– Tengo miedo- dije. Tenía las mejillas rojas y la voz cortada.
- ¿Miedo? – respondió mi padre un poco confundido, mirándome a los ojos como si tratara de decir que no me comprendía.
- De ser mujer- respondí seriamente. Nunca me había sentido tan segura de decir algo.
Era octubre de 2019, aproximadamente 4:30 de la tarde en un día soleado. Unas horas ante nos encontrábamos en El Colombiano en su sede de Envigado, ya que este era el último día de Prensa Escuela y todos estábamos ansiosos por ver quienes habían sido publicados en El Taller. Cuando salimos, caminamos rápidamente hacia el centro comercial Viva Envigado, nos quedamos cerca de diez minutos en el segundo piso, solo nos sentamos un momento a descansar y hablar un poco antes de volver a casa. Éramos siete, cinco compañeros del colegio, la madre de un compañero y la maestra del salón; luego nos dirigimos al Metro.
Personalmente me disgusta el transporte público, pues no estoy acostumbrada a usarlo y tiendo a perderme y a confundir los caminos. Estábamos cerca de la estación Caribe, todos tenían que bajarse allí para dirigirse a sus hogares, por lo que yo tendría que quedarme sola en un medio de transporte que no solía frecuentar.
- Tú te bajas en Acevedo, Sara. Es la estación que sigue- Me dijo Yeimy, mi maestra de Lengua Castellana, luego de despedirse.
- No debe ser difícil – me dije, queriendo convencerme de que no estaba nerviosa, solo tenía que esperar una estación más.
Sin embargo, no me imaginé lo que iba a pasar. El vagón estaba lleno, pero pude sentarme en un asiento que se ubicaba al lado de la puerta, pero aun estando en un vagón lleno, me sentía sola. Algo muy peculiar. Cuando llegué a la estación Acevedo me di cuenta de que estaba en el vagón equivocado, ya que en la puerta solo se observaba una pared. Me asusté, pero traté de ocultarlo para disimular frente a los otros pasajeros para no incomodar, razón por la que permanecí callada y no le pregunté a nadie qué podía hacer. Con el celular apagado, mi morral verde que cargaba en la espalda y mi uniforme azul me dispuse a esperar a la siguiente estación para coger un taxi, ya que si seguía en el Metro solo lograría perderme aún más.
Luego, en la esquina de la estación Madera me acerqué a una señora que tenía una pequeña chaza. Era una mujer de piel morena, con una camisa rosada y apretada, el pelo recogido en una cola y muy dispuesta a responder mis preguntas. Ella notó mis nervios al instante.
La señora me indicó un lugar donde podía subir a un taxi cerca de allí, y yo haciendo caso, aunque temblorosa, me dirigí a aquel lugar donde estuve esperando aproximadamente cinco minutos. Pasado este tiempo llegó un taxi que conducía un hombre de unos cincuenta años, bastante serio y apático, me monté en la parte trasera del auto, bajando la falda de mi uniforme de gala para que no se viera nada de piel.
- ¿A dónde vamos, niña? – Me preguntó el taxista mientras que miraba por el retrovisor.
- A Florencia, por favor- dije con una cara seria, tratando de ocultar mi miedo.
Durante todo el viaje, que duró unos veinte minutos, yo no dije ni una sola palabra. Solo miraba por la ventana, esperando no ser agredida por algún desconocido.
Cuando llegué a mi casa fue un alivio. Pagué rápidamente y me bajé. Nada iguala la tranquilidad que sentí en ese momento. Por fin me sentía segura en un lugar.
Después de ese día no pude evitar sentirme mal. ¿Acaso yo no podía estar tranquila en la ciudad cuando pasaba tiempo a solas? ¿Es normal tener un constante miedo a ser agredida? ¿De dónde salieron todas estas inseguridades?
- ¡Ya lo sé! – me dije, y me decepcioné de la respuesta. – Es porque soy mujer.
¿Por qué tendría miedo por ser mujer? Fácil, por cosas denigrantes como lo es por ejemplo el acoso callejero, que son situaciones a las que nos enfrentamos todos los días al salir de nuestros hogares, y nos hace sentir inseguras porque tememos que los mismos lugares que solemos frecuentar sean donde podamos ser agredidas.
Tenemos miedo a vivir en carne propia la violencia, como la sufren decenas de mujeres al año.
Tengo quince años, y cada día de mi vida tengo que pensar dos veces como voy vestida a determinados lugares solo para tratar de evitar comentarios soeces en la calle. ¿Acaso la cantidad de ropa que llevo determina la cantidad de respeto que merezco? ¿Cuándo puedo dejar de vivir sin miedo?
- ¡Nunca! – exclamé, enfurecida -Nunca me darán respeto, porque la violencia está arraigada a mi género.
Ahora mi pregunta no es el por qué tener miedo, sino ¿Por qué no tener miedo?
Aquel día en el Metro solo me ayudó a darme cuenta de las inseguridades que han rodeado mis quince años de vida, no porque en este lugar me haya sentido agredida de alguna forma, sino porque después de tanto tiempo entendí que la razón para mantenerme prevenida en todos los sitios que visito son las situaciones de acoso que como mujeres tenemos que enfrentar. Porque en un país como este la que provoca el daño siempre es la víctima, nunca el victimario.Sé que puedo ser la próxima, pero de ser así, quisiera ser la última.
En cada párrafo se refleja una sensibilidad profunda que se nutre en la capacidad de observación de Miguel Ángel. Con esta narración sencilla recibimos un regalo de memoria con la que muchos nos identificamos. La vida en familia, como oportunidad de formación humana, así como el regocijo con el campo y su generosidad, se nos muestran en las palabras de Miguel Ángel como un camino de reconexión social a partir del cuidado colectivo.
Sandra Zuluaga Sánchez, directora de la Fundación Ratón de Biblioteca, nos lee esta historia:
Era un día de enero del 2020 muy soleado. Mi familia y yo, un chico explorador y curioso de 13 años, vivíamos en Enciso, y como era costumbre cada año, decidimos irnos a la finca que teníamos en Guarne. La finca de siempre, la casita de siempre, la gente y la comida de siempre, lo que no sabía es que ese día encontraría algo que jamás había notado.
Un viaje de 45 minutos en bus desde Medellín al pueblo de Guarne. Un pueblo que, a mi parecer, es muy especial; tiene varios puntos de encuentro; una gran cafetería en donde venden tintico caliente; una iglesia principal, muy religiosa, muy conservadora, al lado de hoteles, moteles y bares; es un pueblo que lo tiene todo. El pueblo de los contrastes. Cuando llegamos a la plaza principal, llegamos a uno de mis trayectos favoritos: cuando nos subimos al microbús para ir desde el pueblo hasta nuestra finca.
Lo que siempre suelo observar son los paisajes en sí mismos; a veces hace tanto frío que las copas de los árboles parecen temblar. Hay árboles viejos, y árboles llenos de retoños. Estoy seguro de que hay unos que ya nos conocen, nos miran desde arriba, saben que somos la familia que hemos llegado a visitar la finca, a tomar un descanso y a disfrutar.
Guarne es un municipio localizado en el Oriente del departamento de Antioquia, muy cerca de Rionegro, en ocasiones creo que muy cerca del cielo, porque en las noches sopla muy fuerte el viento y nadie sobrevive sin un cafecito. Uno de los aspectos más sobresalientes allí es que hay colectivos de personas que se dedican a plantar árboles como una iniciativa para recuperar la fauna y la flora nativa. Guarne tiene muchos árboles, aunque también mucha zona urbana.
Cuando llegamos a la finca suele ser noche, así que ese primer día nos dedicamos más a organizarnos y a ordenar los objetos que hemos llevado para poner cada cosa en su lugar. Es bueno cuadrar todo porque somos una familia grande: mis padres, mi abuela, primos, tíos, tías, compañeros de mis familiares y un par de perros. La casa adentro no es tan grande; tiene cuatro habitaciones y dos baños, pero como toda típica familia antioqueña “donde cabe uno, caben dos”, así que siempre nos acomodamos. En cambio, afuera, la finca es grande: dos piscinas, dos columpios y una gran cosecha.
Al día siguiente sí inicia la acción. Nos despertamos desde las 8 a.m., a desayunar, aunque ese desayuno es más una carrera para ver quién acaba primero para lanzarse a la piscina. Nos encanta chapotear y jugar con el agua. Después de eso sigue la hora de ir a coger las frutas, pero los primos nos llaman para el almuerzo, como si el mundo nos estuviera retrasando para tal maravilla. Almorzamos un platado de frijoles, y después nos vamos a recoger las frutas.
Mi primo y yo empezamos a recoger aguacates, ciruelas, moras, mazorcas, limones y naranjas. Parece que nada falta. Nos alejamos en el camino, mirando la hierba para encontrar frutas caídas, y como si fuera un campo de batalla, mi primo coge una fruta verde pequeña que había en la tierra y me la lanza, juegos que recuerdo con amor y dolor. Yo estaba desprevenido, así que recibí el impacto de la fruta y, en medio de llanto y quejidos, tomé la fruta y noté su olor particular. Olía a los jugos que hacían en la casa. ¡Era guayaba!
Miramos hacia arriba y era real. Habíamos encontrado un árbol de guayabas. El árbol era grande, quién sabe cuántos años llevaba allí, tenía un sinfín de fruticas verdes pequeñas, parecían eternas. Mi primo y yo nos miramos asustados, sentíamos que habíamos encontrado un tesoro, esto fue más impactante aún al imaginarnos que ese árbol hacía parte de la colección de árboles que nos había visto crecer y no lo sabíamos.
Después de eso llamamos a toda la familia y nos sentamos alrededor del árbol a comer guayabas, mientras mamá me ponía hielo en la cabeza. Mamá dice que tengo que cuidarme más y yo siento que también debemos cuidar al árbol de guayabas. El árbol de la familia es un guayabo, en él nos hemos trepado, siempre nos sentamos en círculo a su merced y lo protegemos como parte de la familia.
Samuel Martínez narra de manera emotiva su visita a la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín en septiembre de 2019. Él se aventuró a utilizar los recursos sonoros para crear toda una atmósfera en la que un hecho sencillo de la vida cotidiana, compartido con sus amigos, nos recuerda lo trascendental de un evento de ciudad como este. Extrañamos mucho de lo que rememora Samuel y también agradecemos que esta Fiesta particular del 2020 siga vigente en los contenidos que hay disponibles en Internet. Ingresa a ellos a través del siguiente enlace:
Esta era la pregunta que yo les hacía a mis padres cuando era pequeña y miraba ese cerro imponente, preguntaba por su nombre y me decían que era Cerro Bravo. Cada momento en que aparecía esa respuesta, me volvía a preguntar ¿y por qué El Cerro no es feliz?
Cerro Bravo está ubicado en la Vereda El Rincón, es una reserva natural, una montaña ubicada en la cordillera andina central, comprende los municipios de Fredonia y Venecia.
Además de ser un relieve físico, que en los tiempos prehistóricos era volcán, lleno de lava y piedras volcánicas; hoy en día es una belleza paisajística, hogar de diversas especies animales y vegetales. Una imagen que proyecta la naturaleza en todos sus aspectos: matices de verdes, cantos de pájaros, olores florales. Uno de los mejores lugares en el suroeste para el avistamiento de pájaros. Sirve de cimiento y proveedor de nutrientes para guayacanes blancos, amarillos y rosados.
Por las mañanas, envuelta en nubes y neblina, relata con su olor la naturaleza y lo que llamamos como “la vida de color de rosa”. Pero por la noche, con su sombra, impone un terror abrumador con sentimiento similar al del mito “El Mohán”.
Mi infancia
Parte de la historia de mi vida está ligada a esta montaña andina. Es la zona de mis ancestros: bisabuelos, abuelos, padres y ahora mía. Con los amigos que he tenido en cada momento de mi vida, hice excursiones a él, se puede decir que es la prueba definitiva para determinar si son mis verdaderos amigos. Esta parte de la cordillera rodea las veredas de El Rincón y El Cerro, del municipio de Venecia, donde se localiza la esencia de mi historia.
Mi añorada niñez en El Cerro empieza en una finca llamada Rosa Blanca, es el patrimonio familiar que pertenece a mis tíos del lado paterno y a mi padre. Es una finca cafetera construida por mi bisabuelo Enrique, casa vieja remozada, llena de jardines y la quebrada La Rita, que cada noche arrulla con su canto. Es parte de lo que se puede llamar esencia Trujillo, que en 2014 se convertiría en esencia Trujillo Zapata cuando mis padres construyeron la casa de sus sueños: Yaraguá.
Encaminados al diluvio
Recuerdo que en el 2010 –mes y día desconocidos en mi memoria– a las 6:00 a. m. me despertaba llena de legañas en mis ojos, después de una larga noche arrullada por la quebrada La Rita. Mi único pensamiento a esa hora era dormir hasta las 11 de la mañana, por ello, fruncí el ceño a no más poder, mientras mi madre, mi padre, mi tía Carmenza y yo, partíamos hacia La Gabriela, donde se encontraban nuestros compañeros de hiking, de “escalada”.
Al llegar a esta gran finca, esperamos a Liliana, Gonzalo, Felipe, Camilo, Miguel y otros más; ahora sí estábamos listos para nuestra aventura hacia la cima de Cerro Bravo. Todos estaban charlando y hablando acerca de lo emocionante que sería la caminata de seis horas y yo, claro, con cara de sueño y aburrición solo me fijaba en el tiempo, aunque sabía que solo llevábamos cinco minutos de caminata. Paramos en la tienda de Poly y compramos unas bebidas, seguimos por el empedrado de la vereda el Rincón y al llegar a la casita de la “cordillera” empezamos a subir la montaña andina.
El ascenso fue algo normal, corriente y maravilloso, pero lleno de sudor y dolores articulares y musculares. En la cima, visualizando el hermoso y hondo paisaje, almorzamos sánduches hechos por mis mismísimos padres. Deliciosos les quedaron, la verdad. Empezamos el descenso y justo 5 minutos después, empezó a taparse el sol con una nube gris, cargada hasta el tope –rayos, centellas y truenos– pensé asustada. Poco a poco, mientras bajábamos más y más, empezaron a caer contundentemente gotas pesadas en nuestras cabezas.
El aguacero de la vida corría al mismo paso que nosotros y esto lo único que trajo fueron sucesos chistosos, pero inoportunos: mi fuerza no sobrepasaba a la de la naturaleza y me caí varias veces, pasamos por el lado de unas vacas, y al pisar el pasto que ellas se estaban comiendo empezaron a perseguirnos.
Era un camino de aproximadamente 3 horas, y sinceramente a la hora de llover, no sentía que mi cuerpo estaba constituido por un 75 % de agua, sino por un 98 %. Lo más molesto, y lo único claro que recuerdo del paseo, fue hacer pataleta en los hombros de mi padre, mientras incomodaba a los demás.
Ahí es cuando vuelve a mi mente esa pregunta que no me hacía desde que tenía 7 años:
–Papá, ¿por qué El Cerro se puso bravo? Nosotros solo queríamos ir a visitarlo y nos castiga con un aguacero. ¿Acaso no es feliz? –le pregunté, pero no respondió, pues estaba ocupado procurando no caerse y atento a nuestro camino de regreso.
Después de 3 horas seguidas de diluvio tras diluvio, un carro nos estaba esperando en la casita de la “cordillera”. Al verlo me sentí tan feliz que corrí con todas mis fuerzas para llegar de primera. Solo hasta el momento en que me senté en el sillín del auto con una toalla, me sentí segura y tranquila.
Yaraguá
Antes de nacer, mis padres obtuvieron un pedazo propio de tierra, que pertenecía a mi abuelo Hernán. Yaraguá, construida en 2014 y nombrada en memoria a mi abuela Lía y su poema que describe la belleza, el verdor de El Cerro y los pastos.
“…Se le aguaron los ojos
de negrura profunda.
Un eco de cencerros
arrulló sus oídos.
Recogió la ternura de india milenaria
y, engullendo su asombro
exclamó: “Yaraguá.””
Lía Trujillo de Trujillo
Hoy en día, desde Yaraguá se puede ver el esplendor del mágico y enigmático cerro: casa de loras, cimiento de yarumos, nogales y pilar de nubes. Parte de mi tiempo libre se llena con momentos vividos en este entorno familiar, acogedor y liberador.
Amenazas
El Cerro es una de las razones por las cuales todas esas experiencias son inolvidables y felices, sin embargo, ahora que lo pienso bien, El Cerro no está feliz porque sabe que se ciernen sobre él amenazas como la expansión de la frontera agrícola, la minería, el turismo no controlado y, por supuesto, los efectos del cambio climático, que afectan a todo el planeta. Sumado a lo anterior, decisiones políticas, son las que afectan esta esencia patrimonial, rural y natural. Lleva a la pérdida de la identidad cultural y tradicional, convirtiendo la zona en una “potencia” turística-económica con efectos de doble filo.
Ahora, que termino de escribir este texto, puedo decir con certeza que he respondido la pregunta que burlonamente me he hecho, y también a mi familia. El Cerro hace feliz a las personas y las personas hacemos triste a El Cerro. Esto es indudable, los seres humanos destruimos nuestro hogar por ambición y egocentrismo. Nos preocupamos de lo material y no de lo que realmente importa, que, en este contexto, es lo que nos mantiene vivos: la naturaleza. Sin embargo, como la vida en sí es una gran incógnita y cada vez surgen más dudas, mi pregunta ahora es… ¿por qué no podemos hacer a El Cerro feliz de nuevo?
Juan Pablo nos lleva a hacer un recorrido arquetípico de muchos hinchas, en cualquier parte del mundo. Lo hace utilizando elementos de la crónica y haciendo gala de su memoria con los detalles que describe en cada paso que dan para llegar al estadio. Juan Pablo nos mantiene en tensión durante todo el texto para nombrar lo que es esencial, y aunque no le pone apellido, lo dice claramente, y nos deja preguntas muy relevantes desde una perspectiva de formación ciudadana.
Escucha esta historia en la voz de Hernán Vanegas Restrepo, editor del periódico Gente:
Todos estamos aquí por algo, yo estoy aquí para verlo. Primero me tengo que alistar. Un día antes, a la vuelta de la esquina de mi casa, fui a acicalarme. El barbero que me atiende es una vieja escuela de Medellín, de esos que te hacen cualquier corte por un precio estándar, creo que es la mejor barbería que he visitado, y tenía que ir para lucir de la mejor manera que pudiera para el juego que se viene.
Regresé de la barbería a las 2 de la tarde y me bañé para quitar los pelos que se cuelan en la ropa y orejas. En la ducha el agua salía en forma de chorro, y me recordaba cuando era chico y me bañaba para ir a ver jugar al equipo, que no es el mismo de aquellos días, es mejor, y hoy mi amor por él es incomparable. Me bañaba con agua muy caliente y salía tanto humo que empañaba el espejo del baño, por suerte en ese momento no había nadie que me regañara en la casa y estaba feliz pensando: ¿qué podría pasar hoy?, ¿qué pasará si no ganamos?
Me quedé pensando un momento, pero sé que con solo ver al equipo me sentiré feliz, ganemos o no, esto es más que un juego y todo el mundo lo sabe. Cuando salí de la ducha sentí que alguien me tocó el hombro y me dijo: “en dos horas te tienes que empezar a arreglar.” Era mi viejo, quien voltea hacia el baño, ve el humo salir por la puerta marrón y me mira con cara de desagrado; pero hoy señores, ¡no hay nada ni nadie que puede dañar el ánimo del espectáculo!
Ya son las cuatro de la tarde y dormí casi una hora, creo que sobra decir que soñé que cuarenta mil personas nos uníamos por un momento, que mi viejo me abrazaba y todo ese hermoso lugar estaba feliz. Quizás la felicidad de la vida que tantos buscan esté allí. La otra hora lo único que hice fue mirar las posibilidades de mi equipo y las del otro, estábamos empatados y eso pronosticaba un juego interesante, incluso en las casas de apuestas no se tenían mucha diferencia el uno al otro.
Solo falta una hora para salir y montarme en ese hermoso tren que distingue a la ciudad, verlo llegar y salir es la mejor experiencia de música que alguien pueda tener en su vida, pero antes de seguir halagándolo, me tengo que arreglar. ¡La camisa!, la bendita camisa que hace que un porque no, se vuelva un porque sí; cuando te vistes con ella sabes que la verdadera la tienes adentro, pintada en el corazón, o el alma, o lo que sea que nos haga vivir, lo importante es que ella nos vivir. Hoy con ella puesta vamos a existir de la mejor forma que podemos, pienso que es la mejor manera de ver la vida.
Miro la hora y, antes de que pueda leer el reloj de manecillas, mi viejo me dice que ya es hora. Salimos de la casa vestidos con el alma en la piel, después de despedirnos de la familia, quienes, por cierto, son del equipo contrario y sabemos que, por dentro, desean vernos perder. Caminamos casi un kilómetro hacia esos vagones que nos hacen doblemente extraordinarios cuando nos transportamos en ellos. Pasamos por el bulevar hacia la Estación Envigado y vemos que en una tienda de carpa están alistando las cervezas y el ron para el partido, están sacando la bandera que seguramente colgarán en una parte donde se pueda distinguir, y donde esos colores puedan alumbrar, las personas allí parecen felices. Lo que más me gusta de los días como este es eso, que las personas se olvidan de que tienen problemas y desconectan su mente por noventa minutos, para abrir lo que los hace sentir y poder pintarlo de colores mágicos.
Medellín es la única ciudad que conozco que luce más como hipotenusa y no tanto como cateto, y gran parte de eso se debe a esa fiera que cruza la ciudad sonriendo por las ventanillas. Mientras pienso en cómo va a quedar el resultado final, veo caras de angustia, rostros crispados y me pregunto de qué piel vestirán sus almas, de qué color brillarán, si es que brillan. Apenas me doy cuenta de que ya pasamos la primera prueba, desde Envigado hasta San Antonio hay unos quince minutos en Metro, esta vez nos demoramos dos minutos menos. Lo importante es que ya subimos las escaleras para coger la línea B y así poder llegar al estadio.
Veo varias personas normales y otras cuantas que sí llevan el alma en el canto, esos mismos que adornan el estadio y hacen que un gol sustituya cualquier palabra bella que pueda existir. También veo varias personas tristes y con otro color; unas cuantas que no son aficionados leyendo libros y cuentos infantiles del Metro.
Ya subimos y en esa plataforma, donde se espera el último tren hay mucha gente. Llegamos a tiempo, mientras tanto sigo viendo caras de angustia, que es felicidad pura. Me cautiva un niño, pues lleva un gorro con nuestros colores, una trompeta y una pañoleta amarrada a su mano con nuestro escudo; no sé qué pensarán los niños, pero es hermoso ver la alegría que tiene al tocar la trompeta, y será magnífico ver cómo se comportará en el estadio. Creo que es su primera vez y me cautiva solo por eso, por primera vez ese niño sentirá el amor verdadero.
Llegamos. Hay muchas personas vestidas de los mismos colores que yo, me pregunto si a ellos el cardiograma les marcará la historia de los colores. En fin, tenemos que caminar al estadio y por ello bajamos las escaleras, pasamos las barandas y atravesamos la plaza. Algunos revendedores se nos acercan, pero los ignoramos. A lo lejos se ven varios carros que venden camisas y, otros cuantos, venden comida: chuzos y perros. Todo lo anterior pasa a un segundo plano cuando las caravanas, entre humos de colores y cantos, alumbran los alrededores de la unidad deportiva. Aunque ya pasaron dejaron listo el ambiente para que la adrenalina se suba y el corazón esté a punto de estallar.
Ya pasamos la calle, después de cruzar la plazoleta está el gimnasio al aire libre donde se ven varias personas, a quienes no les interesa este juego, haciendo un poco de ejercicio, y al frente se ve que no hay fila, ya todos están adentro haciendo respetar los colores. Mi viejo y yo pasamos, los policías nos requisan sin ganas, pues saben que los duros ya entraron. ¡Tenemos que correr, está que empieza el partido!, le grito a mi viejo. Pasamos por un corredor que tiene nombres de países en el suelo, también por esa fuente que tiene diferentes banderas y se ve linda, hasta que te das cuenta de que ahí se bañan las palomas. ¿Será que las palomas también visten colores en el alma?
Creo que pienso mucho las cosas, y aún tenemos que dar media vuelta al estadio. Mientras lo hacemos observo varias personas con la camisa en la mano, unos cuantos tomando cerveza y viendo los televisores que están en los quioscos; unos revendedores en cubierto; personas que van a la popular con los tambores y trompetas; a lo lejos también se puede ver el bus, ¡uf! ese bus si tuviera vida estaría feliz. También observo policías en caballos y algunos niños en ciclas, veo nuestra fila a lo lejos, ¡no hay nadie! Se ve tan lindo, todo es tan lindo acá, como si se parara el tiempo, es como si este lugar te tratara de conquistar cada domingo, este lugar es mi amor platónico.
Cuando entras a la fila sabes que falta muy poco para entrar al estadio, ya se escuchan más duro los cantos, y sin querer saltas; te dan ganas de quitarte la camisa, de pararte y, si es necesario, de insultar, de dejar la vida en la tribuna. Como no había nadie en la fila pasamos por un lado y los policías nos requisan sin ganas, otra vez. Hay dos puestos con personal de logística recibiendo las boletas y pasándolas para comprobar que sí son verdaderas. Después de que nos requisan, mi padre y yo pasamos al mismo tiempo por diferentes entradas y nos dan la colilla de la boleta. Ahora solo hace falta subir unas cuantas escaleras que se pueden subir de dos en dos para sentir la adrenalina de ver el estadio repleto de almas felices.
Cuando piso la primera escala se me revuelve todo por dentro; vamos los dos y unas cuarenta mil personas más que se han reunido dentro del estadio. Hay más personas afuera alentando igual que los que están adentro. Los que no vinieron seguramente están en sus casas, en familia, con el televisor a todo volumen y todos esperando a que empiece el tan anhelado juego. Allá afuera es una cosa, pero acá es diferente, acá no ves repeticiones, por eso cada detalle se disfruta. Desde que pisé la primera escala sabía que todo en mi vida iba a cambiar, pasara lo pasara ahí dentro, se me iba a quedar en la memoria. Mi viejo y yo llegamos a la parte baja del estadio, después de subir las dos primeras tandas de escalas, aunque vamos para arriba nos quedamos un momento a ver el panorama. Por unos segundos veo que la cancha esta igual de linda que siempre y esos dos colores hacen que la ciudad se vea aún mejor.
Ya subimos y nos sentamos en la mitad de oriental, está haciendo frío, pero ahorita con los saltos nos calentaremos. El estadio está hermoso, por donde lo veas es bello, el campo está listo, los arcos preparados, todo está en su lugar. Aquí sentado también se ven las publicidades alrededor de la cancha; los vendedores pasando por las gradas; la banda preparándose para salir; las personas tomando fotos; las pantallas ubicadas en sur y norte, llevando el conteo para empezar el partido; las luces que alumbran el campo y las de occidental alumbrando nuestras caras. Gorros, fiesta y sentimiento nos unen a todos, todo valió la pena para estar aquí, siempre valdrá la pena, ganemos o no, porque el fútbol no es perfecto, es fútbol, hace sentir y nada que haga sentir es perfecto. Ya solo falta que empiece el partido. De un momento a otro me doy cuenta de que tengo la mirada estática en el suelo, mi piel fría y mis manos temblorosas. Siento en la gente una euforia distinta, alzo la mirada y ahí están, saliendo del camerino. ¡Ni me di cuenta cuando dijeron la alineación! Quién sabe qué cosas más habrán pasado mientras la ansiedad me consumía, pero ahora, viendo lo que estoy viendo no tengo más palabras para describir este partido, solo me cabe decir que, sin fútbol, la humanidad no podría existir un minuto más.