Blade Runner 2049, de Denis Villeneuve

Las lágrimas de los androides

Oswaldo Osorio

bladerunner2049

Es una osadía creativa y un riesgo económico hacer, 35 años después, una segunda parte de una de las películas más emblemáticas de la ciencia ficción y uno de los más grandes filmes de culto de todos los tiempos. En 1982 la cinta de Ridley Scott cambió este género cinematográfico, que andaba en peligro de infantilización con Star Wars, y lo hizo desde su propuesta estética, la complejidad en sus planteamientos éticos y su conexión con el cyberpunk.

Esta segunda parte continúa la historia, veintiún años después, con un cazador de androides (Blade Runner) que no tiene un trabajo tan simple como el de su antecesor, Richard Deckard, quien tenía que “retirar” a cuatro “replicantes” y solo hacia el final vislumbra ese componente humano de estos seres sintéticos, esbozando con ello la cuestión ética de los sentimientos de los replicantes que estaba planteada desde el texto de Philp K. Dick, autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?

En esta segunda entrega, en cambio, de su protagonista, el agente K, de entrada sabemos que él mismo es un replicante y un Blade Runner, entonces en adelante todo es ambigüedad, tanto para para el agente como para el espectador, pues él y los otros seres que no son humanos están cargados de una serie de gestos y necesidades que se mezclan con el automatismo e insensibilidad de su naturaleza artificial.

Pero lo que hace más de tres décadas empezaba ser una reflexión ética novedosa y compleja sobre la inteligencia artificial, ahora sorprende muy poco porque ya estamos harto familiarizados con este tipo de personajes. Incluso, en esta película de Villeneuve, esa ambigüedad del androide con sentimientos termina siendo más bien un confuso comodín que juega con el espectador, pues nunca se establece bien los límites de la combinación humano – máquina, y en ese caso todo vale.

De otro lado, la base de la trama es, en esencia, simple: buscar a un niño que puede ser la clave en esa relación entre humanos y androides. Además, apela al esquema de ponerle perseguidores al perseguidor, y de esta forma mantiene dinámica esa trama y la provee de giros sorpresivos. Y todo esto se desarrolla en ese particular tono propuesto por la primera entrega, que es lo que resulta más atractivo de este título, un tono que tiene que ver con el pesimismo y oscuridad propios de las distopías y de la estética cyber punk, con la música de Zimmer y Fisch  que se inspira en la célebre banda sonora de Vangelis, con la sombría carga de un oficio condicionado por la muerte y, sobre todo, con esa pesadumbre causada por los dilemas de identidad personal y emocional de una máquina que parece un hombre.

De ninguna manera esta entrega es decepcionante frente a esa obra maestra que la precede, y ciertamente propone un giro adicional a esa cuestión ética sobre la inteligencia artificial (ese giro es la naturaleza y la identidad del niño). Pero sin duda ya han pasado muchas películas bajo el puente del primer Bade Runner, que no permiten que este nuevo título sea algo más que un estimulante émulo de aquella fascinante y aún vigente pieza de Ridley Scott.

La llegada, de Denis Villeneuve

Un nuevo lenguaje

Oswaldo Osorio       

llegada

A los contactos extraterrestres en el cine siempre les urge responder una pregunta: ¿A qué vienen? La mayoría de películas la responden rápidamente porque eso les permite definir el tono del relato, muchos de los cuales tienden hacia la trama de acción producto de la lucha contra una invasión hostil. Este filme, en cambio, hace de esa cuestión todo el desarrollo del relato, dejando un poco anegada la narración en un parsimonioso drama que le da vueltas a la misma intriga.

Pero ese planteamiento argumental termina siendo solo una excusa que le permite a la película hablar (o mencionar al menos) de otros temas mayores, como la naturaleza desconfiada y belicosa de la raza humana, la fragilidad de la política exterior de las potencias en momentos de crisis y, sobre todo, lo esencial y trascendental que puede ser el lenguaje y la comunicación para la humanidad y su civilización.

De hecho, este último aspecto es el eje sobre el que gira casi todo en la película: la construcción del personaje principal, la búsqueda de la respuesta a la presencia extraterrestre, las reflexiones científicas y la misma relación entre las naciones con presencia alienígena. Entonces reflexionar sobre el lenguaje y distintos principios y procesos comunicativos termina siendo el elemento de mayor peso y significación de esta historia, sin que tampoco diga mucho muy original o revelador al respecto.

Y es que una característica de toda la propuesta de esta película es que no revela mucho. Se trata de una de esas tramas con un gran misterio (lo que quieren los alienígenas en este caso) sobre el que la narración suelta muy poco. Solo al final del relato da una respuesta rápida, pero elaborada con la complejidad de una explicación que no satisface del todo, y adicionalmente complicada por una estructura narrativa que juega con el orden del relato, aunque hay una muy buena justificación para esto.

De otro lado, las soluciones visuales y de puesta en escena de la película ciertamente resultan originales y con su propio carácter estético y de diseño: Las naves espaciales con su misteriosa austeridad; el lenguaje alienígena, definido con estilización y simpleza; y el mismo aspecto de los extraterrestres, concebido sin facilismos ni (muy evidentes) lugares comunes. Todo contribuye a hacer de esta, al menos en su aspecto estético, una propuesta atractiva y con cierta novedad.

Sin embargo, desde Encuentros cercanos del tercer tipo (Spielberg, 1977), pasando por Contacto (Zemeckis, 1997), hasta El día que la tierra se detuvo (Derrickson, 2008), la historia y protagonista de La llegada (Arrival, 2016) ya se hace muy familiar y recurrente. Más bien es una película un poco pretenciosa, porque parece prometer cosas que en últimas no entrega. Habla de grandes temas y apenas quedan enunciados. Crea una intriga que hábilmente sabe ir incrementando, pero que se desinfla con una explicación final más bien complicada y forzada, contrariando toda la espera a la que somete al espectador.