El Taller 2022

Les presentamos la publicación digital de la edición de El Taller 2022. Aquí podrán leer los textos de algunos de los estudiantes y talleristas que participaron en los encuentros de los últimos cuatros meses. Los invitamos a explorar sus relatos y a contagiarse de la alegría que produce compartir historias. También, podrán encontrar nuestro pódcast “Realidades Mutantes” en el que les compartimos nuestras perspectivas sobre algunos de los aspectos que consideramos relevantes en los procesos de formación.

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Portada_Prensa-Escuela

La violencia que duele en mi barrio

Por: Angely Vanessa Machado Díaz

Grado Noveno

I.E. Antonio Derka Santo Domingo

Tallerista Laura Melissa Moncada 

Comunicación Social y Periodismo

Universidad Pontificia Bolivariana 

 

Santo Domingo es un lugar encantador, cálido y tropical, con amaneceres, atardeceres y anocheceres perfectos, pájaros volando por los cielos, una gran variedad de árboles, flores y personas maravillosas. Pero siempre en todo lo bueno hay algo malo y mi barrio no es la excepción.

El colegio Antonio Derka Santo Domingo está ubicado en medio de tres barrios, entre los cuales existen fronteras invisibles que han impuesto las bandas que venden incontables cantidades de drogas, mandan en cada uno de esos territorios y que son muy violentas, por esto, los integrantes de cada una de ellas no pueden cruzar hacia el territorio de las demás.   

Eran las 5:00 de la mañana del primero de agosto de 2022. Me levanté como era usual para ir a estudiar. Tenía bastante frío, entonces me tomé un chocolate con galletas. Procedí a bañarme, me puse el uniforme y me terminé de organizar para salir hacia el colegio. Parecía un día normal. Estuve en clase de matemáticas, el profesor nos dejó tarea en parejas y las demás clases pasaron sin novedades. 

A las 12:00 en punto sonó el timbre y me fui a la casa de una de mis compañeras a terminar la tarea. La hicimos tan rápido que antes de las 2:00 p.m. yo ya iba camino a mi casa. Era un día normal por lo que caminaba sin prisas, ya no tenía ningún pendiente. Pasé de nuevo por mi colegio y vi a un integrante de una de las bandas parado justo donde no tendría por qué estar: entre las fronteras invisibles. Todo pasó muy rápido. Otra persona, quien sí pertenecía a la banda que controlaba dicho territorio, agredió con un machete al hombre como si se tratara de un visitante indigno, de un ser prohibido, así llegó a sacarlo, ya que con su voz no fue capaz y, con la mirada vacía, huyó sin volverse ni una sola vez. 

Ese momento me partió el alma. Yo quería ayudarlo, quería hacer algo, pero solo me alejé; empecé a caminar con más rapidez, la paciencia con la que iba me abandonó, ahora me tenía agarrada el miedo y me llevaba corriendo. Entré a mi casa y ya no salí más. Dormí toda la tarde, me desperté a las 7:30 y salí hacia la casa de mi mejor amiga, Sofía. El piso estaba húmedo y las calles se cubrían cada vez más de neblina. Ya no era un día normal, era una noche triste. Apenas llegué, le pregunté a Sofía cómo se sentía y su respuesta fue que no se sentía bien. Lo que yo presencié en la calle, ella también lo vio, aunque desde dentro del colegio. Justo cuando ella estaba en descanso, vio cómo empezaron a bajar por una escaleras del barrio muchos hombres armados con machetes y piedras porque su amigo, el joven al que yo vi en esa esquina, no sobrevivió. Ellos bajaban en busca de venganza y se hicieron justo al frente del otro barrio para enfrentarse con la otra banda. 

Ese día que empezó como cualquier otro se volvió todo un caos. La policía llegó, disparó tres tiros al aire como aviso para que las personas no salieran de sus casas y, a su vez, los tipos que estaban armados huyeron del lugar. A partir de ese día militarizaron los barrios y los llenaron de policías. 

Yo me devolví a mi casa y, mientras caminaba, noté que las personas estaban afuera como si nada hubiera pasado. Al llegar encontré un mensaje del coordinador del colegio que decía que las clases estaban suspendidas hasta nuevo aviso; también, que cuando se retomaran era importante que fuéramos con el uniforme todos los días porque esto era lo único que nos podría proteger. Y es que nosotros portábamos el uniforme no porque fuera lo normal o lo adecuado, sino porque era lo que nos podía salvar de aquellos que dicen mandar en el territorio que es de todos, aquellos que normalizan la muerte, que están volviendo a los jóvenes drogadictos y violentos. Me causa tristeza y me pregunto: ¿por qué no respetan a las familias? ¿Por qué se creen los dueños de algo que nos pertenece a todos? ¿Por qué?

Los árboles también son casas

Por: Simón Vargas Arciniegas

Colegio Colombo Francés

Grado Octavo

Tallerista: Lina Argüello

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de San Buenaventura

 

El comienzo del alba se impone en todo su esplendor; y como aquella molesta pero necesaria alarma que solemos escuchar por la mañana, suena el canto de las aves. Él, se levanta, sale de su acogedora casa y, al inhalar, percibe el rocío de la mañana, ese característico olor que sabe que indica: “Hoy será un gran día”. Entonces, exhala. Se viste, primero abotona la camisa con una precisión increíble y se pone su pantalón ligeramente sucio; por tierra y pigmentos de frutas y verduras. Luego se pone sus botas y aquel sombrero que ha llevado por años, ese fiel amigo que por mucho tiempo lo ha protegido del sol. Es hora de salir de la casa, hace mucho frío, pero el instinto promete que habrá calor más tarde.

Emiro Arciniegas, se encuentra en su tan amada finca, con sus hijos que están dentro de la casa, y sus nietos quienes lo acompañan en su travesía de recoger y cultivar aguacates. Él atiende a los niños con una gran paciencia y tranquilidad, les explica paso a paso lo que va a hacer y sigue la magia… Toma entre sus manos una ‘bajadora’ que en un momento usará para los aguacates de su árbol preferido y se dirige hacia el espacio donde se encuentra dicho árbol. Antes de cualquier cosa, en una inmensa forma de respeto, se dispone a hablar con él, a pedirle permiso para tomar sus frutos, a decirle cuán bello e importante y lo maravillosos y exquisitos que van a ser sus frutos…

Ya en este punto, Emiro, con todo el cariño, toma la herramienta y en plena muestra de suavidad, baja uno por uno los hermosos y únicos frutos que provee este extraordinario árbol, agarra uno de esos aguacates y lo acaricia entre sus delicadas, cansadas pero acogedoras manos, que emanan amor, mientras viene a su mente una palabra fugaz, la cual pronuncia en voz alta: ‘Mantequilla’. Va a ser un aguacate delicioso, ‘mantequilludo’, como suelen decir. 

Siente alegría y orgullo al saber que todo es resultado de su esfuerzo y dedicación. Es un trabajo que parece sencillo, pero nadie se percata del esfuerzo que llevó todo el proceso de cosechar esos aguacates, el simple hecho que por más de una década Emiro estuvo teniendo bajo su cuidado a ese árbol que, por muy lento que pareciera su crecimiento, llegó a lo que en un principio se quería, y no solo cultivó aguacates sino cientos de historias, y todo gracias a que Emiro, un campesino entregado a lo que ama, colocó sobre ese suelo, una pepa de aguacate. Él como muchas personas siguen cultivando y resguardando la naturaleza, pues a fin de cuentas somos parte de ella. Es nuestra familia. 

Emiro Arciniegas fue un campesino toda su vida, aprovechó cada instante que pudo para cultivar y trabajar la tierra. Esta rutina la repitió periódicamente, por varios años, a veces solo o a veces acompañado, dejando ese espacio impregnado de amor, hasta su último aliento. El 8 de julio de 2019 partió de este mundo, tranquilo, sabiendo que había cumplido con su propósito, que desde un principio había sido proteger el lugar que le dio la vida, la Tierra.  Las cenizas de Emiro yacen bajo ese mismo árbol que cuidó de él, tal como Emiro una vez lo hizo. Hace muy poco tiempo ese aguacate empezó a perder fuerzas y también partió, no sin antes cumplir un propósito: ser la Casa de Emiro. 

Podría ser peor

Por: Valeria Lucia Berrocal Vanegas

Cosmo Schools 

Grado: Noveno

Tallerista: Luisa Fernanda Rodríguez Zuluaga

Estudios Literarios

Universidad Pontificia Bolivariana

 

Existen varios momentos en los que nos ponemos a pensar en que la situación por la que estamos pasando podría ser peor, “sería peor no tener plata” o “sería peor vivir en la calle” pero para las personas que viven esto, ¿podría ser peor? Vivimos en una sociedad en la que está muy normalizado despreciar y discriminar a las personas por ganarse la vida trabajando en las calles, pues es muy fácil juzgar perteneciendo al 29,6% de la población del país. 

Hay muchísimos colombianos que viven de lo que pueden conseguir a diario, madres y padres tratando de alimentar a sus hijos, hijos obligados a dejar el colegio y tener que trabajar porque simplemente no hay recursos para mantener su hogar; es la realidad de muchas familias colombianas.

Realidad que nunca había visto cerca de mí, hasta que un día en el colegio nos dijeron que se iba a realizar una feria en la cual todos debíamos participar vendiendo algún producto “¡uy no!, ¡qué pena!” dije, pues no le veía sentido a hacer eso, además de que el dinero recaudado sería para el salón y no para mí, así que las ganas de participar eran nulas. Acercándose la fecha le conté a mi mamá dicho evento y expresé mi molestia diciendo que no era justo trabajar sin recibir algo más, además del gasto en materiales; ella me dijo que era justo, pues si era para el salón no habría ningún problema, me sentí como una caprichosa por simplemente no querer hacerlo, y esto no cambió hasta el día del evento.

6 de octubre de 2022, el día finalmente había llegado y teníamos todo listo, junto a varios amigos acordamos vender obleas, así que los materiales se compraron entre todos para mantener la igualdad de gastos; aunque nos faltaba un pequeño detalle, nunca habíamos preparado una oblea en nuestra vida; imagino que teníamos una idea, ya que por lo menos alguna vez tuvimos que haber visto cómo las preparan, pero técnicamente estábamos en blanco. Poco a poco, con la llegada de algunos clientes desarrollamos un poco esa técnica y se nos fue quitando la vergüenza de interactuar con las personas.

Admito que estaba bastante emocionada por cómo resultaría, la emoción me duró diez minutos, pues en una hora habíamos vendido solamente cinco obleas; además de tener competencia en un lugar más estratégico que el nuestro las ventas no iban bien, no paraba de pensar en que había personas a las que les estaba yendo mejor que a nosotros, pero observando bien el entorno noté que realmente eran más las personas a las que les estaba yendo peor y no tardé en sentirme mal por ello, pues todos nos esforzamos de la misma manera.

En medio del poco flujo de clientes se me vinieron a la cabeza los vendedores ambulantes que hacen esto a diario, ya que la incertidumbre de saber si venderán o no debe ser terrible, de tener que conseguir así sea para alimentarse, además de aguantar miradas y comentarios despectivos hacía ellos, solo por intentar conseguir lo mismo que todos necesitamos; no puedo decir que estoy cerca de entender lo que viven, pero admiro el duro trabajo que ellos ejercen.

Al final del día afortunadamente pudimos reunir casi doscientos mil pesos, nos parchamos entre todos y fue una experiencia interesante. Siempre he sido consciente de los privilegios con los que vivo, a pesar de que soy una persona a la que nunca le ha faltado la comida o la educación (gracias al duro trabajo de mí mamá), estas cosas tan básicas que no deberían considerarse un privilegio, en este país lo son, pues las oportunidades son reducidas y ver a personas trabajando en las calles, tratando de conseguir lo mínimo para sobrevivir, es una realidad que está mal y tiene que cambiar.

 

¿A qué edad se es adulto?

Por: Andrés Mauricio Luna Gómez

I.E. María Josefa Escobar

Grado Octavo

Tallerista: Valentina Areiza Ramírez

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de San Buenaventura

 

“Con el título de su narración Andrés Mauricio plantea una gran pregunta a la sociedad. Nos permite reflexionar y ponernos en el lugar de la persona a quien le da voz con su narración. Él sabe preguntar, y también abrazar, cuando comprende que, en ocasiones, el silencio es más poderoso que las palabras. Su capacidad de escuchar sin hacer juicios es lo que también se refleja en esta historia. Cada detalle le permite al lector imaginarse la situación, los personajes y, muy seguramente, hacerse preguntas”.

 

En una tarde noche, cuando la lluvia golpeaba la ventana, vi la silueta de una mujer mirando el paisaje que parecía tenebroso, su figura reflejaba a una joven de veintiocho años, con el cabello castaño y algunos rizos dorados. Sus ojos color marrón estaban rojos como si hubiera terminado de llorar sin consuelo. Era mi madre contemplando los truenos, con una taza de chocolate caliente en sus manos.

Sentí curiosidad de qué estaba haciendo ahí parada, y del porqué no terminó de tomar el chocolate, me acerqué a ella, pero al verla tan distraída presenciando la tormenta, no quise  interrumpir su momento y lo único que hice fue sentarme en el borde de la cama. 

Con un tono de voz suave me dijo: “estos momentos son tan lindos, ver como se acerca la tormenta y observar como baja por la montaña…” Nuestra casa queda en una vereda de Itagüí, a la que para llegar hay que subir mucho, pero esta altura nos permite divisar las montañas y gran parte de la ciudad por cualquier lado.

“Aunque estos días así me transmiten un sentimiento de melancolía”, agregó con un suspiro y sentándose a mi lado. Le pregunté por qué ese comentario. Entonces me contó su historia para explicarme porqué estos días la ponían en un estado emocional inefable:

– Recuerdo como si hubiera sido ayer, me desperté y la vida iba lo más de normal para mí. Ese día no fui a la escuela, era una mañana con un ambiente tristongo en el que la pereza me ganó, si soy sincera. Recuerdo que tenía 9 años cuando me paré de la cama en busca de comida porque tenía mucha hambre, y como normalmente solía pasar, no había mucho que digamos; un chocolate con un pedazo de pan me bastaba.  

Mi madre no nos dejó ni terminar de comer antes de empezar a decirnos “¿Q’hubo, y es qué no piensan ir hoy a trabajar? ¡Hágale a ver, mire qué ya no hay comida!” Ese día algo nos decía a mí y a mi hermano mayor,  que en ese entonces tenía 12 años, que no fuéramos, pero no era una elección, era una obligación. 

En aquellos años del 2000, mi madre vivía en un barrio de Medellín que se llama Santa Cruz La Rosa, una invasión donde la pobreza era muy notoria, en esa época parecía un corregimiento. Ella vivía con su madre, un padrastro que solamente llevaba comida para él, su hermano y una hermana mayor la cual era la que tenía que tener en orden la casa. Por la situación económica de la familia y el desprendimiento amoroso de la madre hacia sus hijos, ellos tenían que salir desde las 11 de la mañana a trabajar, por lo que estudiar no era posible. Ella me explicó que desde su casa tomaban un bus que los llevaba al centro de la ciudad, y en el instante que lo abordaban comenzaba su jornada. 

– En ese bus nosotros solíamos cantar y muchas personas nos daban de a monedita. Cuando ya estábamos en el centro con las monedas que nos daban comprábamos un paquete de galletas, así nos iba un poco mejor ya que las personas nos colaboraban, pero mi sentir siempre era el mismo: No importa si usted vende o pide, se siente igual. Te tienes que humillar ante los demás. 

Luego de comprar las galletas caminamos hasta San Antonio, donde se encontraba en esos años el parqueadero de los buses circulares. Ese bus,  al igual que los demás, no eran un impedimento para poder cantar y tratar de completar lo más rápido posible la cuota que nos ponía nuestra madre a cambio de la alimentación.

Ese día nuestra parada fue en el Poblado. Allí estábamos vendiendo las galletas, y mientras lo hacíamos íbamos caminando hasta el centro comercial Monterrey. Luego de varias horas en ese lugar nos regalaron una sopita. Se estaba haciendo tarde y el día no nos favorecía ya que empezó a llover y lo único que teníamos era cinco mil pesos cada uno. Nos quedamos en el centro comercial en la zona de los juegos y mi hermano me dijo que si jugábamos un rato, pero yo le dije que no porque todavía no habíamos completado lo que teníamos que llevar a casa. En medio de su insistencia le dije que sí, pero que solo sería por un rato y que no podíamos gastarnos toda la plata.

Entre juegos y risas se nos fue el tiempo y el dinero igual. Cuando escampó salimos y era de noche, sin embargo la lluvia no tardó mucho en volver, por lo que los vidrios de los carros estaban arriba y mucha gente del desespero por llegar rápido a sus casas no nos ayudaba, ya no nos compraban las galletas. Sin importar si nos mojábamos vendimos, pero solo pudimos reunir lo mismo que nos gastamos, lo cual no era suficiente. Llamamos a mi mamá y le dijimos “Má, no pudimos recoger los veinte mil de la comida” y su respuesta fue “¡¿Qué hijueput*s hicieron en todo el día, o en qué se la gastaron?!” nosotros le dijimos que fue por el agua, porque nos había dado miedo. Ante esto ella nos respondió: “Quédense un rato más y traigan al menos de a diez mil, porque con eso no alcanza para nada y menos sacando los pasajes”.

Mientras ella me contaba todo esto, yo me ponía a pensar sobre cómo la niñez de dos pequeños inocentes había sido destruida sin poder experimentar un amor maternal. Saber que desde pequeños tenían una responsabilidad tan grande como sustentar la alimentación en su hogar hizo que me cuestionara muchas cosas… ¿A qué edad uno se convierte en un adulto? Para mí, ser adulto es ser una persona que tiene responsabilidades y trabajo, porque así es como yo miro a mis padres. 

 

– Luego de eso nosotros decidimos quedarnos hasta el último bus, pero para nuestra desgracia no se nos dieron las cosas, y los demás niños con los que a veces vendíamos ya se habían ido y nuestro tiempo del último bus ya se había pasado. Nos sentamos al lado de un semáforo, cada uno en silencio se empezó a resguardar en sí mismo. Yo no pude aguantar las ganas de llorar y el miedo me empezó a ganar mucho más; mi hermano al verme así me dijo “Ah, si ya nos quedamos en la calle entonces venga vamos a comprar algo de comer”.

Fuimos y nos sentamos en una de las caseticas del Metro, allí compramos una arepa con salchichón de pollo y un bolis de limonada, eso es lo que el señor le solía vender a los demás trabajadores de la calle, ya que como este era todo crudo era barato y podían comprarlo. Luego de comer empezamos a caminar sin rumbo como tal, solo teníamos en mente buscar un lugar en donde dormir y llegamos nuevamente al centro comercial. Vimos que en la parte trasera habían unos tubos grandes de ventilación con una pequeña zanjita donde podrían caber unas dos personas, probamos y como éramos niños hasta sobró un poco de espacio. Mi hermano al ver que sí podíamos me dijo “Vamos a conseguirnos cartoncitos o algo” y pues fuimos a la basura porque los centros comerciales siempre la botan  todos los días. Cogimos dos cajas y las pusimos en el piso para cubrir la humedad que tenía por la lluvia, nos acostamos con mucho frío ya que esa noche la niebla no se escondió. 

Por primera vez en mi vida sentí el frío del pavimento y no porque me había caído jugando como lo hacían las niñas de mi edad. Mi hermano lo único que hacía era protegerme un poco del viento que traspasaba los tubos en donde nos encontramos esa noche de lluvia, sola y nostálgica. Me acosté en su regazo sintiendo hambre, echándome la culpa de mi vida cuando yo no sabía el porqué de las cosas, siendo una niña que puso los pies en un lugar donde no debía ser su obligación. 

Solo pensaba en por qué había nacido, mi Dios para qué me había dado una familia así; que no me quería, que no les importaba si aguantaba hambre, frío o necesidades. En ese momento  le pregunté a mi hermano en llanto “¿Mi mamá por qué no trabaja? ¿Por qué no se consigue un hombre que la valore a ella y también a sus hijos? Nosotros no tenemos la culpa de ser pobres, tampoco merecemos ser tratados así.” El silencio fue la respuesta que obtuve.

Una niña con 9 años, o sea yo, empezó a sentir rencor y odio. Ese sentir hace cambiar a las personas. Esa noche no conseguimos lo necesario para llegar a casa, entonces solamente cerré mis ojos aguados deseando no vivir más.

Entre lágrimas ella terminó su anécdota, me dijo que aunque ella no haya tenido la mejor infancia nunca se arrepiente porque gracias a ese pasado hoy en día está orgullosa de ella misma y de todo lo que ha podido superar. Ahora cada vez que la tarde se pone triste voy y le hago compañía para que ella no se sienta sola, pues sé lo que un ambiente como este le genera. Recuerdo la historia y pienso que la felicidad es algo que todos deberíamos sentir por el mayor tiempo posible, sobre todo, si se es un niño.

Con estas líneas salidas del corazón, y tratando de entender que la vida es un espiral de emociones y sensaciones, quiero hacer un reconocimiento a mi madre; mujer que ha comprendido el verdadero significado de la palabra resiliencia y que se ha vuelto en el común denominador de los prototipos de mujeres echadas pa’ delante y que como la mitología griega, cual ave fénix, ella resurge de las cenizas. Por mi madre y por todas las que tienen la fuerza del amor como motor para salir adelante con sus familias y mostrando al mundo que los sueños son posibles con esfuerzo y dedicación.