Ruido rosa, de Roberto Flores Prieto

El amor impreciso

Oswaldo Osorio


En ese panorama del cine colombiano definido como una cinematografía de regiones, la Costa Caribe ha tenido un significativo protagonismo y, en los últimos años, ha demostrado una revitalización y el dinamismo perdido desde hace un par de décadas. Esta película hace parte de ese inconfundible paisaje visual y cultural que siempre ha sido marca de identidad de este cine, pero también busca variables a ese imaginario y ponerse al día con ciertos estilos y tendencias de la cinematografía mundial.

Este es el tercer largometraje del director Roberto Flores Prieto, cuya carrera empezó con Heridas (2008), una valiente película que, por primera vez en el cine nacional, aborda el espinoso tema del paramilitarismo sin guardarse nada, por lo cual terminó marginada de casi todos los circuitos de exhibición (Ahora se puede encontrar en la colección Colombia de película). En 2013 realiza Cazando luciérnagas, la historia de un solitario velador de unas salinas planteada en clave de relato contemplativo y reflexivo.

En Ruido rosa (2015) hay algo de esta narración contemplativa, aunque sin el estatismo de la anterior (que lo tenía porque era un imperativo del personaje y su contexto). Y no lo tiene por tratarse de la historia de amor de una pareja de viejos y complementada por algunas subtramas. Es un amor crepuscular, que nace en una calurosa y a la vez lluviosa Barranquilla, entre un técnico de electrodomésticos y la mucama de un hotel venido a menos. Una historia que se inscribe dentro de un esquema recurrente: el encuentro de dos soledades.

Pero no por recurrente es menos eficaz y revelador, aunque no tanto emotivo o expresivo, esto a razón del tono que escoge el director para construir sus personajes, plantear la puesta en escena y desarrollar el ritmo del relato. Es decir, si bien la pareja y su naciente historia de amor se presenta como un elemento sólido y atractivo en términos argumentales y dramáticos, la decisión de elaborar el relato a partir de largos planos que dan cuenta de su soledad y sus dudas, así como el laconismo de los protagonistas, terminan por dibujar un filme distante en lo emocional y cerebral en su concepción.

Tampoco quiere decir que estas características sean un problema, pero definitivamente sí son determinantes para que cada espectador se conecte o no con la trama y sus personajes. Además, aquí es donde aplica esas mencionadas variables de lo que en el imaginario es el cine costeño: cambia el parloteo de sus gentes por la reflexiva parquedad de esta pareja, el feliz paisaje marino por una urbe marginal pero muy fotogénica y el soleado ambiente de siempre por lo que tiene de poético la lluvia.

En este contexto y con tal tono narrativo, se va descubriendo ante el espectador este par de personajes aislados y silenciados por sus años y sus respectivos oficios, y se va descubriendo también el nacimiento de una historia de amor llena de desencuentros e imprecisiones, ya a causa de las circunstancias o de las dudas e inseguridades que cada uno lleva consigo. Es una historia de amor ambigua para el espectador, en tanto resulta tierna y esperanzadora, pero al mismo tiempo incómoda e impedida de una siempre anhelada plenitud.

Esta historia y sus personajes son complementados por una concepción visual que también, por esas variables mencionadas, resulta estimulante y novedosa, incluso yendo más allá: placentera estéticamente. Ese aislamiento, el laconismo, los desencuentros y su condición cercana a la marginalidad, tienen su contrapunto visual en la rica composición de los planos y los colores (como los de un Edward Hopper caribeño) que embellecen y poetizan esos personajes solitarios y meditabundos en medio de unos espacios cuidadosamente ambientados.

Y no es que sea una fría e intelectual cinta (que algo tiene de esto), sino que es una película que se atreve a cambiar unos códigos con que ya teníamos estereotipada una cinematografía. Porque momentos emotivos y profundidad y humanismo en sus personajes sí hay, pero es necesario adaptarse a su ritmo y su mirada, no acosarla ni pedirle lo que no quiere dar.

Cazando luciérnagas, de Roberto Flores Prieto

El ermitaño acompañado

Por: Oswaldo Osorio


El cine colombiano ya no le tiene miedo a los tiempos muertos, a los silencios o a las tramas con argumentos simples. Ya por la fuerte tradición literaria o por la sangre latina hirviendo en medio de este trópico, las películas en este país siempre han hablado mucho, mostrado mucho y pasan demasiadas cosas en ellas. De un tiempo para acá, películas como El vuelco del cangrejo (2010), Porfirio (2012) o La sirga (2012), han buscado cambiar este paradigma.

Esta película de Roberto Flores Prieto también lo hace. Tal vez esto sea influencia del cine europeo o del Nuevo Cine Argentino o simplemente madurez, porque necesariamente se trata de un cine adulto, un cine que arriesgado narrativa y estéticamente, con todo lo que esto implica: en la parte industrial, un distanciamiento del gran público, que le va a dar la espalda o no la va a disfrutar (por más que vaya atraído por la popularidad de un actor más televisivo que cinematográfico, Marlon Moreno); y en lo expresivo, la posibilidad de contar con distintos recursos para decir lo que tal vez de otra forma no se puede decir.

Y es que este es un director valiente haciendo cine. Lo está siendo en esta película con esas decisiones narrativas y formales que tomó en un país como este, donde las comedias populistas en las que hablan mucho y pasan muchas cosas son las que apoya y aprueba el público general y hasta los medios; y también lo fue con su ópera prima, Heridas (2008), la primera vez que una película habla frontalmente del paramilitarismo en Colombia, y lo hizo con la solidez de pulso y la fuerza dramática que el tema exigía, por lo cual terminó marginada por la autocensura de todos los circuitos de exhibición del país.

Con Cazando luciérnagas cambia casi por completo de registro, pues cuenta una historia que podría ser universal y atemporal, porque es una historia intimista y sobre complejos y sutiles sentimientos. Un celador de unas minas de sal a orillas del mar pasa sus días en el silencio de su soledad y con una vida tan simple, por la rutina de un trabajo compuesto por mínimas tareas, que lo tienen al borde del misticismo.

La aparición de una joven, y hasta entonces desconocida hija, cambia ese silencio y esa rutina. Los planteamientos iniciales son conocidos, pues se trata del sujeto externo que llega a desequilibrar un universo y del contraste y choque entre los mundos y percepciones de un adulto y una niña. Tal vez por eso en algunos momentos puede parecer predecible, pero lo importante es lo que el director propone y desarrolla con esos elementos básicos, que en este caso es el juego de emociones y sentimientos, apenas sugeridos, que se empiezan a mover entre estos dos personajes, así como la sutil pero significativa transformación que opera esto en ellos. Tanto al ermitaño como a la niña se les abre un poco más el mundo, por lo que cada uno dejó al otro, incluso sin proponérselo.

Otro protagonista de esta historia es el espacio. El amplio paisaje del mar, las playas y las salinas enfatizan el aislamiento del personaje y es aprovechado desde la concepción visual para crear unas imágenes bellas y expresivas, que tienen como principales cómplices al encuadre y a la luz. Incluso por momentos el relato parece más interesado en desarrollar esa belleza y expresividad que las mismas emociones de los personajes, sobre todo de Manrique.

De todas formas, por esta concepción visual, por la naturaleza de los personajes y el minimalismo de la historia, esta es una película que le exige al espectador una disposición distinta para presenciar una experiencia cinematográfica diferente.