Yenifer Salas Gutiérrez
Licenciatura Humanidades y Lengua Castellana
Universidad de San Buenaventura
Equipo de Talleristas Prensa Escuela 2024
Una ventana con vista a la pared del vecino, una puerta que resuena al ser cerrada, un techo con lunares de Jabón Rey, un nido de palomas en la esquina de la canoa. El cerro pan de azúcar está en la entrada de la casa. A veces me dicen a manera de chiste que solo levantar la mano puedo tocar el cielo. Una vez lo intenté, no sabía que el cielo era tan desigual y precario. Nadie sabe el nombre de la señora de la tienda, ni siquiera yo que la conozco desde pequeña, tal vez el seudónimo de “la mona” tenga más que contar que su nombre verdadero.
Hace un tiempo estaba con unos amigos en el barrio Buenos Aires, el tiempo pasó y con él la última cabina en funcionamiento del Metro Cable. Recuerdo que duré media hora tratando de convencer a varios taxistas de que su taxi sí subía estas lomas. Ese día me cobraron más de la cuenta porque el conductor no pensó que fuera tan lejos.
En la loma principal hay unos muchachos con el letrero de “pare y siga”, ellos invadieron una de las casas de los vecinos y se quedaron a vivir ahí sin que nadie se opusiera. En el paradero de los buses, donde antes estaba el señor del chance, hay un viejito con su carrito de chucherías. Al frente está la carnicería de don Pacho, irónicamente nunca compramos carne ahí porque es más barata fuera del barrio. Al lado está la panadería de doña Doris, recuerdo que mis hermanos y yo teníamos crédito con ella. Mamá cada quincena pasaba por ahí y sin remordimientos pagaba los piononos que nunca se comió. A dos cuadras de la casa está la tienda de don Andrés, desde que tengo memoria, ahí afuera está la maquinita traga monedas. Siempre elegía las mismas frutas porque era las que conocía. Muchas veces volví a casa sin mi moneda de 100, sin embargo, al recordar, considero que fue más lo que gané que lo que perdí. Subiendo una de las tantas lomas queda el supermercado “El Poderoso”, allí los diciembres eran buenos. Adicional al mercado llevábamos a casa una caja de pollo Bucanero, unas galletas Caravana y un vino de manzana. Me atrevo a decir que allí los aguinaldos ya no son tan buenos.

Foto: Camilo Jaramillo
Don Álvaro, el vecino problemático, construyó un condominio en un lotecito. En esas piezas apenas caben los que allí viven. Las tuberías están por fuera, las paredes parecen poder caerse con un suspiro y las columnas son sólo varillas.
Uno de los vecinos que habita en esas chabolas madruga todos los días a vender tinto en la plaza, lleva una canasta en la parte delantera de su bicicleta y, al medio día, se deja ver nuevamente por estos lados. Pone siempre la misma emisora, Radioacktiva, parece saberse todas las canciones. Su ventana queda justo al frente de la puerta de mi casa, al lado de mi habitación. Por aquí no cantan los pájaros, canta el vecino.
Doña Rosario es la que vive más cerca, tiene en su balcón unas matas que cuida con su vida. A veces escuchaba como me espantaba al gato para que no las mordiera. Mamá decía que no debía poner problema, que esa señora es muy grosera y que era más fácil entrar al gato que llevarle la contraria a ella. Hace unos meses su hijo Sebastián volvió a casa. Recuerdo que mis hermanos y yo jugábamos con él cuándo éramos niños. Ahora quién corretea por las escaleras es su hijo. Él también tiene un gato, desde entonces, doña Rosario nos indica muy amablemente que no debemos dejar que el gato coma de esas plantas porque el gatito de su hijo se intoxicó con ellas.
En el medio de todos estos lugares, en la parte superior, se divisa un letrero oxidado que tiene escrito “El Pontón”. Está medio escondido por las ramas de los árboles que lo rodean, las letras ya no son blancas y se sostiene por obra y gracia del espíritu santo. No sé cuál sea la esencia de mi barrio, si son los kioscos que son atendidos por las mismas personas hace años, o si son los vecinos problemáticos que dan el tinte divertido. Quizás sea el canto del vecino despertándome en las mañanas, o la maquinita traga monedas que aún emociona a los transeúntes. Probablemente, la esencia seamos todos, los que me caen bien y los que no, los que cada día se remiten a coger el bus verde de Cootransmallat y la línea M del metro cable. Los que echan pata de ahí p’arriba cuando el taxi los deja más abajo de su destino. Y los que a pesar de haber elegido otros caminos se dan su pasadita de vez en cuando a saludar.