Anora, de Sean Baker

Rape me

Pablo Restrepo

 

Bien reiterada es ya esa discusión de si importa más la forma o el fondo y, aun así, parece que siempre debe volverse sobre ella. Más aún en épocas como la nuestra:  sobrediscursivas y sobreanalizadas. Algunas veces, y no son pocas para nada, la crítica se venga de la belleza a través de la razón. Tal vez porque la primera es obvia y no requiere esfuerzo nuestro el entenderla o disfrutarla. Y esa venganza, exclusivamente retórica, tiene manifestaciones varias. Una de ellas es decir que algo es tan solo aparentemente bello, como si la forma no fuera suficiente mérito, o forma y fondo no pudieran estar íntimamente ligadas. Anora, de Sean Baker, va un paso más allá: construye su gran fondo, también y no solo, a través de la forma.

 

La historia se despacha en pocas líneas: Anora, la stripper más cotizada en un club de Brooklyn (es decir, una profesión en la que solo es valorada por su forma), conoce a Vanya: un encantador joven turista ruso, heredero hijo de millonario (niño en un cuerpo de veintitres años). Luego de ser contratada por este como prostituta en su mansión y compartir, a cambio de quince mil dólares, una semana orgiástica, Vanya le pide casarse con él en Las Vegas. Ella acepta y, tras un breve, brevísimo lapso de ensueño, los padres del ruso se enteran del matrimonio, viajan a Estados Unidos y obligan a que esa decisión sea legalmente anulada. Ambos vuelven a sus vidas de antes. No ocurre mucho más. Contada así parece que en esta película no nada pasó y nadie cambió en nada.

Pero qué escaso y pobre sería el disfrute con el cine, la literatura o el teatro, si se agotaran tan solo en sus anécdotas. Si el spoiler, tan temido en nuestros días, fuera algo de lo que realmente hay que preocuparse. La narrativa no es únicamente historias sino, y sobre todo, cómo estas son contadas. Lo que hace Sean Baker aquí, en Anora, es una declaración sobre su cine, si se quiere sobre el cine independiente, a través de un metraje dónde predomina una forma malvada de planificación de escenas, secuencias y juegos con los géneros.

Justo en su momento más violento, la película se convierte en una comedia y no cualquiera: una física. Vemos a esta mujer de 25 años luchar con toda su humanidad contra dos gigantes de, por lo menos, el doble de su peso, después de que el hombre con que se casó la abandonara y escapara. Más allá de temer por lo que pudiera pasarle, más allá de compadecernos por la humillación y posible violación a la que estaba siendo sometida, más allá de empatizar con la protagonista de la historia; nosotros, la sala de cine en pleno, reímos a carcajadas. Esa disociación que sentimos como espectadores entre lo que pasa y nuestra reacción, nos pone en conflicto moral, una especie de culpa, y es intencionada. Estamos presenciando lo que posiblemente será el momento más traumático, humillante y decadente en su vida, pero el director nos lo presenta como comedia y nosotros mordemos su anzuelo.

Pero ya antes veníamos siguiendo un señuelo. Toda la secuencia anterior, de la semana compartida entre ambos, cae en el cliché de la celebración gringa: glamour, drogas, alcohol y excesos en Las Vegas. Los primeros planos contrapicados de ellos recién casados por el boulevard, que sacan el suelo del encuadre como si flotaran y estuvieran por las luces de los anuncios en el aire todos embriagados, nos sumergen en ese sueño soso de la vida ideal: la princesa que es despertada por un beso a su felicidad. Nosotros, engañados, acudimos a la expectativa de que Ani haya encontrado la salida de su vida marginal, pues también estamos bajo el influjo desde el folletín: pasando desde la telenovela a la gran película rosa de Hollywood, el amor es lo que más atrae, lo que mejor llama, lo que conmueve, y Baker lo sabe, lo utiliza y nos convence.

Todo esto sería tan solo pirotecnia, deseos vanos y caprichosos del director por brincar de un género al otro, si no lo volviera discursivo casi al llegar al último acto y cerrara así la arquitectura de su historia, todo un mecanismo, de manera magistral. Justo antes de entrar al avión, obligado por sus padres, Vanya le dice a Anora: “Es obvio que nos divorciaremos, ¿acaso eres estúpida? Pero gracias porque hiciste de mi último viaje a Estados Unidos algo muy divertido”. Aquí la película se devela como lo que realmente es, un drama. Y no por la desilusión frente al amor, o la humillación de su protagonista, sino porque descubrimos con esas palabras que, al igual que para Vanya, Anora también es para nosotros, hasta este momento, solo una diversión: pura existencia por entretenimiento.

No se nos dice, se nos muestra a través de una serie inconfundible de imágenes, en este punto perturbadoras, que estábamos acudiendo a esta película como voyeurs de una vida marginal en Estados Unidos. Sean Baker, consiente de su papel en el cine independiente actual, hace una reflexión sobre su filmografía y las expectativas que su nueva película generan. Luego de títulos como Scarlet, Tangerine o The Florida Project, al director gringo lo encasillaron como al que retrataba vidas marginales. Y sí, pero más allá de eso, sus búsquedas y preguntas giran en torno a la ternura, la belleza y la lucha por la dignidad. Por lo que decidió, con Anora, entregar justo lo que el público espera y lastimarlo con ello. Un americanizado Agarrando pueblo.

El viaje de Vanya es también el nuestro. Un avión audiovisual que pasa por la comedia física, la acción y el cine rosa de Hollywood (sus géneros más consumidos), para llegar a las vidas marginales de Estados Unidos, en busca únicamente de entretenimiento. Ni a Vanya, ni a sus padres, ni a Toros, y por un manejo ejemplar de la narrativa, ni a nosotros mismos, nos importaba la profundidad de Anora, y por esto de hecho su personaje jamás se desarrolla. Nos acercamos a ella por nuestra diversión, y no solo a ella sino también a todo el cine independiente. La primera escena, un paneo por todas las bailarinas hasta escogerla, es precisamente esto: una muestra de que, así como fue Anora, pudo ser otra, cualquiera, siempre y cuando nos regalara para nuestro entero disfrute su sufrimiento.

Y no se agota en su forma. Los personajes centrales son tan verosímiles y de una dignidad tan conmovedora que la película no naufraga en simples intensiones de significado, sino que hay verdaderas presencias en continua lucha inmediata con la banalidad, el dinero y su humanidad. Anora, interpretada por Mikey Madison, la muy merecedora de sus nominaciones y premios, nos regala, junto a su captor Igor, uno de los diálogos más potentes de las películas de este año. Lo interpela por no haberla violado, por no hacer lo que es común, lo que se espera y ciertamente todos esperábamos. Así como lo común es que desde la industria entremos a la marginalidad tan solo como espectadores y turistas: violadores con distancia de su intimidad.

Cuando todo parece haber regresado a su punto de origen, Anora hace uso de lo único suyo que para el resto tiene valor: su cuerpo, su forma, para darnos un final simple, cargado de significado, como a los que Baker nos tiene acostumbrados. Esa vieja fórmula de abrazarse a la dignidad, en su forma más simple de fragilidad y ternura, bien sea a través una peluca como en Tangerine, el desmoronamiento ante la mejor amiga en Florida Project o la definitiva confirmación a través de las lágrimas que nada volverá a ser como antes con Anora.

La película, finalmente, no escarba en el pasado para construir, pues el juego fue mostrarnos y convertirnos en cómplices del momento que va a hacer de ella, en un futuro, ese personaje complejo que muchos están demandando. Como Ani dejó de ser Ani para ser Anora, y nos plantó a todos en nuestras sillas genuinamente entretenidos, con las camisas empegotadas, llenas de crispetas y pensando: “gracias por hacer de nuestro último viaje a Estados Unidos algo tan divertido”, pero con cierta sensación de culpa, revolcándonos en su amargura que a final de cuentas es tan solo la nuestra.

El proyecto Florida, de Sean Baker

Basura púrpura y rosa

Oswaldo Osorio

florida

El “sueño americano” y su recompensa, la “forma de vida americana”, es solo un suntuoso ideal del que está excluido un considerable sector de la población estadounidense. Los protagonistas de esta película hacen parte de esta exclusión, familias incompletas que tienen viviendas que ni alcanzan a ser casas, solo las habitaciones de un colorido motel en Orlando, no muy lejos de la tierra de ensueño de Disney, con ese castillo de cuento de hadas que representa todo lo feliz y lo fantástico. Continuar leyendo