Les presentamos la publicación digital de la edición de El Taller 2023. Aquí podrán leer los textos de algunos de los estudiantes y talleristas que participaron en los encuentros de los últimos cuatro meses. Los invitamos a explorar sus relatos y a contagiarse de la alegría que produce compartir historias. También, podrán encontrar nuestro pódcast “Realidades Mutantes” en el que les compartimos nuestras perspectivas sobre algunos de los aspectos que consideramos relevantes en los procesos de formación.
Por: Sofía Rodríguez Taborda
I.E. José María Bernal
Gustavo nació el 14 de agosto de 1945. Es una persona inigualable y es mi abuelo. Desde que soy una niña siempre me sentaba con mi peluche favorito a escuchar sus maravillosas historias de cuando era joven.
Él no se imagina cuánto lo aprecio, lo admiro más que a nadie. Me ha enseñado a esforzarme por lo que verdaderamente quiero. Desde niño siempre soñó con ser soldado, pues su papá también lo era. Toda su infancia admiró mucho a su papá porque él sabía que ser soldado no era nada fácil, que era un reto, pues en el ejército se pueden vivir cosas muy impresionantes. Eso fue lo que impulsó a mi abuelo a seguir su sueño, se plantó esa idea en la cabeza y la puso en práctica.
Siempre cumplía todas sus metas. En su juventud tuvo muchos cargos en la vida militar: fue policía, soldado, carabinero… Desde ahí comenzaron sus historias y pasó por momentos verdaderamente increíbles.
Una vez me contó algunas de las cosas que podían pasar allá un día cualquiera; era un 25 de marzo del año 1964, en las montañas de Marquetalia, Tolima, zona en la que actuaba Manuel Marulanda, alías “Tirofijo”. Era un día como cualquier otro. Mi abuelo y sus demás compañeros debían levantarse a las 5:00 de la mañana, bañarse con agua fría y desayunar. Los soldados se fueron al campo de batalla e iban por el monte siguiendo a su comandante. Luego de patrullar un rato escucharon unos tiros de fusil, y con uno de esos, mataron a un compañero suyo.
Luego de matarlo se fueron y mi abuelo, junto a su grupo, tuvo que recogerlo y cargarlo alrededor de cinco días, hasta encontrar un campo descubierto donde un helicóptero pudiera aterrizar para recoger al soldado muerto y llevarlo al batallón que quedaba en Neiva, Huila.
Aunque yo era una niña y no entendía mucho del tema, me gustaba demasiado y podía pasar horas escuchando este tipo de historias porque con ellas aprendía cosas nuevas.
Recuerdo que cuando era niña vivía lejos de mi abuelo y mis días favoritos eran cuando iba a visitarlo con mi mamá y lo aprovechaba al máximo. Siempre jugábamos juegos de mesa, en especial el de “la escalera”. Nos encantaba ese juego. También salíamos a caminar y siempre me invitaba a helado. Pasar el día con él era muy agradable y siempre me hacía reír.
A medida que crecía mi abuelo me contaba historias, siempre enseñándome con ellas que debo luchar por lo que quiero. Cuando nací él estaba hospitalizado, muy enfermo, pero aun así, moría por conocerme. Entonces pidió permiso en el hospital militar para que le llevaran a su nieta y pudiera conocerme. Fue algo complicado, pero lo logró. Mi abuelo, enfermo y desalentado, sacó todas sus fuerzas para conocerme, se paró y cuando me vio se le salieron lágrimas de emoción. A los pocos días, se alivió. Para mí fue un milagro que él siempre pidió, y también un claro ejemplo de que luchar por lo que deseas sí vale la pena. Esa es una de las historias que más me ha conmovido.
Hoy en día todavía conversamos y compartimos sus recuerdos. Más que nunca lo admiro, pues para mí es un guerrero. Ha atravesado muchísimas enfermedades y ahora está más enfermo que cuando yo era una niña, y sé que algún día ya no va a poder contarme sus maravillosas historias… eso verdaderamente me pone triste. No puedo ni imaginarme cómo será mi vida sin él, aunque sé que siempre va a estar en mi corazón y que siempre voy a poner en práctica sus consejos. Si llego a tener hijos, les contaré sus historias y lo importante que fue para mí. Por esto y más, siempre va a ser mi ejemplo a seguir.
Por: Samuel Ospino Lengua
I.E. María Josefa Escobar
Un viernes entramos tranquilos al salón, tuvimos la primera clase con la profe Vianey, fue una clase normal, no hubo tanto trabajo que hacer, lo mismo con el “ticher” de inglés. Luego llegó el profe de matemáticas, Santiago, con él las clases siempre fueron didácticas y participativas, aprendíamos y lo disfrutamos mucho, nadie renegaba con ese profe.
Salimos al descanso y me fui directo a las gradas, me senté a tomar el sol porque en el salón estaba haciendo mucho frío. Mientras me calentaba un poco, veía correr a los niños de sexto, iban sin ninguna preocupación por tropezar con los demás jóvenes y hacerles caer su comida, también observaba como se metían a la fila de la tienda del colegio, y Martica, la señora encargada, no se daba cuenta. El tiempo pasó muy rápido y solo lo sentí cuando Óscar, el profe de sociales, nos gritó a todo volumen “¡Aaaaa looooos taaalleeeeres!”. Entré al salón, me senté y me puse a terminar lo que estaba haciendo de matemáticas. Cambiamos de clase y seguimos con Greisha, la profesora de física, química y biología. Con Greisha, sí o sí, había que trabajar porque si no lo ponía a perder a uno el período escolar.
Entonces, resulta, pasa y acontece que nuestro colegio tiene una metodología de estudio llamada “SERI”, esta metodología de estudio consiste básicamente en un taller con varias actividades para realizar durante todo el período. En lo personal a mí no me gusta esta metodología de estudio, me parece muy extraña, pero bueno. Entonces Greisha nos dijo que si no entregábamos las tapas que nos había pedido al principio del año para reciclar, perdíamos el primer período.
Yo pensé inmediatamente que sí o sí debía hacer eso porque yo no quería perder otro año. La verdad me daba pena ir solo a la calle a buscar tapas, entonces le dije a dos de mis compañeros que si íbamos a buscar tapas por Itagüí. Simón, un niño de baja estatura, pero con un músculo como de un hombre de 30 años, me dijo que me iba a acompañar, pero que después del colegio, y Stiven, otro amigo, expresó que no quería ir porque tenía otras cosas por hacer.
Salimos del colegio, qué alegría, pero a la vez, qué pereza llegar a la casa a lavar los platos, sacar al perro, barrer y trapear. Le comenté a mi mamá sobre la ida a buscar tapas y empezó el interrogatorio: ¿Pa’ dónde va?, ¿Con quién va a ir?, ¿A qué hora llega? Tanta preguntadera para finalmente decirme: “Vaya, y no se demore”.
Entonces me fui. Pasaba ya por el barrio El Progreso y, en ese entonces, la quebrada de esa zona estaba emitiendo un olor muy desagradable, “gas”, pensé en ese momento, no sé cómo las personas hacen para vivir al frente de una quebrada que huele tan mal. Seguí mi camino y decidí pasar por Simón porque en el colegio me había dicho que me iba a acompañar a buscar esas tapas.
Él vivía en el barrio Calatrava, un barrio normal, común y corriente; lo único malo es que hay lomas por todos lados y qué pereza subir y bajar. Llegué a la casa de Simón y lo llamé: “¡Siiiimooón!”, él salió, y nos fuimos. En el camino ya había recolectado siete tapas aproximadamente, me faltaban 143, pues tenía que llevarle 150 tapas a la profe Greisha, ¡qué estrés!
Continuamos por los sectores de Calatrava buscando y recolectando tapas. Pasamos por el Gana de Calatrava y me antojé de comprar recortes de pastel. Fuimos a la repostería, pero lamentablemente no tenían más recortes.
Seguimos caminando y nos metimos por distintos sectores. Pasamos por el Sena, el colegio Ciudad Itagüí, la Ye, Barrio Hundido —que, la verdad, da miedo— y por último, llegamos a un barrio que no conocía y Simón tampoco, también daba mucho miedo porque las calles estaban solas, en las aceras había poquita gente y se nos quedaba mirando de manera extraña. Yo estaba un poco asustado y Simón me va diciendo: “Hey, vámonos de acá que nos van a salir atracando “. Pegamos un pique hasta el Guayabo que, la verdad, no sé si sea un barrio o un sector comercial, pero bueno, por allá no encontramos casi tapas, solamente cinco tapitas para todo lo que caminamos en este lugar.
Mientras caminábamos rumbo al Parque del Artista pasamos por un sector de puros almacenes, pero, por la hora, todos estaban cerrados, además no había nadie en esa cuadra, eso estaba solo, ni un alma por esa zona, nada más éramos Simón y yo. Entonces Simón me dijo: “Una vez aquí me atracaron, y me robaron mi panelita Huawei”, me eché a reír porque lo dijo de una manera muy chistosa, y con cara seria, él me respondió: “En serio, usted por qué cree que tengo otro celular. Más bien caminemos rápido que nos salen tres gamines con machetes y nos atracan”.
Nos abrimos de ese lugar. Llegamos al Parque del Artista, encontramos unas cuantas tapitas y luego nos fuimos para el Parque principal de Itagüí. Allá compramos unos panes agridulces, que la verdad son muy caros, además de pequeños. Luego nos fuimos para el Parque Obrero, había pocas tapas así que nos aburrimos y nos fuimos. Llegamos a la casa de Simón, contamos las tapas, y sin pensarlo, recogimos 170 y dijimos al unísono: “¡Con esto ganamos el año!”.
Por: Mariana Restrepo Cano
Centro Educativo Autónomo
Podría llamarme a mí misma de muchas maneras: solitaria, introvertida, callada o para almas amantes de léxicos más elegantes que el mío, ermitaña.
Realmente salir de casa no es mi actividad favorita, he evitado ir a fiestas, mentido para huir de situaciones sociales e incluso simplemente encapsular mi paranoica mente en el ruidoso estruendo de la música a todo volumen en mis audífonos. Pero, ¿realmente es paranoia esto que siento? En la definición de la paranoia encontramos, en palabras mucho más rimbombantes, que es el pánico irracional a sentirse seguido, visto o incluso en grave peligro. Sin embargo, ¿realmente es irracional el miedo que siento? ¿Es realmente solo un invento de mi abrumada mente el hecho de sentir turbias y pesadas miradas sobre mí?
Salgo de mi casa y mientras camino por las calles de nuestro país que oculta inmoralidades, encuentro rostros que no reconozco, pero, por la mirada en sus ojos, ellos sí parecen encontrar en mi asustado rostro y en el saco holgado de mi padre, que uso en algunas ocasiones, algo inmensamente atrayente.
Avanzo en mi camino ignorando los murmullos que me siguen, mi mente se ahoga como si una pared negra con todos mis miedos escritos se hubiera abalanzado sobre mi temblorosa figura. Escucho como uno de los seres que me acecha me llama por un nombre que no es el mío, y que solo sonó encantador en la mente de buitre de aquel tipo que me susurró al oído palabras que, según él, son dulces, pero para mí no son más que amenazas. Acelero el paso y le subo el volumen de mis audífonos en un intento frustrado de desaparecer mágicamente de ese lugar; sin embargo, los comentarios sobre su deseo atroz parecían penetrar directamente en mi mente. Con miedo de ser perseguida, paso de largo al lugar donde realmente deseo llegar, buscando despistarlo o al menos impulsarlo a abandonar sus intentos de conquista, con unas habilidades de seducción que dan la sensación de haber sido adquiridos en una carnicería.
Afortunadamente, o desafortunadamente, creo haber descubierto la razón de mi paranoia. Durante un encuentro de Prensa Escuela estábamos conversando y nos topamos con el tema de cuál era el lugar que menos nos gustaba de la ciudad; concordamos varias de nosotras, las mujeres, en que El Parque Lleras, en El Poblado, es una zona que preferimos evitar cuanto sea posible. Pero, ¿por qué? Se preguntarán, aunque realmente no sea sorpresa para nadie. La razón es que tenemos miedo.
Miedo de las miradas que erizan nuestros cabellos, de los ojos que reflejan un deseo perverso y abrumador no recíproco. Miedo de que nuestras ropas, que deberían ser solo telas e incluso formas de expresión cotidiana, sean malinterpretadas como mantos seductores y atrayentes. Miedo de que seamos confundidas y se nos ofrezca dinero por nuestra compañía, todo esto con muestras de un erotismo falso y depravado.
Aquel día descubrí que mi paranoia estaba perfectamente justificada, pero, ¿es realmente mejor saber que muchas mujeres, y no solo yo, se confinan a sí mismas a las paredes de su casa, o a la compañía de familiares altos y fuertes que puedan intimidar y desviar aquellas miradas de nuestro cuerpo? Estamos confinadas a comentarios de madres que nos criaron con cuidado, diciéndonos cómo debemos comportarnos para no “tentar” a esos seres de mirada pesada que nos rodean como buitres sobre una presa que lleva pocos días muerta.
Para mi suerte, yo sí logré escapar de los buitres, pero muchas de nosotras diariamente quedan atrapadas entre sus afiladas garras, con las cuencas de los ojos vacías y heridas en la piel que hacen que poco a poco se desangren hasta desvanecerse.
Por: Simón Vargas Arciniegas
Colegio Antonino
A diferencia de otras veces, me distraje y no fui a cumplir con mi ritual de ir a verlo cocinar y preparar cada cosa para que todo saliera a la perfección. En ocasiones ayudaba, pero sabía que esa dedicación y destreza que tenía mi abuelo para hacer su sancochito nadie más la tenía. Él revolvía el delicioso caldo con una felicidad y euforia dignas de admirar.
La casa se llenó de un olor cálido y familiar, mamá llamó a pasar a la mesa. Como cosa rara, fue una trampa de ella, apenas me llamó salí disparado por el frente del jardín, pero para mi desgracia ni siquiera habían puesto la mesa. Ella, con cierta expresión burlona, se dirigió a mí y entonó rápidamente: “organiza la mesa, ¡ya es hora!”. Durante un instante me quedé completamente quieto, murmurando para mis adentros: “Ah, de nuevo caí, no lo puedo creer”, y solté una carcajada al unísono con mi mamá.
Me dispuse a terminar de organizar la mesa, acto seguido me quedé observando a mi abuelo por unos segundos. Era una persona con una sonrisa de esas que jamás se olvidan: fugaz y brillante. Sus suaves arrugas que arropan sus ojos cafés oscuro, sus distintivas manos esculpidas por el arduo trabajo que conlleva ser un campesino, sus delicadas y blancas canas que adornaban toda su cabeza, su camisa y pantalón en extrema pulcritud, y claro, no podía faltar, su sombrero vueltiao que, siempre y cuando fuera un momento importante, lo acompañaba.
Recordé con rapidez mientras me sentaba en la mesa su manera de preparar ese sancocho, ¡cómo se tomaba el tiempo de tener cada cosa en su lugar! Conseguía la mejor costilla del pueblo, la más carnudita posible, cultivaba su propia yuca, conseguía un par de papas y otros tubérculos, traía siempre unos plátanos o ‘popochos’ excepcionales, y ponía en marcha su obra maestra.
Siempre me pregunté por qué era tan exquisito su sancocho, quizás con el tiempo perfeccionó su técnica, pensaba yo. Pero en realidad, querido lector, era algo más importante, más especial, y esto procede de las tierras de donde es oriundo mi abuelo, El Cocuy.
A la corta edad de siete años, mi abuelo quedó huérfano de padre y madre. Para poder vivir, algunos vecinos le arrendaban pequeñas partes de sus lotes, a cambio de que él debía labrar y dar la mitad de la cosecha a sus arrendatarios. La tierra jamás lo defraudó, pues encontró en ella el consuelo y ese amor que nunca pudo recibir de sus padres. La tierra lo alimentó, le enseñó y hasta lo educó.
Volví repentinamente al lugar donde me encontraba, ya sentado en la mesa y sintiendo ese tan necesario calor que emanaba el delicioso plato. Vi a mi abuelo al otro lado de la mesa comiendo con gran emoción, como todos los demás, y al mismo tiempo le estaba dando un poco de su sancocho a mi mamá, aunque ella tenía, él siempre le iba a dar más.
Fue en ese momento cuando vi su sonrisa, su mirada expresiva, esa luz y paz que solo él otorgaba. Entonces pensé, en ocasiones el amor no solo son besos, abrazos y palabras de amor, a veces, el amor es un buen plato de sancocho.