Una luz eterna en el 602

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Por: Antonia Gutiérrez Rendón

Colegio de la Compañía de María La Enseñanza

En tiempos de pandemia, se hacían unas reuniones en el lobby de mi conjunto residencial para rezar el rosario, y en el transcurso de estas reuniones mi mamá consiguió un grupo de amigas, el cual, con el pasar del tiempo, se redujo a dos mujeres que estaban a unas cuadras de alcanzar la tercera edad. Las dos, Catalina y María Celia, eran vibrantes, coloridas y vivaces. Siempre que frecuentaban mi casa traían para mí un detalle o un plato que me invitaban a compartir con ellas. María Celia, quien vivía en el apartamento 602, iba mi casa mucho más que Catalina, algunas veces incluso solo pasaba a saludar. Celia vivía con su familia: Bernardo, su esposo, y su hijastro, Enrique.

Ella, con su pelo grisáceo como la calmada ceniza que abandona el fuego cuando se extingue, con una sonrisa encantadora que le daría diabetes a cualquiera y con un tono de voz que aún retumba en mi mente, se convirtió en una parte cercana de mi vida y la de muchas más personas.

Un día, mi mamá me contó que Celia había perdido a una hermana en un momento tan fugaz y simple como una salida a un centro comercial. Su hermana colapsó y cayó al piso; de un infarto perdió la vida en el momento. Al escuchar la noticia, me sentí triste, claro, traté de empatizar con Celia; sin embargo, no era capaz de ponerme en sus zapatos. Eso a mí nunca se me ha hecho fácil en la vida por más que tratara.

No recuerdo cómo ni cuándo, pero me enteré de que Celia se había sometido a una cirugía para retirar un tumor cancerígeno de su boca, y le habían puesto implantes de piel como parte de la reconstrucción. Me preocupé, pero ya había pasado lo peor: Celia podía seguir adelante, salir con su familia, cuidar de sus plantas, caminar o hacer ejercicio en el conjunto, mejor dicho, retomar su rutina, su vida. De ahí en adelante, mi mamá y Gladys, la señora que nos ayudaba en la casa, le subían sopas y comidas blandas a Celia todos los días, ya que ella no podía comer sólido, y así fue por un largo tiempo.

La recuperación de María Celia fue exitosa. Fui a saludarla algunas veces. Ella solía usar tapabocas porque no estaba cómoda con su nueva apariencia, pero la vez que pude verla sin él, su sonrisa seguía siendo la misma, lograba transmitirte de todo: nostalgia, ternura, maternidad, valentía, fuerza, y me hacía sentir como si estuviera acostada en una nube, apreciando el vasto firmamento, y todo en una fracción de segundo. Sus abrazos seguían siendo cálidos y suaves, como un peluche, como una cama cómoda y delicada donde dormir. 

El cáncer es una realidad terrible que afecta a millones de personas, y Celia no tuvo la fortuna de deshacerse de él. Unos meses después, en una tarde soleada, mas no cálida, mi mamá me contó que le habían encontrado nuevamente cáncer al otro lado de la boca. Al parecer, todos los esfuerzos de los doctores, de mis papás, de su familia y la valentía inquebrantable de Celia no habían saldado la deuda de esta enfermedad; sin embargo, ella le hacía frente a su diagnóstico y seguía siendo todo lo que era y fue: una mujer excepcional, como el personaje de un cuento, como un modelo a seguir, caritativa, amable, sensible, humilde, y tantos adjetivos que harían la lista interminable. 

En poco tiempo fue trasladada a un hospital a principios de 2024.  La última vez que la vi fue antes de su hospitalización, ella estaba dispuesta a someterse a las quimioterapias para salir adelante y dar su testimonio. Y yo, bueno no solo yo, sino todos, orábamos día y noche por su pronta recuperación. Dios mío, ¡qué verraca fe la que tuve en ese momento!

No mucho tiempo después, me inscribí en un club de voleibol, y un día, antes de ir a entrenar, mis papás me dijeron que iban a visitarla a la clínica y me invitaron. Yo no fui. ¡Qué tonta! Fue un miércoles, fue la última vez que ellos la vieron. Cuando llegué a mi casa, sudada y molida, les pregunté qué habían visto. Ellos me comentaron que su vibrante actitud no había cambiado en lo absoluto. Aquella mujer era la definición del diccionario de la palabra “fuerte” y, por tan simple que esta suene, su significado apunta a definir un alma que no se deja vencer por las adversidades y que se aferra a los rayos del sol para hacerse paso entre las penumbras de la realidad.

— Antonia, María C. se murió —dijo mi mamá con voz temblorosa.

María Celia, María Celia se había ido, se había ido y no iba a volver nunca. El cáncer pudo con ella y finalmente falleció por muerte asistida, dándole fin al dolor incesante que la encadenaba a este plano mundano. Al momento de recibir la noticia, quedé algo confundida, impactada, pero de alguna manera respetaba y reconocía su decisión. Sin embargo, en ese momento no pude producir ni una sola lágrima.

No mucho tiempo después, el funeral se celebró en la iglesia a la que asisto a misa todos los domingos. El día era bastante soleado, por lo que el astro casi ardiendo en el interminable cielo, y el saco negro que tenía puesto me hacía sudar, contribuyendo a mi sentimiento de nostalgia. Allí se encontraba la mayoría de mis vecinos, todos con la misma cara, que, si tuviera sonido, sería un sentido pésame. Mi rostro era diferente, reflejaba confusión y angustia, pero esas emociones se desvanecieron de mi mente en el momento que vi un ataúd color castaño entrar por las puertas de la iglesia. Se me revolvió el estómago, y me llenó un sentimiento que no se me hace posible explicar con palabras. Inmediatamente se me aguaron los ojos y lloré, lloré toda la ceremonia y cuando recibí la comunión, estuve frente al ataúd y a la foto de Celia. A pesar de tener los ojos de la mitad de la gente que asistió sobre mí, no me importó, porque estaba demasiado ocupada en mi duelo, pensando que el apartamento 602 ahora carecía de aquella mujer que era una estrella andante, que cuando los fuera a visitar, ella jamás me abriría la puerta de nuevo, que nunca iba a volver a sentir el abrazo del sol en mi piel. Y ahí me di cuenta de que somos una mota de polvo que desaparece en la historia, pero, al mismo tiempo, unos seres demasiado complicados y hermosos que le damos sentido a la existencia de las maneras más inciertas y maravillosas posibles; que la vida es espléndida y que la esperanza de volver a ver a quienes quieres nunca desaparece.

Después de la ceremonia, saliendo de la iglesia con los ojos hechos un océano de nostalgia y amargura al ver el féretro ser montado al carro fúnebre, me abrí paso en la multitud, sólo para encontrarme atónita, confundida y dudando de si me encontraba bajo el efecto de alguna sustancia o era una alucinación. ¿Qué, acaso tenía a Celia frente a mis ojos? No, no podía ser. ¿Pero quién es la persona que tengo ahí enfrente? Di unos pasos adelante para enterarme de que era su otra hermana. Eran copia y pega de la otra. Esto solo hizo que mis párpados ganaran el peso de dos canicas y mi visión se nublara de las lágrimas que se acumularon en mis ojos nuevamente. Con un suave toque en la espalda capté la atención de ella, y antes de que dijera una sola palabra, yo le dije con voz temblorosa: “¿Puedo abrazarte?”. Ella asintió y yo me hundí en sus brazos, y pude volver a sentir, a sentirla; sentí la misma calma y ternura de la mujer que había partido hacía pocos días, y nuevamente, como si Dios me hubiera dado las fuerzas para hablar, dije: “Eres igual a ella…”.

La muerte es lo que le da sentido al hecho de vivir.

Hasta el día de hoy sigo pensando que en el apartamento 602 María Celia se despierta todos los días junto a su esposo, a hacer su rutina diaria, donde toma sus tres sopas diarias, cuida sus múltiples plantas, que le dan vida e inocencia a su apartamento, da sus usuales vueltas por el conjunto residencial para cumplir con la demanda de cardio, le dedica tiempo y devoción a rezarle a la virgen porque era su modelo a seguir, y que si yo, Antonia, voy a timbrar a la puerta de su casa, ella me va a recibir con un: “¡Hola, muñeca! ¿Cómo estás?”.

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Ilustración: Manuela Correa Uribe

El viaje que nos regaló una estrella

Por: Juan Esteban Tabares Varelas

Institución Educativa Presbítero Antonio José Bernal

En la carretera, camino hacia Sopetrán, municipio que se sitúa en la subregión Occidente del departamento de Antioquia y que se caracteriza por su gente cálida, su basílica, y sobre todo conocido por su chapa “Tierra de las frutas”, nos encontrábamos mi madre, mi hermana y yo. Salimos de la “Tacita de plata” debido a una invitación familiar y con unas ansias casi palpables de lo que se venía. En aquel trayecto se apoderó de nosotros el bochorno, típico del mes de junio. Las gotas de sudor se deslizaban por nuestras frentes, moviéndose al ritmo del traqueteo del autobús. Cada una seguía su propio camino, acompañando el vaivén de las curvas y el calor acumulado del viaje. Afuera, el paisaje se desdibujaba entre los árboles y montañas, mientras adentro, el sudor y el cansancio se entrelazaban en un silencioso diálogo con el camino. 

Tras dos largas horas de viaje, logramos culminar nuestra odisea. El bus frenó de manera brusca, sacudiendo mi cabeza y, con ello, mis pensamientos. Afuera, nos azotó una oleada de calor, denso y pesado, tan propio de aquel lugar. No nos tomó mucho tiempo decidir que nos apetecía algo refrescante. 

“¡Aguas, gaseosas y paletas, lleve la suya que se acaban!”, fueron las palabras que escuchamos de una voz casi salvadora. “Juan, vaya traiga paletas y agua, que está haciendo mucho sol y me deshidrato”, me dijo mi hermana, y yo, como si de un premio millonario se tratase, me esmeré en correr lo más rápido que podía a mis 12 años. “Señor, señor, espere un momento”, grité para que no avanzara más.

Poco después de nuestro pequeño receso, nos subimos a un mototaxi camino hacia la casa de mi tío Albernis, un hombre de estatura media, tez morena, nariz ancha, ojos negros, cabello corto y negro como el azabache. Vestía su característica camisa rosa de botones, un jean azul un poco roto, unas botas de hule, un machete que colgaba de su cadera y un gran sombrero típico de nuestro departamento. “Mijo, ¿Cómo va todo pues? ¿Cómo va el estudio? Cuente, pues, que hace rato no lo veo”. 

Luego de una charla corta pero productiva, me adentré en su finca a las afueras del pueblo. De una de las habitaciones salía una perrita no muy grande, su pelaje amarillo la caracterizaba; salió a saludarme como era ya costumbre cuando iba de visita. Mi tío, llegando como un espanto, se me acercó por detrás con un vaso de limonada en la mano diciendo: “Celeste tuvo crías. Venga, yo se las muestro, que fijo queda enamorado de uno, pa’ que le diga a su mamá que lo deje pues tener un animalito de esos”. Salté del susto, pero mi emoción era notoria, ni siquiera tomé de mi bebida. Corrí hacia donde me indicaron, y al llegar, me encontré con tres cachorros revolcándose juguetonamente.

Me lancé a acariciarlos y a jugar con ellos; sobre todo quedé flechado con una cachorra de pelaje café, ojos saltones y manchas blancas en su frente y cola, muy notorias en sus patas. “Parece que tiene botas”, dije en voz alta. Para ese momento no tenía nombre, solo sé que desde el primer momento sentí que quería estar con ella. Ahora tenía una misión: hacer que mi hermana quisiera a la cachorra para así ambos convencer a nuestra madre de que debíamos tenerla. 

Luego de aquel encuentro, busqué a mi hermana, que charlaba con unos primos que habían llegado desde hacía varios días. “Michelle, imagínate que Celeste tuvo crías, y hay una que es lo más de linda”. “¿Usted cree que mi mamá nos va a dejar?”, respondió en un tono de burla. “Párchese con eso, que si le decimos entre los dos, yo sé que nos deja”. Así que caminamos juntos hacia donde estaban los cachorritos, mientras yo intentaba convencerla, con una sonrisa en los labios, de que debíamos llevarnos al menos uno a casa. “Imagínese, si nos llevamos un perrito, podríamos salir a jugar con él todos los días”, le susurré con entusiasmo, buscando despertar su complicidad. Llegamos, y ella quedó encantada con los tres; al igual que yo, se tiró a abrazarlos. 

Los cachorros parecían incansables, como pequeñas bolas de energía que no paraban de jugar y saltar a nuestro alrededor. A pesar de los abrazos y caricias, seguían revolcándose entre sí, corriendo de un lado a otro, como si el cansancio fuera un concepto desconocido para ellos. Sus movimientos eran rápidos y torpes, llenos de una alegría contagiosa. “¿Será que sí logramos meterle a mi mamá esta perrita?”, dijo mi hermana esperanzada. “Habrá que insistir mucho, pero yo creo que sí”. Y como nos íbamos a quedar un fin de semana completo, teníamos hasta el domingo en la tarde para que mi mamá se derritiera por la cachorrita.

Ese viernes terminó con un descanso; no hicimos mucho, charlamos un poco con nuestra familia y comimos bastante. Cuando el cielo cubrió con su manto el crepúsculo y las estrellas se asomaban tímidamente, decidimos que era momento del primer encuentro entre Nidia, mi madre, y los cachorros. Llevamos a los tres cachorros en brazos y, por fin, sin energía, dijimos con un tono amigable: “Ma, mira estos perritos tan pispos”. Ella, con cierta sospecha, nos respondió casi por instinto: “No quiero animales en la casa, para que no se pongan a inventar. De una vez les digo”. Pese a lo que nos había dicho, no nos íbamos a rendir; teníamos claro que debíamos llegar a un acuerdo para poder llevarla, y al parecer no sería muy fácil. 

Llegó el sábado, y con él, el sol se alzó en el horizonte; sus rayos chocaron contra mi ventana, bañando mi cuarto con una luz suave que me confirmaba el inicio de un nuevo día. Salí de mi cuarto, saludé a mi mamá y a un primo que se encontraba con ella en la cocina. “Mor, venga desayune, que se le enfría”. “Voy al baño y ya vengo”, le respondí a mi madre. Después de desayunar y bañarme, mi hermana y yo fuimos a buscar a los perritos para seguir con nuestra misión. Los encontramos jugando en la manga y agarramos a nuestro objetivo para llevársela a mi mamá, con el fin de que jugaran y así tantearla. Le pedimos ayuda a mi tío, que había llegado del pueblo. “Tío, ponete la diez y ayudanos con mi mamá”, le dije mientras sostenía la cachorra en brazos. “Hágale, que yo ahorita hablo con ella, pero no les prometo nada”, respondió mientras agarraba el sombrero que reposaba en una mesa y siguió su camino. Por nuestra parte, encontramos a mi madre, recostada en una hamaca. “Mami, venga mire cómo juega de lindo”. Mi mamá salió de su lugar de reposo para cumplir la petición de mi hermana; no pasó mucho tiempo hasta que tomó la iniciativa de jugar con la cachorrita, quien movía la cola de lado a lado complacida. Después de aquel avance, mi mamá se fue, pero ya habíamos ganado mucho; no podíamos pedir más. 

Mi familia decidió salir al pueblo a almorzar, así que pasamos la tarde por allá y, cuando llegamos a la finca nuevamente, nos encontramos con los tres perritos durmiendo en la cama de mi mamá. “Vea, llévese uno para que le haga compañía”, sugirió mi tío con una sonrisa. “Ma, déjanos llevar uno; vea cómo son de lindos. Juan y yo le prometemos que nosotros la sacamos y la bañamos. Por fa, por fa, por fa, por fa”, decía mi hermana en forma de súplica, a la cual me uní. Parecía un milagro, pero su respuesta nos llenó de esperanza: “Lo voy a pensar”. Esas palabras eran lo que mi hermana y yo esperábamos. Mi madre, que pocas veces nos había permitido tener animales, estaba de alguna manera accediendo a nuestra petición. Me encontraba muy cansado, así que me dirigí a mi pieza y caí profundo, como una piedra.

Llegado el domingo, que se acentuaba con un calor ya característico de aquel lugar, me despertaron para organizarme e ir a la iglesia; no lo pensé mucho, pues sabía que le pediría a Dios que iluminara a mi madre, que le diera alguna señal, algo, pero que le hiciera saber que esa perrita debía estar con nosotros. Parece que mis súplicas fueron atendidas, pues mi mamá nos hizo jurar que sacaríamos a la cachorra todos los días, que le limpiaríamos los daños que esta hiciera y, sobre todo, que la bañaríamos y la peinaríamos. El salto de felicidad fue grande, creo que fue la primera vez que me abracé tanto con mi hermana. Nuestra gratitud era evidente, pero faltaba algo: un nombre, algo indispensable, pues es lo que nos da identidad. Dijimos un montón de opciones: Princesa, Luna, Lucero, pero ninguno nos convencía. “Póngale Estrella y dejen de chimbiar”, dijo mi tío, ya irritado. Después de buscar mucho en internet, a mi mamá le brillaron los ojos con ese nombre, el tío dio en el clavo, y luego de esa lluvia de ideas, nos comentó que él sí había hablado con mi mamá, que tampoco había sido tan difícil y que nosotros llorábamos mucho.

Estrella está con nosotros desde hace ya cinco gratos años. Su presencia no ha pasado desapercibida, ya que hizo muchos daños de pequeña: rompió medias, orinó camas, se escapó y nos mordió los pies… pero logró enamorarnos con su pelaje y ojos color canela. Siempre está ahí, de alguna forma, revolcó nuestras vidas, pero quizá eso era necesario para nuestra familia. Ahora no no tiene la misma energía que tenía hace tiempo, pero se mantiene como una amiga fundamental, no solo para mi vida, sino para la de todos los que nos rodean.

La niña que lo dejó todo atrás

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Hannah Lopera Builes 

Licenciatura en español e inglés

Universidad Pontificia Bolivariana

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Bertha Lía fue una niña que nació en el campo de San Jerónimo, un municipio ubicado en la subregión Occidente del departamento de Antioquia, caracterizado por su vibrante ambiente, sus campos verdes y también por su gente cálida. 

Desde muy pequeña Bertha cargó con muchas responsabilidades. Fue una niña que tuvo que cambiar sus juguetes, sus muñecas de trapo, sus ilusiones y sueños por los trapos o los callos del trabajo y el esfuerzo. Bertha creció entre muchos hermanos, catorce en total, sin contar los que fallecieron luego de nacer y los que la violencia o los azares le arrebataron. Cada uno tenía un aspecto diferente al otro, pero a Bertha la caracterizaba su belleza tan dulce, adornada con una notable tez blanca, ojos marrones y un cabello oscuro que hacían de ella una niña encantadora. 

Aunque ella fue muy feliz en los campos verdes de San Jerónimo, muchas veces la vida se tornaba difícil; como cuando los hombres de botas negras y uniformes entraban en las casas, los padres de Bertha, con el corazón agitado, la escondían a ella y a sus hermanos en costales de maíz y alimento para animales en un cuarto de agricultura. Allí, también entre bultos de café que perfumaban el aire con el intenso aroma del grano oscuro, intentaban olvidar el peligro, sumidos en el calor sofocante del escondite, mientras los hombres salían de la casa. A otros, los escondían bajo las camas, en un intento desesperado de que no fueran hallados. 

En 1951, a la edad de seis años, tuvo que mudarse a casa de su tía Emma en el municipio de Bello para poder estudiar la primaria. Aunque la calidez de Emma le recordaba a Bertha el abrazo de su tierra, la adaptación fue difícil. Era una vida distinta, pues en esa época no habían escuelas aledañas en San Jerónimo y, aún así, en Bello, Bertha debía emprender un largo camino para llegar al colegio enfrentándose a la nostalgia de su amado hogar. 

Estudió en el Sagrado Corazón el primer año, y en el Rosalía de Bello los dos siguientes. En tercero de primaria, se iba y regresaba del colegio junto a su prima Rosalba, se acompañaban entre sí. Ellas caminaban juntas porque su tía Emma siempre les decía: Cuidado con parar y ponerse a hablar con los locos que hay por ahí, que ellos andan con un machete suelto para coger a los niños. Les entra por allá atrás, y les sale por la boca. No se desvíen del camino. Estas palabras hacían que ellas caminaran tomadas de las manos y con sus ojos vigilantes al recorrido, y en cuanto divisaban a un hombre, se echaban a correr con miedo; esto llamaba la atención de sus compañeras, que les preguntaban: “¿ustedes por qué corren, es que le tienen miedo a la gente?”.

Como su tía Emma solía enfermarse a menudo y la mayor parte del tiempo se encontraba hospitalizada, Bertha debía frecuentar la casa de su tía Cleofe. Una noche, sintió que la estaban tocando y se dio cuenta que había sido el esposo de su tía Emma, entonces lanzó un grito fuerte. Este evento hizo que Bertha tuviera que permanecer con su tía Cleofe.

Fue allí donde vivió las peores experiencias de su infancia. Como su tía Cleofe le estaba ofreciendo un techo y alimentación, Bertha no podía vivir de arrimada en esa casa; entonces se convirtió en la cenicienta de aquel lugar, siendo una niña de tan solo siete años. Ella debía limpiar, organizar, cocinar e incluso lavar los interiores de sus ocho primos, que eran casi de su misma edad. Sus manos, hechas para sostener muñecas, ahora se sentían ásperas y secas por el constante frote del jabón en las prendas. Bertha también se levantaba a las cuatro y diez de la mañana para hacer “piladas” de arepas, esto le provocó serias quemaduras y ampollas en sus pequeñas y delicadas manos, que ni aún el aroma a maíz que tanto disfrutaba, podía curar.

Su tía Cleofe la cuidaba por un compromiso, porque en realidad todas las labores de la casa se las encargaba a Bertha Lía. Incluso, ella solía irse con sus hijos a jugar parqués cerca de la casa y la obligaba a su sobrina a quedarse planchando la ropa de todos sin poder salir. Fue entonces, en una de esas noches de parqués y risas, pero de agotamiento y esfuerzo para Bertha, que decidió escapar de la casa. Tomó la poca ropa que tenía, la envolvió en un mantel con cuadros de un rojo vivo, se puso algo encima, y en medio de su temeroso silencio, huyó a casa de su tía Emma, ocultando su rostro, tratando de que nadie la reconociese. Aquel lugar que debía ser su ameno hospedaje, se había convertido en un hondo y oscuro abismo de puertas y ventanas.

Como ya no podía quedarse más en ninguna de las casas, la enviaron a un internado de monjas en el municipio de Marinilla. Allí, al menos podría terminar sus estudios y tener un techo bajo el cual pudiese vivir. Sin embargo, al cabo de unos años, también tuvo que huir de aquel lugar, pues una niña que nunca supo qué era jugar, sino trabajar hasta el sudor toda su vida, ya tenía la habilidad de aprender a hacer rápidamente cualquier tarea. Fue entonces en el internado donde aprendió a bordar y a coser, actividades que ahora disfruta, pero prontamente las monjas también comenzaron a aprovecharse de ella y de sus capacidades, sobrecargándola de labores e intentando convertirla en una trabajadora más.

Bertha anduvo su vida de trabajo en trabajo y de casa en casa para encontrar un refugio y la alegría que anhelaba: vivir su infancia como cualquier otro niño que desea tomar sus juguetes, reír, soñar, o ir al colegio, tomar un lápiz y trazar su propio destino. Con el paso de los años, se adaptó a toda clase de tareas, con la esperanza de labrar su vida, superar las carencias y convertirse en la persona que quería ser. De las manos de Bertha brotó el pan, las costuras del día a día, trabajó como impulsadora de productos, empleada doméstica y más, para poder salir adelante ella. Fue así como unos años más tarde, junto con su familia, pudo brindarle a sus hijos las oportunidades que ella no pudo tener.

A la edad de 17 años conoció a su primer amor, Arcesio, y tiempo después encontró el verdadero amor en Jairo de Jesús. A pesar de que él siempre la apoyó en las tareas del hogar y en llevar comida a la mesa, ella nunca dejó de trabajar para asegurar que sus tres hijos pudieran estudiar, no les faltara nada y no tuvieran que pasar por las dificultades que ella vivió. Hoy, sus hijos son profesionales y reconocen todo lo que su madre sacrificó y logró por ellos.

Bertha Lía ya no luce como antes. Su cabello negro profundo, ahora ha sido pintado por el tiempo en tonos de amarillo y blanco, como si de huellas de los muchos caminos que recorrió se tratase. Sus ojos, aunque ya no tan marrones, están adornados con un leve y dulce gris azulado, testigo de la niña que aún permanece en su interior. Su piel se conserva clara, pero ahora brilla con los matices dorados que el sol alguna vez le dio, y sus manos, aunque las use ahora para bordar, leer, cocinar, o para pasar los canales de la televisión, están decoradas con esos pliegues que narran, en silencio, las historias de la vida de una niña que se lastimó amasando tantas arepas; platillo típico y exquisito que ahora la caracteriza en su cocina. Bertha Lía es una mujer que dejó su infancia con todo atrás por la falta de recursos y oportunidades, fue la niña que tuvo que huir siempre, que soñaba con ilusión. Aquella que me causa admiración porque no desistió. Esa niña de la que hablo es mi abuela. 

El mar que no encuentro

Por: Anthony José Aular González

Institución Educativa Francisco Miranda

Enfrente del mar, en las costas de Punta Cardón, Venezuela, escuchaba los latidos de mi corazón, como pasos alegres de cumbia, mientras se sincronizaban con los movimientos suaves y sutiles de las olas, esa suavidad y belleza con la que se desplazaban hasta la orilla mojando mis pequeños pies. Era hermoso.

Mientras tanto, mi amada abuela Nelidad me esperaba en la casa con sus arepas rellenas de carne, una delicia para mi paladar. Ella, que es una mujer hermosa, llena de carisma y un amor profundo, amasaba la masa haciendo que no hubiera nada más suave que un bocado a sus arepas, ni el algodón se comparaba con esa cama para mi boca cansada de tanto comer dulce en la bodega de la playa.

Sentía una armonía en mi vida y cuando esta se alteraba, solo tendría que ir a la playa, ver su hermosura, apreciar cómo el sol se escondía lentamente oscureciendo todo y ver a los pescadores terminar su rutina de caza. Era hermoso. Se sentía el suave abrazo de la madre mar.

Recuerdo cuando mi querido abuelo Antonio me llevaba a buscar pescado, era único: nada como un buen pescado fresco del mar. Mientras comprábamos trataba de ver más allá del mar, juraba que podría ver las grandes ciudades del otro lado del horizonte.

En las tardes libres, corría a ver a mi mamá Elba, una mujer joven y dulce. Me la encontraba lidiando con mis tres hermanos, a quienes amo inefablemente, pero eran la reencarnación de un demonio de Tasmania. Jugábamos todo el tiempo en el mar o íbamos a crear castillos de arena en la playa y ver cómo las olas se llevaban todo, también jugábamos en la casa de mi abuela paterna que quedaba al lado del agua y las olas. 

Lastimosamente vivía mi vida en una mentira creada por la inocencia de un niño. Poco a poco, comencé a notar cómo se volvía cada vez más difícil conseguir lo necesario. Desde un simple bocado hasta el frío abrazador de un aire acondicionado, porque el calor era simplemente infernal, cada día se hacía más complicado. De repente nos tocaba ir a buscar agua en unas cisternas que se alojaban al lado de la playa, alrededor de las cuales corrían largas filas que podrían durar 100 vidas, y eso que no eran tan largas como aquellas para conseguir la bombona de gas. Así, cada vez el plato se hacía más chico, y mientras todo escaseaba yo solo pensaba en volver al mar.

Una mañana yendo a la playa, me encontré con un escenario espantoso, cientos de personas golpeándose con una ira feroz, algo escandaloso para mis ojos, ¿acaso puede un chico como yo, poder ver la brutalidad del mundo? Quedé paralizado, quieto, asombrado, mis brazos solo temblaban de pavor y mi mente solo repetía, ¿por qué? El mar que veía con belleza, ahora solo era sangre y lágrimas de los mismos pescadores, que en él pescaban.

Observaba todo en silencio, mientras el “gran dictador” gozaba de su comida, de su vida cómoda, acostado en una cama fina, de un algodón tan puro y caro como una joya.  Sin darme cuenta, esa ciudad que creía conocer se estaba desmoronando, cada vez las calles estaban más vacías, como sin vida alguna y solo quedaban los carteles del “gran dictador”. Se sentía el sonar de cada cosa y a tal soledad había que sumarle las expresiones de las pocas personas que quedaban: vacías, llenas de tristeza, dolor e ira. Se sentía como si se tratara de una ciudad fantasma.

Una mañana desperté, y para mi sorpresa, no encontré a mi abuelo, era raro, él siempre tomaba café mirando los árboles de nuestro amplio patio, pero, para mi desgracia, se había ido para donde los demás que ya no estaban en la ciudad. Se sentía su ausencia en la casa. “¿Me tocará a mí responder por la casa?”, me preguntaba; pero sin saberlo, yo sería el siguiente en irse de la ciudad fantasma. 

Un día lluvioso encontré a mi abuela empacando todas sus cosas, solo me miró, y con lágrimas en los ojos y el corazón en la mano me dijo: “Empaca todo, ¡nos vamos!”. Sentí de inmediato un golpe en el alma. ¿Irnos?, ¿a dónde?, ¿por qué?. A pesar de haber visto todo, mi inocencia seguía ignorando lo que ocurría en verdad, y con feroz enojo mi abuela dijo que no preguntara tanto. Salí de la habitación y vi que mi mamá no estaba empacando, me di cuenta que me iba sin ella. 

Comencé a llorar descontroladamente, no entendía nada, solo era un niño perdido en algo que no comprendía. Abrazaba a mi madre con todas mis fuerzas; no podía comprender que partiría sin ella, sin mis hermanos, sin mi familia, sin mi tierra.

Dejaba  todo atrás y solo era un niño que quería volver al mar. Pero, cómo lo esperaba, nos fuimos sin pensar, sólo miraba por la ventana del carro, cada vez salía más de mi bella ciudad, me sentía culpable, sentía que dejaba a mi familia atrás, no los quería dejar, y menos a mi mamá.

En un abrir y cerrar de ojos, me encontré en un lugar extraño pero hermoso, no sabía dónde estaba y tampoco a dónde iba a parar toda esta travesía de sufrimiento. Durante el viaje solo quise descansar los ojos de tanto dolor, sentía una taquicardia agotadora. Al despertar, me encontraba con otro horizonte, uno lleno de altos edificios, casas apiladas una sobre otra y calles que parecían más acogedoras. A la distancia, una construcción en forma de aguja resaltaba a mi vista, algo icónico e imponente, algo que nunca había visto. Miraba a mi alrededor y solo veía una ciudad enorme, rodeada de montañas más grandes que la propia ciudad, pero lo más hermoso y curioso ocurría cada noche, toda esa hermosa y extraña urbe se pintaba como una noche estrellada con la luz de cada casa habitada. Estaba en Medellín, Colombia.

Nos alojamos en la casa de una tía, donde vivía mi abuelo, al verlo salí corriendo y lo abracé con todas mis fuerzas; era él, el mismo que tomaba café en el patio, él que me había enseñado tanto. Por fin tuve un respiro, sólo en ese encuentro. 

En tan solo una semana, me sentía cómodo, aunque de tan solo pensar en mi familia y mi mamá, esa comodidad se iba y transformaba en un gran dolor castigador para mi. Pero algo más me faltaba: era mi hermoso mar, sentía su ausencia y su aroma único y cálido. Mis dedos estaban secos.

Mi abuelo me inscribió a un colegio cercano a la casa de mi tía, es acogedor y tranquilo, pero solo el primer día, recibí la burla de todos. ¿Era el más raro del salón? Solo me preguntaba eso. Cuando contaba las historias de mi tierra, con amor y ánimo, sólo se burlaban, y con dolor en mi alma, pensaba en irme rápido de clase, me sentía despreciado, como un bicho raro en medio del resto.

Pero no todo era malo, también encontré a esas personas que me recibieron de la mejor manera posible; las burlas se volvieron alegrías, y las risas se volvieron amor. Sólo me dolía ver la desgracia de mis abuelos que sufrían por no poder mantenerme, por la falta de oportunidades de trabajo; sin embargo, al tiempo recibí una hermosa noticia, era mi mamá que llegaba a esta tierra hermosa llena de vida y de color. Al verla salté de la emoción, corrí a abrazarla y sentir su calor maternal en mí. Mi niño perdido en ese cambio drástico había vuelto, mis hermanos, con alegría, miraban todo a su alrededor con extrañeza, pero a la vez estaban contentos de verme, sentía que todo estaba bien, aunque aún siento ese vacío de las olas en mi corazón.

Lo más triste es que, mientras miro la televisión, veo cómo las personas que todavía están en  mi tierra sufren tanto… sufren  de una manera desgarradora y dolorosa, solo me queda contener las lágrimas, mientras ellos sufren y mi mar llora. Es lamentable verlos sufrir, probar un simple bocado y sentir que ellos no podrán hacerlo, mientras sólo reciben la burla y crítica del mundo que los rodea. 

Ese vacío, solo perdura.

Una historia trágica no tan trágica

Tomás Osorio Toro

Institución Educativa Carlos Vieco Ortiz

Hay una época en la vida en la que los días parecen derretirse bajo el sol, extendiéndose como chicles en el suelo. De niño, el mundo era simple, una mezcla de risas, juegos y tardes que nunca parecían acabarse. Corría por las calles de mi barrio, con las rodillas raspadas como medallas de guerra de tanto jugar “tin tin corre corre” sin preocuparme por nada más que el siguiente partido o la próxima ida al morro a elevar cometa con mis amigos. Los problemas eran como sombras lejanas, demasiado pequeñas para notarlas entre el eco de los balones y los gritos de todos. La vida era una fiesta sin final, un juego que no conocía de relojes ni de pesares, sólo de regaños por llegar tarde de tanto jugar afuera, o en la cancha, o en el parque. ¿Qué podía ser más importante que correr más que mis amigos o no dejarse pegar del zumbacocos?  

Pero, lastimosamente, el tiempo, siempre silencioso, avanza sin preguntar y todo cambió en diciembre de 2021. Ese año hice un viaje a Panamá emocionante, una aventura más en ese carrusel de la vida a un viaje que prometía aventura. Sin embargo, al regresar, algo empezó a transformarse despacio. El 15 de mayo descubrí que algo dentro de mí había dejado de funcionar como antes. Me sentía cansado, como si hubiera corrido una maratón con sólo subir las escaleras de mi casa. Era como si una cuerda invisible, que nunca había notado, de repente empezara a tensarse. Como una maquinaria que se detiene sin previo aviso, mi cuerpo, ese mismo que había corrido incansablemente durante mi niñez, había decidido que las reglas del juego ya no eran las mismas. 

No fue un golpe directo, sino una lenta revelación, una enfermedad que no se ve, pero que cambia la manera en que el mundo se siente. Ya no era solo cansancio y agotamiento, era como si una especie de niebla se posara sobre mí día a día, obligándome a ver el mundo con una nueva claridad que nunca había pedido. Sin saberlo, había cruzado una puerta que no podía cerrarse, y aunque no me aplastó de inmediato, el peso de esa nueva realidad comenzó a caer sobre mis hombros, lento pero constante. 

Los meses, o incluso años, que siguieron fueron un baile extraño. Las risas aún estaban allí, aunque algunas veces sonaban huecas, como si algo más profundo las ensordeciera. Y aunque intentaba seguir adelante, esa sombra que había llegado sin aviso comenzaba a afectar no sólo mi cuerpo, sino también mis pensamientos, como una telaraña que se extiende sin que te des cuenta, hasta que un día despiertas atrapado en su red. 

A los 16 años ya estaba en otro juego, uno más complicado. Lo que me ayudaba a olvidar todo era pasar tiempo con mis amigos: Alejo, uno de los niños más inteligentes del colegio, pero que lo mataba su pereza hacia todo; David, que parecía ser un señor de 30 años, a pesar de que tenía nuestra misma edad y una rara obsesión por el equipo de fútbol “Independiente Medellín”; Jose, con el que más confianza y gustos similares tengo; y por último Juan, mi primo, el que más recochaba en muchos momentos del día y con quien más momentos había pasado en mi niñez. 

Recuerdo los días con ellos en el colegio, éramos inseparables. Siempre juntos, siempre riendo, desde que entrábamos a las 6:00 a.m. Sin embargo, en medio de esa compañía, a veces sentía que caminaba solo y el silencio entre nuestras palabras era más fuerte que cualquier conversación.  Ellos no lo notaban, pero había días en los que el peso de la enfermedad se sentía más fuerte, como una sombra que siempre estaba allí, aun cuando el sol brillaba. Mientras ellos parecían encontrar algo en sus vidas que los hacía sentirse completos, yo me quedaba mirando desde la distancia, como un espectador en un teatro lleno de escenas que no me pertenecían, como si solo fuera un personaje extra en la historia de todos. 

Entonces estaba esa soledad, la que llega cuando parece que todos a tu alrededor encuentran algo o alguien, menos tú. Juan, David, Alejo y Jose tenían algo, sus historias que parecían llenar vacíos que yo no lograba tapar. Yo, en cambio, seguía atrapado en esa extraña sensación de estar flotando entre la compañía y el aislamiento, entre lo que era y lo que no podía ser, y entre la salud y esa condición invisible que siempre estaba allí, aunque intentara ignorarla. Era como si mi vida fuera una película donde, aunque tenía el papel protagónico, a veces me sentía como el personaje secundario que solo observa, pero nunca actúa. 

No era solo la soledad lo que pesaba, sino también esa enfermedad silenciosa que, aunque no dolía físicamente, comenzaba a hacerse sentir en cada rincón de mi vida. Y es que la adolescencia tiene una manera curiosa de jugar con uno. Es como una tormenta en la que todo pasa rápido, pero a la vez, cada momento parece durar una eternidad. Y, dentro de eso, mis amigos fueron mi refugio, dentro de un mundo donde mi cuerpo me recordaba constantemente que las cosas ya no eran como antes. 

Las calles de mi barrio y el colegio seguían siendo las mismas. Las esquinas, los parques, los mismos rincones donde de niño había corrido sin preocuparme por nada. Pero ya no corría igual. Cada paso que daba tenía un eco diferente, uno que resonaba más dentro de mí que en las aceras que pisaba. La vida había cambiado, no de manera drástica, pero lo suficiente para que, de vez en cuando, mirara hacia atrás y notara que aquel niño que jugaba sin preocuparse había quedado en alguna parte de esas calles, perdido en el tiempo. Ahora, con cada paso, el mundo se sentía un poco más pesado, como si cada esquina guardara un secreto que solo mi cuerpo entendía. Pero, al fin y al cabo, esto no es tan trágico.