Hilo de retorno, de Erwin Goggel

La vigencia de un relato

Oswaldo Osorio

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No es posible hablar de esta película sin referirse a Retratos en un mar de mentiras (Carlos Gaviria, 2010), pues se trata de una nueva versión que comparte un material base y propone algunos cambios, unos más sustanciales que otros. Aunque un espectador que no tenga fresco el recuerdo de la primera puede que crea estar viendo la misma película, lo cierto es que sí es evidente esa diferencia de miradas que hace más de una década llevó a la decisión entre director y productor de hacer cada uno su propia versión.

La historia de Gaviria da cuenta del viaje de dos primos desde Bogotá a un pueblo del Caribe, luego de la desmovilización de los paramilitares, para reclamar las tierras de las que su familia fue desplazada. La falacia de este proceso está en el centro de ambas versiones, pues lo más concreto de esta historia es su denuncia de esa violencia que permanece arraigada en los campos de Colombia luego de estos acuerdos, ocurrió entonces con los paramilitares y sucede ahora con las FARC.

Esta vez aparece Goggel como director, su película dice que está basada en un guion original de Carlos Gaviria y las diferencias más importantes que propone son dos: la primera, es el énfasis que hace en el punto de vista de la joven Marina (Paola Baldión) y le resta protagonismo a su primo Jairo (Julián Román). La consecuencia de esto es un significativo cambio de tono del relato, el cual resulta más serio e introspectivo, recalcado por las reflexiones en off de Marina, así como por la música, ahora de Santiago Lozano, más sosegada y evocadora.

La segunda, es un poco más espinosa, porque puede poner en cuestión el sesgo ideológico que cada director le quiso dar. En Hilo de retorno, en principio, se hace más evidente la relación de esta familia con la guerrilla, razón por la cual fueron asesinados y desplazados por los paramilitares. No obstante, en unas escenas adicionales del final, Marina, entre gritos, cuestiona esa relación. Pero, pasando por encima de matices, es posible pensar que violencia es violencia y que las víctimas siempre van a ser esas que están entre el fuego cruzado de los actores armados. Esa ha sido la historia de este país durante décadas y el cine nos lo recuerda constantemente.

Tal vez lo que le pesa más a esta versión es que, luego de once años en que el cine nacional ha incrementado el nivel en su factura, a estas imágenes se les nota el paso del tiempo. Pero de todas formas, se agradece la segunda oportunidad que tiene esta historia, la cual mantiene la fuerza y vigencia de las premisas que propone acerca de la violencia y el conflicto en Colombia, independientemente de los cambios entre la una y otra.

Relatos de reconciliación, de Carlos Santa y Rubén Monroy

Un país lleno de víctimas

Oswaldo Osorio

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El conflicto colombiano no se ha narrado lo suficiente, mucho menos la realidad de sus víctimas. Es tal la dimensión de más de medio siglo de violencia y despojo, que todo lo que se ha dicho, al menos en el cine, sigue siendo apenas la superficie de una complejísima y dolorosa historia, la cual ha sido padecida, sobre todo, por los habitantes del campo. Esta película, con su diversidad de voces, contribuye al conocimiento de esa verdad, y además lo hace desde la riqueza plástica y simbólica de la animación que propone.

Pero Relatos de reconciliación no solo es un largometraje documental, también es una creación transmedia (https://www.relatosdereconciliacion.com/), un proyecto de investigación social y una inmensa obra colaborativa. 150 realizadores, la mayoría de ellos jóvenes artistas e ilustradores, son dirigidos por Rubén Monroy y el reconocido artista y animador Carlos Santa (El pasajero de la noche, Los extraños presagios de León Prozak). Son dieciséis relatos que el espectador visualiza a través de una rica y bella diversidad de estilos y técnicas: 2D, 3D, rotoscopia, pintura animada, animación de arena, stop motion, pixilación, entre otras.

Solo por esta propuesta estética ya es una película única en la filmografía nacional. Pero lo más importante, es que no se trata simplemente de una ilustración de las historias originadas en estos testimonios, o de la redundancia de la imagen con el relato oral, sino más bien de una expansión de esos personajes, espacios y acontecimientos. La imagen sugiere, denota, crea asociaciones, metáforas y simbolismos, de manera que la experiencia del relato es, además de la información o sus distintas historias, un juego de relaciones conceptuales e ideas visuales que dimensionan esas vivencias y su contexto.

Lo que más sorprende de esta película es que, por más que se hayan escuchado esos brutales testimonios sobre masacres, asesinatos, desplazamientos, violaciones y desapariciones en medio del conflicto colombiano, cada nuevo relato sigue impactando y sumando matices e implicaciones a la crueldad de la singular guerra de este país. Los dieciséis relatos son de víctimas, unas ya resilientes, muchas otras sin aceptar la idea de que deben perdonar y algunas más todavía en proceso de entender lo que les ocurrió.

Varias de estas personas (que en su calidad de víctimas la mayoría son mujeres) tienen en común su trabajo como líderes y activistas, así como el entendimiento y racionalización del conflicto y de las oscuras relaciones de poder que se entrecruzan en Colombia. Por eso hablan con una lucidez que, la más de las veces, no consigue ocultar su indignación y rabia, porque esa lucidez se combina con la emotividad de quien ha obtenido ese conocimiento de la peor de las formas.

En este sentido resulta reveladora esta película, pues una cosa es escuchar sobre los oprobiosos episodios del conflicto y otra es descubrir los distintos puntos de vista y miradas con que estos desafortunados protagonistas los asumen y explican. Además, aquí se tiene la oportunidad de elaborar el contraste entre los dieciséis testimonios.

De manera que esta película, aparte de ser una estimulante cátedra y catálogo de animación cinematográfica, es también la memoria del dudoso estado de derecho de esta dudosa nación, la revelada triste realidad de sus víctimas y la constatación de una guerra que pudo haber terminado, pero que, en cambio, un imperdonable sector del país buscó su prolongación.

El silencio del río, de Carlos Tribiño Mamby

La violencia que flota inerte

Oswaldo Osorio

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El río de las tumbas es una de las películas más importantes de la historia del cine colombiano, en ella, Julio Luzardo, su director, da cuenta de uno de los principales gestos que define las muecas de la violencia de nuestro país: los cuerpos de las víctimas que son arrojados a los ríos y la advertencia que hacen a la gente que, con miedo e impotencia, los ve pasar a lo largo de las riveras. Continuar leyendo