La mejor parte de salir, es volver

Por: Sebastián Velásquez Vélez

Colegio San José de las Vegas

Grado Octavo

Tallerista Valentina Areiza Ramírez

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana, Universidad de San Buenaventura

Me desperté muy temprano aquel domingo, noveno día del mes décimo, según el calendario que suelo guardar en mi pequeño cajón de chécheres y bobadas. De hecho, no sería apropiado decir ‘me desperté’, sino más bien ‘me despertaron’. Específicamente, me levantó mi papá con un estado de ánimo increíblemente feliz para ser las seis de la mañana de un fin de semana. Medio dormido, somnoliento y físicamente cansado, a pesar de haber dormido estrictamente las 8 horas recomendadas, oí la voz de mi padre sentado en el borde de mi cama, en la mitad de una habitación decorada, y vestido ya con sus prendas deportivas: una sudadera negra y una camisa verde. Entonando un infantil y agradable susurro me preguntó: “¿Si vamos a salir en la cicla?”.

Me compuse al instante y viendo sus ojos brillantes y expectantes, no pude decirle que no a algo que tanto disfrutábamos y que él amaba. Miré por la ventana, el día era frío, nublado y apagado. Medellín estaba dormida, y no podía haber mejor día para salir. Me arreglé también con una sudadera negra, y una camisa azul clara, que me quedaba ancha y tomé lo que necesitaba: un termo con agua helada, mi celular, mi reloj y mis llaves, los guardé en un bolsito negro de tela gruesa, que mi papá había comprado y le había instalado a mi bicicleta en la parte trasera. Salí por el pasillo hacia el espacio del comedor y la sala, por donde ya salían los primeros rayos solares, que entre nubes y cortinas lograban darle un poco de vida a la casa. Vi que mi padre estaba ya listo, sentado en el mueble principal, descansando los ojos y esperándome expectante, por ende, me puse los suaves guantes que me protegían de tallarme y el duro casco que, de hecho, me quedaba un poco angosto.

Salimos por la puerta blanca, tratando de no hacer mucho ruido, pues mi mamá dormía todavía. Cerramos y, como siempre, mi papá echó llave, por seguridad. Descendimos los 75 escalones bellamente pulidos, a paso lento y cuidadoso, prestando atención para no dañar las pesadas bicicletas que cargábamos. Mi edificio era una construcción algo vieja, que carecía de ascensor. En definitiva, bajar por aquí era una de las partes más complicadas y agobiantes de estas salidas rutinarias. Al salir del bloque y estando ya en los senderos de la unidad, nos montamos en las ciclas y avanzamos cautelosamente, como siempre el mayor responsable encabezando y previniendo cualquier inconveniente con algún residente que se encontrara caminando. Frente a la salida del conjunto residencial, saludamos al portero, que recién iniciaba su turno, a las 7:00 pasadas, y que se preparaba su café matutino en su pequeña oficina. 

Salir a la calle, como tal, siempre me daba nervios, porque el cuidado debía ser máximo. Mis dedos, que quedaban al descubierto por los guantes, iban siempre rozando en ambos lados los frenos, esa era la recomendación que me hacía siempre mi padre. Más nervioso me ponía, cuando pasaban buses justo por nuestro lado, o cuando nos teníamos que detener en una intersección, al lado de los autos. Era un descanso salirnos de las principales vías, y entrar a calles pequeñas que solo adornaban algunas cuantas casas antiguas y sus bellos jardines delanteros, repletos de flores y bellas plantas tradicionales, muy bien conservados. Había pocas personas afuera, pero a todas me gustaba darles una sonrisa, abreviando el ‘buenos días’ que en la velocidad de una bici no podía darles.

Sin embargo, como no había mucha actividad humana, podía disfrutar, al menos por esos minutos en la zona, los cantos de los pájaros y el leve sonido de las llantas de la bici rozando el pavimento húmedo y áspero. El siguiente paso, al haber pasado el sector tranquilo de mi barrio, era tomar la canalización del metro, es decir, la calle sobre la que se extiende la línea B. Aquel cruce, el de la Institución Educativa Concejo de Medellín, era difícil, a veces, solo podía pasar mi papá, por lo que yo tenía que esperar nerviosamente a que algún alma solidaria me diera el paso. En la congestión y el estrés que a un ciclista le puede generar tanto carro, se podía ver el metro, la estación y el colegio. Aunque no conocía bien a este último, lo asociaba con los buenos momentos que pasaba con mis padres, cuando bajábamos caminando desde la casa hasta allí, para que ellos votaran. El hecho de hacer algo tan único y tan especial, que pocas veces podrían hacer, me daba nostalgia, porque algún día sería yo el que estaría votando. 

Nos detuvimos en los semáforos de la 80, de la 76, de la 73, de la 70, de la 68, para llegar a Suramericana, la primera base. Me daba alegría que, con cada calle y cada metro que avanzábamos, más ciclistas se unían a la ruta, buscando llegar a la ciclovía habilitada, como nosotros. Debajo de la estación nos detuvimos a esperar a quien nos había motivado a tomar esta rutina semanal: mi abuelo. Aprovechando que él aún no llegaba, compré en un puesto de comida una empanada pequeña, que me calmara el hambre. Era costumbre salir sin desayunar para estar livianos y comer en la ciclorruta, cuando ya necesitáramos las calorías y los nutrientes para seguir pedaleando. Esa era la idea de mi abuelo, pero mi papá me alcahueteaba comprarme una que otra cosa antes de seguir por la ruta. Mientras yo comía, mi papá saludaba y hablaba con otros ciclistas que pasaban y con miembros del INDER que cuidaban y custodiaban. 

Tras notar que yo ya había terminado, le volvió a agradecer a la vendedora, y nos sentamos en una banca de madera, detallando cada bicicleta. La mía, había sido su regalo: era verde con negro, un poco más pesada, todoterreno y de montaña. La de mi papa, por su parte, se la había prestado mi tío y era amarilla con blanco, ultraliviana, con decorados competitivos, muy profesional, para eventos y competencias. Sin embargo, notaba que mis llantas eran gruesas y podían pasar cualquier obstáculo, piedra o bache, mientras que las de mi papá eran muy delgadas, y el equilibrio en estas era más complicado. Entendí porque él quería montar más en mi cicla, y que, en definitiva, bicis como las suyas podían ser, en determinados casos de uso, un verdadero peligro o al menos un inconveniente serio. 

Después de un rato, vimos al fondo una mancha blanca sobre ruedas que se acercaba rápidamente desde la ciclovía de la 65. Se trataba, por supuesto, de mi abuelo. Llevaba camisa blanca y pantalón negro especial para montar bicicleta; él siempre vestía como debía ser, en los momentos que lo requirieran. Lo saludamos efusivamente, y sin muchos rodeos se puso manos a la obra, encabezando la hilera de bicis que formábamos los tres.

Bajamos desde la estación Suramericana, hasta la autopista, donde se habilitaba la mitad de su amplia calzada para fines deportivos. Este barrio siempre es muy arbóreo, y pude escuchar una vez más los diferentes sonidos: fuertes y débiles, dulces y raros, que producía la diversidad de pájaros que se posaban sobre los guayacanes y mangos, mientras llegábamos al cruce. Justamente allí, los guardas actuaban como un semáforo que controlaba el tránsito entre los autos que venían del norte y los ciclistas. Fue por esto que estuvimos detenidos mientras se acumulaba el número suficiente de personas que cruzaran al mismo tiempo. La recomendación de mi abuelo era pasar caminando para evitar cualquier riesgo. Tras esto, les pregunté lo de siempre: ¿hacia dónde iríamos primero? Esa era la cuestión. Como el domingo pasado habíamos llegado a la decisión de pedalear primero hacia Itagüí, esta vez, y buscando variar el recorrido, tomamos primero el rumbo hacia el norte, hacia Bello. 

La vía estaba llena de baches, algunos pequeños, y otros más grandes. Era visible el amplio flujo vehicular que recibía la autopista cada día. Las llantas, al pasar sobre los charcos, por más pequeños que fueran, siempre levantaban algunas gotas que golpeaban mi rostro y mis manos, heladas pero, entre el cansancio, resultaban muy refrescantes. La ruta hasta Niquía estaba llena de puentes. Subirlos era un trabajo arduo en el que me tuve que detener varias veces, tomar aire y seguir empujando mi propio peso. El merecido descanso de haberlos subido, por supuesto, era bajarlos, pues podía dejar el pedaleo unos instantes y sentir el aire frío y húmedo que entraba por el valle, muy normal a esas horas de la mañana.

Debíamos pasar por las casas de Tricentenario, donde los vecinos vendían alimentos, tenían puestos de mantenimiento de las bicicletas, y sus niños y mascotas nos saludaban alegres, pero peligrosamente, pues algunos se atravesaban. Acto seguido, aparecía en nuestro frente el recién instalado metrocable saliendo desde Acevedo, rumbo a las cumbres del Picacho, iniciando apenas su puesta en escena, y extrañamente vacío. Hacía días que tenía ganas de montar en él, pero a causa del tiempo, que la modernidad se consume, no había podido ser posible. Pasamos Madera, Fabricato, los talleres del metro y Solla, para llegar al último tramo. Al fondo, por fin, podía ver la rotonda de Niquía, y el comercio que por la ciclovía siempre se armaba. 

Me bajé entumido y caminando con los pasos amplios, replicando el pedaleo que llevaba haciendo desde media hora antes. En uno de los tantos puestos de ventas, mi papá me compró un salpicón un poco simple, parecía haber sido revuelto solo con agua. Eso no impidió que, con tanta hambre, yo me lo comiera. Mientras tanto mi abuelo tomaba agua y se compraba un banano de reserva, dos puestos a la izquierda. 

No nos tomó nada terminar de comer, y volver a montarnos, esta vez en el sentido contrario. No creo importante contar detalladamente el recorrido, otra vez. De hecho, en la vuelta, me fijé más en las personas que, como nosotros, madrugaban a montar bicicleta. Había gente de todo tipo en todo tipo de bicicletas, de todas las formas, colores y tamaños, incluso las más excéntricas. No importaba la edad para estar allí, ni cualquier otra condición subjetiva, el beneficio de la actividad superaba por mucho los límites de cientos de seres humanos que allí se encontraban.

Por supuesto, subir, en este caso en sentido norte-sur, era mucho más complicado y requería aplicar más fuerza a los pedales. Mi papá me volvió a explicar el funcionamiento de los cambios y su aplicación a los distintos tipos de calles. Yo desde hacía mucho tiempo ya había entendido cómo manejarlos, pero para mi padre, por una razón desconocida, era importante recordármelo, constantemente. Para mí no era molesto, solo una característica propia de mi padre. No me di cuenta cuán rápido había pasado el tiempo y, mejor aún, había pedaleado sin estar consciente de hacerlo, por lo que pude liberar la tensión de mis piernas. 

Me reconfortó ver los edificios del centro de la ciudad, pues significaba que había logrado terminar la primera parte. Al frente de la canalización había otra zona en la que compramos unos bananos y nos detuvimos para evitar posibles calambres. En ese instante le pregunté a mi papá sobre el río pues aquella mañana tenía un nivel normal de agua, pero estaba muy amarillo, color lodo o cartón. Le consulté sobre la causa de su contaminación, cómo era cuando él era un niño, y qué tan profundo era en realidad. Me dijo que  hubo una época en la que era cristalino y podría ser navegable para pequeños botes, pues no era muy profundo y en la mayoría de sus puntos podía ser cruzado caminando por un adulto; además, me contó que estaba contaminado por las fábricas, especialmente las del sur. Seguimos hacia Itagüí, pasando por Industriales, Guayabal, El Poblado y por muchísimas fábricas, de todo tipo de implementos.

En determinado lugar, me llegó un olor a café por la industria que había allí. Aquel olor me recordaba a mi casa. Ya me hacía falta. Estaba cansadísimo y, sin mirar el reloj, solo con base en la posición del sol, supuse que ya eran las 8:30, casi las 9. No veía la hora de llegar a la siguiente parada por Itagüí, pues necesitaba descansar y tomar agua. El metro constantemente pasaba, y yo en medio de un juego, tratando de no pensar en el cansancio, me ponía el reto de alcanzarlo. Por supuesto, no lo lograba, y aunque pedaleaba y pedaleaba, el metro obviamente era más rápido, pero así, poco a poco avanzaba más rápido. 

En un punto la autopista se separaba del río y del metro, y eso significaba que no faltaba nada. En el último esfuerzo, logramos llegar a una pequeña bahía: era el otro extremo de la ciclovía. Era ahí donde la mayor cantidad de gente se concentraba a practicar aeróbicos con un instructor, posiblemente de la Alcaldía de Itagüí. Además, había personas que arreglaban sus bicicletas, se reían, charlaban, comían y sobre todo descansaban. Mi papá y mi abuelo tomaban un jugo raro, que un día probé y no me gustó para nada. Cuando lo veía me daba un poco de asco, y en vez de eso preferí comprar otro salpicón con algunas adiciones especiales. Allí duramos un buen tiempo, y luego tomamos rumbo de nuevo hacia el norte, ya para nuestras respectivas casas. La bajada siempre es más fácil, pues el imperceptible ángulo de caída impulsa a la bicicleta, y no necesitas hacer fuerza en los pedales.

El viento, que extrañamente siempre era más fuerte desde el norte, nos golpeaba el rostro, a veces demasiado, tanto que yo lagrimeaba. En la bajada hacia el túnel de Parques del Río todos tomamos velocidad, buscando compensar la subida más difícil de todo el trayecto. El Edificio Inteligente y La Macarena anunciaban el principio del final de la ruta. Volvimos a cruzar hacia la canalización al instante en que llegamos. En el patio, al lado de la estación Suramericana, paramos y nos despedimos. Ninguno de los tres sudaba, pues el viento gélido que se desplazaba sobre el Valle nos daba una sensación térmica que parecía de las tundras siberianas. Según recuerdo, alguna vez mi papá me había dicho que el valle era una maravilla natural, pues otorgaba el clima perfecto, cuando se necesitaba. 

Para mí el Valle de Aburrá tenía un significado mucho más profundo: una belleza especial que tal vez solo yo contemplaba, pero que me hacía sentir orgulloso de ser paisa. Mi papá y yo nos despedimos de mi abuelo. Ninguno de los tres era un hombre de palabras. Él se devolvió por donde había llegado dos horas antes, sacó su celular y miró el mapa: ¡habíamos hecho 45 kilómetros en poco más de dos horas! Ese era un buen balance, al menos para mí, que había salido pocas veces a hacer este tipo de actividades. No era la primera vez, pero era increíble lo que había logrado. 

Nos devolvimos por la canalización, el sol ya salía e irradiaba fuerte. La ruta era la misma. Llegamos a la unidad y subimos las ciclas por los 75 escalones, que en aquel momento parecían de nunca acabar. Llamamos a la puerta, ahora sí sudando, y nos recibió mi mamá entusiasmada, y muy asombrada por lo rápido que habíamoso llegado. Eran las 9:40, y ya podíamos decir: otro domingo en el que lo habíamos logrado y habíamos llegado sanos y salvos. 

No hay mejor manera de disfrutar de la ciudad, de conocer gente y de estar en familia que montando en bicicleta. La velocidad constante te da tiempo de disfrutarlo todo en detalle. Sin embargo, la mejor parte de salir, es volver, a donde sabes que algo o alguien te esperan fervorosamente. Eso es el hogar, el refugio de cada quien, donde siempre podemos regresar cuando las cosas se tornen difíciles, tristes o simplemente queramos descansar de la agobiante realidad, respirar tranquilos, desahogarnos, retomar fuerzas o a ser felices con lo que más amamos. 

Volver a la casa es saber que un trayecto ha terminado, y que otro te está esperando. Medellín es mi otra casa, y salir de ella, sin importar la calidad del momento afuera, siempre me hará querer volver porque yo, como otros dos millones de almas, hacemos parte de ese engranaje social, al que llamamos ciudad, al que llamamos hogar. 

Antes de descansar, llamamos a la casa de mi abuelo, para asegurarnos de que hubiera llegado con bien a su casa. Nos contestó mi abuela y confirmó su llegada, brevemente nos preguntó cómo había estado y respondimos, por supuesto, que bastante bien. Y es que el hecho de llamar, surgía instintivamente en mí, era la única manera de respirar tranquilos. Mi mamá, desde pequeño, me había inculcado que todo en este mundo era perecedero, incluso los seres humanos. A veces, una historia alegre se puede transformar en un segundo en un recuerdo melancólico. Era fundamental, preservar y aprovechar la existencia de todo lo que queremos, porque un día no contaremos con su presencia, y lo único que quedará es lo que está en cada uno: los buenos recuerdos, los momentos especiales, las historias compartidas, el tiempo vivido conjuntamente, y formarlos o aprovecharlos es deber cada uno, para todos, como familia, como amigos, incluso como desconocidos.

Tranquilo y cansado fui a mi habitación, cerré las cortinas, bajé la persiana, y en medio de una suave penumbra, alumbrada desde la puerta por la luz del resto de la casa, cerré los ojos y entré el imaginario y los pensamientos que se me venían a la cabeza, surgieron en mí los recuerdos: ‘hogar y ciudad, familia y sociedad, a todas pertenezco, cada una es un apoyo, que se debe aprovechar mientras esté’. Desconectándome de la realidad, perdiendo la conciencia diurna como si de hibernar se tratara, y a pesar de los ruidos de la casa, las voces de mis padres y los sonidos de la cocina, me quedé dormido profundamente, como un recién nacido en su cuna.

 

Santo Domingo

Por: Laura Maritza Avendaño

I.E. Antonio Derka Santo Domingo

Grado noveno

Tallerista Valeria Villamil Cock

Comunicación Social y Periodismo, Universidad Pontificia Bolivariana

 

Santo Domingo es un barrio ubicado en la comuna 1 de Medellín, habitado en su mayoría por personas desplazadas de sus tierras a causa de la violencia desatada por grupos armados. A la par, mi familia proveniente de Urabá, ha sufrido la violencia y llegamos a Medellín a reconstruir la vida. 

He habitado en este barrio desde que tengo memoria, al principio solamente éramos mi mamá y yo; ella, el único pilar del hogar. Vivíamos en una casita donde no había hermosas paredes revocadas ni pintadas, en cambio, eran de tablas forradas con plástico, la puerta no estaba elaborada en algún material resistente, solo era madera con una cadena gruesa y un candado. No había un hermoso baño enchapado o una cocina resplandeciente,  pero había lo necesario, era un lugar habitable. Así eran la mayoría de las casas que podía observar, todas hechas con los mismos materiales y en similares condiciones de pobreza.

Así, gran parte de mi familia vivía cerca de mi casa, por lo que yo nunca me encontraba sola a pesar de que mi mamá trabajaba todo el tiempo. Compartía gran parte de los días con mis primos, jugábamos hasta cansarnos, íbamos al mismo colegio en la misma jornada y hacíamos los mandados juntos, solo nos separábamos cuando era de noche y cada uno debía irse para su casa. Los días más tristes eran cuando no podíamos salir de la casa ni siquiera a la esquina debido a la violencia, a lo que más le temíamos era a los mandones del barrio, esos que amenazaban, extorsionaban, humillaban y mataban sin importarles nada.

El tiempo pasaba y yo seguía en el mismo barrio, pero ahora tenía 12 años y algunos aspectos cambiaban: la situación económica era mucho mejor que al inicio, ya había una vivienda digna, un trabajo estable y una mejor educación, sin embargo, mientras la pobreza disminuía un poco, la violencia aumentaba cada vez más, ya las bandas del territorio eran mucho más grandes, no se enfrentaban solo con machete sino también con armas de fuego, además aumentaron mucho más el precio a las vacunas que cobraban, y la supuesta justicia que ellos tomaban por sus manos era catastrófica.

Entre más uno crecía, las cosas se tornaban más grises, siendo tan jóvenes, el barrio no era lo mejor para nosotros, éramos víctimas de violencia por parte de los que controlaban el territorio hasta en los alrededores del colegio, no importaba dónde y cuándo, se originaban enfrentamientos. También, había más puntos de venta de vicio, que canchas y bibliotecas, y las fronteras invisibles eran lo más funesto. Esta situación nos afectaba más que todo en el ámbito académico, recuerdo que a veces cuando los enfrentamientos eran muy fuertes y habían muertes cerraban el colegio, todos temíamos salir de la casa, y cuando eran leves el uniforme era nuestro mayor escudo, porque nos identificaba como estudiantes y no como pertenecientes a una banda. Los salones de clase se encontraban vacíos, de treinta estudiantes íbamos solo la mitad y a la entrada del colegio ya no se encontraba el vendedor de siempre, durante esos días solo se hablaba de los sucesos que pasaban y cuando todo volvía a la calma, las cosas permanecía igual que antes, como si no hubiese sucedido nada.

Ante todos estos escenarios de violencia también habían cosas buenas, por ejemplo, las actividades de paz que hacíamos en el colegio Antonio Derka, las fiestas culturales, los actos cívicos y el poder compartir con maravillosos profesores que siempre se preocupaban por el bienestar de sus estudiantes dentro y fuera de la institución, dispuestos a ayudar y a velar por nuestros derechos. Son personas admirables por su labor y entrega al trabajo, insistiendo día a día en nuestra educación, en que busquemos mejores oportunidades y siempre orientandonos con sus valiosos consejos. A pesar de toda la violencia en la que vivimos y todos los caminos poco favorables que tenemos, podemos escoger todos los días la oportunidad de estudiar y construir nuestro futuro.

A pesar de las circunstancias de la vida yo le apuesto a un futuro mejor, uno donde tenga la posibilidad de cursar una carrera universitaria y pueda estudiar derecho, un futuro donde desde mi profesión pueda aportar un granito de arena a la sociedad, donde sirva de ayuda y orientación a las personas más necesitadas y en el que no viva dentro de un entorno de violencia. 

 

 

La dulzura de su reminiscencia

Por: Luciana Aguiar Isaza

Colegio VID

Grado noveno

Tallerista Valeria Villamil Cock

Comunicación Social y Periodismo, Universidad Pontificia Bolivariana

Nunca estuve de acuerdo con eso de aprender a olvidar a quien fallece, estoy convencida de que inmortalizar a quien amas es el gesto más tierno que un corazón herido por una pérdida puede dar en su infortunada condición; cuando hace falta una presencia amada, el sentimiento de vacío se vuelve insoportable, y aunque te rodees de personas, te sientes solo en todo momento. 

Cuando me refiero a inmortalizar, no hablo de desear retroceder el tiempo, mucho menos de fantasear con su regreso, su compañía o pensar en un constante: ¿Qué hubiese pasado si? Me refiero a revivirlo con todas aquellas memorias bellas que dejaron aferradas en nuestras almas. Aquellas que mi padre dejó en mí, están tan dentro de mi corazón que casi no se desvanecen a pesar del paso del tiempo, cada vez que cruzan mi cabeza me llenan de emoción, un sentimiento que me alegra, que me motiva, de esos que te hacen sonreír y sentir un poco más liviano, ver todo más llevadero, pensar que la vida es bonita; son memorias tan hermosas que al reproducirlas en mi cabeza, una noche silenciosa y sola se puede tornar cálida y cómoda. Pero no siempre fue así.

Todo comienza el 23 de Abril del 2015 con una llamada a eso de las 5:00 de la mañana, era mi tía, diciendo que fuéramos urgente al hospital, pero sin decirnos el motivo. Se sintió como si alguien mal intencionado hubiese pinchado la burbuja de inocencia y esperanza en la que me había mantenido desde que él enfermó. 

Toda mi familia sabía que le quedaba poco tiempo, así que rápidamente llegamos al hospital en un taxi, mi madre no paró de llorar en el camino, pude escuchar cómo mentalizaba a mi hermano, pues, presentía que nos iban a dar la noticia de que se había ido, yo traté de estar preparada para escuchar lo peor.

Cuando al llegar vimos al resto de mi familia llorando, mi madre se acercó rápidamente a preguntar qué sucedió, mi hermano corrió a la sala de UCI en donde mi padre estaba, pero salió rápidamente llorando, yo me sentí muy confundida, así que esperé para no interrumpir el momento, imaginé muchas cosas, pero nadie me decía qué pasaba, jamás me sentí lista para un: “Luci, su papá está en el cielo”,  de mi prima menor, yo solo tenía siete años, pero, aún así recuerdo como si fuese ayer que pude sentir una inmensa combinación de nervios, sorpresa, preocupación, y sobre todo tristeza, una tristeza tan, pero tan grande que quemaba, que ardía por dentro.

Me senté en la sala de espera con mi prima mientras mi familia trataba de calmarse para pensar qué hacer después para cumplir la petición de mi padre: que lo velaran y enterraran el mismo día de su fallecimiento; no me interesé en las conversaciones que estaban teniendo, pero parecían eternas. Horas después, ya estaba listo todo para realizar la voluntad que había dejado.

Había una escena de desventura pasando por delante de mis ojos cuando estaba sentada expectante a los movimientos de mis familiares, presencié abrazos, de esos que dan aliento, en donde no hacía falta pronunciar ni una palabra, pues, había una comunicación entre los corazones, que aún sufriendo se trataban de consolar y de alguna manera reforzaban el amor, la unión que tenían los presentes, fortalecía a mi familia.

El día se sentía como una pesadilla, fuimos a la casa a las nueve de la mañana para alistarnos para el siguiente martirio: El velorio. Fue en una sala dentro del mismo cementerio, comenzó a las 3:00 de la tarde, el entierro estaba programado para las 5:00 pm, pero todo empeoró cuando se retrasó y empezó a oscurecer, haciéndolo más trágico, pues se combinó el ocaso con la tristeza de nuestros corazones, a pesar de esto, la despedida que le dimos fue hermosa, con cantos, y con el amor y respeto que merecía.

Al llegar a casa a las 7:00 de la noche se sentía un ambiente extraño, iba a ser una noche larga, ya no habían lágrimas, pero el horrible sentimiento permanecía intacto, mi hermano y madre tenían un semblante pensativo, los suspiros profundos retumbaban en todos los rincones de mi casa. Desde que lo internaron en el hospital se notaba su ausencia, todos los detalles se relacionaban con él, desde olores a sonidos, que de alguna forma hacían falta, ni hablar de su voz, un timbre que más tarde olvidé, y que ahora tengo que imaginar.

Traté de dormir pero escuchaba los sollozos inconsolables de mi madre y mi hermano. 

Al pasar los meses tuve que enfrentar el mundo sin él, cuando iba a aquellos lugares en donde se sabía que mi padre había fallecido, como en el colegio, sentía cómo las miradas de lástima estaban enfocadas en mí, sin disimulo. Al pasar de los años, el vacío se convirtió en melancolía transformándose, poco a poco, en lo que siento hoy, ya no duele pensarlo, no tengo que distraerme cuando llega a mi mente, cuando lo recuerdo siento amor, un amor hacia él y hacia la dulzura de su memoria, tan grande que se vuelve indescriptible e incalculable.

Dichosos quienes tienen la capacidad de convertir el ocaso de un trágico adiós en una amorosa despedida.

Mi burbuja de oscurida

Por: María Isabel Muñoz Montoya

I.E. Benedikta Zur Nieden

Grado Noveno

Tallerista Valeria Villamil Cock

Comunicación Social y Periodismo

Universidad Pontificia Bolivariana

 

Era el inicio del mes de marzo del 2020, parecía que sería un mes como cualquier otro, la misma rutina de siempre o eso creí. Recuerdo que el 25 de marzo se declaró en Colombia la pandemia del covid-19, al igual que estado de cuarentena en todo el país, se cerraron los colegios, universidades, entre otros lugares.

Las calles de mi barrio en Aranjuez, Medellín, donde siempre se podía ver niños jugando, familias en los patios de sus casas compartiendo, y vecinos contando los chismes nuevos del barrio, ahora estaba desolado, parecía más un pueblo fantasma como los que aparecen en las películas. 

Durante ese año y el siguiente, mi vida dio un giro de 180°, el hecho de tomar clases virtuales y no poder salir fue un cambio radical para mí. Con el pasar de los meses, el estrés de las actividades del colegio y el agotamiento de estar encerrada en mi casa (cual prisionera), fueron factores que influyeron para que mi salud mental, emocional y física se vieran afectadas.

Para esos momentos la relación con mi mamá y papá se vió en declive, mi hermana mayor vivía relativamente lejos de mí, así que no sentía que tuviera a alguien a quién recurrir. Fue tanto lo que sufrió mi salud mental, que desarrollé un cuadro de ansiedad y depresión, me sentía tan miserable, insuficiente, inútil. Incluso mi propia conciencia me atormentaba sin cesar día y noche, y todo eso se reflejó en mi estado físico, parecía más muerta en vida que otra cosa. Durante los últimos meses del año 2021 fue donde todo aquello que sentía y guardaba en lo más profundo de mi ser estalló como una bomba. Los pensamientos de suicidio llegaron a mí como la única forma de acallar todo lo que me atormentaba y causaba dolor por dentro.

Cada intento de acabar con mi vida fue en vano, cada vez que pensaba hacerlo siempre estaba la imagen de mi familia presente en mi mente y en el dolor que les iba a causar, pero aquellos momentos de lucidez sólo eran momentáneos, porque la idea de acabar con todo volvía, haciéndose presente en mis pensamientos sin darme descanso.

Fue justo el 16 de diciembre del 2021 cuando todos esos pensamientos explotaron. Ese día recuerdo haberme levantado después de una noche sin poder conciliar el sueño debidamente como era costumbre, mi mamá y mi papá habían decidido que visitaramos a mi hermana mayor que vive en San Javier. Me había dado un baño y me había arreglado; en el camino hasta San Javier solo podía pensar en cómo no dejar que otros vieran mi sufrimiento y agonía. Al llegar a la casa de mi hermana era ya la hora del almuerzo, luego de haber comido y lavado los trastes, todos nos sentamos en la sala a conversar, podía sentir la mirada de mi hermana cada tanto, intentando descifrar el porqué de mi comportamiento, ya que no había hablado mucho, ni le había dado el abrazo que siempre acostumbraba darle.

En un momento de la tarde mi hermana se sentó justo a mi lado aprovechando que mi mamá, mi papá y mi cuñado habían ido afuera. Me preguntó -¿Estás bien?- en ese momento me di cuenta por su tono de voz y la forma en la que me miraba que ya se había percatado de que algo efectivamente no estaba bien. Me tomó unos minutos responderle, recordando todo lo que había soportado por 2 años sin tener con quien hablar.       

Finalmente dije: -No, no estoy bien- con la voz entrecortada y con lágrimas saliendo de mis ojos. Ella me miró con tristeza y me abrazó fuertemente mientras me decía: – Cuéntame todo, te escucharé – y así sin más, le manifesté absolutamente todo, ella me escuchó atentamente y no me juzgó, al fin me había quitado ese gran peso de encima.

Ella les contó todo a mi mamá y a mi papá, quienes también me comprendieron, se disculparon por no darse cuenta de lo que pasaba conmigo y prometieron que buscaríamos ayuda. Así que a principios de enero del 2022 tuve mi primera sesión con la psicóloga, recuerdo que ese día mientras le contaba cómo me sentía, lloraba como una bebé y no podía parar. Mi familia fue un factor muy importante en mi recuperación, todos tomamos terapia familiar y ello nos ayudó a reconectarnos como grupo, el proceso fue lento pero desde el inicio vi el resultado.

Al día de hoy mi vida no volvió a ser lo que era, sino que mejoró, ahora me siento verdaderamente yo y con una gran felicidad, al igual que mi familia deseo que todo esto sea sempiterno.    

 

Dulce descenso

Por: Kristal Tatiana Restrepo Castrillón

I.E. José María Bernal

Grado Noveno 

Tallerista: Wendy Moná Sánchez

Licenciatura en inglés y español

Universidad Pontificia Bolivariana 

 

El frío hospital me tenía los pelos de punta. En el aire se sentía la tristeza de este lugar en donde predominan las desgracias y las buenas noticias se asoman por la ventana de vez en cuando. Los gritos desgarradores de mi padre y mis tías me ponían triste y ni hablar de mi hermano, consolado por una desconocida, y yo, una niña de 10 años confundida, pero poco a poco fui entendiendo la situación en la que toda la familia se encontraba. Me mantuve en un pequeño trance al ver el terrible estado de mi padre y de mi hermano, y me contagiaron su tristeza. 

Nos esperaba la dulce playa y todos anhelábamos llegar a cambiarnos y meternos en el  salado y fresco mar de ensueños. 

Un miércoles por la mañana terminamos de empacar las últimas cosas, fueran  necesarias o innecesarias ya que, con mi familia paterna, todo es necesario, hasta la cosa más mínima e insignificante la tenían que llevar o empacar. Para una pequeña niña eso era lógico, yo llevaba mi muñeca y sus accesorios, aun sabiendo que los podría perder, pero valía la pena ver mi juguete favorito disfrutar también de tan esperado día de playa.

Mi madre no nos acompañó en el viaje porque tenía algunas cosas que resolver con su familia, pero todos entendieron y no le vieron problema a aquel gesto. Eso sí, estuvo todo el tiempo atenta a nuestra salida, siempre pendiente de que no nos faltara nada. 

Emprendimos nuestro viaje, íbamos en el pequeño y caluroso Nissan Sentra color gris ratón, un modelo del 2010 que, aunque era pequeño, era cómodo. Íbamos cinco personas: mi tía madrina, la que contaba su infancia y cómo vivía antes de llegar a Medellín; mi padre, el gran conductor y que, a mis ojos, era la persona más perfecta; mi hermano, alguien fastidioso en los viajes al que siempre me toca cargarle la cabeza cuando duerme; ella, una señora que desprendía elegancia a donde iba, estaba en el asiento delantero escuchando, riendo y disfrutando del maravilloso trayecto; y yo, que escuchaba y metía la cucharada en momentos serios y conversaciones que no entendía pero me divertía haciendo comentarios.

Las circunstancias no permitieron que disfrutara, aún más, ese anhelado viaje con sus hijos, hermanos y nietos. Cerca a un pequeño pueblo, con un aire de paz y tranquilidad se durmió, todos íbamos cómodos y somnolientos, con excepción de nuestro querido conductor que tenía sus ojos pegados al volante y a la carretera eterna que atraviesa el mundo, pero se descuidó un poco para poder verte, dormida y tranquila. Él estaba feliz porque las personas que más significaban para él iban en ese pequeño auto gris ratón.

Entrando a ese pueblo de nombre que desconozco iban despertando dos pequeñas figuras que querían comer y beber algo, pues el trayecto aún era largo, así que estuvimos andando un rato más para encontrar alguna panadería. De un momento a otro mi tía te vio algo pálida e intentó despertarte. Mi padre al ver esto se asustó un poco, pues pudo ser que se te haya bajado el azúcar o la presión, eso pensamos. Con estos indicios dejamos la búsqueda de la panadería y corrimos a un lugar en el que ninguna persona desearía estar. Esto no se lo deseo ni a mi peor enemigo.

Llegamos al frío hospital. Te acercamos a urgencias rápidamente. Veía a los adultos, en sus ojos se les veía el miedo, temían perderte. Y dicho y hecho, eso pasó. A todos se nos cayó el mundo, no sabíamos ni qué pensar ni qué hacer, todo daba vueltas, era inexplicable.

La muerte siempre viene preparada para llevarnos, no importa el momento más feliz o la ocasión más importante, nuestra vida acaba y eso es lo único que tenemos asegurado. Para mi, tu muerte fue dura, pero al pensarlo bien fue una de las más hermosas, estuviste tranquila y sin preocupaciones, dormida con el ruido de la carretera, junto a ti las personas que más amabas, moriste sin dolor o pena alguna, no dejaste ningún remordimiento durante tu dulce descenso.