Megalópolis, de Francis Ford Coppola

Una historia de gladiadores en lamborghinis

David Guzmán Quintero

 

Se habló de que Megalópolis ha tenido la acogida mediática que ha tenido solamente por ser la última película de una leyenda; eso incluye, por supuesto, el que haya sido estrenada en el Festival de Cine de Cannes. Y, en efecto, es una película bastante extraña y cuyas intenciones e intereses no son tan diáfanos. Sospecho, sin embargo, que es una película incomprendida, incluso por mí. Es una propuesta que se queda a medio camino por donde se le mire, lo que tiene sentido en un relato político sobre un mundo que también está a medio camino.

Si uno se fuerza a mirarla desde ese punto de vista, la escena inicial es un buen presagio. Construcciones evidentemente elaboradas con toda la parafernalia digital, así como el paisaje apocalíptico con el cielo moviéndose a una velocidad vertiginosa y un personaje que tiene la habilidad de congelar el tiempo. Opuesto a varios relatos cinematográficos de ciencia ficción de los últimos años, cuya verosimilitud depende en gran medida de los efectos, Francis Ford Coppola no parece muy interesado en que se le crean el cuento. En ese sentido, Megalópolis no se parece a Blade Runner, sino, más bien, a las primeras películas de Godzilla o King Kong, en las que uno debía otorgar esa licencia obligatoriamente.

El universo que se nos propone es totalmente artificial y así mismo Coppola quiere que lo recibamos, pues nos lo recuerda constantemente bien sea mediante unas CGIs “mal hechas” o una propuesta visual que abarca planos aberrantes, efectos vértigo, saltos de eje, contracampo cambiante, etcétera, o con unas puestas en escena performáticas con los brazos haciendo un reloj detrás de Adam Driver o el mismo “poder” de detener el tiempo que aparentemente no cumple ninguna función narrativa. Y esa sensación de sobreestimulación por el exceso de efectos especiales “mal hechos”, de movimientos de cámara alambicados, música grandilocuente y puestas en escena desbordadas, también puede dejar manifiesta una visión de Coppola sobre el cine de hoy y el mundo cinematográfico que está dejando.

Dicho eso, el tratamiento del relato está lleno de tensiones sutiles. La primera es nombrada directamente al inicio, cuando la voz en off dice que no hay mucha diferencia entre la Antigua Roma y la política estadounidense actual. Esto es representado en un universo de ciencia ficción con una música extradiegética que recuerda a las películas de gladiadores y el que los nombres de los personajes principales sean Caesar Catilina (que es la combinación entre el último nombre en latín de Julio César y el de un político romano fallecido en el 62 a.C), Cicero (que es una clara deformación de Cicerón) y Clodio (otro político romano que, en el filme, es Shia LaBeouf en el papel de Javier Milei); cada uno defendiendo su propia visión de progreso y bienestar común. El relato se desarrolla así: entre un universo creado digitalmente y cientos de referencias cinematográficas de todo tipo. De hecho, el personaje de Adam Driver no difiere mucho de aquellos personajes hollywoodenses pre-Michel Poiccard, aquellos pícaros y mordaces generalmente interpretados por Humphrey Bogart.

Si uno entra en el juego de la elucubración e intenta adivinar cuáles fueron las referencias de Coppola a la hora de realizar este relato, estas podrían ir desde John Huston hasta Marvel, pasando por Fellini. Y esto se hace evidente una vez que se menciona a Hitchcock directamente y se roban un plano de una de las últimas entregas de Star Wars.

Entre ese abarrotado marco referencial y las tensiones formales del relato, uno, como espectador, no termina de acomodarse nunca en un mundo que va avanzando quién sabe en qué sentido y en el medio solo hay celebraciones fellinescas con periodistas preguntando cuándo prendiste tu primer porro. Bueno, quizás el relato es mucho más realista de lo que parecía.

Como sea, en resumen, este es un relato que tal vez sea valorado en otro tiempo o por otra audiencia… o tal vez no y prefiramos quedarnos con los Coppola de toda la vida. Sin nombrarlo como un defecto, Coppola hizo un relato no muy consistente, plagado de caprichos y del que uno nunca tiene muy claro el porqué del mismo. Coppola decidió conjugar cientos de elementos al mismo tiempo y el resultado no sé qué tan armónico habrá sido. Claro, teniendo en cuenta que la disonancia también es armonía.