Diana Milena Mesa Restrepo
Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana
Universidad de Sanbuenaventura
Durante varios años pensé que a las personas se les apreciaba más cuando ya no estaban presentes. Me causaba gran impresión el hecho de que la ausencia era el mayor detonante del amor. A su vez, contemplar cómo este se alimentaba de arrepentimientos carentes de sinceridad, me hacía replantearme la idea del amor. No me refiero a un amor romántico, sino a algo fraternal, es decir, un amor que se puede oler y saborear, con aroma a fines de semana en familia y con sabor a chocolate caliente.
Siempre he admirado a las personas que ven las adversidades como una oportunidad de aprendizaje, que saben que esquivar un obstáculo es un logro y que, aunque la vida sea dura, “el amor es más fuerte”. Ese fue el mantra que doña Eloísa siempre repetía cuando se avecinaba algo malo. En el barrio era conocida como “doña Eloísa”: la señora que vendía los almuerzos más ricos de todo El Playón. Para mí era “La mamita”; así la llamábamos los casi ochenta nietos y tataranietos que tenía. La mamita pocas veces se enojaba; siempre soltaba improperios chistosos y al reírnos le dábamos permiso para que continuara haciéndolo.
La conexión con mi abuela era singular; cargaba un humor contagioso y la habilidad innata de levantarle el ánimo a cualquier persona que pasara por un mal momento. A su lado, los dolores y las preocupaciones desaparecían instantáneamente. Cuando me atrevía a preguntarle la razón de su infinita felicidad, respondía:
—La Virgen del Carmen siempre me ayuda y, para rematar, mis nietos viven muy cerca.
La familia vivía muy cerca de la abuela. No sé si por aprovechados o por amor ferviente, aunque me quedo con la primera opción. Pese a eso, la abuela siempre disponía de todos los artilugios y remedios caseros para cualquier enfermedad —al menos eso creía yo— y los preparaba con todo el amor del mundo.
Con el pasar de los años, el desgaste de las rodillas se apoderó de ella y ya no podía caminar libremente. Su eterna positividad disminuyó al punto de hacer que la familia se preocupara. Sin embargo, recobró su buena actitud y decía que al estar sentada todo el tiempo ya podría descansar y disfrutar de la vida. Su positividad crecía y decrecía constantemente. En ocasiones decía que soñaba con ver a mi hermana casarse y, en otras, se afligía porque creía que no podría verme cumplir quince años.
La inocencia de la infancia se extendió hasta la adultez, y esa fue mi realidad. Desde mi más vago recuerdo, la casa de la abuela siempre mantuvo el mismo orden y los mismos objetos. Hace algunos años no lo entendía, pero ahora puedo comprender que era una costumbre para atesorar los buenos tiempos. Para mí era fascinante, como viajar al pasado y ser eternamente la pequeña niña de La mamita. El color que predominaba en la casa era el rojo. Nunca pregunté la razón, pero casi todo en la casa tenía ese color.
Era rutina pasar por la acera de esa gran casa de puerta roja y despedirme de mi abuela, mientras recibía las bendiciones de todos los santos existentes en el mundo. Aún recuerdo su voz cuando hablaba por teléfono:
—¡Vea por Dios! La niña va a estudiar dizque en la San Buenaventura. Me contó que eso allá tiene muchas escaleras. Yo ya le dije a José que me compre una silla de ruedas; esa graduación yo no me la voy a perder.
Efectivamente, la silla de ruedas fue una compra que no tuvo espera y era su medio de transporte para las citas médicas, reuniones familiares y algunos paseos dominicales a misa. Gracias a ese artefacto ella se motivaba a salir. Por esto, cuando los días se tornaban oscuros yo tenía la certeza de que esa casita roja me iba a curar todas las angustias, que la magia de esta era inagotable para mí, que era la pequeña princesa de la casa.
El 22 de abril recibimos una de las noticias que nadie espera recibir:
—Mami, ya entregaron los exámenes. La mamita tiene cáncer y está en la etapa terminal.
Todo pasó muy rápido. La mamita volvió a la casa, como si nada hubiera pasado. La familia decidió callar esa dura realidad, y ocultarle dicho infortunio era nuestra prioridad. El reto más grande era escucharla hablar de su futura mejoría y hacer de tripas corazón para evitar llorar frente a ella. Los médicos no se explicaban el hecho de que aún estuviera con vida; sus órganos estaban completamente deteriorados.
Durante esos días, el cielo se había contagiado de la desgracia que se avecinaba en aquella casita roja. Llovía constantemente; nadie hablaba. Al llegar a casa mi hermana, mi mamá y yo siempre llorábamos antes de bajar a saludar a la abuela. Mi papá no lloraba. Supongo que lo hacía para sostener la cordura casi inexistente en la familia. Saludarla cada día era una tortura. Su alegría contagiosa había perdido la calidez que siempre había tenido. Ahora sentía una fuerte punzada de dolor y evitar las lágrimas era una labor de superhéroes.
Las visitas no se hicieron esperar, y la última despedida de muchos familiares, era uno de los momentos más felices de La mamita, ya que pudo compartir con personas que no veía hacía años. Días después, contrataron a una enfermera para que nos ayudara a asistirla en la noche. Las visitas, cada vez, eran más y más constantes. La mamita tuvo la valentía de preguntar lo que nadie podría responder:
—¿Por qué hay tanta gente? ¿Es que yo me voy a morir o qué?
El silencio se prolongó tanto que sentí que me iba a desmayar. Hasta que alguien respondió con una risa nerviosa:
—¡Oiga pues! ¿Y es que no se puede visitar a La mamita o qué?
Conservaba la esperanza de que La mamita se hubiera convencido con esa respuesta, aunque sé que eso no había pasado. Los días pasaban y la espera nos carcomía; no sabíamos cuál era el siguiente paso. La mamita odiaba a la enfermera y eso me motivaba un poco porque no había perdido el humor que siempre la caracterizó.
La gran pesadilla llegó con gritos desaforados. La escena más desesperante y triste fue ver la casa atestada de personas gritando. La mamita estaba saturando en 7. La mamita se estaba muriendo…
El sonido de ese pequeño aparato era como una burla al desespero que se sentía en esa casa.
¡Beep! Está en 7…
¡Beep! Está en 2…
¡Beep! Subió a 40…
Su oxigenación subía y bajaba. No aceptaba que era el momento de decir adiós, aunque ya era necesario. Se negó durante toda la noche a partir. Se burlaba de la muerte al negar fuertemente con la cabeza cuando alguien decía que era momento de irse. Las mil y una noches no pueden compararse con la eternidad que duró esa noche. Los celos que sentí de Sherezada eran inmensos. Al menos ella tenía mil posibilidades, yo solo tenía una certeza. Después de llorar, de verla sufrir y quejarse del dolor a las 6 a. m., día de las madres, pronunció un:
—Mi Dios les pague.
Y la magia en aquella casa murió para siempre. La mamita Eloísa murió a los 92 años y la vida nunca volvió a ser igual. La casita roja cambió de color. Ya no había nadie al pasar por la acera, ni había chistes, ni anécdotas. No quedaba nada. La magia que creía inagotable daba por finalizada su labor. Los médicos dijeron que no existía una razón lógica para que ella hubiera estado viva en las condiciones en que estaba. Desde las letras sí le encuentro significado, tal vez para consolarme o porque realmente es así. La abuela vivió hasta el último momento gracias al amor que había en su corazón, un amor puro, incondicional y lleno de magia: un amor de color rojo.