Un día lluvioso en Nueva York, de Woody Allen

Una ciudad para encontrarse

Oswaldo Osorio

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Uno siempre ve al mismo Woody Allen pero nunca se cansa de ver a Woody Allen. La premisa de esta película es muy similar a la de Café Society y a la de otras más suyas, pero la riqueza y novedad está, como siempre, en la ejecución y los matices. Son los mismos personajes, la misma ciudad, los mismos temas y los mismos conflictos, y aun así divierte y encanta, aun así continúa añadiéndole contenido a esa gran película que ya cuenta con casi cincuenta títulos.

Ashleigh y Gatsby son dos jóvenes novios que llegan a Nueva York a pasar el fin de semana juntos, pero una serie de aventuras y desencuentros no permiten que se desarrollen sus planes como los habían pensado. Él es culto y de un ánimo oscuro e inestable, mientras ella es medio tonta pero con un brillo y un encanto naturales que enamoran a cualquier hombre.

La historia los presenta juntos, pero la trama los separa durante todo el metraje, y en esa dinámica está la propuesta central de Woody Allen en esta ocasión, pues con ello logra un contrapunto entre las aventuras de ella y las desventuras de él, al mismo tiempo que presenta dos distintas caras de la ciudad, por un lado, aquella que tiene que ver con el arte y la cultura y, por el otro, la del mundo del espectáculo.

En la línea narrativa de ella, Allen incorpora las veleidades y conflictos del amor y la seducción, así como las eternas dudas creativas de los artistas; mientras en la línea de él desarrolla los conflictos internos y existenciales en torno a asuntos como la identidad, la vocación profesional, la familia y, claro, también el amor.

Son dos tonos muy distintos definidos por la personalidad de cada uno y ese universo en el que se mueven, por eso, cuando está ella, pasan muchas cosas y todo muy rápido, y hay sorpresas y maravillamientos; pero cuando está él, el ritmo se pausa para darle cabida a la reflexividad y al juego intelectual. Entonces es con este contrapunto y diferencias que el relato va dando pistas del destino de esta relación amorosa y las causas de su no tan sorpresiva resolución.

De fondo y en medio de ese entrecruce de las líneas narrativas, está ese humor todavía ingenioso e intelectual, así como la música jazz y las grandes reflexiones sobre la vida y el amor. Lo mismo de siempre, pero con las variaciones suficientes para disfrutarlo y sumarlo a ese compendio de ideas y verdades que inequívocamente surgen de las películas de un autor del que, parece, nunca nos vamos a cansar. Porque aún después de que deje de producir, revisitar su obra seguirá siendo una necesidad para todo cinéfilo.

La rueda de la fortuna, de Woody Allen

Drama, drama, drama

Oswaldo Osorio

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Es la misma película que tantas veces le hemos visto al célebre director neoyorquino, incluso con casi los mismos elementos de su último título, Café Society: cruzadas historias de amor y desamor, reconstrucción de época, incertidumbres existenciales y una subtrama de gangsters que mueve parte del relato; no obstante, la diferencia está en que esta tiene un código definido: la reflexión sobre el drama, especialmente el teatral, la cual articula la narración y hasta determina el argumento.

Como muchos relatos de metaficción, este comienza hablando del relato mismo, plantea las reglas del juego y sus características para, de inmediato, ilustrarlas o ponerlas en práctica.
Inicia con un narrador, que al mismo tiempo es un personaje, un salvavidas de Coney Island en 1950. Él habla del drama, está estudiando para ser escritor y referencia constantemente autores como Eugene O’Neill. Es también quien presenta a los demás personajes y hace apuntes a medida que avanza el relato.

En esencia se trata de la historia de Ginny, una mujer de cuarenta años, quien se ve renovada por el amor con el joven salvavidas, pero que luego tiene que afrontar el desmoronamiento de su mundo. Un matrimonio infeliz, su hijo pirómano, la hijastra que le quitará a su novio, el constante dolor de cabeza, el riesgo de volver a la bebida  y la culpa de un asesinato que tal vez pudo evitar. Todo eso es mucho peso para una actriz frustrada que ahora es una simple mesera.

De manera que el drama en esta historia es acumulativo, al punto de convertirse en melodrama en su momento más crítico. Lo vemos en las emociones de los personajes, en sus conflictos, en la historia que nos cuentan y en las reflexiones que hace eventualmente el prospecto de escritor. También lo vemos en la luz, bellamente manejada por el gran Vittorio Storaro, quien juega constantemente con el contraste entre tonalidades doradas y azules pálidos, cambiando  alternadamente de acuerdo, no con el realismo de los espacios, sino con los estados de ánimo de la protagonista.

Humor, más bien poco, no era posible ante la premisa de reflexionar conscientemente sobre el drama. Lo que sí hay es esa sorprendente capacidad de Woody Allen de hablar de las mismas cosas, con los mismos personajes y situaciones pero, aun así, revelarnos emociones y sentimientos diferentes, al menos en su combinación e intensidad. La imagen final de la película da cuenta de ello, ese primer plano de Ginny en el que, en ese instante antes de irse al negro de los créditos, recapitulamos todo su viaje emocional y entendemos contundentemente lo que está sintiendo y de qué se trata el drama, tanto el de la ficción como el de la vida real.

 

Café Society, de Woody Allen

El amor en dos ciudades

Oswaldo Osorio

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Es la misma película, con los mismos temas, contada de la misma forma, y aun así, sigue diciendo cosas nuevas, sigue cautivando con su humor sofisticado, sus ingeniosos diálogos, sus personajes entrañables o pintorescos y sus reflexiones morales o existenciales. Hacer esto, después de casi medio centenar de películas, está reservado para artistas con genio que solo eventualmente surgen en la historia del cine.

Por eso esta última película de Woody Allen es, a la vez, una conocida y nueva experiencia. Es conocida porque vuelve al Nueva York y al Hollywood de los años treinta, porque otra vez los encuentros y desencuentros amorosos están en el centro de su relato y porque los gansters, los judíos y el mundo del espectáculo completan ese universo ya complejo de las relaciones afectivas. Son los ingredientes de siempre servidos y marinados de forma diferente para obtener una grata variación de un conocido sabor.

Entonces está el joven ingenuo y romántico Bobby, quien de Nueva York se va a Hollywood, donde su tío Phil, un exitoso agente, que le ayudará a conseguir trabajo. Allí se enamora de Vonnie, pero ésta tiene un novio mayor, aunque también ama a Bobby, que luego regresa a su ciudad a gerenciar el club que el ganster de su hermano adquirió. Con esto ya está servida una comedia romántica en la que su trama da saltos entre una ciudad y otra, entre el amor romántico y por conveniencia, y entre el mundo del crimen y la glamurosa vida de los famosos y poderosos.

Con todos estos elementos, entonces, Woody Allen obra su magia de genio inagotable. Despliega el encanto, las dudas y angustias de sus protagonistas frente a dilemas morales o románticos; los rodea de un abanico de secundarios sabios, carismáticos o patéticos; pone a competir a las dos ciudades en sus cualidades y defectos; y todo esto conectado por un narrador que hace del relato la crónica de una época, del contraste entre dos estilos de vida muy estadounidenses y del inaprensible vaivén de los sentimientos cuando el amor se torna esquivo, ambiguo o caprichoso.

Con el jazz siempre de fondo, y esta vez aún más al estar justificado por la época; con la estilización y sofisticación, no solo del vestuario y decorado propios del periodo, sino de ese tipo específico de personajes pertenecientes al mundo del espectáculo o de la alta sociedad; y para ajustar la delicada y fascinante belleza de todo el conjunto, otro genio, esta vez de la luz y la composición: el director de fotografía Vittorio Storaro, quien le dio ese acabado de romance y evocación que el relato requería.

No es la mejor película de este entrañable cineasta, ni tampoco sorprende mucho con hondas revelaciones ni grandes temas, pero es en los detalles, en los matices y las inflexiones de ese discurso que le conocemos de sobra, donde se encuentra todavía el encanto de unas historias, personajes y universos que nunca dejan de ser ingeniosos y estimulantes.

El hombre irracional, de Woody Allen

La vida, la ética y el asesinato

Oswaldo Osorio


Hay artistas que siempre están haciendo variaciones de la misma obra, incluso muchos de los más grandes, y en lugar de ser una desventaja, puede ser justamente lo que potencia su trabajo. Woody Allen es uno de ellos. Sus personajes, situaciones y universos constantemente se están repitiendo y, aun así, tiene la capacidad de, la mayoría de las veces, decir algo nuevo sobre esos conocidos paisajes emocionales y argumentales.

El hombre irracional (Irrational Man, 2015) es una de esas películas que ya le hemos visto muchas veces, especialmente en la magnífica Crímenes y pecados. Sin llegar al rango de reflexión existencial e intensidad emocional logrado por aquel filme de 1989, en esta plantea una situación similar en torno al sentido de la vida, las implicaciones éticas del asesinato y el amor y el deseo como catalizadores de la tensión entre ambos aspectos.

La película cuenta la historia de un profesor de filosofía que llega nuevo a una universidad y entabla un amorío con una colega y una amistad con una alumna. Su desgano existencial y actitud autodestructiva desparecen cuando encuentra como aliciente para vivir la idea de asesinar a un hombre, sin más móvil que el de hacerle un favor al mundo, pues se trata de un juez corrupto. Este punto de quiebre del personaje y de la historia desemboca en las reflexiones y discusiones éticas y filosóficas que determinarán la relación entre los distintos personajes.

Con Crimen y castigo de Dostoievski como referente en el horizonte, la idea de cometer el crimen perfecto y sin remordimiento alguno, se convierte en el centro de la trama. Y con este planteamiento de fondo, aunque parezca la misma historia de relaciones interpersonales de siempre, en esencia sobre lo que permanentemente se está hablando es sobre el sentido de la vida y la relación entre el bien y el mal, sobre lo que es correcto e incorrecto.

La novedad tal vez está en que estas reflexiones se plantean en el contexto de una comunidad académica, y específicamente de la facultad de filosofía, un mundo que le permite a Woody Allen confrontar la realidad con la teorización sobre ella. Incluso desde muy temprano “despacha” a la filosofía definiéndola como “masturbación mental” y confronta toda su elaborada racionalidad con el momento de la verdad, ese cuando, en la materialidad de la existencia, hay que tomar decisiones éticas y asumir sus consecuencias.

Tal vez para muchos pueda parecer que se repite y que no alcanza el nivel de otros filmes recientes (Matchpoint, Media noche en París, Blue Jazmine), y probablemente tengan algo de razón, pero de todas formas ya ver una película de Woody Allen no es simplemente ir a cine, sino que es como ir a visitar a un amigo, hablar de los temas de siempre, reír con sus viejos chistes y disfrutar de su agradable y estimulante compañía.

Blue Jasmine, de Woody Allen

Pobre niña rica

Por: Oswaldo Osorio


El regreso de Woody Allen al drama duro y a Estados Unidos es sólido e intenso. Luego de un puñado de películas en Europa y que son comedias o historias románticas, el prolífico y ya mítico director neoyorkino nos cuenta una historia de reveses y desesperación que llevan borde de la locura a su protagonista, todo contado con su estilo inconfundible en la construcción de personajes y la creación de diálogos, pero además jugando con la estructura narrativa para depararnos algunas sorpresas.

Jasmine, encarnada por una convincente Kate Blanchett, luego de tenerlo todo se queda sin nada después de que su esposo fue encarcelado por fraude. De su suntuosa vida en Nueva York pasa a vivir en la precariedad que le ofrece su hermana en San Francisco. De ahí en adelante se viene un desfile de pequeños y grandes dramas para esta pobre niña rica, desde la necesidad de buscar un empleo hasta las repercusiones de este desmoronamiento de su vida en su salud mental.

Lo primero que pone en evidencia la trama es el contraste que existe entre las dos hermanas, la una sofisticada pero vencida por la vida y la otra común y corriente pero que en general vive feliz con sus dos hijos y los hombres vulgares que tiene por pareja. Este contraste da lugar a un constante contrapunto entre ambas, que van desde los reproches hasta la desaprobación del estilo de vida que la otra eligió, lo cual obliga al espectador a establecer constantes comparaciones y juzgar las distintas decisiones que cada una ha tomado en la vida.

La que menos bien parada termina es siempre Jasmine, la triste Jasmine. En principio parece una víctima, de los hombres, de las circunstancias y de la vida misma, como la mayoría de los personajes femeninos que protagonizan las películas de Woody Allen, pero este es distinto, sobre todo por las decisiones que toma y por su actitud ante quienes la rodean, por eso no es casual que el espectador solo muy poco o en ningún momento se identifique con ella, salvo por vía de compasión debido a las lamentables cosas que le ocurren y por lo patética en que se ha convertido su vida.

La narración misma se encarga de corregir constantemente al espectador cuando trata de identificarse con ella, y lo hace con una sistemática dinámica de flasbacks que le muestran de tanto en cuando a la Jasmine en sus años gloriosos y esas decisiones que tomó. De manera que el relato siempre está jugando con la información sobre ella y el espectador es testigo de la vida de una mujer que, al tiempo que se va desmoronado poco a poco, se nos va develando todo lo que la llevó a tal situación, convirtiendo este en uno de los dramas más patéticos que han salido de este gran conocedor del cine y las mujeres.

De Roma con amor, de Woody Allen

Un divertimento en otra ciudad

Por: Oswaldo Osorio


Hay autores que sobrepasan un punto en sus carreras después del cual ya están por encima del bien y del mal. El público, y en especial el cinéfilo, espera y recibe de buen agrado la novedad de turno, ya sea –en el caso de Woody Allen- una magnífica y reveladora pieza como Media noche en París (2011) o un divertimento menor como De roma con amor (To Roma with love, 2012), una cinta que tiene muchos de los elementos que han forjado la obra de este autor y lo han hecho grande, pero con un resultado final menos afortunado.

Esa carta de amor a una ciudad que le escribió el año anterior a París, ahora quiso hacerla con la eterna Roma, pero solo le funcionó a medias, pues dos de las cuatro historias que se entrelazan en el relato bien podían ocurrir en cualquier gran capital del mundo. Aún así, cada historia contiene algunos de los elementos que conforman el universo de este director: relaciones afectivas problemáticas, el imperativo del sexo, el absurdo, la fantasía, el sicoanálisis, la crítica a ciertos aspectos de la sociedad moderna, el sicoanálisis, el humor y los referentes intelectuales.

La novedad en esta cinta es la actuación de Woody Allen después de varias películas sin hacerlo y cada vez menos presente en sus filmes de la última década. Da gusto ver al personaje de siempre, que ha cruzado su obra desde hace más de cuarenta años, con las mismas neurosis y embarcándose en un disparatado proyecto con el suegro de su hija, quien es un portentoso cantante… pero solo en la ducha. La presencia de Allen y el humor absurdo es lo que le da vida a este segmento.

Otra de las historias habla de las veleidades del amor. Aunque el conflicto es que un joven se enamora de la mejor amiga de su novia, toda la idea está en función de desenmascarar a un tipo de mujer: una sobreexcitada esnobista que siempre está asumiendo poses emocionales e intelectuales para seducir a los hombres, de quienes se enamora perdida y momentáneamente. En este relato hay un interesante personaje que no existe realmente, pero que funciona como un recurso de la ficción para confrontar a los otros personajes.

Un tercer segmento lo protagoniza una recatada pareja de italianos que, por cuestiones circunstanciales, terminan teniendo, cada uno por su lado, unas fugaces aventuras con las personas más inesperadas, pero que resulta convirtiéndose en una experiencia de vida para ellos y en la historia con más carga de humor de la película en el sentido tradicional del género.

Por último, hay una simpática historia, interpretada por el siempre enérgico Roberto Benigni, en la que, por medio del humor absurdo, se hace una crítica a lo que significa la fama y el estatus de celebridad en la sociedad actual, poniendo en evidencia el superfluo e irracional papel de los medios de comunicación (y del público que los consume) en este fenómeno.

Así que no estamos ante una de las portentosas obras que tantas veces este genio del cine nos ha obsequiado, pero reconforta cada año estar sentados frente a la pantalla recorriendo de nuevo su universo y siendo testigos de las ocurrencias de sus personajes, porque depués de tanto tiempo, ya es suficiente placer sentarse a escucharlo hablar, como se hace con los venerables ancianos.

Que la cosa funcione, de Woody Allen

Desprecia a tu prójimo y ama la vida

Por: Oswaldo Osorio


El mejor humor del cine de Estados Unidos ha sido hecho por judíos: Chaplin, los hermanos Marx, Jerry Lewis, Mel Brooks y los hermanos Zucker, por solo mencionar a los más importantes de sus respectivas épocas. El último gran cómico judío del cine, Woody Allen, y el último gran cómico judío de la televisión, David Larry, se unen aquí para presentar una comedia ingeniosa y aguda, con una rara mezcla de odio por la humanidad y gusto por la vida.

No es la gran comedia del director de Annie Hall, ni tiene el atrevimiento propio del creador de Seinfeld o de su popularísmo programa Curb your enthusiasm, pero sí es una juguetona cinta llena de guiños y de planteamientos inteligentes, más parecida a lo que hace décadas se le veía al director neoyorkino y un poco distante de esas salidas en falso, dramas maduros y “humor serio” que se le ha visto en los últimos años.

La razón de este cambio de tono tiene que ver con que, efectivamente, la base del filme es un guion que Woody Allen escribiera a mediados de los setenta. Tal vez ahí radica la explicación de ese juego contradictorio que define a su protagonista: un hombre mayor que se bate cada día contra la especie humana (algo más afín con el Woody setentón que la dirigió y con el cinismo de Larry que la protagoniza), pero que se mantiene bien dispuesto para aceptar y –a regañadientes- disfrutar lo que sea que le depare la vida.

La relación entre un hombre mayor y una joven vuelve a ser el planteamiento que mueve un relato de este director. No obstante, en esta cinta la diferencia de edad (acentuada por la enorme diferencia de sus personalidades), no es motivo de conflicto como en otras de sus películas, sino que, justamente, es lo que da lugar a situaciones cómicas y a esas agrias y deliciosas diatribas de este hombre que “estuvo a punto de  ganarse el Premio Nobel” y que le habla a la cámara para mayor desconcierto del espectador.

Y cuando parece que se está agotando esa dinámica del contrapunto entre el genio y la bruta (enfrentamiento planteado en clave de inofensiva pero graciosa caricatura), entran un par de inusitados personajes que refrescan ese juego de contrastes en torno a la sofisticación de los habituales habitantes de Manhattan y los palurdos de la llamada “América profunda”. Además, con esto nuevamente Woody Allen arremete contra esos coterráneos suyos que alcanzan la imbecilidad por sus prejuicios.

Sin ser una de sus obras maestras, de todas formas esta película tiene todo eso por lo que muchos abrazamos complacidos y fascinados el cine de Woody Allen hace ya décadas (!): un personaje neurótico con el que no nos identificamos totalmente pero que comprendemos y nos divierte, una lúcida y sardónica visión del mundo, la ingeniosa crítica a la condición humana y el humor estimulante que hace reír con la boca y con el intelecto.


Medianoche en París, de Woody Allen

Todo tiempo pasado fue mejor

Por: Oswaldo Osorio


“Amo París cada momento, cada momento del año. Amo París porque mi amor está aquí.” Así termina la popular canción de Cole Porter. Pero según esta película, el amor de Woody Allen, más que por una mujer, es por la ciudad misma. Porque esta cinta es una carta de amor, del aún lúcido y genial director neoyorkino, a la Ciudad Luz y a su tradición como centro e inspiración del arte y la vanguardia.

Tal vez esta sea la más intelectual de su ya intelectual obra. Esto al punto de exigir, para su más pleno disfrute, conocer toda la movida artística e intelectual que se diera en esa ciudad durante la década del veinte. Scott Fitzgerald, Hemingway, Dalí, Gertrude Stein, Picasso, Buñuel, Man Ray, T.S. Elliot, y hasta el mismo Cole Porter, y sus respectivas obras, son los referentes que conforman la mitad de  sus escenas y determinan muchos de los giros del argumento.

La premisa de la historia apunta hacia aquel lugar común que dice que todo tiempo pasado fue mejor. Y esa idea parece tener argumentos de mayor peso cuando se aplica al arte. Esa conjunción de genios en el París de los veinte no puede verse como menos que una edad de oro del arte. Pero lo sería más el París de la Bella Época, y más aún la Florencia del Renacimiento. Al punto de pensar que el arte está en decadencia, que se acabaron los momentos de grandeza de la humanidad. Esa grandeza ahora parece estar solo en la ciencia y la tecnología.

Por otra parte, de nuevo Allen recurre a la lógica fantástica para crear una doble realidad. Un recurso óptimo para reflexionar sobre nuestro mundo, nuestro tiempo y la identidad personal. El paso de una realidad a otra del protagonista le da la posibilidad de comparar y contrastar, porque una realidad, la ideal, revela las carencias y desperfectos de la otra, la real. Tal experiencia, por supuesto, cambia su perspectiva del mundo, de su arte y del amor.

Estas comparaciones que puede hacer el protagonista resulta el argumento perfecto para que el director, nuevamente, se ensañe contra la estupidez del estadounidense medio, contra su moralismo, mal gusto y superficialidad, esto frente a los valores casi contrarios de Europa, en especial de Francia, y más si es la del pasado. El contraste entre el pasado y el presente, y entre un país y el otro, es la mejor forma para el director dejar claros sus planteamientos.

Pero, luego de lo dicho aquí, no se debe pensar que se trata de una cinta cerebral y aburrida. Esta reflexión sobre temas artísticos e intelectuales está cruzada por el amor, de no ser así estaría vacía, carecería de sentido. Las dudas y dilemas sobre el amor, el enamoramiento y el romanticismo se hacen presentes en medio de un relato vivaz y divertido, además cargado con la belleza de una ciudad (y su luz) que está pensada como la verdadera protagonista de la historia.

París, el amor, el arte y Woody Allen. De esta ecuación no podía resultar sino una cinta encantadora y estimulante, así como una lúcida y reveladora reflexión sobre esos tópicos, pero sin caer en la exposición rígida y pomposa de un filme intelectualoide. Por eso, no es solo cine, es una pequeña y deliciosa obra maestra.

Conocerás al hombre de tus sueños, de Woody Allen

Amores averiados, repuestos inservibles

Por: Oswaldo Osorio


Una película de Woody Allen siempre es un acontecimiento, más en Colombia, donde los exhibidores en los últimos quince años solo han traído cinco de sus películas, eso a pesar de que el neurótico neoyorkino no deja de realizar un nuevo título cada año. La paradoja de su cine es que siempre es sobre lo mismo (las relaciones afectivas, principalmente), pero también siempre tiene la capacidad y lucidez para decir algo diferente, como en efecto ocurre en esta cinta.

No obstante, hay que aceptar que durante el último decenio la eficacia de su filmografía ha sido más bien irregular, pues se le vieron dudosos títulos como El ciego (2002) o Scoop (2006), pero también sólidas piezas como Match point (2005) o Vicky Cristina Barcelona (2008). Podría decirse que esta nueva película está en un punto intermedio, porque si bien la idea general que propone resulta, finalmente, reveladora en su patética visión de las relaciones conyugales, también es cierto que su desarrollo se antoja poco atractivo y rutinario dentro de su estilo.

Se trata de una película que no habla del amor, sino de las relaciones de pareja, algo que suele confundirse, porque muchas veces son lo mismo pero no siempre coinciden. Y esta historia, específicamente, habla de las relaciones insatisfechas. Entonces, más que de lo sublime del sentimiento, la historia se ocupa de las cuestiones prácticas: dinero, compañía, admiración, realización profesional, edad, etc.

Para dar cuenta de esto Allen construye una trama que ya es recurrente en sus relatos, esto es, presentar dos parejas de las que, a su vez, se desprenden otras cuatro por efecto de infidelidades y rupturas. Es decir, cada uno de ellos, en este caso, se va por su cuenta a buscar “al hombre –o mujer- de sus sueños”.

Pero tal cosa no existe, la vida nos tira a la cara al menos una prueba cada día y, para ajustar, Woody Allen hace toda una película para demostrarnos, en cuadriplicado, que la “pareja de los sueños” es una falacia de algunos meses o años. En cada personaje, cada episodio conyugal y cada historia marital, esta cinta pregona y recalca que el amor se desgasta y se avería. Y más aún, las piezas para su reparación casi nunca están en la relación (y lo que es peor, ni fuera de ella).

Es por eso que este autor se muestra implacable con sus personajes. Parece no perdonarles su renuncia, esa traición a la relación que tenían, aunque ésta ya no tuviera futuro. De manera que al hombre mayor lo muestra como un patético viejo que quiere recuperar su juventud, a su esposa como una pobre mujer que se consuela con embaucadoras adivinaciones, a su hija como una amargada y a su esposo como un hombrecito pusilánime.

Inevitablemente, la solución parece peor que el problema, porque las nuevas relaciones están fundadas en mentiras. Y en esto la película es pesimista con las segundas oportunidades, para lo que propone finales abiertos y penosos. Nada alentador para la vida, pero sí muy acertado como cine… aunque lo uno suela ser sinónimo de lo otro.

Vea más en:

www.cinefagos.net

Ensayos – críticas – cine colombiano – cómics – cuentos de cine


Vicky Cristina Barcelona, de Woody Allen

O el amor insatisfecho

Por: Oswaldo Osorio

altConsterna pensar que cada película de Woody Allen pueda ser su última película. Sobre todo porque lo que más sorprende de su cine es que aún nos siga sorprendiendo, que todavía tenga cosas por decir, esto muy a pesar de sus más de setenta años y cuarenta películas sólo como director. Y es un director norteamericano pero con mentalidad europea, incluso desde hace unos años está haciendo películas en el viejo continente, porque en su país de origen ya no lo comprendían, como a Kubrick y a muchos otros artistas. Y allí en Europa parece que su visión del mundo está más en sintonía con sus personajes y situaciones.

De hecho, la historia que en esta ocasión trae se funda, en parte, en esa diferencia que hay entre ambos mundos y mentalidades, saliendo muy mal librados los estadounidenses, por supuesto. En principio es una comedia romántica como cualquiera, que, como es natural, empieza por el esquema “chico encuentra chica”. Aunque la primera variación sustancial es que introduce a dos chicas, las del título. Y en su presentación se afana por definir la personalidad de cada una de ellas, puesto que es lo que las diferencia, justamente, donde está la propuesta esencial de esta película. 

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