Las calles no están hechas para las personas, entonces, Prensa Escuela hace nuevas rutas

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Maria Antonia Quintero Arango.

Comunicación Social y Periodismo

Universidad Pontificia Bolivariana

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Ser periodista me ha permitido pisar las calles nuevamente, conectándome con lo que allí sucede por medio de relatos reales que cuentan otras voces y narran otros ojos. Sin embargo, este romanticismo no es propio de cada paso. Los viernes a la una de la tarde salgo a esperar el bus integrado que me acerca a la estación de metro; una vez en el paradero, las piernas me comienzan a temblar como un llamado a la paciencia para que me acompañe en la incertidumbre de la espera: al parecer su reloj funciona distinto al mío porque su llegada al paradero puede ser cada diez minutos o cada media hora. Los días en que no llega, decido emprender el camino sin ayuda de su motor. 

Mis zapatos reemplazan el caucho de las llantas y el sudor que rueda por mi frente hace las veces de gasolina. Olvidar el paradero de bus y desistir de la paciencia, implica despojarse del escudo de metal que me aleja del humo de cigarrillo de las zonas de fumadores sobre la acera, de los cuerpos que duermen sobre cartón cubiertos con telas agujereadas, de heces tostadas por el sol, comentarios sexuales no solicitados, de cruces peatonales que parecen ser invisibles a los ojos de los carros, pavimento reventado por raíces que quieren retomar una existencia por fuera barreras grises. El escudo me protege de las realidades y me permite completar un recorrido sin mirarlo. Sin atención. 

Son 1,9 km incómodos. Pero qué es incomodarse cuando aún hay energía joven que puede caminarlos, cuando aún hay un cuerpo funcional que aguanta el esfuerzo. ¿Qué son veinticinco minutos en las calles hostiles cuando aún me esperan 2 horas maravillosas en Prensa Escuela? Nada. Era un viernes 20 de septiembre, le escribí a mi compañero tallerista: “Santi, el bus hoy me traicionó del todo. Voy tarde” y él, como es característico, me respondió “tranquila, yo me encargo mientras llegas”; emprendí mi camino en la jungla de autos sin paciencia y malos olores.  

Me hice pequeña. Me camuflé entre el humo de los buses y camiones. Cubrí mis oídos con cada moto que dejaba un eco después del viento. Di pasos más grandes para esquivar manchas de extraña procedencia. Jugué a la cuerda floja en aceras angostas que priorizan los vehículos y se olvidan de que en el mundo hay talleristas con ansias de llegar. 

La ciudadanía se construye desde los actos más pequeños y los gestos más genuinos. El camino pesado y los sacrificios son solo una forma de narrar el trayecto “prensaescuelero”, el adjetivo que formulamos para todo lo que implique la experiencia de Prensa; pero en esos detalles también están los aportes complejos y profundos de Pérez, junto a las reflexiones sensibles de Mena; bien complementadas con las ocurrencias creativas de Clara y la capacidad que tiene Amapola de sacarnos una sonrisa a todos. Los ojos atentos de Juan Miguel, compartiendo puesto e interés con Anto López y, algunas sillas detrás, la genuina sonrisa de Samu que enmarca su conexión con el taller. Cuando el proyector se encendía, la mirada de Isa y Eli se iluminaba para seguir las letras de Patricia Nieto, apoyadas de las recomendaciones musicales de Michelle y las apreciaciones significativas de Rich. La mano de Emi siempre era la primera que se levantaba en momentos de participación, propiciando un espacio en el que todos podíamos interactuar. La empatía es una categoría compleja de adquirir, pero la dulzura de Cañas y Violet siempre las condujo a conectarse con relatos ajenos. Juan Sebastián y Anto Arias construyeron historias detalladas y cargadas de sentimientos que hizo que nuestro territorio fuera incluyente de todos los sentires con respecto a lo que sucede en el Valle de Aburrá.

El choque entre mi temperatura corporal y los 17 grados del aire acondicionado me hace saber que llegué. Pero el “¡Hola, Anto!”, en voces agudas cargadas de felicidad, me dice que estoy en el lugar indicado.  No pensé que un salón  me iba a permitir ver las calles como el espacio común que tengo con los chicos y chicas del grupo 2: el aula se vuelve un mundo cuando sus particulares historias llenan el taller de risas, sorpresas y nuevas formas de ver el mundo.

 

Los días de colegio de papá

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Luna Botero Pérez

Universidad Pontificia Bolivariana

Licenciatura en Español e Inglés

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Corría el año 1977 en la ciudad de ladrillos rojos y cielos descubiertos. Mi papá, Amed, un niño de apenas 20 kilos, de pelo y tez blanca, y con sombra de bigote, había acabado de empezar sus estudios de sexto —primero de bachillerato en aquel tiempo— en el Liceo Antioqueño, dependiente de la Universidad de Antioquia. El colegio estaba ubicado en el barrio Robledo, y tenía dos salidas: una que daba al Pascual Bravo y otra que daba a la calle que sube hacia Robledo.

Aquella época, influenciada por ideas revolucionaras de la URSS y Cuba, fue marcada por el bipartidismo y los movimientos estudiantiles; Amed lo atribuye a “una “responsabilidad revolucionaria” de aquellos que estudiaban; humanos, adolescentes muchos de ellos, que no podían vivir sin cuestionar. Estos movimientos estudiantiles iban ganando fuerza, tanto así que “en Colombia, cuando le iban a subir un centavo al pasaje de bus, tenían que declarar toque de queda”, dice Glómer, un hermano de mi papá, por el revuelo que armaban los estudiantes. 

 Mi papá, a pesar de tener 49 compañeros y ser algo tímido, fue escogido como el presidente del curso, y a sus cortos trece años ya asistía a reuniones de formación política del consejo estudiantil organizadas por personas de la Universidad de Antioquia. Después de esas reuniones, salían todos en mitin hasta el Teatro Camilo Torres en la universidad, donde decidían si salían a marchar. 

El Estatuto de Seguridad, implementado por el presidente Julio César Turbay prohibió los mítines, las marchas, algunas publicaciones, que se volvieron clandestinas, y permitió el allanamiento de colegios por parte de los militares y de la policía. Parece ser que se habían olvidado de que, a pesar de hacer parte de movimientos estudiantiles, marchas y mítines, los que habitaban estos lugares seguían siendo, en su mayoría, niños y adolescentes confundidos y asustados. Al Liceo, por ejemplo, llegaban las patrullas, tapaban las entradas principales y arrestaban a quien se dejara coger. 

Una reja ahuecada cerca de un bosque de mangos y una alcantarilla tipo túnel que salía del área de piscinas y canchas se convertían en los únicos escapes posibles para mi papá y sus amigos. Esta última salida limitaba con el Cerro El Volador, que en ese tiempo no era más que fincas llenas de zarza y rastrojo. Cuando huían por ahí, la diversión que en algún momento les proporcionaran las instalaciones era lo último en su mente; los chicos salían con los brazos y caras cortadas, sudados y cansados. 

Mi papá vivió historias que ahora cuenta como aventuras que uno leería en Mark Twain, algo sawyeresco, como aquella vez que no quería botar una escultura que había hecho en clase, pero la caminada por los zarzales lo obligó a hacerlo. Se burla y dice que su capacidad artística se quedó allá en el rastrojo del cerro. O aquel otro momento que, en medio de la desesperación, decidió tirarse por la ventana del bus con el brazo cortado para evitar ser encerrado, un tormento aún mayor para aquellos que se movían por la libertad y la revolución. 

Otra vez, a la hora de salida, papá salió por la del Pascual Bravo. A la una salían también los de esa institución y los del Colegio Mayor; “coger bus era un gallo”, arrancaban con los estudiantes colgados de las puertas y las ventanas. Ese día, papá se alcanzó a subir al transporte público, pero los de afuera, siempre movidos por la necesidad de cambio, tiraron una piedra y quebraron la ventana de atrás. El conductor cerró las puertas y arrancó para Carabineros, una estación de policía ubicada en la glorieta de la Universidad Nacional, al otro lado del puente peatonal. Papá y los otros menores de edad, como 50 de ellos, fueron metidos a un anti-motín, apretados y a oscuras, y llevados al patio de la cárcel “El Distrito” —la actual estación de policía Fucot, cerca de la Regional—. “La primera vez que lo cogían, lo fichaban a uno, la segunda vez, lo mandaban a una correccional, una cárcel para menores de edad”. En la cárcel, cada muchacho tenía el derecho a una llamada de un teléfono público con monedas. Amed no era en ese momento el presidente del grado sexto, ni el estudiante con responsabilidad revolucionara, ni el marchador; era él un niño sin plata y con necesidad de llamar a casa. A pesar de la circunstancia, un policía le regaló una monedita para que llamara a su mamá, Isabel Botero. Mi papá simplemente dijo: “mamá, estoy aquí en la cárcel, cuando me suelten, voy.” Y colgó. 

Mi papá, un muchachito de pueblo que no conocía mucho de la Ciudad de la Eterna Primavera, tenía una única forma de ubicarse: aquel edificio con una punta como aguja y dos banderas, y que alguna vez fuera el edificio más alto del país, Coltejer. A la una de la mañana lo dejaron ir. A todo el frente estaba el río Medellín, a lo lejos, la imponente edificación. A esa hora arrancó para la casa, ubicada en el centro, en Ayacucho, en Buenos Aires. Quizás como una burla de algo superior a él tuvo que pasar por un lugar de la ciudad que alguna vez habría existido como muestra de desvinculación y revolución, Barrio Triste, y por los olores guayaquileros a tierra, fango, animales y papa que le recordaran su vida en el pueblo, y las imágenes de prostitución que rememóranle la modernidad de la ciudad. Como a las tres de la mañana, llegó a la casa y tocó. Mi abuela le abrió, no sabía si estar triste o enojada. Le dijo esperanzada que ya le había conseguido cupo en el Instituto Cervantes, pero papá le dijo que no era necesario, que ahora sí que estaba feliz en ese colegio.

Y al otro día volvió. 

Los colores desvanecidos de La Sierra

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Por: Ivanna Valentina Lezcano Rosado

Institución Educativa Gonzalo Restrepo Jaramillo

Crecí en el barrio La Sierra de Medellín, rodeada de casas pintadas con colores que parecían un reflejo de la vida alegre del lugar. Para mí, todo era luz y sonidos familiares: el vendedor de aguacates gritando desde su carreta, los niños jugando a la pelota en las calles empinadas, y los vecinos saludándose como si el peligro no existiera. Pero conforme fui creciendo, empecé a notar que esos colores tan vivos también escondían sombras y que las risas podían apagarse rápidamente cuando el barrio “se ponía caliente”.

Solía ir a casa de mi tía y mi prima con frecuencia. Les ayudaba en lo que podía y, a veces, me quedaba más de la cuenta, conversando o simplemente pasando el rato. Pero había días en los que mi mamá me decía que mejor no saliera, que las cosas estaban tensas. “Se está poniendo caliente”, decían en el barrio, era una forma de avisarnos que algo malo estaba por pasar. Al principio no lo entendía, pero ya con 15 años, sé que esas palabras significan peligro, y que el barrio no siempre es el lugar seguro que aparenta.

Un día, como de costumbre, bajé las largas escaleras que conectan mi casa con la de mi prima. Pasé por mi antigua escuela y me detuve un momento, recordando cómo era mi vida cuando no tenía que preocuparme por nada más que mis tareas. El sonido del vendedor de aguacates me sacó de mis pensamientos, y como siempre, me acerqué a su carreta.

—¿Cómo estás, niña? Hace días no te veía por aquí —me saludó con su sonrisa habitual, mientras seleccionaba los aguacates más frescos. 

—Bien, todo bien —le respondí, intentando mantener la conversación ligera.

—Me alegra. Pero oye, ten cuidado. Las cosas están cambiando en el barrio. Hay gente mala por aquí, y no me refiero solo a los de siempre. Algunos juegan con la vida de las chicas jóvenes, les quitan la imaginación, les roban la alegría. Y tú eres muy joven para que te pase eso.

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Ilustración: Manuela Correa Uribe

No supe qué responderle. Me sentí incómoda, como si de pronto me hubieran arrancado la tranquilidad. No era la primera vez que escuchaba algo así, pero viniendo de él, un hombre que siempre había estado ahí, de pie en su esquina con su carreta, me hizo darme cuenta de que algo realmente malo estaba ocurriendo.

Apresuré el paso hasta la casa de mi prima. Cuando llegué, mi tía me recibió con una mirada preocupada. Sin darme explicaciones, me dijo que me fuera de inmediato. Antes de que pudiera preguntarle por qué, me mostró la foto: un hombre tirado en el suelo, muerto, con un cartel encima que decía “sapo”. Mi corazón se detuvo por un segundo. Había escuchado de estos casos antes, pero nunca me había tocado tan de cerca.

Recordé esas veces en las que mi madre me llamaba con urgencia, diciéndome que no saliera porque “algo iba a pasar”. Ahora entendía perfectamente lo que quería decir. El peligro no era una historia lejana, estaba ahí, en las calles que creía conocer, en las esquinas donde antes jugaba con mis amigos.

Mientras volvía a casa, las palabras del vendedor de aguacates resonaban en mi cabeza. “Les quitan la imaginación, les roban la alegría”. Mi barrio, el que una vez me pareció un refugio lleno de colores brillantes, se desvanecía poco a poco. Los días ya no eran tan simples. Ahora, cada paso que daba en esas calles tenía que ser calculado. El peligro era real, y lo sabía.

Esa noche, al llegar a casa, pensé seriamente en no ir al colegio. Los colores de las casas del barrio seguían ahí, pero su brillo había perdido el sentido. La Sierra, mi hogar, se estaba poniendo caliente, y sabía que no podía bajar la guardia. En este barrio, la esperanza es lo primero que se pierde, y yo no estaba dispuesta a dejarla ir.

Aquello que se construye

Por: Farley Alexander Lemus Muñetón

Institución Educativa Presbítero Antonio José Bernal

El “Don” despierta entre las seis y las siete, da un fuerte bostezo y se encuentra con el día que apenas empieza a palpitar, mientras el sol se asoma tímido, como un niño emprendiendo la primera travesía del amor. A través del balcón un rayo de luz se afana, imprudente, entre las cortinas, atraviesa su retina y lo obliga a visualizar el conflicto que las montañas encubren. Así, en medio del drama, cierra de nuevo sus ojos y escucha el lejano sonido de las motos que no pasan por su cuadra, sino por la vía que lo une con el resto del mundo.

La tranquilidad y la paz están en el ambiente, tan densas y profundas que parecen verse, sentirse y respirarse momentáneamente. Noto, por la ventana, cómo el “Don”, con ademán parsimonioso, se mueve y empieza a prepararse. Aquella fuerte e incesante calma matutina se transforma en resolución  y el “Don” abre su tienda, pero no se apresura, no tiene porqué. 

Lleva en la mano un termo tintero color mar, color cielo que emociona sólo con su presencia. Pero no es para él. Vende a buen precio ese líquido a todo aquel que padezca, o no, la temible debilidad que deja la somnolencia temprana. A buen precio, lo ofrece también a aquellos que despiertan naturalmente; ellos, los que empiezan el día sin responsabilidades que los inculpen, sin miedos que los acomplejen, ni cadenas que los condenen. O, sencillamente, a quien sea que tenga los mil pesos que cuesta el vapor que humedece la nariz, el olor que enardece los corazones y el gusto amargo de la bebida aclamada por revivir a los casi muertos víctimas del cansancio. 

Me convierto, al dejarme poseer de la intriga, en el primer cliente del día. Grietas sobre sus arrugas, una piel cristalizada por el tiempo que se estira, dejando ver por completo aquello que pende, sin clavos, del rostro envejecido del hombre, y con esa sonrisa de par en par lo deja salir. 

- Buenos días- dice. 

- Buenos días, “Don”, ¿Cómo me le va?- le respondo mientras me detengo en la imagen que inspira y compro el café, más por probarlo que por necesidad. Le hago las preguntas, busco distraerme, no estoy tentado a ir por más que esas respuestas que duran tanto como el café, que no es mucho y yo bebo rápido. 

- ¿Cuánto lleva usted por el barrio?- y como si volviera a la infancia, como si se hallara a sí mismo en el museo de recuadros enmarcados por cada momento vivido que componen lo que llamamos memoria, el “Don” libera una expresión de emoción contagiosa. 

– Jmmm, imagínese… desde que me casé, ya hace unos cuarenta años- relata. Yo, que esperaba una réplica típica como “¿por qué la pregunta?” o algo parecido, me encuentro sumamente interesado, sorprendido por sus ganas de narrarle al mundo su aventura por la vida, las peripecias que a través del tiempo lo forjaron. 

El “Don” vivió en los barrios toda su vida, primero en Santa Cruz, “arribita de la Intermedia”, y se casó hace cuarenta y dos años con “Nena”, con quien tuvo sus hijos y nietos,  con quien construyó e hizo crecer su tienda, con quien se mudó a Barbosa por unos meses y volvió hace unos cuantos años, con quien se levanta cada día y con quien hoy comparte sus momentos tristes, felices, aburridos y emocionantes. Cuando su primer hijo tenía más de un año, y el segundo nació, compró un lote en La Francia.

 – Y vea, esto era mejor dicho un monte, por acá no había es pero nada, la casa de enfrente, la de ustedes, todo eso de ahí no estaba todavía. 

– Solo las vías, me imagino. 

– Ni siquiera, eso era puro pedrerío. 

– Lo más maluco era cuando llovía- dijo otro cliente que había llegado a comprar dos mil pesos de huevos, una cebolla, un tomate, un quesito y un sobre de Chocolisto mediano.

El “Don” trabajó veintinueve años en una empresa, hasta que se jubiló, pero nunca se quedó sin nada que hacer. Compró un taxi y trabajó dos años por las calles de toda la ciudad, pero dijo no gustarle eso de salir todos los días por ahí y recibir el sueldo en menuda: billetes de mil, dos mil o cinco mil. Él prefería las “quincenitas o ya mensual”; aun así, como quería quedarse más tranquilo y estable, transformó la que ya había convertido en casita en La Francia, rompió paredes y montó la puerta ancha donde apareció la tienda. 

- Ya de eso pasó mucho rato- termina la frase con una sonrisa.

 No alargué más la conversación, no por el hecho haber acabado el café, ni por haberme aburrido pues esa posibilidad no existía, sino por los clientes que se aproximaban, queriendo ser atendidos y también deseando, más que lo que comprarían, el entrañable momento de conversación con el “Don”. Me despedí, a las siete y veintidós, salí de la tienda y salté del primer escalón a la calle, en vez de pasar por los otros dos. Noté cómo en ese minúsculo lapso de tiempo, el día había ganado la batalla y la vida se apoderaba de la cuadra. 

Era domingo y lo sabía porque este se anunciaba a través del vallenato, las champetas, el reggaetón y las baladas. Todas juntas parecían una sinfonía disparatada, tan equívoca para ese día y esa hora, pues perturbaban los sueños y las  esperanzas y hacían retumbar, como terremotos de alta magnitud o espíritus e invocaciones, las camas de aquellos que pretendían tomar este día para el descanso del cuerpo. 

La tranquilidad era ajena a nuestro mundo y el ruido no era propio solamente de las motos. Tomé un respiro y visualicé lo que había a mi alrededor, miré las grietas de la calle, el desnivel se sentía incluso a través de mis zapatos; observé los colores de las fachadas, obras negras y arreglos navideños, blancos como la paz o verdes como la esperanza con diseños distintos y hermosos. Escuché el ruido, sentí la independencia de cada uno y la armonía que juntos construían y comprendí, tal vez por primera vez, la belleza de lo que hay y de lo que cada uno aporta, de lo que cada uno vive. Entendí cómo era posible una vida de 40 años entre lomas, tráfico, tinto y mucha música. No quise hacer lo mismo, pero quise volver a donde el “Don” a tomar otro café y a preguntarle por las raíces, el tronco y las ramas que conforman su enredada vida y que se traducen en las experiencias que lo convierten en un libro viviente, en uno de esos pilares del barrio.

Todo lo que dejamos allí

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Por: María Clara López Posada

Colegio Marymount

Si sus tierras algún día fueron fértiles, adornadas de cultivos, ahora estaban bañadas en cenizas. Si sus hogares alguna vez se impregnaron de un olor caluroso y acogedor, ahora lo que yacía dentro de estos muros era la memoria de lo que fueron forzados a abandonar. Un aire desolado y frío, recorría estas casas vacías. Si algún día sus niños jugaban en la acera, y los ancianos disfrutaban de un reconfortante tinto en las tardes, ahora los más chicos se agarran desesperadamente a sus padres, y los mayores buscan una manera de no quedarse atrás.  

La bruma de la madrugada cargada con el aroma de humedad acariciaba el rostro de Amparo, sus manos carrasposas por años de labor desgranaban los frutos del café que daba su pequeña finca, su querido monte. Desde que tenía memoria, ese rincón remoto de Antioquia había sido su refugio. El viento suave entre los árboles, y el canto habitual de los pájaros le daban una sensación de calma inquebrantable. Sin embargo, aquel ruido no sonaba como la suave melodía de los pájaros, o el canto de los gallos, ni sus vecinos levantándose a ordeñar su ganado. Esta particular mañana no era como las otras.

Aquella mañana, Amparo fue tomada por sorpresa, cuando la calma de sus tierras fue envuelta por el caos en poco tiempo y el viento cambió de dirección, como si las montañas susurraran una advertencia que su alma percibió antes que sus oídos. El ruido de pasos retumbaron en la distancia, y los habitantes del lugar exclamaron voces de confusión y desesperación. El aire que hacía poco tiempo había sido refrescante, ahora estaba lleno de polvo, parecía cargado de un presentimiento oscuro. Ese pequeño rincón de Antioquia que había sido su refugio por tantos años, ya no la abrazaba con la misma ternura ni calidez. Al contrario, parecía alejarse de ella repentinamente. La tranquilidad que abundaba, ahora se sentía como un presagio.

De repente, unos hombres se materializaron en la penumbra de las montañas, estos, portaban una sentencia que no era necesario anunciar con palabras. 

La tierra de la que cuidaron por tanto tiempo, la tierra fértil y generosa, la reclamaban unas manos sin conocimiento por la cosecha, cargadas con destrucción y ruina, estas manos, reclamaban su amada tierra. 

-Tienen hasta el amanecer- exclamó un una voz fría y vacía, similar al acero en sus manos.

La tierra pareció derrumbarse a los pies de Amparo, su mente no parecía comprender las palabras que flotaban en el aire. Parecían distantes, irreales, cargadas de codicia y ambición. Sus raíces cafeteras y campesinas, que parecían haberse incrustado muy adentro de su alma, estaban siendo brutalmente arrancadas, dejando un vacío sin fondo. Lo único que aún mantenía su alma en pie, era su hija, Martina.  

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Ilustración: Manuela Correa Uribe

Amparo corrió frenéticamente a su casa, su cabello grisáceo le cubría la cara, y su falda larga, le impedía ir con mucha rapidez. Su hija la aguardaba, sus pequeños ojos color miel, que parecían llenos de sueños y aspiraciones, habían sido plagados por el miedo y la confusión. 

Comenzaron a recorrer el sendero hacia lo desconocido bajo el manto del atardecer, el mismo que tantas veces habían recorrido, el mismo que jamás volverían a ver. El cielo colorido se posaba sobre el paisaje como un velo de despedida. Martina ocasionalmente le preguntaba a su madre si algún día volverían a su hogar, si vería el gigantesco paisaje, sus quebradas, sus cafetales, si escucharía el canto de los pájaros una vez más. El silencio de Amparo habló más que sus palabras. El eco de sus pasos resonaba por el inmenso monte, mientras el campo les daba un adiós definitivo. Cuando llegaron al pueblo, las calles estaban cargadas del mismo dolor, pues sus habitantes parecían aún tener grabadas en su conciencia las memorias de haber vivido algo similar.

Los días pasaron lentos, monótonos y casi interminables. Mientras las noticias que llegaban eran fragmentos de la tragedia que experimentaron, un pequeño rayo de esperanza seguía vivo dentro de muchos. Con el paso del tiempo, muchos afectados lograron rehacer sus vidas y Amparo frecuentemente se preguntaba a sí misma: “¿Qué significa empezar de nuevo?” Para muchos era como tener un lápiz y una hoja en blanco: una nueva oportunidad. Ella lo asimilaba como caminar con los ojos vendados o navegar en una densa niebla.  Empezar de nuevo no era florecer una vez más, sino cultivar en un suelo ajeno, seco, e infértil, en el que las raíces intentaban renacer incluso en las condiciones más adversas e inhóspitas. 

Amparo no le podría devolver a su hija la infancia que perdió, ni recrear las mañanas tranquilas y los atardeceres cálidos que le regalaba su antigua tierra. Pero aunque aquellos eventos le hubieran arrancado las raíces de su tierra, no habían hecho lo mismo con la semilla que siempre llevaba dentro.

Así, en su desdicha, encontraba una lección amarga. La fortaleza no siempre se encuentra en aferrarse a lo que ya se ha perdido, sino en aceptar y acoger la incertidumbre de lo que vendrá.