Una luz eterna en el 602

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Por: Antonia Gutiérrez Rendón

Colegio de la Compañía de María La Enseñanza

En tiempos de pandemia, se hacían unas reuniones en el lobby de mi conjunto residencial para rezar el rosario, y en el transcurso de estas reuniones mi mamá consiguió un grupo de amigas, el cual, con el pasar del tiempo, se redujo a dos mujeres que estaban a unas cuadras de alcanzar la tercera edad. Las dos, Catalina y María Celia, eran vibrantes, coloridas y vivaces. Siempre que frecuentaban mi casa traían para mí un detalle o un plato que me invitaban a compartir con ellas. María Celia, quien vivía en el apartamento 602, iba mi casa mucho más que Catalina, algunas veces incluso solo pasaba a saludar. Celia vivía con su familia: Bernardo, su esposo, y su hijastro, Enrique.

Ella, con su pelo grisáceo como la calmada ceniza que abandona el fuego cuando se extingue, con una sonrisa encantadora que le daría diabetes a cualquiera y con un tono de voz que aún retumba en mi mente, se convirtió en una parte cercana de mi vida y la de muchas más personas.

Un día, mi mamá me contó que Celia había perdido a una hermana en un momento tan fugaz y simple como una salida a un centro comercial. Su hermana colapsó y cayó al piso; de un infarto perdió la vida en el momento. Al escuchar la noticia, me sentí triste, claro, traté de empatizar con Celia; sin embargo, no era capaz de ponerme en sus zapatos. Eso a mí nunca se me ha hecho fácil en la vida por más que tratara.

No recuerdo cómo ni cuándo, pero me enteré de que Celia se había sometido a una cirugía para retirar un tumor cancerígeno de su boca, y le habían puesto implantes de piel como parte de la reconstrucción. Me preocupé, pero ya había pasado lo peor: Celia podía seguir adelante, salir con su familia, cuidar de sus plantas, caminar o hacer ejercicio en el conjunto, mejor dicho, retomar su rutina, su vida. De ahí en adelante, mi mamá y Gladys, la señora que nos ayudaba en la casa, le subían sopas y comidas blandas a Celia todos los días, ya que ella no podía comer sólido, y así fue por un largo tiempo.

La recuperación de María Celia fue exitosa. Fui a saludarla algunas veces. Ella solía usar tapabocas porque no estaba cómoda con su nueva apariencia, pero la vez que pude verla sin él, su sonrisa seguía siendo la misma, lograba transmitirte de todo: nostalgia, ternura, maternidad, valentía, fuerza, y me hacía sentir como si estuviera acostada en una nube, apreciando el vasto firmamento, y todo en una fracción de segundo. Sus abrazos seguían siendo cálidos y suaves, como un peluche, como una cama cómoda y delicada donde dormir. 

El cáncer es una realidad terrible que afecta a millones de personas, y Celia no tuvo la fortuna de deshacerse de él. Unos meses después, en una tarde soleada, mas no cálida, mi mamá me contó que le habían encontrado nuevamente cáncer al otro lado de la boca. Al parecer, todos los esfuerzos de los doctores, de mis papás, de su familia y la valentía inquebrantable de Celia no habían saldado la deuda de esta enfermedad; sin embargo, ella le hacía frente a su diagnóstico y seguía siendo todo lo que era y fue: una mujer excepcional, como el personaje de un cuento, como un modelo a seguir, caritativa, amable, sensible, humilde, y tantos adjetivos que harían la lista interminable. 

En poco tiempo fue trasladada a un hospital a principios de 2024.  La última vez que la vi fue antes de su hospitalización, ella estaba dispuesta a someterse a las quimioterapias para salir adelante y dar su testimonio. Y yo, bueno no solo yo, sino todos, orábamos día y noche por su pronta recuperación. Dios mío, ¡qué verraca fe la que tuve en ese momento!

No mucho tiempo después, me inscribí en un club de voleibol, y un día, antes de ir a entrenar, mis papás me dijeron que iban a visitarla a la clínica y me invitaron. Yo no fui. ¡Qué tonta! Fue un miércoles, fue la última vez que ellos la vieron. Cuando llegué a mi casa, sudada y molida, les pregunté qué habían visto. Ellos me comentaron que su vibrante actitud no había cambiado en lo absoluto. Aquella mujer era la definición del diccionario de la palabra “fuerte” y, por tan simple que esta suene, su significado apunta a definir un alma que no se deja vencer por las adversidades y que se aferra a los rayos del sol para hacerse paso entre las penumbras de la realidad.

— Antonia, María C. se murió —dijo mi mamá con voz temblorosa.

María Celia, María Celia se había ido, se había ido y no iba a volver nunca. El cáncer pudo con ella y finalmente falleció por muerte asistida, dándole fin al dolor incesante que la encadenaba a este plano mundano. Al momento de recibir la noticia, quedé algo confundida, impactada, pero de alguna manera respetaba y reconocía su decisión. Sin embargo, en ese momento no pude producir ni una sola lágrima.

No mucho tiempo después, el funeral se celebró en la iglesia a la que asisto a misa todos los domingos. El día era bastante soleado, por lo que el astro casi ardiendo en el interminable cielo, y el saco negro que tenía puesto me hacía sudar, contribuyendo a mi sentimiento de nostalgia. Allí se encontraba la mayoría de mis vecinos, todos con la misma cara, que, si tuviera sonido, sería un sentido pésame. Mi rostro era diferente, reflejaba confusión y angustia, pero esas emociones se desvanecieron de mi mente en el momento que vi un ataúd color castaño entrar por las puertas de la iglesia. Se me revolvió el estómago, y me llenó un sentimiento que no se me hace posible explicar con palabras. Inmediatamente se me aguaron los ojos y lloré, lloré toda la ceremonia y cuando recibí la comunión, estuve frente al ataúd y a la foto de Celia. A pesar de tener los ojos de la mitad de la gente que asistió sobre mí, no me importó, porque estaba demasiado ocupada en mi duelo, pensando que el apartamento 602 ahora carecía de aquella mujer que era una estrella andante, que cuando los fuera a visitar, ella jamás me abriría la puerta de nuevo, que nunca iba a volver a sentir el abrazo del sol en mi piel. Y ahí me di cuenta de que somos una mota de polvo que desaparece en la historia, pero, al mismo tiempo, unos seres demasiado complicados y hermosos que le damos sentido a la existencia de las maneras más inciertas y maravillosas posibles; que la vida es espléndida y que la esperanza de volver a ver a quienes quieres nunca desaparece.

Después de la ceremonia, saliendo de la iglesia con los ojos hechos un océano de nostalgia y amargura al ver el féretro ser montado al carro fúnebre, me abrí paso en la multitud, sólo para encontrarme atónita, confundida y dudando de si me encontraba bajo el efecto de alguna sustancia o era una alucinación. ¿Qué, acaso tenía a Celia frente a mis ojos? No, no podía ser. ¿Pero quién es la persona que tengo ahí enfrente? Di unos pasos adelante para enterarme de que era su otra hermana. Eran copia y pega de la otra. Esto solo hizo que mis párpados ganaran el peso de dos canicas y mi visión se nublara de las lágrimas que se acumularon en mis ojos nuevamente. Con un suave toque en la espalda capté la atención de ella, y antes de que dijera una sola palabra, yo le dije con voz temblorosa: “¿Puedo abrazarte?”. Ella asintió y yo me hundí en sus brazos, y pude volver a sentir, a sentirla; sentí la misma calma y ternura de la mujer que había partido hacía pocos días, y nuevamente, como si Dios me hubiera dado las fuerzas para hablar, dije: “Eres igual a ella…”.

La muerte es lo que le da sentido al hecho de vivir.

Hasta el día de hoy sigo pensando que en el apartamento 602 María Celia se despierta todos los días junto a su esposo, a hacer su rutina diaria, donde toma sus tres sopas diarias, cuida sus múltiples plantas, que le dan vida e inocencia a su apartamento, da sus usuales vueltas por el conjunto residencial para cumplir con la demanda de cardio, le dedica tiempo y devoción a rezarle a la virgen porque era su modelo a seguir, y que si yo, Antonia, voy a timbrar a la puerta de su casa, ella me va a recibir con un: “¡Hola, muñeca! ¿Cómo estás?”.

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Ilustración: Manuela Correa Uribe

El mar que no encuentro

Por: Anthony José Aular González

Institución Educativa Francisco Miranda

Enfrente del mar, en las costas de Punta Cardón, Venezuela, escuchaba los latidos de mi corazón, como pasos alegres de cumbia, mientras se sincronizaban con los movimientos suaves y sutiles de las olas, esa suavidad y belleza con la que se desplazaban hasta la orilla mojando mis pequeños pies. Era hermoso.

Mientras tanto, mi amada abuela Nelidad me esperaba en la casa con sus arepas rellenas de carne, una delicia para mi paladar. Ella, que es una mujer hermosa, llena de carisma y un amor profundo, amasaba la masa haciendo que no hubiera nada más suave que un bocado a sus arepas, ni el algodón se comparaba con esa cama para mi boca cansada de tanto comer dulce en la bodega de la playa.

Sentía una armonía en mi vida y cuando esta se alteraba, solo tendría que ir a la playa, ver su hermosura, apreciar cómo el sol se escondía lentamente oscureciendo todo y ver a los pescadores terminar su rutina de caza. Era hermoso. Se sentía el suave abrazo de la madre mar.

Recuerdo cuando mi querido abuelo Antonio me llevaba a buscar pescado, era único: nada como un buen pescado fresco del mar. Mientras comprábamos trataba de ver más allá del mar, juraba que podría ver las grandes ciudades del otro lado del horizonte.

En las tardes libres, corría a ver a mi mamá Elba, una mujer joven y dulce. Me la encontraba lidiando con mis tres hermanos, a quienes amo inefablemente, pero eran la reencarnación de un demonio de Tasmania. Jugábamos todo el tiempo en el mar o íbamos a crear castillos de arena en la playa y ver cómo las olas se llevaban todo, también jugábamos en la casa de mi abuela paterna que quedaba al lado del agua y las olas. 

Lastimosamente vivía mi vida en una mentira creada por la inocencia de un niño. Poco a poco, comencé a notar cómo se volvía cada vez más difícil conseguir lo necesario. Desde un simple bocado hasta el frío abrazador de un aire acondicionado, porque el calor era simplemente infernal, cada día se hacía más complicado. De repente nos tocaba ir a buscar agua en unas cisternas que se alojaban al lado de la playa, alrededor de las cuales corrían largas filas que podrían durar 100 vidas, y eso que no eran tan largas como aquellas para conseguir la bombona de gas. Así, cada vez el plato se hacía más chico, y mientras todo escaseaba yo solo pensaba en volver al mar.

Una mañana yendo a la playa, me encontré con un escenario espantoso, cientos de personas golpeándose con una ira feroz, algo escandaloso para mis ojos, ¿acaso puede un chico como yo, poder ver la brutalidad del mundo? Quedé paralizado, quieto, asombrado, mis brazos solo temblaban de pavor y mi mente solo repetía, ¿por qué? El mar que veía con belleza, ahora solo era sangre y lágrimas de los mismos pescadores, que en él pescaban.

Observaba todo en silencio, mientras el “gran dictador” gozaba de su comida, de su vida cómoda, acostado en una cama fina, de un algodón tan puro y caro como una joya.  Sin darme cuenta, esa ciudad que creía conocer se estaba desmoronando, cada vez las calles estaban más vacías, como sin vida alguna y solo quedaban los carteles del “gran dictador”. Se sentía el sonar de cada cosa y a tal soledad había que sumarle las expresiones de las pocas personas que quedaban: vacías, llenas de tristeza, dolor e ira. Se sentía como si se tratara de una ciudad fantasma.

Una mañana desperté, y para mi sorpresa, no encontré a mi abuelo, era raro, él siempre tomaba café mirando los árboles de nuestro amplio patio, pero, para mi desgracia, se había ido para donde los demás que ya no estaban en la ciudad. Se sentía su ausencia en la casa. “¿Me tocará a mí responder por la casa?”, me preguntaba; pero sin saberlo, yo sería el siguiente en irse de la ciudad fantasma. 

Un día lluvioso encontré a mi abuela empacando todas sus cosas, solo me miró, y con lágrimas en los ojos y el corazón en la mano me dijo: “Empaca todo, ¡nos vamos!”. Sentí de inmediato un golpe en el alma. ¿Irnos?, ¿a dónde?, ¿por qué?. A pesar de haber visto todo, mi inocencia seguía ignorando lo que ocurría en verdad, y con feroz enojo mi abuela dijo que no preguntara tanto. Salí de la habitación y vi que mi mamá no estaba empacando, me di cuenta que me iba sin ella. 

Comencé a llorar descontroladamente, no entendía nada, solo era un niño perdido en algo que no comprendía. Abrazaba a mi madre con todas mis fuerzas; no podía comprender que partiría sin ella, sin mis hermanos, sin mi familia, sin mi tierra.

Dejaba  todo atrás y solo era un niño que quería volver al mar. Pero, cómo lo esperaba, nos fuimos sin pensar, sólo miraba por la ventana del carro, cada vez salía más de mi bella ciudad, me sentía culpable, sentía que dejaba a mi familia atrás, no los quería dejar, y menos a mi mamá.

En un abrir y cerrar de ojos, me encontré en un lugar extraño pero hermoso, no sabía dónde estaba y tampoco a dónde iba a parar toda esta travesía de sufrimiento. Durante el viaje solo quise descansar los ojos de tanto dolor, sentía una taquicardia agotadora. Al despertar, me encontraba con otro horizonte, uno lleno de altos edificios, casas apiladas una sobre otra y calles que parecían más acogedoras. A la distancia, una construcción en forma de aguja resaltaba a mi vista, algo icónico e imponente, algo que nunca había visto. Miraba a mi alrededor y solo veía una ciudad enorme, rodeada de montañas más grandes que la propia ciudad, pero lo más hermoso y curioso ocurría cada noche, toda esa hermosa y extraña urbe se pintaba como una noche estrellada con la luz de cada casa habitada. Estaba en Medellín, Colombia.

Nos alojamos en la casa de una tía, donde vivía mi abuelo, al verlo salí corriendo y lo abracé con todas mis fuerzas; era él, el mismo que tomaba café en el patio, él que me había enseñado tanto. Por fin tuve un respiro, sólo en ese encuentro. 

En tan solo una semana, me sentía cómodo, aunque de tan solo pensar en mi familia y mi mamá, esa comodidad se iba y transformaba en un gran dolor castigador para mi. Pero algo más me faltaba: era mi hermoso mar, sentía su ausencia y su aroma único y cálido. Mis dedos estaban secos.

Mi abuelo me inscribió a un colegio cercano a la casa de mi tía, es acogedor y tranquilo, pero solo el primer día, recibí la burla de todos. ¿Era el más raro del salón? Solo me preguntaba eso. Cuando contaba las historias de mi tierra, con amor y ánimo, sólo se burlaban, y con dolor en mi alma, pensaba en irme rápido de clase, me sentía despreciado, como un bicho raro en medio del resto.

Pero no todo era malo, también encontré a esas personas que me recibieron de la mejor manera posible; las burlas se volvieron alegrías, y las risas se volvieron amor. Sólo me dolía ver la desgracia de mis abuelos que sufrían por no poder mantenerme, por la falta de oportunidades de trabajo; sin embargo, al tiempo recibí una hermosa noticia, era mi mamá que llegaba a esta tierra hermosa llena de vida y de color. Al verla salté de la emoción, corrí a abrazarla y sentir su calor maternal en mí. Mi niño perdido en ese cambio drástico había vuelto, mis hermanos, con alegría, miraban todo a su alrededor con extrañeza, pero a la vez estaban contentos de verme, sentía que todo estaba bien, aunque aún siento ese vacío de las olas en mi corazón.

Lo más triste es que, mientras miro la televisión, veo cómo las personas que todavía están en  mi tierra sufren tanto… sufren  de una manera desgarradora y dolorosa, solo me queda contener las lágrimas, mientras ellos sufren y mi mar llora. Es lamentable verlos sufrir, probar un simple bocado y sentir que ellos no podrán hacerlo, mientras sólo reciben la burla y crítica del mundo que los rodea. 

Ese vacío, solo perdura.

La niña que lo dejó todo atrás

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Hannah Lopera Builes 

Licenciatura en español e inglés

Universidad Pontificia Bolivariana

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Bertha Lía fue una niña que nació en el campo de San Jerónimo, un municipio ubicado en la subregión Occidente del departamento de Antioquia, caracterizado por su vibrante ambiente, sus campos verdes y también por su gente cálida. 

Desde muy pequeña Bertha cargó con muchas responsabilidades. Fue una niña que tuvo que cambiar sus juguetes, sus muñecas de trapo, sus ilusiones y sueños por los trapos o los callos del trabajo y el esfuerzo. Bertha creció entre muchos hermanos, catorce en total, sin contar los que fallecieron luego de nacer y los que la violencia o los azares le arrebataron. Cada uno tenía un aspecto diferente al otro, pero a Bertha la caracterizaba su belleza tan dulce, adornada con una notable tez blanca, ojos marrones y un cabello oscuro que hacían de ella una niña encantadora. 

Aunque ella fue muy feliz en los campos verdes de San Jerónimo, muchas veces la vida se tornaba difícil; como cuando los hombres de botas negras y uniformes entraban en las casas, los padres de Bertha, con el corazón agitado, la escondían a ella y a sus hermanos en costales de maíz y alimento para animales en un cuarto de agricultura. Allí, también entre bultos de café que perfumaban el aire con el intenso aroma del grano oscuro, intentaban olvidar el peligro, sumidos en el calor sofocante del escondite, mientras los hombres salían de la casa. A otros, los escondían bajo las camas, en un intento desesperado de que no fueran hallados. 

En 1951, a la edad de seis años, tuvo que mudarse a casa de su tía Emma en el municipio de Bello para poder estudiar la primaria. Aunque la calidez de Emma le recordaba a Bertha el abrazo de su tierra, la adaptación fue difícil. Era una vida distinta, pues en esa época no habían escuelas aledañas en San Jerónimo y, aún así, en Bello, Bertha debía emprender un largo camino para llegar al colegio enfrentándose a la nostalgia de su amado hogar. 

Estudió en el Sagrado Corazón el primer año, y en el Rosalía de Bello los dos siguientes. En tercero de primaria, se iba y regresaba del colegio junto a su prima Rosalba, se acompañaban entre sí. Ellas caminaban juntas porque su tía Emma siempre les decía: Cuidado con parar y ponerse a hablar con los locos que hay por ahí, que ellos andan con un machete suelto para coger a los niños. Les entra por allá atrás, y les sale por la boca. No se desvíen del camino. Estas palabras hacían que ellas caminaran tomadas de las manos y con sus ojos vigilantes al recorrido, y en cuanto divisaban a un hombre, se echaban a correr con miedo; esto llamaba la atención de sus compañeras, que les preguntaban: “¿ustedes por qué corren, es que le tienen miedo a la gente?”.

Como su tía Emma solía enfermarse a menudo y la mayor parte del tiempo se encontraba hospitalizada, Bertha debía frecuentar la casa de su tía Cleofe. Una noche, sintió que la estaban tocando y se dio cuenta que había sido el esposo de su tía Emma, entonces lanzó un grito fuerte. Este evento hizo que Bertha tuviera que permanecer con su tía Cleofe.

Fue allí donde vivió las peores experiencias de su infancia. Como su tía Cleofe le estaba ofreciendo un techo y alimentación, Bertha no podía vivir de arrimada en esa casa; entonces se convirtió en la cenicienta de aquel lugar, siendo una niña de tan solo siete años. Ella debía limpiar, organizar, cocinar e incluso lavar los interiores de sus ocho primos, que eran casi de su misma edad. Sus manos, hechas para sostener muñecas, ahora se sentían ásperas y secas por el constante frote del jabón en las prendas. Bertha también se levantaba a las cuatro y diez de la mañana para hacer “piladas” de arepas, esto le provocó serias quemaduras y ampollas en sus pequeñas y delicadas manos, que ni aún el aroma a maíz que tanto disfrutaba, podía curar.

Su tía Cleofe la cuidaba por un compromiso, porque en realidad todas las labores de la casa se las encargaba a Bertha Lía. Incluso, ella solía irse con sus hijos a jugar parqués cerca de la casa y la obligaba a su sobrina a quedarse planchando la ropa de todos sin poder salir. Fue entonces, en una de esas noches de parqués y risas, pero de agotamiento y esfuerzo para Bertha, que decidió escapar de la casa. Tomó la poca ropa que tenía, la envolvió en un mantel con cuadros de un rojo vivo, se puso algo encima, y en medio de su temeroso silencio, huyó a casa de su tía Emma, ocultando su rostro, tratando de que nadie la reconociese. Aquel lugar que debía ser su ameno hospedaje, se había convertido en un hondo y oscuro abismo de puertas y ventanas.

Como ya no podía quedarse más en ninguna de las casas, la enviaron a un internado de monjas en el municipio de Marinilla. Allí, al menos podría terminar sus estudios y tener un techo bajo el cual pudiese vivir. Sin embargo, al cabo de unos años, también tuvo que huir de aquel lugar, pues una niña que nunca supo qué era jugar, sino trabajar hasta el sudor toda su vida, ya tenía la habilidad de aprender a hacer rápidamente cualquier tarea. Fue entonces en el internado donde aprendió a bordar y a coser, actividades que ahora disfruta, pero prontamente las monjas también comenzaron a aprovecharse de ella y de sus capacidades, sobrecargándola de labores e intentando convertirla en una trabajadora más.

Bertha anduvo su vida de trabajo en trabajo y de casa en casa para encontrar un refugio y la alegría que anhelaba: vivir su infancia como cualquier otro niño que desea tomar sus juguetes, reír, soñar, o ir al colegio, tomar un lápiz y trazar su propio destino. Con el paso de los años, se adaptó a toda clase de tareas, con la esperanza de labrar su vida, superar las carencias y convertirse en la persona que quería ser. De las manos de Bertha brotó el pan, las costuras del día a día, trabajó como impulsadora de productos, empleada doméstica y más, para poder salir adelante ella. Fue así como unos años más tarde, junto con su familia, pudo brindarle a sus hijos las oportunidades que ella no pudo tener.

A la edad de 17 años conoció a su primer amor, Arcesio, y tiempo después encontró el verdadero amor en Jairo de Jesús. A pesar de que él siempre la apoyó en las tareas del hogar y en llevar comida a la mesa, ella nunca dejó de trabajar para asegurar que sus tres hijos pudieran estudiar, no les faltara nada y no tuvieran que pasar por las dificultades que ella vivió. Hoy, sus hijos son profesionales y reconocen todo lo que su madre sacrificó y logró por ellos.

Bertha Lía ya no luce como antes. Su cabello negro profundo, ahora ha sido pintado por el tiempo en tonos de amarillo y blanco, como si de huellas de los muchos caminos que recorrió se tratase. Sus ojos, aunque ya no tan marrones, están adornados con un leve y dulce gris azulado, testigo de la niña que aún permanece en su interior. Su piel se conserva clara, pero ahora brilla con los matices dorados que el sol alguna vez le dio, y sus manos, aunque las use ahora para bordar, leer, cocinar, o para pasar los canales de la televisión, están decoradas con esos pliegues que narran, en silencio, las historias de la vida de una niña que se lastimó amasando tantas arepas; platillo típico y exquisito que ahora la caracteriza en su cocina. Bertha Lía es una mujer que dejó su infancia con todo atrás por la falta de recursos y oportunidades, fue la niña que tuvo que huir siempre, que soñaba con ilusión. Aquella que me causa admiración porque no desistió. Esa niña de la que hablo es mi abuela. 

El amor es de color rojo

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Diana Milena Mesa Restrepo

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de Sanbuenaventura

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Durante varios años pensé que a las personas se les apreciaba más cuando ya no estaban presentes. Me causaba gran impresión el hecho de que la ausencia era el mayor detonante del amor. A su vez, contemplar cómo este se alimentaba de arrepentimientos carentes de sinceridad, me hacía replantearme la idea del amor. No me refiero a un amor romántico, sino a algo fraternal, es decir, un amor que se puede oler y saborear, con aroma a fines de semana en familia y con sabor a chocolate caliente.

Siempre he admirado a las personas que ven las adversidades como una oportunidad de aprendizaje, que saben que esquivar un obstáculo es un logro y que, aunque la vida sea dura, “el amor es más fuerte”. Ese fue el mantra que doña Eloísa siempre repetía cuando se avecinaba algo malo. En el barrio era conocida como “doña Eloísa”: la señora que vendía los almuerzos más ricos de todo El Playón. Para mí era “La mamita”; así la llamábamos los casi ochenta nietos y tataranietos que tenía. La mamita pocas veces se enojaba; siempre soltaba improperios chistosos y al reírnos le dábamos permiso para que continuara haciéndolo. 

La conexión con mi abuela era singular; cargaba un humor contagioso y la habilidad innata de levantarle el ánimo a cualquier persona que pasara por un mal momento. A su lado, los dolores y las preocupaciones desaparecían instantáneamente. Cuando me atrevía a preguntarle la razón de su infinita felicidad, respondía:

—La Virgen del Carmen siempre me ayuda y, para rematar, mis nietos viven muy cerca.

La familia vivía muy cerca de la abuela. No sé si por aprovechados o por amor ferviente, aunque me quedo con la primera opción. Pese a eso, la abuela siempre disponía de todos los artilugios y remedios caseros para cualquier enfermedad al menos eso creía yoy los preparaba con todo el amor del mundo. 

Con el pasar de los años, el desgaste de las rodillas se apoderó de ella y ya no podía caminar libremente. Su eterna positividad disminuyó al punto de hacer que la familia se preocupara. Sin embargo, recobró su buena actitud y decía que al estar sentada todo el tiempo ya podría descansar y disfrutar de la vida. Su positividad crecía y decrecía constantemente. En ocasiones decía que soñaba con ver a mi hermana casarse y, en otras, se afligía porque creía que no podría verme cumplir quince años.

La inocencia de la infancia se extendió hasta la adultez, y esa fue mi realidad. Desde mi más vago recuerdo, la casa de la abuela siempre mantuvo el mismo orden y los mismos objetos. Hace algunos años no lo entendía, pero ahora puedo comprender que era una costumbre para atesorar los buenos tiempos. Para mí era fascinante, como viajar al pasado y ser eternamente la pequeña niña de La mamita. El color que predominaba en la casa era el rojo. Nunca pregunté la razón, pero casi todo en la casa tenía ese color.

Era rutina pasar por la acera de esa gran casa de puerta roja y despedirme de mi abuela, mientras recibía las bendiciones de todos los santos existentes en el mundo. Aún recuerdo su voz cuando hablaba por teléfono:

—¡Vea por Dios! La niña va a estudiar dizque en la San Buenaventura. Me contó que eso allá tiene muchas escaleras. Yo ya le dije a José que me compre una silla de ruedas; esa graduación yo no me la voy a perder.

Efectivamente, la silla de ruedas fue una compra que no tuvo espera y era su medio de transporte para las citas médicas, reuniones familiares y algunos paseos dominicales a misa. Gracias a ese artefacto ella se motivaba a salir. Por esto, cuando los días se tornaban oscuros yo tenía la certeza de que esa casita roja me iba a curar todas las angustias, que la magia de esta era inagotable para mí, que era la pequeña princesa de la casa. 

El 22 de abril recibimos una de las noticias que nadie espera recibir: 

—Mami, ya entregaron los exámenes. La mamita tiene cáncer y está en la etapa terminal.

Todo pasó muy rápido. La mamita volvió a la casa, como si nada hubiera pasado. La familia decidió callar esa dura realidad, y ocultarle dicho infortunio era nuestra prioridad. El reto más grande era escucharla hablar de su futura mejoría y hacer de tripas corazón para evitar llorar frente a ella. Los médicos no se explicaban el hecho de que aún estuviera con vida; sus órganos estaban completamente deteriorados. 

Durante esos días, el cielo se había contagiado de la desgracia que se avecinaba en aquella casita roja. Llovía constantemente; nadie hablaba. Al llegar a casa mi hermana, mi mamá y yo siempre llorábamos antes de bajar a saludar a la abuela. Mi papá no lloraba. Supongo que lo hacía para sostener la cordura casi inexistente en la familia. Saludarla cada día era una tortura. Su alegría contagiosa había perdido la calidez que siempre había tenido. Ahora sentía una fuerte punzada de dolor y evitar las lágrimas era una labor de superhéroes.

Las visitas no se hicieron esperar, y la última despedida de muchos familiares, era uno de los momentos más felices de La mamita, ya que pudo compartir con personas que no veía hacía años. Días después, contrataron a una enfermera para que nos ayudara a asistirla en la noche. Las visitas, cada vez, eran más y más constantes. La mamita tuvo la valentía de preguntar lo que nadie podría responder:

—¿Por qué hay tanta gente? ¿Es que yo me voy a morir o qué?

El silencio se prolongó tanto que sentí que me iba a desmayar. Hasta que alguien respondió con una risa nerviosa:

—¡Oiga pues! ¿Y es que no se puede visitar a La mamita o qué?

Conservaba la esperanza de que La mamita se hubiera convencido con esa respuesta, aunque sé que eso no había pasado. Los días pasaban y la espera nos carcomía; no sabíamos cuál era el siguiente paso. La mamita odiaba a la enfermera y eso me motivaba un poco porque no había perdido el humor que siempre la caracterizó.

La gran pesadilla llegó con gritos desaforados. La escena más desesperante y triste fue ver la casa atestada de personas gritando. La mamita estaba saturando en 7. La mamita se estaba muriendo…

El sonido de ese pequeño aparato era como una burla al desespero que se sentía en esa casa.

¡Beep! Está en 7…

¡Beep! Está en 2…

¡Beep! Subió a 40…

Su oxigenación subía y bajaba. No aceptaba que era el momento de decir adiós, aunque ya era necesario. Se negó durante toda la noche a partir. Se burlaba de la muerte al negar fuertemente con la cabeza cuando alguien decía que era momento de irse. Las mil y una noches no pueden compararse con la eternidad que duró esa noche. Los celos que sentí de Sherezada eran inmensos. Al menos ella tenía mil posibilidades, yo solo tenía una certeza. Después de llorar, de verla sufrir y quejarse del dolor a las 6 a. m., día de las madres, pronunció un:

—Mi Dios les pague.

Y la magia en aquella casa murió para siempre. La mamita Eloísa murió a los 92 años y la vida nunca volvió a ser igual. La casita roja cambió de color. Ya no había nadie al pasar por la acera, ni había chistes, ni anécdotas. No quedaba nada. La magia que creía inagotable daba por finalizada su labor. Los médicos dijeron que no existía una razón lógica para que ella hubiera estado viva en las condiciones en que estaba. Desde las letras sí le encuentro significado, tal vez para consolarme o porque realmente es así. La abuela vivió hasta el último momento gracias al amor que había en su corazón, un amor puro, incondicional y lleno de magia: un amor de color rojo. 

Tal vez algún día nos hagamos ricos si seguimos trabajando

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Por: Heidy Juliana Poveda Viguez

Centro Educativo Autónomo

 

¿Si en Colombia se trabaja tanto por qué nunca hay plata?

Mientras el DANE anuncia en los periódicos un aumento del trabajo informal del 56%, las abuelas escuchan en el noticiero como Colombia ingresó nuevamente en el ranking de países más felices del mundo. 

Como si tuvieran un reloj biológico al igual que un gallo, múltiples familias en Colombia se levantan a diario a las 5:00 a.m., levantando sus pesados cuerpos a causa del cansancio acumulado de días malos y trabajos peores, que se dan fuera de los pies de la cama; bostezan y con somnolencia matutina, ojos hinchados y ojeras, se dirigen al baño para alistarse y posteriormente, una vez arreglados preparan el desayuno y almuerzo de un largo día mientras en el camino, por supuesto, ocasionalmente, se les escapa una maldición para un jefe que no hace más que humillarlos y explotarlos en su trabajo. 

El pobre es pobre porque quiere, porque trabajo es lo que hay, podría llegar a citarse en bastantes mentes. Pero, si eso resulta verdad ¿por qué Felix, aquel hombre rebosante de canas al igual que de cayos en las manos no ha podido aspirar a tener el suficiente dinero para dejar de ser menospreciado? ¿Por qué es visto con disgusto, disfrazado en ocasiones de pesar, por las personas que mientras caminan por la calle, postran su ojos en sus manos cansadas? Las típicas de un hombre que le ha dedicado 69 años de su vida al trabajo de los 83 que tiene. Ellos miran esas mismas manos que una vez construyeron casas y ahora reciclan en un acopio de Boyacá Las Brisas, porque su jefe un día le dijo que ya era demasiado viejo para tener un trabajo.

Y es que la comida no llega sola a la mesa. A veces no basta con que trabaje uno, se necesita a la familia de 3: el hijo, resignado a esta labor, ya que otras siempre se le han negado por su falta de estudio; y la esposa que nunca se terminó de jubilar del único trabajo para el cual le decían que podía hacer, el de ser ama de casa. De vez en cuando me gusta pensar en la frase de Oscar Wilde La juventud es un desperdicio para los jóvenes, y vaya que sí, lo que hacemos es desperdiciar, eso es algo que Felix tiene bastante claro, ya que hace 27 años cuando su capataz le dijo con el usual tono frío y hostil de jefe de construcción que estaba despedido, aprendió en un año por su cuenta lo que se necesita saber del oficio.

Empezó reciclando todo lo que había en su casa y lo vendía en la chatarrería, hasta que un día decidió aventurarse y salió a recoger toda la basura que le ofrecía la calle. De 5:00 a.m. a 7:30 p.m., la ciudad era suya y él tan solo era un punto en un mapa de Acevedo, Pedregal y Las Brisas dedicado a limpiarla a cambio de plata. El kilo de plástico vale 1000 pesos, el vidrio está a 200, el aluminio a 1.500, el cartón y la chatarra a 500. Con esos cálculos, un día de suerte saca 45.000. Esa era la cantidad a la que un hombre tiende a aspirar trabajando por su cuenta, a menos, claro está que llegue Navidad y se encuentre con las cosas que los demás desechan prácticamente nuevas, que son casi como regalos para él y que le permiten obtener  50.000 en un día y ropa nueva para trabajar, la que solo hace falta quitarle la etiqueta para empezar a ser usada. 

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Ilustración: Manuela Correa Uribe

El tiempo y el trabajo son cosas que traen consecuencias, a Felix con los años se le fueron dañando la vista, el oído y una pierna a causa del desgaste articular; además, encorvó y adelgazó más al hombre alto y delgado que era. Todo esto fue un motivo más por el que su hijo mayor y esposa decidieron que debían trabajar junto a él para así llegar a fin de mes y poder tener un poco más para pagar los servicios y la comida de cinco personas que habitan en una casa que, afortunadamente, es propia: Felix, Claudia (su esposa), sus dos hijos y una hija. 

Entre los tres ganan 75,000 pesos trabajando de 9:00 a.m. a 4:00 p.m. Tener un horario “tan corto” es un lujo que solo pueden permitirse quienes no dependen exclusivamente de estos ingresos. Incluso aquellos que, desde nuestra posición de privilegio, despectivamente llamamos “muertos de hambre” tienen en su propio círculo a algunos con más oportunidades que otros. Y es que, en el caso de Felix, su hija es quien le ayuda con los gastos más grandes del hogar y las necesidades que puedan surgir. 

Aun así, él aún cuenta con su cuerpo que, a pesar de las dificultades, le sigue permitiendo trabajar, como lo ha hecho siempre, pues desde una edad temprana, él ha sido fuerte, invencible ante las enfermedades que el trabajo trae consigo y que suelen hacer que muchos renuncien después de dos semanas de fiebre y tos. Esta fortaleza comenzó cuando él y su familia fueron desplazados de su pueblo natal por el conflicto armado, terminando en “Barrio Cartón”, un lugar donde las casas de bloque, madera, ladrillo, y hasta cartón, se alzaban en un pantano de barro, separadas cada 100 o 200 metros. 

Es fácil reconocer a los habitantes de Barrio Cartón cuando salen a tomar el bus: sus pantalones siempre tomaban el color característico de su hogar, el del cartón. Pero quizás este color no sea sino el reflejo de una resistencia que no se borra con el tiempo, y del esfuerzo y la lucha diaria de las casi 13 millones de personas que en Colombia, como Felix, viven de un trabajo informal.