Por: Antonia Gutiérrez Rendón
Colegio de la Compañía de María La Enseñanza
En tiempos de pandemia, se hacían unas reuniones en el lobby de mi conjunto residencial para rezar el rosario, y en el transcurso de estas reuniones mi mamá consiguió un grupo de amigas, el cual, con el pasar del tiempo, se redujo a dos mujeres que estaban a unas cuadras de alcanzar la tercera edad. Las dos, Catalina y María Celia, eran vibrantes, coloridas y vivaces. Siempre que frecuentaban mi casa traían para mí un detalle o un plato que me invitaban a compartir con ellas. María Celia, quien vivía en el apartamento 602, iba mi casa mucho más que Catalina, algunas veces incluso solo pasaba a saludar. Celia vivía con su familia: Bernardo, su esposo, y su hijastro, Enrique.
Ella, con su pelo grisáceo como la calmada ceniza que abandona el fuego cuando se extingue, con una sonrisa encantadora que le daría diabetes a cualquiera y con un tono de voz que aún retumba en mi mente, se convirtió en una parte cercana de mi vida y la de muchas más personas.
Un día, mi mamá me contó que Celia había perdido a una hermana en un momento tan fugaz y simple como una salida a un centro comercial. Su hermana colapsó y cayó al piso; de un infarto perdió la vida en el momento. Al escuchar la noticia, me sentí triste, claro, traté de empatizar con Celia; sin embargo, no era capaz de ponerme en sus zapatos. Eso a mí nunca se me ha hecho fácil en la vida por más que tratara.
No recuerdo cómo ni cuándo, pero me enteré de que Celia se había sometido a una cirugía para retirar un tumor cancerígeno de su boca, y le habían puesto implantes de piel como parte de la reconstrucción. Me preocupé, pero ya había pasado lo peor: Celia podía seguir adelante, salir con su familia, cuidar de sus plantas, caminar o hacer ejercicio en el conjunto, mejor dicho, retomar su rutina, su vida. De ahí en adelante, mi mamá y Gladys, la señora que nos ayudaba en la casa, le subían sopas y comidas blandas a Celia todos los días, ya que ella no podía comer sólido, y así fue por un largo tiempo.
La recuperación de María Celia fue exitosa. Fui a saludarla algunas veces. Ella solía usar tapabocas porque no estaba cómoda con su nueva apariencia, pero la vez que pude verla sin él, su sonrisa seguía siendo la misma, lograba transmitirte de todo: nostalgia, ternura, maternidad, valentía, fuerza, y me hacía sentir como si estuviera acostada en una nube, apreciando el vasto firmamento, y todo en una fracción de segundo. Sus abrazos seguían siendo cálidos y suaves, como un peluche, como una cama cómoda y delicada donde dormir.
El cáncer es una realidad terrible que afecta a millones de personas, y Celia no tuvo la fortuna de deshacerse de él. Unos meses después, en una tarde soleada, mas no cálida, mi mamá me contó que le habían encontrado nuevamente cáncer al otro lado de la boca. Al parecer, todos los esfuerzos de los doctores, de mis papás, de su familia y la valentía inquebrantable de Celia no habían saldado la deuda de esta enfermedad; sin embargo, ella le hacía frente a su diagnóstico y seguía siendo todo lo que era y fue: una mujer excepcional, como el personaje de un cuento, como un modelo a seguir, caritativa, amable, sensible, humilde, y tantos adjetivos que harían la lista interminable.
En poco tiempo fue trasladada a un hospital a principios de 2024. La última vez que la vi fue antes de su hospitalización, ella estaba dispuesta a someterse a las quimioterapias para salir adelante y dar su testimonio. Y yo, bueno no solo yo, sino todos, orábamos día y noche por su pronta recuperación. Dios mío, ¡qué verraca fe la que tuve en ese momento!
No mucho tiempo después, me inscribí en un club de voleibol, y un día, antes de ir a entrenar, mis papás me dijeron que iban a visitarla a la clínica y me invitaron. Yo no fui. ¡Qué tonta! Fue un miércoles, fue la última vez que ellos la vieron. Cuando llegué a mi casa, sudada y molida, les pregunté qué habían visto. Ellos me comentaron que su vibrante actitud no había cambiado en lo absoluto. Aquella mujer era la definición del diccionario de la palabra “fuerte” y, por tan simple que esta suene, su significado apunta a definir un alma que no se deja vencer por las adversidades y que se aferra a los rayos del sol para hacerse paso entre las penumbras de la realidad.
— Antonia, María C. se murió —dijo mi mamá con voz temblorosa.
María Celia, María Celia se había ido, se había ido y no iba a volver nunca. El cáncer pudo con ella y finalmente falleció por muerte asistida, dándole fin al dolor incesante que la encadenaba a este plano mundano. Al momento de recibir la noticia, quedé algo confundida, impactada, pero de alguna manera respetaba y reconocía su decisión. Sin embargo, en ese momento no pude producir ni una sola lágrima.
No mucho tiempo después, el funeral se celebró en la iglesia a la que asisto a misa todos los domingos. El día era bastante soleado, por lo que el astro casi ardiendo en el interminable cielo, y el saco negro que tenía puesto me hacía sudar, contribuyendo a mi sentimiento de nostalgia. Allí se encontraba la mayoría de mis vecinos, todos con la misma cara, que, si tuviera sonido, sería un sentido pésame. Mi rostro era diferente, reflejaba confusión y angustia, pero esas emociones se desvanecieron de mi mente en el momento que vi un ataúd color castaño entrar por las puertas de la iglesia. Se me revolvió el estómago, y me llenó un sentimiento que no se me hace posible explicar con palabras. Inmediatamente se me aguaron los ojos y lloré, lloré toda la ceremonia y cuando recibí la comunión, estuve frente al ataúd y a la foto de Celia. A pesar de tener los ojos de la mitad de la gente que asistió sobre mí, no me importó, porque estaba demasiado ocupada en mi duelo, pensando que el apartamento 602 ahora carecía de aquella mujer que era una estrella andante, que cuando los fuera a visitar, ella jamás me abriría la puerta de nuevo, que nunca iba a volver a sentir el abrazo del sol en mi piel. Y ahí me di cuenta de que somos una mota de polvo que desaparece en la historia, pero, al mismo tiempo, unos seres demasiado complicados y hermosos que le damos sentido a la existencia de las maneras más inciertas y maravillosas posibles; que la vida es espléndida y que la esperanza de volver a ver a quienes quieres nunca desaparece.
Después de la ceremonia, saliendo de la iglesia con los ojos hechos un océano de nostalgia y amargura al ver el féretro ser montado al carro fúnebre, me abrí paso en la multitud, sólo para encontrarme atónita, confundida y dudando de si me encontraba bajo el efecto de alguna sustancia o era una alucinación. ¿Qué, acaso tenía a Celia frente a mis ojos? No, no podía ser. ¿Pero quién es la persona que tengo ahí enfrente? Di unos pasos adelante para enterarme de que era su otra hermana. Eran copia y pega de la otra. Esto solo hizo que mis párpados ganaran el peso de dos canicas y mi visión se nublara de las lágrimas que se acumularon en mis ojos nuevamente. Con un suave toque en la espalda capté la atención de ella, y antes de que dijera una sola palabra, yo le dije con voz temblorosa: “¿Puedo abrazarte?”. Ella asintió y yo me hundí en sus brazos, y pude volver a sentir, a sentirla; sentí la misma calma y ternura de la mujer que había partido hacía pocos días, y nuevamente, como si Dios me hubiera dado las fuerzas para hablar, dije: “Eres igual a ella…”.
La muerte es lo que le da sentido al hecho de vivir.
Hasta el día de hoy sigo pensando que en el apartamento 602 María Celia se despierta todos los días junto a su esposo, a hacer su rutina diaria, donde toma sus tres sopas diarias, cuida sus múltiples plantas, que le dan vida e inocencia a su apartamento, da sus usuales vueltas por el conjunto residencial para cumplir con la demanda de cardio, le dedica tiempo y devoción a rezarle a la virgen porque era su modelo a seguir, y que si yo, Antonia, voy a timbrar a la puerta de su casa, ella me va a recibir con un: “¡Hola, muñeca! ¿Cómo estás?”.
Ilustración: Manuela Correa Uribe