Por Danover Daza Gaviria.
Estudiante Licenciatura en Lengua Castellana.
Universidad de San Buenaventura.
Los desayunos no eran un simple inicio energético para comenzar el día. Eran rituales. Los dos se levantaban juntos, la una para arreglarse y salir al trabajo en su bicicleta y el otro para preparar el desayuno, empacarle la moga y para atenderla mientras ella terminaba de alistarse.
El desayuno constaba de dos momentos. El primero era su preparación: mientras las arepas se asaban, se ponía a calentar la reserva de hogao que era la receta especial de la casa; ya caliente, se quebraban dos huevos con tal delicadeza y destreza para que las yemas, en ese proceso, salieran intactas; se revolvían y mezclaban las claras con el hogao, eso sí, con el mayor cuidado posible para evitar romper las yemas —la clave de esta receta está en que las yemas quedaran lo más blandas posibles para luego decorarlas con un poco de orégano en hojuelas—; se ponía a hacer un expreso doble en una cafetera italiana para preparar el capuchino, la leche se calentaba hasta hervir y se mezclaba con leche en polvo en la licuadora para darle más espesura y espuma. El segundo momento era la contemplación y la explosión de sabores: el desayuno se servía en un mesón lindando con la ventana que daba a la calle, donde los dos pudieran hacer fotosíntesis con los primeros rayos de sol; el ritual llegaba a su cúspide cada vez que se acompañaba con besos y su punto máximo era reventar y saborear las yemas; era casi comparable a llegar a un orgasmo.
No quiere recordar esa mañana. En la noche recibe la llamada de ella invitándolo a pasarla juntos; percibió en su voz tintes de pesadez, creyendo así, o queriendo creer, que había pasado un mal día. Sabía que todo ya estaba mal desde que él tomó la decisión de irse de la casa; se negaba a asumirlo todo tal cual como era. Al atravesar la lluvia y llegar a su casa, él comienza a acercarse con mimos y caricias que son recibidas con poco convencimiento. Se sientan juntos en el sofá con un juego de intimidades, para luego ser contrastado con un “tenemos que hablar”. Sus discusiones fueron acordadas, desde el inicio de esa relación ya quebrada, en la honestidad hacia sí mismos y en la sinceridad y respeto hacia el otro, cumpliéndose así hasta después del rompimiento. Y esa noche, impotente, dolido y resignado aceptó, sangrando en lamentos, el ofrecimiento de una noche de despedida. Los dos no se levantaron juntos; ella no se fue a bañar ni él preparó el desayuno; quedó de pie recibiendo los rayos del sol, en un letargo de soledad y silencio, llorándole a la ventana y sorbiendo pequeñas corrientes de un salino remordimiento.
Demoró mucho tiempo en tomar la decisión de dejar de mentirle, no a él, sino al otro; quería ofrecerle una relación cotidiana, tradicional, algo que era nuevo para ella, para él, para los dos; el otro ni cuenta se daba. No sabía cómo contárselo, cómo recibirlo. Para ella, luego de que tiempo atrás él tomó la decisión de irse de la casa, dejar de intimar con él era otra forma de ir soltando. Sintió mucha presión por la situación porque su egoísmo no le permitía soltarlo, no quería perderlo. Una amistad es lo que le ofrecía, acompañada de una última noche juntos. Ella, sin levantarse de su cama, aparentando estar dormida, tomaba a la distancia sorbos de las mismas corrientes salinas de las que él también estaba bebiendo, un último desayuno que nunca más llegó a prepararse.