La violencia que duele en mi barrio

Por: Angely Vanessa Machado Díaz

Grado Noveno

I.E. Antonio Derka Santo Domingo

Tallerista Laura Melissa Moncada 

Comunicación Social y Periodismo

Universidad Pontificia Bolivariana 

 

Santo Domingo es un lugar encantador, cálido y tropical, con amaneceres, atardeceres y anocheceres perfectos, pájaros volando por los cielos, una gran variedad de árboles, flores y personas maravillosas. Pero siempre en todo lo bueno hay algo malo y mi barrio no es la excepción.

El colegio Antonio Derka Santo Domingo está ubicado en medio de tres barrios, entre los cuales existen fronteras invisibles que han impuesto las bandas que venden incontables cantidades de drogas, mandan en cada uno de esos territorios y que son muy violentas, por esto, los integrantes de cada una de ellas no pueden cruzar hacia el territorio de las demás.   

Eran las 5:00 de la mañana del primero de agosto de 2022. Me levanté como era usual para ir a estudiar. Tenía bastante frío, entonces me tomé un chocolate con galletas. Procedí a bañarme, me puse el uniforme y me terminé de organizar para salir hacia el colegio. Parecía un día normal. Estuve en clase de matemáticas, el profesor nos dejó tarea en parejas y las demás clases pasaron sin novedades. 

A las 12:00 en punto sonó el timbre y me fui a la casa de una de mis compañeras a terminar la tarea. La hicimos tan rápido que antes de las 2:00 p.m. yo ya iba camino a mi casa. Era un día normal por lo que caminaba sin prisas, ya no tenía ningún pendiente. Pasé de nuevo por mi colegio y vi a un integrante de una de las bandas parado justo donde no tendría por qué estar: entre las fronteras invisibles. Todo pasó muy rápido. Otra persona, quien sí pertenecía a la banda que controlaba dicho territorio, agredió con un machete al hombre como si se tratara de un visitante indigno, de un ser prohibido, así llegó a sacarlo, ya que con su voz no fue capaz y, con la mirada vacía, huyó sin volverse ni una sola vez. 

Ese momento me partió el alma. Yo quería ayudarlo, quería hacer algo, pero solo me alejé; empecé a caminar con más rapidez, la paciencia con la que iba me abandonó, ahora me tenía agarrada el miedo y me llevaba corriendo. Entré a mi casa y ya no salí más. Dormí toda la tarde, me desperté a las 7:30 y salí hacia la casa de mi mejor amiga, Sofía. El piso estaba húmedo y las calles se cubrían cada vez más de neblina. Ya no era un día normal, era una noche triste. Apenas llegué, le pregunté a Sofía cómo se sentía y su respuesta fue que no se sentía bien. Lo que yo presencié en la calle, ella también lo vio, aunque desde dentro del colegio. Justo cuando ella estaba en descanso, vio cómo empezaron a bajar por una escaleras del barrio muchos hombres armados con machetes y piedras porque su amigo, el joven al que yo vi en esa esquina, no sobrevivió. Ellos bajaban en busca de venganza y se hicieron justo al frente del otro barrio para enfrentarse con la otra banda. 

Ese día que empezó como cualquier otro se volvió todo un caos. La policía llegó, disparó tres tiros al aire como aviso para que las personas no salieran de sus casas y, a su vez, los tipos que estaban armados huyeron del lugar. A partir de ese día militarizaron los barrios y los llenaron de policías. 

Yo me devolví a mi casa y, mientras caminaba, noté que las personas estaban afuera como si nada hubiera pasado. Al llegar encontré un mensaje del coordinador del colegio que decía que las clases estaban suspendidas hasta nuevo aviso; también, que cuando se retomaran era importante que fuéramos con el uniforme todos los días porque esto era lo único que nos podría proteger. Y es que nosotros portábamos el uniforme no porque fuera lo normal o lo adecuado, sino porque era lo que nos podía salvar de aquellos que dicen mandar en el territorio que es de todos, aquellos que normalizan la muerte, que están volviendo a los jóvenes drogadictos y violentos. Me causa tristeza y me pregunto: ¿por qué no respetan a las familias? ¿Por qué se creen los dueños de algo que nos pertenece a todos? ¿Por qué?

Los árboles también son casas

Por: Simón Vargas Arciniegas

Colegio Colombo Francés

Grado Octavo

Tallerista: Lina Argüello

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de San Buenaventura

 

El comienzo del alba se impone en todo su esplendor; y como aquella molesta pero necesaria alarma que solemos escuchar por la mañana, suena el canto de las aves. Él, se levanta, sale de su acogedora casa y, al inhalar, percibe el rocío de la mañana, ese característico olor que sabe que indica: “Hoy será un gran día”. Entonces, exhala. Se viste, primero abotona la camisa con una precisión increíble y se pone su pantalón ligeramente sucio; por tierra y pigmentos de frutas y verduras. Luego se pone sus botas y aquel sombrero que ha llevado por años, ese fiel amigo que por mucho tiempo lo ha protegido del sol. Es hora de salir de la casa, hace mucho frío, pero el instinto promete que habrá calor más tarde.

Emiro Arciniegas, se encuentra en su tan amada finca, con sus hijos que están dentro de la casa, y sus nietos quienes lo acompañan en su travesía de recoger y cultivar aguacates. Él atiende a los niños con una gran paciencia y tranquilidad, les explica paso a paso lo que va a hacer y sigue la magia… Toma entre sus manos una ‘bajadora’ que en un momento usará para los aguacates de su árbol preferido y se dirige hacia el espacio donde se encuentra dicho árbol. Antes de cualquier cosa, en una inmensa forma de respeto, se dispone a hablar con él, a pedirle permiso para tomar sus frutos, a decirle cuán bello e importante y lo maravillosos y exquisitos que van a ser sus frutos…

Ya en este punto, Emiro, con todo el cariño, toma la herramienta y en plena muestra de suavidad, baja uno por uno los hermosos y únicos frutos que provee este extraordinario árbol, agarra uno de esos aguacates y lo acaricia entre sus delicadas, cansadas pero acogedoras manos, que emanan amor, mientras viene a su mente una palabra fugaz, la cual pronuncia en voz alta: ‘Mantequilla’. Va a ser un aguacate delicioso, ‘mantequilludo’, como suelen decir. 

Siente alegría y orgullo al saber que todo es resultado de su esfuerzo y dedicación. Es un trabajo que parece sencillo, pero nadie se percata del esfuerzo que llevó todo el proceso de cosechar esos aguacates, el simple hecho que por más de una década Emiro estuvo teniendo bajo su cuidado a ese árbol que, por muy lento que pareciera su crecimiento, llegó a lo que en un principio se quería, y no solo cultivó aguacates sino cientos de historias, y todo gracias a que Emiro, un campesino entregado a lo que ama, colocó sobre ese suelo, una pepa de aguacate. Él como muchas personas siguen cultivando y resguardando la naturaleza, pues a fin de cuentas somos parte de ella. Es nuestra familia. 

Emiro Arciniegas fue un campesino toda su vida, aprovechó cada instante que pudo para cultivar y trabajar la tierra. Esta rutina la repitió periódicamente, por varios años, a veces solo o a veces acompañado, dejando ese espacio impregnado de amor, hasta su último aliento. El 8 de julio de 2019 partió de este mundo, tranquilo, sabiendo que había cumplido con su propósito, que desde un principio había sido proteger el lugar que le dio la vida, la Tierra.  Las cenizas de Emiro yacen bajo ese mismo árbol que cuidó de él, tal como Emiro una vez lo hizo. Hace muy poco tiempo ese aguacate empezó a perder fuerzas y también partió, no sin antes cumplir un propósito: ser la Casa de Emiro. 

Podría ser peor

Por: Valeria Lucia Berrocal Vanegas

Cosmo Schools 

Grado: Noveno

Tallerista: Luisa Fernanda Rodríguez Zuluaga

Estudios Literarios

Universidad Pontificia Bolivariana

 

Existen varios momentos en los que nos ponemos a pensar en que la situación por la que estamos pasando podría ser peor, “sería peor no tener plata” o “sería peor vivir en la calle” pero para las personas que viven esto, ¿podría ser peor? Vivimos en una sociedad en la que está muy normalizado despreciar y discriminar a las personas por ganarse la vida trabajando en las calles, pues es muy fácil juzgar perteneciendo al 29,6% de la población del país. 

Hay muchísimos colombianos que viven de lo que pueden conseguir a diario, madres y padres tratando de alimentar a sus hijos, hijos obligados a dejar el colegio y tener que trabajar porque simplemente no hay recursos para mantener su hogar; es la realidad de muchas familias colombianas.

Realidad que nunca había visto cerca de mí, hasta que un día en el colegio nos dijeron que se iba a realizar una feria en la cual todos debíamos participar vendiendo algún producto “¡uy no!, ¡qué pena!” dije, pues no le veía sentido a hacer eso, además de que el dinero recaudado sería para el salón y no para mí, así que las ganas de participar eran nulas. Acercándose la fecha le conté a mi mamá dicho evento y expresé mi molestia diciendo que no era justo trabajar sin recibir algo más, además del gasto en materiales; ella me dijo que era justo, pues si era para el salón no habría ningún problema, me sentí como una caprichosa por simplemente no querer hacerlo, y esto no cambió hasta el día del evento.

6 de octubre de 2022, el día finalmente había llegado y teníamos todo listo, junto a varios amigos acordamos vender obleas, así que los materiales se compraron entre todos para mantener la igualdad de gastos; aunque nos faltaba un pequeño detalle, nunca habíamos preparado una oblea en nuestra vida; imagino que teníamos una idea, ya que por lo menos alguna vez tuvimos que haber visto cómo las preparan, pero técnicamente estábamos en blanco. Poco a poco, con la llegada de algunos clientes desarrollamos un poco esa técnica y se nos fue quitando la vergüenza de interactuar con las personas.

Admito que estaba bastante emocionada por cómo resultaría, la emoción me duró diez minutos, pues en una hora habíamos vendido solamente cinco obleas; además de tener competencia en un lugar más estratégico que el nuestro las ventas no iban bien, no paraba de pensar en que había personas a las que les estaba yendo mejor que a nosotros, pero observando bien el entorno noté que realmente eran más las personas a las que les estaba yendo peor y no tardé en sentirme mal por ello, pues todos nos esforzamos de la misma manera.

En medio del poco flujo de clientes se me vinieron a la cabeza los vendedores ambulantes que hacen esto a diario, ya que la incertidumbre de saber si venderán o no debe ser terrible, de tener que conseguir así sea para alimentarse, además de aguantar miradas y comentarios despectivos hacía ellos, solo por intentar conseguir lo mismo que todos necesitamos; no puedo decir que estoy cerca de entender lo que viven, pero admiro el duro trabajo que ellos ejercen.

Al final del día afortunadamente pudimos reunir casi doscientos mil pesos, nos parchamos entre todos y fue una experiencia interesante. Siempre he sido consciente de los privilegios con los que vivo, a pesar de que soy una persona a la que nunca le ha faltado la comida o la educación (gracias al duro trabajo de mí mamá), estas cosas tan básicas que no deberían considerarse un privilegio, en este país lo son, pues las oportunidades son reducidas y ver a personas trabajando en las calles, tratando de conseguir lo mínimo para sobrevivir, es una realidad que está mal y tiene que cambiar.

 

¿A qué edad se es adulto?

Por: Andrés Mauricio Luna Gómez

I.E. María Josefa Escobar

Grado Octavo

Tallerista: Valentina Areiza Ramírez

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de San Buenaventura

 

“Con el título de su narración Andrés Mauricio plantea una gran pregunta a la sociedad. Nos permite reflexionar y ponernos en el lugar de la persona a quien le da voz con su narración. Él sabe preguntar, y también abrazar, cuando comprende que, en ocasiones, el silencio es más poderoso que las palabras. Su capacidad de escuchar sin hacer juicios es lo que también se refleja en esta historia. Cada detalle le permite al lector imaginarse la situación, los personajes y, muy seguramente, hacerse preguntas”.

 

En una tarde noche, cuando la lluvia golpeaba la ventana, vi la silueta de una mujer mirando el paisaje que parecía tenebroso, su figura reflejaba a una joven de veintiocho años, con el cabello castaño y algunos rizos dorados. Sus ojos color marrón estaban rojos como si hubiera terminado de llorar sin consuelo. Era mi madre contemplando los truenos, con una taza de chocolate caliente en sus manos.

Sentí curiosidad de qué estaba haciendo ahí parada, y del porqué no terminó de tomar el chocolate, me acerqué a ella, pero al verla tan distraída presenciando la tormenta, no quise  interrumpir su momento y lo único que hice fue sentarme en el borde de la cama. 

Con un tono de voz suave me dijo: “estos momentos son tan lindos, ver como se acerca la tormenta y observar como baja por la montaña…” Nuestra casa queda en una vereda de Itagüí, a la que para llegar hay que subir mucho, pero esta altura nos permite divisar las montañas y gran parte de la ciudad por cualquier lado.

“Aunque estos días así me transmiten un sentimiento de melancolía”, agregó con un suspiro y sentándose a mi lado. Le pregunté por qué ese comentario. Entonces me contó su historia para explicarme porqué estos días la ponían en un estado emocional inefable:

– Recuerdo como si hubiera sido ayer, me desperté y la vida iba lo más de normal para mí. Ese día no fui a la escuela, era una mañana con un ambiente tristongo en el que la pereza me ganó, si soy sincera. Recuerdo que tenía 9 años cuando me paré de la cama en busca de comida porque tenía mucha hambre, y como normalmente solía pasar, no había mucho que digamos; un chocolate con un pedazo de pan me bastaba.  

Mi madre no nos dejó ni terminar de comer antes de empezar a decirnos “¿Q’hubo, y es qué no piensan ir hoy a trabajar? ¡Hágale a ver, mire qué ya no hay comida!” Ese día algo nos decía a mí y a mi hermano mayor,  que en ese entonces tenía 12 años, que no fuéramos, pero no era una elección, era una obligación. 

En aquellos años del 2000, mi madre vivía en un barrio de Medellín que se llama Santa Cruz La Rosa, una invasión donde la pobreza era muy notoria, en esa época parecía un corregimiento. Ella vivía con su madre, un padrastro que solamente llevaba comida para él, su hermano y una hermana mayor la cual era la que tenía que tener en orden la casa. Por la situación económica de la familia y el desprendimiento amoroso de la madre hacia sus hijos, ellos tenían que salir desde las 11 de la mañana a trabajar, por lo que estudiar no era posible. Ella me explicó que desde su casa tomaban un bus que los llevaba al centro de la ciudad, y en el instante que lo abordaban comenzaba su jornada. 

– En ese bus nosotros solíamos cantar y muchas personas nos daban de a monedita. Cuando ya estábamos en el centro con las monedas que nos daban comprábamos un paquete de galletas, así nos iba un poco mejor ya que las personas nos colaboraban, pero mi sentir siempre era el mismo: No importa si usted vende o pide, se siente igual. Te tienes que humillar ante los demás. 

Luego de comprar las galletas caminamos hasta San Antonio, donde se encontraba en esos años el parqueadero de los buses circulares. Ese bus,  al igual que los demás, no eran un impedimento para poder cantar y tratar de completar lo más rápido posible la cuota que nos ponía nuestra madre a cambio de la alimentación.

Ese día nuestra parada fue en el Poblado. Allí estábamos vendiendo las galletas, y mientras lo hacíamos íbamos caminando hasta el centro comercial Monterrey. Luego de varias horas en ese lugar nos regalaron una sopita. Se estaba haciendo tarde y el día no nos favorecía ya que empezó a llover y lo único que teníamos era cinco mil pesos cada uno. Nos quedamos en el centro comercial en la zona de los juegos y mi hermano me dijo que si jugábamos un rato, pero yo le dije que no porque todavía no habíamos completado lo que teníamos que llevar a casa. En medio de su insistencia le dije que sí, pero que solo sería por un rato y que no podíamos gastarnos toda la plata.

Entre juegos y risas se nos fue el tiempo y el dinero igual. Cuando escampó salimos y era de noche, sin embargo la lluvia no tardó mucho en volver, por lo que los vidrios de los carros estaban arriba y mucha gente del desespero por llegar rápido a sus casas no nos ayudaba, ya no nos compraban las galletas. Sin importar si nos mojábamos vendimos, pero solo pudimos reunir lo mismo que nos gastamos, lo cual no era suficiente. Llamamos a mi mamá y le dijimos “Má, no pudimos recoger los veinte mil de la comida” y su respuesta fue “¡¿Qué hijueput*s hicieron en todo el día, o en qué se la gastaron?!” nosotros le dijimos que fue por el agua, porque nos había dado miedo. Ante esto ella nos respondió: “Quédense un rato más y traigan al menos de a diez mil, porque con eso no alcanza para nada y menos sacando los pasajes”.

Mientras ella me contaba todo esto, yo me ponía a pensar sobre cómo la niñez de dos pequeños inocentes había sido destruida sin poder experimentar un amor maternal. Saber que desde pequeños tenían una responsabilidad tan grande como sustentar la alimentación en su hogar hizo que me cuestionara muchas cosas… ¿A qué edad uno se convierte en un adulto? Para mí, ser adulto es ser una persona que tiene responsabilidades y trabajo, porque así es como yo miro a mis padres. 

 

– Luego de eso nosotros decidimos quedarnos hasta el último bus, pero para nuestra desgracia no se nos dieron las cosas, y los demás niños con los que a veces vendíamos ya se habían ido y nuestro tiempo del último bus ya se había pasado. Nos sentamos al lado de un semáforo, cada uno en silencio se empezó a resguardar en sí mismo. Yo no pude aguantar las ganas de llorar y el miedo me empezó a ganar mucho más; mi hermano al verme así me dijo “Ah, si ya nos quedamos en la calle entonces venga vamos a comprar algo de comer”.

Fuimos y nos sentamos en una de las caseticas del Metro, allí compramos una arepa con salchichón de pollo y un bolis de limonada, eso es lo que el señor le solía vender a los demás trabajadores de la calle, ya que como este era todo crudo era barato y podían comprarlo. Luego de comer empezamos a caminar sin rumbo como tal, solo teníamos en mente buscar un lugar en donde dormir y llegamos nuevamente al centro comercial. Vimos que en la parte trasera habían unos tubos grandes de ventilación con una pequeña zanjita donde podrían caber unas dos personas, probamos y como éramos niños hasta sobró un poco de espacio. Mi hermano al ver que sí podíamos me dijo “Vamos a conseguirnos cartoncitos o algo” y pues fuimos a la basura porque los centros comerciales siempre la botan  todos los días. Cogimos dos cajas y las pusimos en el piso para cubrir la humedad que tenía por la lluvia, nos acostamos con mucho frío ya que esa noche la niebla no se escondió. 

Por primera vez en mi vida sentí el frío del pavimento y no porque me había caído jugando como lo hacían las niñas de mi edad. Mi hermano lo único que hacía era protegerme un poco del viento que traspasaba los tubos en donde nos encontramos esa noche de lluvia, sola y nostálgica. Me acosté en su regazo sintiendo hambre, echándome la culpa de mi vida cuando yo no sabía el porqué de las cosas, siendo una niña que puso los pies en un lugar donde no debía ser su obligación. 

Solo pensaba en por qué había nacido, mi Dios para qué me había dado una familia así; que no me quería, que no les importaba si aguantaba hambre, frío o necesidades. En ese momento  le pregunté a mi hermano en llanto “¿Mi mamá por qué no trabaja? ¿Por qué no se consigue un hombre que la valore a ella y también a sus hijos? Nosotros no tenemos la culpa de ser pobres, tampoco merecemos ser tratados así.” El silencio fue la respuesta que obtuve.

Una niña con 9 años, o sea yo, empezó a sentir rencor y odio. Ese sentir hace cambiar a las personas. Esa noche no conseguimos lo necesario para llegar a casa, entonces solamente cerré mis ojos aguados deseando no vivir más.

Entre lágrimas ella terminó su anécdota, me dijo que aunque ella no haya tenido la mejor infancia nunca se arrepiente porque gracias a ese pasado hoy en día está orgullosa de ella misma y de todo lo que ha podido superar. Ahora cada vez que la tarde se pone triste voy y le hago compañía para que ella no se sienta sola, pues sé lo que un ambiente como este le genera. Recuerdo la historia y pienso que la felicidad es algo que todos deberíamos sentir por el mayor tiempo posible, sobre todo, si se es un niño.

Con estas líneas salidas del corazón, y tratando de entender que la vida es un espiral de emociones y sensaciones, quiero hacer un reconocimiento a mi madre; mujer que ha comprendido el verdadero significado de la palabra resiliencia y que se ha vuelto en el común denominador de los prototipos de mujeres echadas pa’ delante y que como la mitología griega, cual ave fénix, ella resurge de las cenizas. Por mi madre y por todas las que tienen la fuerza del amor como motor para salir adelante con sus familias y mostrando al mundo que los sueños son posibles con esfuerzo y dedicación.

Se busca una mamá

Por: Heidy Juliana Poveda Virguez

Centro Educativo Autónomo

Grado Octavo

Tallerista: Valentina Areiza Ramírez

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de San Buenaventura

“Heidy toma la vocería para narrarnos en primera persona el dolor de una búsqueda que marcó la vida de una niña de 6 años. Ella entrevista, escucha y nos presenta una historia que bien podría ser la de muchos niños en Colombia y nos permite intuir la humanidad en cada personaje. Tres palabras le sirven a Heidy, de manera poética, para hilar esta historia: oscuridad, falta, unir. Un dolor de años se reviste de sanación”. 

Oscuridad: 

  1. Falta o escasez de luz para percibir las cosas.

“Eran las 3:00 a.m el camino estaba oscuro por lo que yo me aferraba mucho a ella”. 

  1. Espacio en el que hay falta o escasez de luz.

“Otra vez me perdí en la oscuridad y la distancia”.

Oscuridad era todo lo que veía cuando José llegaba de trabajar. Ambos éramos jornaleros que teníamos como hogar una casita pequeña y vieja a las afueras del pueblo de Guayacán, Santander. Sobrevivíamos con lo que recogíamos de las cosechas y del poco dinero que nos daban por ellas. José adoraba el alcohol por lo que cada noche era inevitable verlo llegar borracho a más no poder. Su temperamento en ese momento era peor que de costumbre, el simple hecho de escucharlo llegar hacía que mi corazón latiera más rápido; mis pensamientos estaban poseídos por el temor pues me encontraba en medio de la nada, sola en mi casita, donde por más que gritara nadie podría escucharme, solamente el monte que me acorralaba por lado y lado. 

Su forma de desquite durante la borrachera era darme palo ventiado hasta que se cansara, para después encerrarme con candado en un cuartico de lo más oscuro, mientras mis hijas, despertadas por el miedo, escuchaban todo, a la vez que temblaban, lloraban y gritaban. Ante la reacción de las muchachas José respondía de la forma más violenta posible, amenazándolas con una escopeta para que se callaran y no lo irritaran más. 

Por esta razón, con el pasar del tiempo, el solo hecho de sentir sus pasos generaba que mi cuerpo, ya de manera automática, tratara de salvar a mis hijas, haciendo que yo reaccionara para llevarlas a un lugar seguro antes de que los pasos de su papá se escucharan más cerca. Este lugar era un matorral cerca de la casa, donde le era imposible encontrarnos hasta el día siguiente, ese era nuestra cobija para el frío de la noche y nuestro espacio para mirar la luz, algo opaca, de la luna, mientras José nos buscaba durante un rato hasta caer rendido y entrar a la casa. 

Por más que quisiera dejarlo algo me amarraba a José, no me importaban todos sus intentos de matar a su propia familia, para mí él era todo; un rey al cual debía servirle. Muchos dirán que mi actitud se debía a mi crianza en medio del desconocimiento, en la que pensaba que una de mis muchas labores era cuidar el hogar a toda costa, un hogar que dependía del esposo y de trabajar en el monte hasta que se me pelaran las manos, o quizás lo hacía por las niñas, que eran ocho, vivíamos todas en un infierno constante que hasta el momento era todo lo que conocían. Pero hablando sinceramente, yo tampoco tengo una respuesta al por qué, todo lo que yo hacía dependía de él, hasta matar a una gallina pa’ un sancocho. 

A medida que las muchachas dejaban la ropa todo empeoraba, pues la necesidad de plata se notaba cada vez más, y no es como que fueran todas unas señoritas para que empezaran a trabajar o conseguir un hogar; todas estaban pequeñas, la mayor tenía solo 6 añitos por lo que tenía que rebuscármela cada vez más. Algunas veces me llevaba a las dos más pequeñas en un talego al hombro para irme a trabajar, mientras que otras veces las dejaba solas en la casa,  a cargo de las mayorcitas. Así fue durante un tiempo, hasta que empecé a preguntarle a la mayor si le parecía la idea de ir a vivir con unos tíos, ya que comida no había de sobra en la casa. Nana, en medio de su pensamiento de niña, aceptó, y, finalmente, José tomó la decisión.

Así pasaron los días y llegó el momento de decir adiós. Nos fuimos a las 3:00 de la mañana para que el sol no nos sofocara, me puse una falda que me llegaba hasta los tobillos, me arreglé, vestí a Nana y nos fuimos. El camino se sentía raro, era como una presión en el pecho, sumado al hecho de que mi niña, al darse cuenta de que viviría con sus tíos toda su vida se agarraba a mi falda con todos sus ánimos, me rogaba que no la dejara, pues a pesar de todo yo era su mamá, una mamá que ella pedía a gritos y no la encontraba, justo como yo pedía ayuda.  

Los golpes y el silencio del campo me la arrebataron. Esa niña estaba en su punto máximo de vulnerabilidad, ella no me quería dejar, yo era su tesoro preciado. Sé que yo necesitaba estar más presente en su vida. Las dos lo entendíamos sin necesidad de traer plastilina, pero a pesar de su desesperación tuve que decirle adiós, adiós a esa niña con un buen corazón brillante.  Ahora su corazón iba a estar tan oscuro como la luz de luna que nos alumbraba por las noches en el matorral, todo por culpa de una mamá que no se quedó a su lado.

Falta: 

  1. Hecho de no haber aquello que se indica o de haber menos de lo necesario.

“Falta de dinero y amor”

  1. Ausencia de una persona en un lugar.

“Nadie notó su falta”

Mamá en ese momento me dijo adiós, sin más. No podía aceptarlo, no podía tomar en serio el hecho de que no la volvería a ver. Por más que le supliqué simplemente continuaba con su mirada firme en el camino, y al llegar a saludar a los tíos, me dijo el adiós más simple que escuché jamás, mientras el bus partía conmigo. Esas son memorias que se quedan grabadas de por vida, en la mente, por más niño que uno sea… cómo olvidar el último adiós. 

Todos los días imploraba para regresar a mi hogar, a pesar de que lo habitara un monstruo cada noche, a quien me hacían llamarle papá. Yo me sentía completa porque mi mamá era toda una verraca que, con sus millones de defectos y errores que cometía constantemente, iluminaba mis días con su valentía para afrontar las cosas. Decían que nos faltaba tanto, pero yo no lo sentía así porque mamá estaba a mi lado para protegerme, junto con mis hermanitas; mamá era tan única como un sol de venado, un sol que cuando menos lo esperé dejó de reflejarse en el cielo para ya no indicarme a dónde debía ir. Ahora yo solo era una niña perdida sin un sol que la guiara, una niña que no se cansaba de suplicar que le dejaran ver a su mamá por más que se lo negaran. 

 ― ¡¿Cómo te atreves a dejarme sola?!  ― Era lo único que podía pensar cada día.  ―Ni siquiera mis llamadas contestas. Y la única ocasión en la que te pude volver a ver me trataste como a una extraña y como alguien en quien no se podía confiar. Cada ceremonia, evento, logro, todo… todos mis sueños consistían y consisten en que tú estés ahí para mí y, aun así, ni en los sueños te apareciste. Solo quiero un abrazo, solo deseo como loca que vuelvas para decirme que me amas, solo quiero un consejo, por favor hazlo, te lo suplico, vuelve y no me abandones. Es lo que siempre había querido decirle.

Cada vez que me preguntaban qué le había pasado a mi madre o dónde estaba mi familia, prefería decir que no tenía, porque eso era lo que sentía. Mis hermanas y mi mamá dejaron de ser mi familia en el momento en que no se preocuparon por mí, aun sabiendo que al cumplir mis 11 años dejé la casa de mis tíos. Ellas no hicieron nada al respecto, mamá nunca me llamó y mucho menos le dijo a alguien que me preguntara cómo estaba yo, simplemente quiso continuar con su papel de indiferencia.

Solo habían pasado cuatro años, aún era pequeña y estaba sola contra el mundo.  Ya no tenía ni siquiera donde vivir, ya el monstruo no solo era mi papá si no que lo eran todos a mi alrededor. A partir de esos pensamientos que se fueron construyendo desde mis seis años, y todo lo que me sucedió que me hizo tanto daño, hasta dejarme herida de muerte, me fijé un objetivo: continuar para que luego llegara el día de encontrarme con la familia que me dejó en el olvido. Y que, por más que yo tratara, no podía hacer lo mismo que hicieron conmigo.

Unir: verbo transitivo

  1. Juntar dos o más elementos distintos para formar un todo.

“unir lo que nos queda”

  1. Concordar las voluntades u opiniones de dos o más personas o grupos para conseguir un fin determinado, o hacer que sientan confianza o afecto uno por otro.

“unir lo que sentimos”

Estaba cansada de formar parte de ese olvido del cual ya era tan amiga, por lo que tan pronto como pude decidí volver al lugar que sepulté en lo más profundo de mis entrañas con las ilusiones, los juegos y todos los besos perdidos. De ese lugar que una vez llegué a llamar hogar, ahora solo quedaban migajas que traté de unir por años, pero nunca lo logré. 

Llegué a casa a buscar las respuestas que hasta el momento se habían convertido en el reemplazo de los sueños de una niña que quería un abrazo de su mamá. Al momento de llegar, lo primero que vi fue a mi mamá, una mezcla de emociones me inundó, al mismo tiempo que las preguntas estallaban mi mente. Por eso, lo primero que hice fue empezar a preguntar: ¿por qué me abandonaste? A lo que mamá respondió: “faltaba comida en la casa”. En ese momento sentí como si el peor de los males se apoderara de mí. Nuestra situación en esa época era muy mala, recuerdo que había días en los que incluso no llegábamos a comer, pero aun así sentía que mamá habría podido hacer algo al respecto, lo sabía, sabía que había más opciones que abandonarme. Después de todo yo siempre la veía como una mujer verraca, capaz de mover el cielo y la tierra. 

Ella era mi tesoro, pero ¿cómo un tesoro, algo tan preciado, podría hacerme tanto daño con una sola respuesta? En ese momento, el cúmulo de emociones que tanto tiempo había estado sepultado en lo más profundo de mi ser, estalló: 

–¡¿Si una fiera es capaz de defender a sus cachorros por qué tú no me defendiste a mí de ellos?! –  le refuté.

Las pocas ilusiones que no sabía que me quedaban se habían ido al suelo, y en cuestión de poco tiempo me fui de la casa nuevamente, pero esta vez estaba decidida a borrar a todos de mi memoria, de una vez por todas.

Así los años siguieron pasando y pasando, hasta que en el momento menos esperado mi familia me contactó para informarme que mamá estaba muy enferma; le habían diagnosticado Alzheimer, una enfermedad incurable que al final la terminaría matando por las complicaciones. No lo podía creer, a aquella persona a quien tanto tiempo le guardé rencor, de repente se encontraba tan indefensa como la niña a quien ella le dijo adiós frente a un bus. Estaba sola y no tenía a nadie, pensé que esa era mi oportunidad perfecta para pagarle con la misma moneda. 

Sin embargo, yo no era mi madre y a pesar de eso, en el fondo sabía todo lo que ella sufrió por causa de un mal hogar, nunca lo quise admitir, pero ya era hora de hacerlo. Era como si el destino me diera otra oportunidad de tratar de recuperar lo que perdí, fui a ver a mamá nuevamente para, al final, tomar la decisión de llevarla a un lugar donde cuidarían mejor de ella que cualquiera de la familia. Ya que todos estábamos allí, y ya éramos mayores, decidimos llevarla a la Fundación Amor y Vida Nicoline, en Soacha, Cundinamarca.

Cada día iba a visitarla, charlábamos, jugábamos, nos contábamos chismes, cosas que haría una madre con su hija, me sentía como una niña cuidando de otra. La mamá que un día decidí enterrar, finalmente estaba a mi lado, no como yo quería, pero con su sola presencia me bastaba, era tal como yo la recordaba cuando era pequeña: dulce, amable y valiente. Probablemente nunca había dejado de lado esa esencia que trató de camuflar por miedo de lo que sucedería. 

Un día cuando fui a visitarla me abrazó sin más, fue el abrazo más cálido que pude sentir en mi vida, fue el primer abrazo que sentí de verdad. Ese había sido mi primer sueño y también el primero roto, y en menos de un segundo había renacido completamente y se había cumplido. Mamá por fin volvió.

 

Importante: Heidy, realiza un ejercicio de investigación a través de entrevistas y llamadas telefónicas para tener la versión de la madre, la hija y su prima, quien es la encargada de la fundación. Decide narrar la historia en primera persona con el consentimiento de los personajes, quienes le solicitaron no mencionar sus nombres.