Calentamiento global o la crónica de un desastre anunciado.

Giovanny Cardona Montoya, noviembre 1 de 2021.

 

Cada vez que hay una cumbre del Medio Ambiente, por lo menos desde la de Río en 1992, es evidente que los gobiernos se toman más en serio el tema. Pero, las evidencias posteriores a cada cumbre también demuestran que el creciente interés es inferior al reto. ¿Por qué esperar que la COP26 Glasgow no nos decepcione una vez más?

1. Génesis de la crisis.

En 1856, la científica Eunice Foote  demostró a través de un experimento, por primera vez, que el dióxido de carbono se calienta más que el aire que respiramos y que dura más tiempo caliente; por lo tanto, se deduce que una atmósfera de este gas elevaría la temperatura del planeta. Y, ahí nace la teoría del calentamiento global.  Pero, ¡oh sorpresa!, tres años después Edwin Drake encontró petróleo al oeste de Pensilvania y, entonces, comenzó la carrera ascendente de la industria del petróleo en Estados y Unidos…y en el mundo, por supuesto.

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Cien años después (en 1959), Edward Teller, físico reconocido de su época, advirtió que el uso incontrolado de las fuentes de energía fósiles estaría creando un efecto invernadero, el cual podría descongelar glaciales, incluso los cascos polares. Ya para 1965, la comunidad científica norteamericana se tomaba el tema muy en serio, lo que explica la carta que enviaron a Lindon B. Johnson, advirtiendo el peligro y clamando porque se tomaran medidas importantes.

2. ¿Cómo llegamos aquí?

Hacia el siglo XVIII, los recursos del planeta eran suficientes para atender el “espíritu de consumo” de la población mundial de la época: alrededor de 1500 millones de personas que necesitaban techo, vestido, alimento, transportarse, etc. Su tren de consumo era inferior a la capacidad de la tierra para regenerar la vida: animales, plantas, bosques. La tala de bosques, el pastoreo, el transporte de la época (apena surgía el vehículo mecánico a base de combustible fósil) eran procesos degradantes de proporciones aún adecuadas para este planeta.

Para producir los satisfactores de las necesidades humanas, las personas requerimos ciertos materiales y una cantidad X de energía, los cuales son extraídos de los sistemas ecológicos. Pero, de otro lado, los mismos sistemas ecológicos tienen cierta capacidad para reabsorber los residuos que se derivan de aquellos procesos de producción de bienes y servicios. Adicionalmente, la producción requiere de ciertos espacios físico, lo que implica ocupar territorios, incluso, desalojando especies de los mismos: población animal, vegetación, bosques.

Para medir el impacto de la actividad del ser humano sobre sobre la biocapacidad del planeta, Rees y Wackernagel (1996) formularon una unidad de medida denominada Huella Ecológica, la cual calcula “la superficie necesaria para producir los recursos consumidos por un ciudadano medio de una determinada comunidad humana, así como la necesaria para absorber los residuos que genera, independientemente de la localización de esta área”

De esta fórmula se deducen actividades asociadas a las áreas requeridas y la reducción de la capacidad de la tierra de absorber los residos:

Cultivos: área para producir los vegetales que se consumen.

Pastos: área dedicada al pastoreo de ganado.

Bosques: área de explotación para producir la madera y el papel.

Mar productivo: área para producir pescado y marisco.

Terreno construído: áreas urbanizadas u ocupadas por infraestructuras.

Área de absorción de CO2: bosques.

Todo iba bien, era una situación manejable, hasta que entró el siglo XX. La huella de carbono se ha multiplicado por 10 desde la década de 1960. La revolución industrial iniciada en el siglo XIX, el acelerado crecimiento demográfico y una cultura de sobrevaloración del tener sobre el ser conforman la base de lo que hoy se conoce como la crisis del calentamiento global.

La industrialización desmedida, la urbanización, el creciente uso de combustibles fósiles y una cultura de consumo sin límites, de una población mundial que se ha multiplicado por cinco en el último siglo, son los detonantes de una crisis que consiste en la incapacidad del planeta de mantener nuestro estilo de vida. Inspirados en una idelogía de producción y consumo ilimitados, la población ha adoptado un tren de vida inviable, basado en la posesión de bienes materiales.

Ya los gobiernos han aceptado que no podemos permitir que que la temperatura del planeta ascienda más de 1,5 grados C antes de 2030, con respecto a la era preindustrial, para lo cual debemos reducir la emisión neta (emisión menos absorción) de gases de efecto invernadero a cero -hoy es de 50 mil millones de toneladas-. Sin embargo, la temperatura ya ha subido 1.2 grados C y el reloj sigue su marcha. Los gases acumulados crecen y el calentamiento global no se detiene.

La emisión neta de gases de efecto invernadero y el calentamiento global se deben estudiar desde dos variables complementarias: la emisión de gases y la capacidad del planeta de absorberlos.

3. La emisión de gases.

Los principales gases de efecto invernadero son:

Dióxido de carbono (CO2). Se da por la quema de combustibles fósiles, residuos sólidos, árboles y material biológico. También por la producción de cemento.

Metano (CH4). Este se genera en la ganadería principalmente, también en producción y transporte del carbón y en la descomposición orgánica que se produce en la agricultura.

Óxido nitroso (N2O): agricultura, combustión de petróleo y  carbón y durante el tratamiento de aguas residuales.

Gases fluorados, los cuales surgen de procesos industriales.

En 2017, el CO2 fue responsable del 82% de los gases de efecto invernadero, seguido del metano (10%) (Agencia de Protección Ambiental de E-U). El lento desarrollo de las fuentes de energía limpias, al igual que el cambio de patrones de comportamiento –reciclar, caminar, usar bicicleta, reducir consumo de carne, etc.- responde a intereses económicos, debilidad en las normas ambientales y hábitos y arraigados de los seres humanos.

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4. La capacidad de absorción de los gases.

Los bosques y terrenos agrícolas cubren gran parte de la tierra y sirven para almacenar o absorber de modo natural importantes cantidades de CO2, impidiendo que éste salga a la atmósfera, lo que los convierte en neutralizadores parciales de la actividad contaminante del hombre, generando lo que se denomina la emisión neta de gases de efecto invernadero: gases emitidos, menos los absorbidos.

Sin embargo, no es fácil desacelerar la deforestación, ni lograr mejores prácticas forestales y agrícolas para la reabsorción de gases de efecto invernadero. Los bosques cubren el 31 por ciento de la superficie terrestre mundial. La deforestación y la degradación de los bosques continúan ocurriendo a un ritmo alarmante, lo que contribuye significativamente a la pérdida constante de biodiversidad.

Desde 1990, se estima que se han perdido unos 420 millones de hectáreas de bosque por conversión a otros usos de la tierra, aunque la tasa de deforestación ha disminuido en las últimas tres décadas. Entre 2015 y 2020, la tasa de deforestación se estimó en 10 millones de hectáreas por año, frente a los 16 millones de hectáreas por año en la década de 1990. La superficie de bosque primario en todo el mundo ha disminuido en más de 80 millones de hectáreas desde 1990.

Según la FAO, tan sólo en América Latina la tala de bosques entre 1990 y 2000 tuvo una tasa anual que fluctuó entre 0,1% en Chile y 5% en países como Uruguay, Salvador o Paraguay. Para alcanzar una media de 0,5% anual de deforestación de la extensión forestal en el subcontinente .

En síntesis:

En un circuito dialéctico que integra al desarrollo de las fuerzas productivas con la búsqueda de la maximización de la riqueza, avanza la espiral de producción y consumo que parece no agotarse, pero que encuentra sus límites en la capacidad finita que tiene el planeta de renovarse.

 

Desarrollo Sostenible: un planeta superpoblado, superproductivo y glotón.

El primer quinto de siglo me deja una conclusión importante: el desarrollo sostenible está dejando de ser una curiosidad o monopolio en el discurso de los ambientalistas para convertirse en tema de reflexión cotidiana: objeto de debates, de estudios, de políticas, de leyes e, incluso, de “memes”. Ya, hablar del calentamiento global no es un tema circunscrito a ambientes especiales; se puede debatir sobre éste en la cafetería, en el Metro o en la sala de la casa. Ese es un pequeño pero importante avance.

En el contexto de la problemática sobre el desarrollo sostenible (que es una categoría que apunta a entender la viabilidad social, económica y ecológica del planeta a futuro), una variable clave es el crecimiento demográfico. Y no es para menos, en los últimos 100 años la población mundial se ha multiplicado por más de 4 veces.

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La relación entre población y calentamiento global puede, en un primer momento, establecerse como directa. La capacidad devastadora del hombre (para asegurar su sustento o para enriquecerse) hace 100 años era relativamente pequeña si la comparamos con la capacidad del planeta de regenerarse. Eramos pocos y el planeta era enorme (relativamente).

Por lo tanto, hasta inicios del siglo XX, los factores críticos como la minería, la deforestación, la industria automotriz o la ganadería, eran actividades que afectaban marginalmente al planeta. Sin embargo, con el crecimiento demográfico acelerado, las cosas cambian.

El “día de la deuda ecológica” es la fecha que da cuenta de que nos hemos consumido los recursos del año en curso. En 1970 se advierte por primera vez que dichos recursos fueron consumidos antes de terminar el año (29 de diciembre de 1970). De ahí en adelante la deuda con el planeta no ha dejado de crecer:

Desde 1970 venimos evidenciando que la humanidad consume

 

La combinación de los dos gráficos refuerza la hipótesis de que “a mayor población, mayor deterioro ambiental.” Sin embargo, aunque en términos absolutos, esa relación es corroborable, a la hora de desagregar el mundo en regiones y países, la hipótesis comienza a requerir más variables:

El calentamiento globla es un fenómeno estructural y no coyuntural. Las convenciiones de Kyoto sobre calentamiento global, y ahora el Acuerdo de París, son una clara evidencia de que el desorden climático es permanente. Ahora tendremos que aprender a convivir con comportamientos impredecibles de las cosechas. Así que, si nos preocupa el fenómeno del Niño como gestor de inflación, mejor nos vamos acostumbrando.

Las convenciones de este mapa incluyen circunferencias que dan cuenta del total de millones de toneladas de CO2 que emite cada país. Como se puede ver, las circunferencias más grandes las tienen Estados Unidos y China, seguidos por Rusia e India. Sin embargo, al hacer el análisis en relación per-capita, encontramos que los países más contaminantes, además de Estados Unidos son Australia, Rusia y las naciones petroléras del Golfo Pérsico. La India y naciones muy pobladas de África aparecen con porcentajes relativamente bajos de contaminación per-cápita.

Lo que se puede deducir del anterior mapa es que si bien la población es una variable clave, ésta debe ser interpretada desde interacciones internacionales:

1- Con las Cadenas Globales de Valor, hay países que producen mucho y consumen relativamente poco (maquiladores)

2- Cada país puede contaminar desde sus volúmenes de consumo (desperdicios), niveles de producción (contaminación por manufacturación) o participación en los procesos de intercambio (transporte, distribución).

Así, aunque China tiene un alto nivel de contaminación absoluta, gran parte de lo que este país produce termina siendo consumido en el resto del planeta. Así, de igual manera, el alto nivel per-cápita de contaminación de Rusia está asociado con la explotación de hidrocarburos, principal fuente de ingresos de exportación de dicho país. Nuevamente, es la población del planeta la que contamina.

¿Cuál es el sentido útil de hablar de población planetaria y no de segmentar la responsabilidad por países?

En escencia compartimos un modelo de desarrollo socio-económico que:

1- Utiliza el Consumo Creciente como motor del desarrollo

2- Privilegia el crecimiento del PIB como variable para medir el desarrollo.

Para mantener este modelo de desarrollo socio-económico siempre se encuentran argumentos o excusas: hay poblaciones con necesidades insatisfechas (desempleados, sub-alimentados, familias sin techo, población sin acceso a salud, etc.). Sin embargo, los datos históricos señalan que, aunque crece el número absoluto de personas que acceden a bienes y servicios necesarios, sigue aumentando  -y de manera desequilibrada- el número de personas que sufren flagelos como los anteriormente nombrados. Por lo tanto, no hay garantía, bajo el actual modelo, que un mayor aumento del PIB se traduzca en la reducción absoluta de aquellos problemas.

La evidencia más simple de que el modelo no da respuesta a las necesidades expuestas es el hecho que 4.600 millones de personas (más de la mitad de la población de la tierra) tiene los mismos ingresos que las 2.153 familias más ricas del planeta.

En consecuencia, la base del problema es que somos más de 7 mil millones de habitantes que deseamos incrementar nuestras posibilidades de consumo y que vivimos en países que utilizan como señal fundamental de éxito el aumento de la producción  de bienes y servicios. Por lo tanto, el tema no se reduce al hecho que los norteamericanos consumen mucho o que los chinos tienen una “fabulosa” y constante tasa de crecimiento de su PIB. Mientras el resto del planeta se mueva bajo el mismo espíritu -producir más y consumir más-, las fábricas seguirán encendiendo sus calderas, no importan en qué lugar lo hagan ni para quién produzcan.