Vigilando a Jean Seberg, de Benedict Andrews

La actriz y las fuerzas del mal

Oswaldo Osorio

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Para la cinefilia esta actriz estadounidense es un ícono de la Nueva Ola Francesa por su participación en Sin aliento (Godard), para quienes la conocieron fue una actriz inteligente que no se limitó a ser el monigote de los directores y para Hollywood fue solo una estrella menor y fugaz. Es probable que la industria de nuevo se interese en ella para aprovechar la corrección política de hacer algo conectado con el movimiento Black Lives Matters, que está en su cuarto de hora.

Ese oportunismo se debe a que esta joven blanca de Iowa, a finales de los años sesenta, fue simpatizante (y contribuyente) de los movimientos por los derechos civiles de los afroamericanos (entre ellos, las Panteras negras). Por esta razón, el FBI le hizo un minucioso seguimiento y una incisiva y sucia persecución. Este biopic se ocupa de ese periodo y lo hace con la irregularidad de quien parece comprender honestamente el espíritu de esta mujer, pero que también quiere sacarle provecho sin ningún escrúpulo a su historia.

De manera que la película es capaz de poner en contexto a su personaje y dar cuenta de la diferencia con sus demás colegas. Al igual que Jane Fonda, pero sin pertenecer a la realeza de Hollywood, la Seberg se casó con un francés e hizo cine en aquel país, y también trató de utilizar su fama como plataforma para apoyar causas políticas y sociales en las que creía. Toda una serie de elementos que dimensionan su personalidad y que dieron para desarrollar un personaje complejo y con múltiples matices que, sin duda, resultan atractivos para el público y dieron para el lucimiento de Kristen Steward, muchas veces vapuleada injustamente por su supuesta inexpresividad interpretativa.

Por otro lado, está el “malo de la película”, “ellos”, el gobierno reaccionario, representado en el FBI. Sin ninguna sutileza, la película los dibuja como unos villanos autoritarios, machistas, racistas y mezquinos, que hasta patean perritos. El guion trata de matizar este maniqueísmo creando a un agente con una ética diferente, la voz de la conciencia de una sorda y poderosa institución a la que no le importan los derechos de los ciudadanos en su misión de salvaguardar la seguridad nacional.

Pero este personaje intermedio, si bien es eficaz como un segundo punto de vista en el relato, no funciona para librar a la película de su esquematismo en la confrontación entre las dos fuerzas en tensión: la actriz y el FBI. De hecho, su participación, en últimas, resulta lo más denostable de todo el relato, con esa decisión que toma al final frente al conflicto. Esa escena en el bar es complaciente con el espectador y condescendiente con los personajes, un gesto argumental para que todo mundo quede contento y, de paso, para tratar de pagar, de una forma muy ingenua, la deuda histórica que tiene Estados Unidos con esta actriz.

Así que se trata de una película en la que se sorben tanto buenos tragos como desagradables, porque es un relato que, como biopic, alcanza a sintonizarnos con un ser tan libre como atormentado, muchas veces tratado con sensibilidad y sutileza; pero que, por otro lado, se incrusta en un esquema que explota el sensacionalismo que se puede desprender del personaje y su lucha contra perversas y superiores fuerzas.

Mudbound: El color de la guerra, de Dee Rees

Sucios, pobres y con odio

Oswaldo Osorio 

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Cuando los Estados Unidos apenas estaba saliendo de la Gran depresión económica de los años treinta, entró a la Segunda guerra mundial, mientras en regiones como el sur del país se cocía cada vez más ese odio y tensión racial que en menos de veinte años estallaría con violencia. Este es el contexto en el que se desarrolla esta historia de malestar y consternación, protagonizada por dos familias que solo buscan sobrevivir en medio de la guerra, los prejuicios y el barro.

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Detroit, de Kathryn Bigelow

Arde la ciudad

Íñigo Montoya

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Vuelve la directora de Días extraños (1995), Zona de miedo (2008) y La noche más oscura (2012) a tocar temas sensibles de la política y la sociedad estadounidense. Esta vez retoma aquel momento crítico de los disturbios raciales en Detroit durante el verano de 1967, cuando la volatilidad de la comunidad afroamericana que reclamaba sus derechos fue directamente proporcional a la represión y brutalidad policial contra esta comunidad.

La película empieza casi como un documental expositivo, haciendo uso de los medios como relatores de la situación e incluso utilizando imágenes de archivo. Solo más tarde de lo que uno esperaría, empieza paulatinamente a presentar a los personajes de lo que, sin duda, debía ser una historia coral: los policías violentos y racistas (casi de caricatura), un cantante de una emergente banda de soul, un vigilante privado y un grupo de personas que departía en un hotel.

Luego viene una segunda parte que se convierte en el corazón de la propuesta de la directora: la violenta noche en que tres policías golpearon y torturaron sociológicamente a un grupo de afroamericanos y dos jóvenes blancas, y asesinaron a tres de ellos. La tensión dramática de todo este segmento no da respiro y, a pesar de que está lleno de situaciones y salidas forzadas y gratuitas para conseguirlo, de todas formas funciona como una cruda y directa forma de dar cuenta de la represión, discriminación y violencia con que las autoridades trataron a esta comunidad.

Un tercera parte sería el juicio a los policías, con el cual se da la validación de que se trataba de un sistema y un tiempo tremendamente arbitrarios e injustos para con los negros estadounidenses y la lucha por sus derechos civiles.

Una película excesivamente larga y predecible en cada momento, no tanto en lo argumental, pues en general se sabe lo que pasó en este momento histórico, sino sus recursos dramatúrgicos y de acción. Un relato de una blanda solidez que se alarga y le falta concreción en sus premisas, conformado por una serie de situaciones que están ahí para que la película diga lo que tiene que decir, no como partes orgánicas de un relato consistente y bien articulado.