antes de dirigirme a la puerta, pude ver en su rostro unas lágrimas de tristeza al rememorar nuevamente las desgracias que la mujer había vivido. Le di un abrazo fuerte para consolar todo el dolor expresado; no podía creer lo que me había contado. Me dirigí hacia la puerta para saber quiénes provocaban el sonido del timbre. Cuando los vi, identifiqué quiénes eran ellos, gran parte de sus hijos. Nuevamente, con una gran sonrisa, les di la bienvenida uno a uno de los presentes. Saludaron a la mujer con grandes abrazos y cálidos besos, hasta que uno de ellos vio la guitarra y empezó a tocar melodías que los transportaban a grandes recuerdos, bonitos, dulces y amargos de la vida. Retumbaba en mí, nuevamente, el gran significado que tenía para ella, la mujer de la historia, la hija, la madre y la abuela. Mi abuela.

Este texto va en conmemoración a ella, mi abuela, la mujer que me cautivó con su historia y que ha sido un gran ejemplo de resiliencia y esperanza para mí. Ella es de estatura baja, cuya presencia exalta calidez y ternura. Sus ojos color café son como ventanas a un mundo de experiencias vividas, su cabello castaño está salpicado de canas que narran historias de los años pasados, y su corazón, que, a pesar de haber sido lastimado por los amargos sabores de la vida, logró sanar gradualmente. Con el amor de sus hijos, encontró una armonía única, navegando suavemente entre cuerdas y dolores.

Los colores de la vida

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Yenifer Salas Gutiérrez

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de San Buenaventura

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La vida, desde hace un tiempo, ha perdido color. Quise buscar los amarillos en las sonrisas de mamá, de papá, de mi hermana. Los rojizos en una aventura amorosa que casi pone en riesgo mi cordura. Los violetas en los viernes de “pola” que tienen lugar en el puesto de salchipapas del barrio. Los naranja en el gajito de mandarina que un amigo dejó para mí sobre la mesa. Es desesperanzador buscar y no hallar. Sin embargo, no iba a rendirme, sabía que en algún lugar aguardaba por mí aquello que me sacaría de la pesada agenda que no dejaba lugar para la contemplación.

Nació en mí un anhelo, una semilla que fue regada por un viejo amigo: Kevin. Hace mucho tiempo no nos dábamos a la tarea de ver un amanecer. Sabía que si en las personas y en el tapiz del mundo no había encontrado aquello que buscaba, seguramente en el cielo sí lo haría. Para nuestra suerte, uno de los cerros con la mejor vista nos vigilaba desde muy cerca cada día. Nuestro encuentro quedó pactado para el 17 de octubre a las 4:30 a. m. en la estación 13 de noviembre de la línea M del Metrocable. Nuestro destino: El Cerro Pan de Azúcar, ubicado en el centro oriente de la ciudad de Medellín. 

La noche anterior me hizo recordar esas ocasiones en las que, cuando era niña, esperaba con ansias que amaneciera rápido para irme de paseo. Dejaba la “pinta” lista, el tarro con agua enfriando en la nevera y, por supuesto, programaba de manera muy juiciosa la alarma. Kevin y yo nos comunicamos esa noche, coordinamos que ambos llevaríamos buena hidratación, gorra y dinero para ver qué podíamos comprar para comer en el camino. 

La alarma sonó, la desactivé sin queja alguna y me dispuse a tomar una ducha caliente. En mi cabeza no resonaba el compromiso laboral que debía cumplir a las 10:00 a. m., ni el trabajo inconcluso de la clase del viernes. Ni siquiera la conjuntivitis alérgica, que hace de intrusa de vez en cuando, pudo frenar el deseo de contemplar el amanecer. Quizás lo que mis ojos enfermos alcanzarían a ver podía, al menos, matizar un poco el alma. Me puse la ropa que me esperaba en la silla que, en ocasiones hace las veces de ropero, me cepillé los dientes, saqué el tarro con agua de la nevera y envié un mensaje: Ya salí.

Afuera de la estación me esperaba Kevin, tenía el camibuso negro licrado que compró con estusiasmo para usar en ese tipo de ocasiones. Además, me contó que después de mucho tiempo se había aventurado a usar pantaloneta. Admiré su decisión. Él me dijo que mi camisa oversize de los Rollings Stones combinada con unos leggins azules habían sido todo un acierto. En su mano tenía una bolsa blanca, en ella dos palitos de queso prometían calmar el hambre que sentiríamos al llegar a la cima. En la panadería, que queda justo al frente de la estación, compré la promoción de panes agridulces con la certeza de que en el camino nos harían falta. 

Los rostros cansados que bajaban la loma nos observaban con extrañeza, probablemente no era habitual que un jueves a esa hora dos personas tomaran la dirección contraria. Nuestros pies avanzaron con el tic tac del reloj. El celador de la zona lanzó una mirada cuidadosa, se percató de que no había nada sospechoso y con sus ojos puestos en nosotros nos adentramos en el cerro. El Pino, El Noro, El Yarumo, El Arrayán y otras especies vegetativas de la zona fueron compañeros silenciosos de esa travesía. También la salsa, las baladas, el rock y el canto de las guacharacas amenizaron el ambiente. Eran las 5:31 a. m. y el sol se asomaba por la montaña, todo estaba en silencio y ahí estábamos Kevin y yo. Con el corazón contento y con el alma tornasol. Kevin dijo que esa imagen traía a su mente una canción de la banda The Stone Roses, se llama I Wanna Be Adored. Le dije que no la conocía así que la puso. Ahora, cada que la escucho, vuelve a mí la imagen de los dos en aquel mirador siendo saludados por los primeros rayitos de sol. No supe qué me hacía más feliz, si el cielo, los colores, la canción, Kevin. 

Estando allí consideramos pertinente subir un poco más. Nos topamos con un perrito que nos acompañó en lo que quedaba de camino, siempre daba unos pasos y volvía su cabeza hacia atrás para corroborar que seguíamos ahí. Me sorprendí al ver que en la cima ya hay un montón de casitas apiladas, tiendas con precios tan altos como el cerro, caballos esperando a ser montados por algún turista. Allí también estaba la que quizás es su habitante más conocida: La Virgen de la Candelaria, la patrona de Medellín. Esculpida por Rodolfo Hincapié y puesta allí por Monseñor Ricardo Tobón, arzobispo de Medellín, el 8 de diciembre de 2015. Nos sentamos al lado de ella y empezamos a comer. Kevin grabó un video para mostrarle a su mamá que habíamos llegado bien y que en un rato empezaríamos a bajar. 

Estando allí apareció un hombre que se dirigió hacia nosotros. Tenía un bolso pequeño, un jean azul clarito con rastros de tierra, una camisa manga larga y un trapo que cubría su cuello. Sus labios estaban secos, sus ojos pequeños y con borde rojizo. En su mano portaba una credencial con su foto, su nombre y su cargo. Era su carta de presentación con nosotros.

– Muchachos, buenos días. No quiero molestarlos, miren, no soy un ladrón, soy funcionario del INPEC.

Se sentó a nuestro lado, mirando la ciudad, con los pies medio encogidos. Continuó

– Muchachos, lo único que pido ahora son dos mil pesitos para comprar un tinto. Llevo toda la noche esperando que mi mamá me abra la puerta, ella sabe que estoy aquí, no quiero tocar, ella ya sabe que estoy afuera y aún así no abre. Mi mujer no me quiere ver, no me deja ver a mis hijos… El bazuco me dañó la vida, me quitó el trabajo, a mi familia… Qué cosa tan dura.

No sabíamos qué decir, todos mirábamos el paisaje en silencio: Kevin, el funcionario, La Virgen, yo. Sacamos dos mil pesos para dárselos y lamentamos no haber dejado ni un pan para que acompañara su tinto. En ese momento supe que ese impulso en la panadería había sido un presagio. 

Con la voz quebrada y los ojos llorosos nos miró, agradeció y se despidió de nosotros – No los molesto más muchachos, muchas gracias -. Hubo un silencio largo. 

Fue lindo pensar que lo que empezó con unas simples ganas de ver un amanecer le brindó la posibilidad a este hombre de darle calorcito a su cuerpo, ese que le quitó el vicio. Supe que a veces hace falta querer mirar más hacia arriba. Allí, en los senderos, se esconden grandes descubrimientos. 

Tomamos postales para el recuerdo, guardamos las botellas ya sin agua en el bolso y empezamos a bajar. Nuestras piernas, algo cansadas, eligieron un camino más corto que nos dejaría por el Ecoparque Las Tinajas. Dos perritos se cruzaron en el camino y, a modo de chiste, Kevin les puso a uno Rodolfo y al otro Aicardi. Sí, tenemos, el ahora llamado humor, roto. No pude haber elegido un mejor compañero para esa travesía. El cerro alberga muchas cosas, me alegra saber que aún así quedaba un espacio para los dos y sé que quedará para quienes se animen a adentrarse en él.

Llegué a casa a eso de las 9:00 a. m. y me alisté para ir a trabajar. Agradecí al universo por ese paréntesis en la rutina. Agradecí a Kevin por la complicidad, por ese caminar silencioso en el que habló el paisaje. 

La vida, desde hace un tiempo, venía perdiendo color. Esa mañana encontré los amarillos en las herraduras de los caballos que cada día transitan la zona, los rojizos en las mejillas de Kevin y en las mías, los violetas en los labios de aquel hombre, los naranjas en las florecitas que crecían en el camino. Durante un tiempo me pregunté quién o qué le daba el color a la vida, ahora sé que es la vida misma. 

Tal vez algún día nos hagamos ricos si seguimos trabajando

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Por: Heidy Juliana Poveda Viguez

Centro Educativo Autónomo

 

¿Si en Colombia se trabaja tanto por qué nunca hay plata?

Mientras el DANE anuncia en los periódicos un aumento del trabajo informal del 56%, las abuelas escuchan en el noticiero como Colombia ingresó nuevamente en el ranking de países más felices del mundo. 

Como si tuvieran un reloj biológico al igual que un gallo, múltiples familias en Colombia se levantan a diario a las 5:00 a.m., levantando sus pesados cuerpos a causa del cansancio acumulado de días malos y trabajos peores, que se dan fuera de los pies de la cama; bostezan y con somnolencia matutina, ojos hinchados y ojeras, se dirigen al baño para alistarse y posteriormente, una vez arreglados preparan el desayuno y almuerzo de un largo día mientras en el camino, por supuesto, ocasionalmente, se les escapa una maldición para un jefe que no hace más que humillarlos y explotarlos en su trabajo. 

El pobre es pobre porque quiere, porque trabajo es lo que hay, podría llegar a citarse en bastantes mentes. Pero, si eso resulta verdad ¿por qué Felix, aquel hombre rebosante de canas al igual que de cayos en las manos no ha podido aspirar a tener el suficiente dinero para dejar de ser menospreciado? ¿Por qué es visto con disgusto, disfrazado en ocasiones de pesar, por las personas que mientras caminan por la calle, postran su ojos en sus manos cansadas? Las típicas de un hombre que le ha dedicado 69 años de su vida al trabajo de los 83 que tiene. Ellos miran esas mismas manos que una vez construyeron casas y ahora reciclan en un acopio de Boyacá Las Brisas, porque su jefe un día le dijo que ya era demasiado viejo para tener un trabajo.

Y es que la comida no llega sola a la mesa. A veces no basta con que trabaje uno, se necesita a la familia de 3: el hijo, resignado a esta labor, ya que otras siempre se le han negado por su falta de estudio; y la esposa que nunca se terminó de jubilar del único trabajo para el cual le decían que podía hacer, el de ser ama de casa. De vez en cuando me gusta pensar en la frase de Oscar Wilde La juventud es un desperdicio para los jóvenes, y vaya que sí, lo que hacemos es desperdiciar, eso es algo que Felix tiene bastante claro, ya que hace 27 años cuando su capataz le dijo con el usual tono frío y hostil de jefe de construcción que estaba despedido, aprendió en un año por su cuenta lo que se necesita saber del oficio.

Empezó reciclando todo lo que había en su casa y lo vendía en la chatarrería, hasta que un día decidió aventurarse y salió a recoger toda la basura que le ofrecía la calle. De 5:00 a.m. a 7:30 p.m., la ciudad era suya y él tan solo era un punto en un mapa de Acevedo, Pedregal y Las Brisas dedicado a limpiarla a cambio de plata. El kilo de plástico vale 1000 pesos, el vidrio está a 200, el aluminio a 1.500, el cartón y la chatarra a 500. Con esos cálculos, un día de suerte saca 45.000. Esa era la cantidad a la que un hombre tiende a aspirar trabajando por su cuenta, a menos, claro está que llegue Navidad y se encuentre con las cosas que los demás desechan prácticamente nuevas, que son casi como regalos para él y que le permiten obtener  50.000 en un día y ropa nueva para trabajar, la que solo hace falta quitarle la etiqueta para empezar a ser usada. 

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Ilustración: Manuela Correa Uribe

El tiempo y el trabajo son cosas que traen consecuencias, a Felix con los años se le fueron dañando la vista, el oído y una pierna a causa del desgaste articular; además, encorvó y adelgazó más al hombre alto y delgado que era. Todo esto fue un motivo más por el que su hijo mayor y esposa decidieron que debían trabajar junto a él para así llegar a fin de mes y poder tener un poco más para pagar los servicios y la comida de cinco personas que habitan en una casa que, afortunadamente, es propia: Felix, Claudia (su esposa), sus dos hijos y una hija. 

Entre los tres ganan 75,000 pesos trabajando de 9:00 a.m. a 4:00 p.m. Tener un horario “tan corto” es un lujo que solo pueden permitirse quienes no dependen exclusivamente de estos ingresos. Incluso aquellos que, desde nuestra posición de privilegio, despectivamente llamamos “muertos de hambre” tienen en su propio círculo a algunos con más oportunidades que otros. Y es que, en el caso de Felix, su hija es quien le ayuda con los gastos más grandes del hogar y las necesidades que puedan surgir. 

Aun así, él aún cuenta con su cuerpo que, a pesar de las dificultades, le sigue permitiendo trabajar, como lo ha hecho siempre, pues desde una edad temprana, él ha sido fuerte, invencible ante las enfermedades que el trabajo trae consigo y que suelen hacer que muchos renuncien después de dos semanas de fiebre y tos. Esta fortaleza comenzó cuando él y su familia fueron desplazados de su pueblo natal por el conflicto armado, terminando en “Barrio Cartón”, un lugar donde las casas de bloque, madera, ladrillo, y hasta cartón, se alzaban en un pantano de barro, separadas cada 100 o 200 metros. 

Es fácil reconocer a los habitantes de Barrio Cartón cuando salen a tomar el bus: sus pantalones siempre tomaban el color característico de su hogar, el del cartón. Pero quizás este color no sea sino el reflejo de una resistencia que no se borra con el tiempo, y del esfuerzo y la lucha diaria de las casi 13 millones de personas que en Colombia, como Felix, viven de un trabajo informal. 

Rutas y recuerdos

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Por: Amalia Posada Sánchez

Colegio Marymount

Es un alivio ver al señor Yeiner Pantoja después de una larga clase extracurricular, sobre todo cuando debo llegar a mi casa a estudiar, probablemente a repasar para algún examen. Definitivamente, verlo a él saludándome con una amable y reconfortante sonrisa, me conmueve, porque no importa lo muy mal que haya ido ese día, siempre va a haber algo agradable, algo que lo arregle. 

Ir a mi casa después del colegio siempre fue un problema, no se encontraba a ninguna persona que se ofreciera para llevar dos niñas al Alto de Las Palmas, a las cinco de la tarde, pero Yeiner nos hizo sentir como si eso fuera lo que a él más le gustara, y  lo hace muy bien. Para llegar a mi casa hay que pasar primero por el barrio La Acuarela, ya que allá viven otras niñas que se fueron juntando para que hubiera una ruta que llegara tan lejos del colegio.

Mi conductor pone Vallenato a todo taco, con la ventanilla abierta cantándole a todo peatón que se le cruce. Este fue un impulso para abrir mis gustos musicales, y ya básicamente, me sé sus emisoras favoritas; aunque en un principio no me gustaba ni 5 que pusiera música tan duro, ya es indispensable para hacer el trayecto a mi casa más corto y divertido.

Al señor Yeiner le encanta manejar, se nota, lo supe desde la primera vez que él nos montó en esa buseta con El Binomio De Oro reventando los parlantes. Las carreteras destapadas son su pasión, y las coge como si no supiera lo mucho que esa buseta saltaría, así, sin miedo al éxito. Cuando la gente maneja “lento” se queja y grita: “¡Eche no joda!”, a todos los que se le atraviesan; pero lo curioso es que la gente es lenta al ver que se les avecina una buseta que se parece a un mega bafle o a un carro que transporta el equipo de sonido de un concierto de una banda que estaba ensayando ahí mismo.

No sabía mucho de él, ni de dónde era, sólo sabía que era costeño por su acento, y por mucho tiempo no supe ni cómo se llamaba. Prensa Escuela hizo que quisiera conocerlo a mayor profundidad, lo que nunca dudé es que fuera una buena persona, pues fue él quien se echó al charco cuando no teníamos un transporte a nuestra casa, una persona que se aventuró a convivir con nosotras cuarenta y cinco minutos al día. Quise indagar sobre él, porque me parece que conocerlo va a hacer mejor la comunicación. Yeiner Pantoja venía de la costa, de donde él decía “un nido de vacas”: era de Planeta Rica. A Yeiner no le gustaba hablar mucho de sus horarios, pero nos había contado en alguna ocasión que  en las tardes nos transportaba a nosotras y por las mañanas a estudiantes de otro colegio. Estas dos actividades las hacía en sus lomas favoritas: las del Alto de Las Palmas; y llegaba en la noche a su casa feliz a decirle a su esposa y su hijo lo bien que lo había pasado, y lo sabroso que le resultó el mango de ese día.

Me acuerdo que un día estaba muy pero muy estresado porque le quería conseguir boletas a su esposa para ir al concierto de Shakira, y menos mal la monitora de la ruta, Cristina, le ayudó a entrar en la lista de espera para conseguir las boletas. Aunque no sé cómo se llama su esposa, sé que la quiere, y mucho, sé que en la ruta habla con ella para contarle cómo va el recorrido y si ese día iba a llegar temprano o no; y desde el otro lado del teléfono se escucha una voz dulce (que no suena casi porque él habla más que un loro mojado) emocionada por escucharlo.

Su forma de manejar es impredecible, puede ir “empecuecado” por todo Envigado al son de lo que esté sonando en la radio (claramente sin violar ninguna ley de velocidad), o puede ir despacio si la canción hablaba de algo triste, o porque ese día Tropicana no estaba tan tropical como a él le gusta. A mi conductor le encanta el mango biche, el que no se ha madurado, el que “está duro porque nadie lo quiere” y al que escoge porque “está solito”, como dice él. Por eso, sin importar la fila en el puesto de venta, siempre pide su buena porción, “con de todo”. Nunca pierde la oportunidad de esperar su mango antes de llevarnos al colegio, y a nosotras nos encanta ver su emoción cuando maneja, mientras se lo come de un tarro gigante.

En rutas anteriores, mis amigas y yo leíamos cualquier libro que las otras estuvieran leyendo y guardábamos canciones que mencionaban para después buscarlas en nuestras playlists, pero en esta ruta ese no es el caso. Claro que lo tratamos, pero esos resaltadores terminan en otra esquina muy distante a la que queremos marcar, y es que escuchar a Diomedes Diaz mientras leemos un libro de suspenso es un tema complejo, pero empezamos a apreciar que esa música cuadraba perfecto con cualquier libro. ¿Estás leyendo Harry Potter? Pues La Gota Fría de Carlos Vives es justo lo que necesitas. 

Esos trayectos ya se volvieron recuerdos que no se olvidarán fácilmente, tardes que no queremos que se acaben, y sonrisas que nunca desaparecerán. Con él aprendimos que pasaba “en los años 1600”, y en “el verano del 73”; básicamente una clase de cultura general y de historia todos los días. Gracias a Yeiner supimos que “Una cosa es acero inoxidable, y otra es hacerlo inolvidable”

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Ilustración: Manuela Correa Vélez