Por: Sebastián Velásquez Vélez
Colegio San José de las Vegas
Grado Octavo
Tallerista Valentina Areiza Ramírez
Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana, Universidad de San Buenaventura
Me desperté muy temprano aquel domingo, noveno día del mes décimo, según el calendario que suelo guardar en mi pequeño cajón de chécheres y bobadas. De hecho, no sería apropiado decir ‘me desperté’, sino más bien ‘me despertaron’. Específicamente, me levantó mi papá con un estado de ánimo increíblemente feliz para ser las seis de la mañana de un fin de semana. Medio dormido, somnoliento y físicamente cansado, a pesar de haber dormido estrictamente las 8 horas recomendadas, oí la voz de mi padre sentado en el borde de mi cama, en la mitad de una habitación decorada, y vestido ya con sus prendas deportivas: una sudadera negra y una camisa verde. Entonando un infantil y agradable susurro me preguntó: “¿Si vamos a salir en la cicla?”.
Me compuse al instante y viendo sus ojos brillantes y expectantes, no pude decirle que no a algo que tanto disfrutábamos y que él amaba. Miré por la ventana, el día era frío, nublado y apagado. Medellín estaba dormida, y no podía haber mejor día para salir. Me arreglé también con una sudadera negra, y una camisa azul clara, que me quedaba ancha y tomé lo que necesitaba: un termo con agua helada, mi celular, mi reloj y mis llaves, los guardé en un bolsito negro de tela gruesa, que mi papá había comprado y le había instalado a mi bicicleta en la parte trasera. Salí por el pasillo hacia el espacio del comedor y la sala, por donde ya salían los primeros rayos solares, que entre nubes y cortinas lograban darle un poco de vida a la casa. Vi que mi padre estaba ya listo, sentado en el mueble principal, descansando los ojos y esperándome expectante, por ende, me puse los suaves guantes que me protegían de tallarme y el duro casco que, de hecho, me quedaba un poco angosto.
Salimos por la puerta blanca, tratando de no hacer mucho ruido, pues mi mamá dormía todavía. Cerramos y, como siempre, mi papá echó llave, por seguridad. Descendimos los 75 escalones bellamente pulidos, a paso lento y cuidadoso, prestando atención para no dañar las pesadas bicicletas que cargábamos. Mi edificio era una construcción algo vieja, que carecía de ascensor. En definitiva, bajar por aquí era una de las partes más complicadas y agobiantes de estas salidas rutinarias. Al salir del bloque y estando ya en los senderos de la unidad, nos montamos en las ciclas y avanzamos cautelosamente, como siempre el mayor responsable encabezando y previniendo cualquier inconveniente con algún residente que se encontrara caminando. Frente a la salida del conjunto residencial, saludamos al portero, que recién iniciaba su turno, a las 7:00 pasadas, y que se preparaba su café matutino en su pequeña oficina.
Salir a la calle, como tal, siempre me daba nervios, porque el cuidado debía ser máximo. Mis dedos, que quedaban al descubierto por los guantes, iban siempre rozando en ambos lados los frenos, esa era la recomendación que me hacía siempre mi padre. Más nervioso me ponía, cuando pasaban buses justo por nuestro lado, o cuando nos teníamos que detener en una intersección, al lado de los autos. Era un descanso salirnos de las principales vías, y entrar a calles pequeñas que solo adornaban algunas cuantas casas antiguas y sus bellos jardines delanteros, repletos de flores y bellas plantas tradicionales, muy bien conservados. Había pocas personas afuera, pero a todas me gustaba darles una sonrisa, abreviando el ‘buenos días’ que en la velocidad de una bici no podía darles.
Sin embargo, como no había mucha actividad humana, podía disfrutar, al menos por esos minutos en la zona, los cantos de los pájaros y el leve sonido de las llantas de la bici rozando el pavimento húmedo y áspero. El siguiente paso, al haber pasado el sector tranquilo de mi barrio, era tomar la canalización del metro, es decir, la calle sobre la que se extiende la línea B. Aquel cruce, el de la Institución Educativa Concejo de Medellín, era difícil, a veces, solo podía pasar mi papá, por lo que yo tenía que esperar nerviosamente a que algún alma solidaria me diera el paso. En la congestión y el estrés que a un ciclista le puede generar tanto carro, se podía ver el metro, la estación y el colegio. Aunque no conocía bien a este último, lo asociaba con los buenos momentos que pasaba con mis padres, cuando bajábamos caminando desde la casa hasta allí, para que ellos votaran. El hecho de hacer algo tan único y tan especial, que pocas veces podrían hacer, me daba nostalgia, porque algún día sería yo el que estaría votando.
Nos detuvimos en los semáforos de la 80, de la 76, de la 73, de la 70, de la 68, para llegar a Suramericana, la primera base. Me daba alegría que, con cada calle y cada metro que avanzábamos, más ciclistas se unían a la ruta, buscando llegar a la ciclovía habilitada, como nosotros. Debajo de la estación nos detuvimos a esperar a quien nos había motivado a tomar esta rutina semanal: mi abuelo. Aprovechando que él aún no llegaba, compré en un puesto de comida una empanada pequeña, que me calmara el hambre. Era costumbre salir sin desayunar para estar livianos y comer en la ciclorruta, cuando ya necesitáramos las calorías y los nutrientes para seguir pedaleando. Esa era la idea de mi abuelo, pero mi papá me alcahueteaba comprarme una que otra cosa antes de seguir por la ruta. Mientras yo comía, mi papá saludaba y hablaba con otros ciclistas que pasaban y con miembros del INDER que cuidaban y custodiaban.
Tras notar que yo ya había terminado, le volvió a agradecer a la vendedora, y nos sentamos en una banca de madera, detallando cada bicicleta. La mía, había sido su regalo: era verde con negro, un poco más pesada, todoterreno y de montaña. La de mi papa, por su parte, se la había prestado mi tío y era amarilla con blanco, ultraliviana, con decorados competitivos, muy profesional, para eventos y competencias. Sin embargo, notaba que mis llantas eran gruesas y podían pasar cualquier obstáculo, piedra o bache, mientras que las de mi papá eran muy delgadas, y el equilibrio en estas era más complicado. Entendí porque él quería montar más en mi cicla, y que, en definitiva, bicis como las suyas podían ser, en determinados casos de uso, un verdadero peligro o al menos un inconveniente serio.
Después de un rato, vimos al fondo una mancha blanca sobre ruedas que se acercaba rápidamente desde la ciclovía de la 65. Se trataba, por supuesto, de mi abuelo. Llevaba camisa blanca y pantalón negro especial para montar bicicleta; él siempre vestía como debía ser, en los momentos que lo requirieran. Lo saludamos efusivamente, y sin muchos rodeos se puso manos a la obra, encabezando la hilera de bicis que formábamos los tres.
Bajamos desde la estación Suramericana, hasta la autopista, donde se habilitaba la mitad de su amplia calzada para fines deportivos. Este barrio siempre es muy arbóreo, y pude escuchar una vez más los diferentes sonidos: fuertes y débiles, dulces y raros, que producía la diversidad de pájaros que se posaban sobre los guayacanes y mangos, mientras llegábamos al cruce. Justamente allí, los guardas actuaban como un semáforo que controlaba el tránsito entre los autos que venían del norte y los ciclistas. Fue por esto que estuvimos detenidos mientras se acumulaba el número suficiente de personas que cruzaran al mismo tiempo. La recomendación de mi abuelo era pasar caminando para evitar cualquier riesgo. Tras esto, les pregunté lo de siempre: ¿hacia dónde iríamos primero? Esa era la cuestión. Como el domingo pasado habíamos llegado a la decisión de pedalear primero hacia Itagüí, esta vez, y buscando variar el recorrido, tomamos primero el rumbo hacia el norte, hacia Bello.
La vía estaba llena de baches, algunos pequeños, y otros más grandes. Era visible el amplio flujo vehicular que recibía la autopista cada día. Las llantas, al pasar sobre los charcos, por más pequeños que fueran, siempre levantaban algunas gotas que golpeaban mi rostro y mis manos, heladas pero, entre el cansancio, resultaban muy refrescantes. La ruta hasta Niquía estaba llena de puentes. Subirlos era un trabajo arduo en el que me tuve que detener varias veces, tomar aire y seguir empujando mi propio peso. El merecido descanso de haberlos subido, por supuesto, era bajarlos, pues podía dejar el pedaleo unos instantes y sentir el aire frío y húmedo que entraba por el valle, muy normal a esas horas de la mañana.
Debíamos pasar por las casas de Tricentenario, donde los vecinos vendían alimentos, tenían puestos de mantenimiento de las bicicletas, y sus niños y mascotas nos saludaban alegres, pero peligrosamente, pues algunos se atravesaban. Acto seguido, aparecía en nuestro frente el recién instalado metrocable saliendo desde Acevedo, rumbo a las cumbres del Picacho, iniciando apenas su puesta en escena, y extrañamente vacío. Hacía días que tenía ganas de montar en él, pero a causa del tiempo, que la modernidad se consume, no había podido ser posible. Pasamos Madera, Fabricato, los talleres del metro y Solla, para llegar al último tramo. Al fondo, por fin, podía ver la rotonda de Niquía, y el comercio que por la ciclovía siempre se armaba.
Me bajé entumido y caminando con los pasos amplios, replicando el pedaleo que llevaba haciendo desde media hora antes. En uno de los tantos puestos de ventas, mi papá me compró un salpicón un poco simple, parecía haber sido revuelto solo con agua. Eso no impidió que, con tanta hambre, yo me lo comiera. Mientras tanto mi abuelo tomaba agua y se compraba un banano de reserva, dos puestos a la izquierda.
No nos tomó nada terminar de comer, y volver a montarnos, esta vez en el sentido contrario. No creo importante contar detalladamente el recorrido, otra vez. De hecho, en la vuelta, me fijé más en las personas que, como nosotros, madrugaban a montar bicicleta. Había gente de todo tipo en todo tipo de bicicletas, de todas las formas, colores y tamaños, incluso las más excéntricas. No importaba la edad para estar allí, ni cualquier otra condición subjetiva, el beneficio de la actividad superaba por mucho los límites de cientos de seres humanos que allí se encontraban.
Por supuesto, subir, en este caso en sentido norte-sur, era mucho más complicado y requería aplicar más fuerza a los pedales. Mi papá me volvió a explicar el funcionamiento de los cambios y su aplicación a los distintos tipos de calles. Yo desde hacía mucho tiempo ya había entendido cómo manejarlos, pero para mi padre, por una razón desconocida, era importante recordármelo, constantemente. Para mí no era molesto, solo una característica propia de mi padre. No me di cuenta cuán rápido había pasado el tiempo y, mejor aún, había pedaleado sin estar consciente de hacerlo, por lo que pude liberar la tensión de mis piernas.
Me reconfortó ver los edificios del centro de la ciudad, pues significaba que había logrado terminar la primera parte. Al frente de la canalización había otra zona en la que compramos unos bananos y nos detuvimos para evitar posibles calambres. En ese instante le pregunté a mi papá sobre el río pues aquella mañana tenía un nivel normal de agua, pero estaba muy amarillo, color lodo o cartón. Le consulté sobre la causa de su contaminación, cómo era cuando él era un niño, y qué tan profundo era en realidad. Me dijo que hubo una época en la que era cristalino y podría ser navegable para pequeños botes, pues no era muy profundo y en la mayoría de sus puntos podía ser cruzado caminando por un adulto; además, me contó que estaba contaminado por las fábricas, especialmente las del sur. Seguimos hacia Itagüí, pasando por Industriales, Guayabal, El Poblado y por muchísimas fábricas, de todo tipo de implementos.
En determinado lugar, me llegó un olor a café por la industria que había allí. Aquel olor me recordaba a mi casa. Ya me hacía falta. Estaba cansadísimo y, sin mirar el reloj, solo con base en la posición del sol, supuse que ya eran las 8:30, casi las 9. No veía la hora de llegar a la siguiente parada por Itagüí, pues necesitaba descansar y tomar agua. El metro constantemente pasaba, y yo en medio de un juego, tratando de no pensar en el cansancio, me ponía el reto de alcanzarlo. Por supuesto, no lo lograba, y aunque pedaleaba y pedaleaba, el metro obviamente era más rápido, pero así, poco a poco avanzaba más rápido.
En un punto la autopista se separaba del río y del metro, y eso significaba que no faltaba nada. En el último esfuerzo, logramos llegar a una pequeña bahía: era el otro extremo de la ciclovía. Era ahí donde la mayor cantidad de gente se concentraba a practicar aeróbicos con un instructor, posiblemente de la Alcaldía de Itagüí. Además, había personas que arreglaban sus bicicletas, se reían, charlaban, comían y sobre todo descansaban. Mi papá y mi abuelo tomaban un jugo raro, que un día probé y no me gustó para nada. Cuando lo veía me daba un poco de asco, y en vez de eso preferí comprar otro salpicón con algunas adiciones especiales. Allí duramos un buen tiempo, y luego tomamos rumbo de nuevo hacia el norte, ya para nuestras respectivas casas. La bajada siempre es más fácil, pues el imperceptible ángulo de caída impulsa a la bicicleta, y no necesitas hacer fuerza en los pedales.
El viento, que extrañamente siempre era más fuerte desde el norte, nos golpeaba el rostro, a veces demasiado, tanto que yo lagrimeaba. En la bajada hacia el túnel de Parques del Río todos tomamos velocidad, buscando compensar la subida más difícil de todo el trayecto. El Edificio Inteligente y La Macarena anunciaban el principio del final de la ruta. Volvimos a cruzar hacia la canalización al instante en que llegamos. En el patio, al lado de la estación Suramericana, paramos y nos despedimos. Ninguno de los tres sudaba, pues el viento gélido que se desplazaba sobre el Valle nos daba una sensación térmica que parecía de las tundras siberianas. Según recuerdo, alguna vez mi papá me había dicho que el valle era una maravilla natural, pues otorgaba el clima perfecto, cuando se necesitaba.
Para mí el Valle de Aburrá tenía un significado mucho más profundo: una belleza especial que tal vez solo yo contemplaba, pero que me hacía sentir orgulloso de ser paisa. Mi papá y yo nos despedimos de mi abuelo. Ninguno de los tres era un hombre de palabras. Él se devolvió por donde había llegado dos horas antes, sacó su celular y miró el mapa: ¡habíamos hecho 45 kilómetros en poco más de dos horas! Ese era un buen balance, al menos para mí, que había salido pocas veces a hacer este tipo de actividades. No era la primera vez, pero era increíble lo que había logrado.
Nos devolvimos por la canalización, el sol ya salía e irradiaba fuerte. La ruta era la misma. Llegamos a la unidad y subimos las ciclas por los 75 escalones, que en aquel momento parecían de nunca acabar. Llamamos a la puerta, ahora sí sudando, y nos recibió mi mamá entusiasmada, y muy asombrada por lo rápido que habíamoso llegado. Eran las 9:40, y ya podíamos decir: otro domingo en el que lo habíamos logrado y habíamos llegado sanos y salvos.
No hay mejor manera de disfrutar de la ciudad, de conocer gente y de estar en familia que montando en bicicleta. La velocidad constante te da tiempo de disfrutarlo todo en detalle. Sin embargo, la mejor parte de salir, es volver, a donde sabes que algo o alguien te esperan fervorosamente. Eso es el hogar, el refugio de cada quien, donde siempre podemos regresar cuando las cosas se tornen difíciles, tristes o simplemente queramos descansar de la agobiante realidad, respirar tranquilos, desahogarnos, retomar fuerzas o a ser felices con lo que más amamos.
Volver a la casa es saber que un trayecto ha terminado, y que otro te está esperando. Medellín es mi otra casa, y salir de ella, sin importar la calidad del momento afuera, siempre me hará querer volver porque yo, como otros dos millones de almas, hacemos parte de ese engranaje social, al que llamamos ciudad, al que llamamos hogar.
Antes de descansar, llamamos a la casa de mi abuelo, para asegurarnos de que hubiera llegado con bien a su casa. Nos contestó mi abuela y confirmó su llegada, brevemente nos preguntó cómo había estado y respondimos, por supuesto, que bastante bien. Y es que el hecho de llamar, surgía instintivamente en mí, era la única manera de respirar tranquilos. Mi mamá, desde pequeño, me había inculcado que todo en este mundo era perecedero, incluso los seres humanos. A veces, una historia alegre se puede transformar en un segundo en un recuerdo melancólico. Era fundamental, preservar y aprovechar la existencia de todo lo que queremos, porque un día no contaremos con su presencia, y lo único que quedará es lo que está en cada uno: los buenos recuerdos, los momentos especiales, las historias compartidas, el tiempo vivido conjuntamente, y formarlos o aprovecharlos es deber cada uno, para todos, como familia, como amigos, incluso como desconocidos.
Tranquilo y cansado fui a mi habitación, cerré las cortinas, bajé la persiana, y en medio de una suave penumbra, alumbrada desde la puerta por la luz del resto de la casa, cerré los ojos y entré el imaginario y los pensamientos que se me venían a la cabeza, surgieron en mí los recuerdos: ‘hogar y ciudad, familia y sociedad, a todas pertenezco, cada una es un apoyo, que se debe aprovechar mientras esté’. Desconectándome de la realidad, perdiendo la conciencia diurna como si de hibernar se tratara, y a pesar de los ruidos de la casa, las voces de mis padres y los sonidos de la cocina, me quedé dormido profundamente, como un recién nacido en su cuna.