Conclave, de Edward Berger

Chisme Sacrosanto

Miguel Ángel Cadavid

 

Desde el Young Pope, de Sorrentino (2016), no experimentaba esa particular sensación de curiosidad y fascinación que provoca la exagerada parafernalia en la clandestinidad de la iglesia católica. Berger, a diferencia del cineasta italiano, utiliza este marco estético no tanto para satirizar la cultura pop a través del filtro religioso, sino para colar un whodunit edulcorado con una modesta crítica social, que no por recurrente deja de ser relevante.

Si el acercamiento a la narrativa resulta seductor, es debido a la manera en cómo se presentan las interacciones entre el grupo de clérigos recluidos. En Conclave, toda la atención del espectador se focaliza en la enorme curiosidad por saber qué maldad este le hizo al otro, o qué hizo este para que el otro actuara de esta otra forma. Y aunque pueda parecer que mi escueto parafraseo está banalizando el modus operandi de la diégesis, la realidad es que el chisme nunca ha sido una actividad especialmente noble. Es esto a lo que se refería Laura Mulvey cuando increpaba a los cinéfilos de ser Peeping Toms y a las salas de cine de ser ambientes propicios para el exhibicionismo de mundos privados.

A partir del momento en el que las puertas y ventanas de acero comienzan a descender de la mano de un no-tan-sutil soundtrack, los espectadores también nos vemos secuestrados en el Vaticano con una sensación de claustrofobia que solo puede ser equiparada por la tensión de una descarnada lucha burocrática. El guion que da lugar a esa guerra, a la que se refiere desesperadamente el personaje de Bellini, logra su cometido al proporcionar una discusión acerca de cuál es realmente el propósito de la iglesia católica en la actualidad, aunque sacrificando, en el camino, una parte de la matización en sus personajes principales.

Por más que sus pretensiones puedan pecar de obvias, Conclave es una película consciente de sí misma. La providencia, literalmente, manifiesta los puntos de inflexión en la trama. Es por eso que el tercer acto se genera a partir de un acontecimiento totalmente ajeno a lo que venía sucediendo al interior de la contienda. La grieta que deja el atentado terrorista en una de las ventanas picadas, proporciona finalmente claridad a los sacerdotes embelesados con los rayos de luz que iluminan el Juicio Final de Miguel Angel, como si se tratara del mismísimo espíritu santo intercediendo en los votos de una democracia que, hasta ese momento, estaba manchada por un proselitismo narcisista.

A pesar de que la película haga méritos de titularse “San Benitez”, es necesario entender que no por evidente y puritano, el discurso del sacerdote/sacerdotisa debe perder validez. En los últimos años, la iglesia católica se ha visto encerrada en una encrucijada ideológica sin precedentes, en la que el debate sobre lo que realmente significa ser cristiano ha sido cuestionado más que nunca a causa del extremismo político. El corto monólogo que inicia con la pregunta: “¿What do you know about war?, es más grande de lo que en realidad plantea, pues no solo representa la disputa interna entre servir a un ideal y servirse a uno mismo, sino que propone un genuino replanteamiento en cuanto a la implicación religiosa en un mundo contaminado por la plaga de la retribución y la desemejanza.

No es un capricho que el papel de la mujer durante un gran porcentaje del metraje se vea minimizado. Su sumisión en ese sistema patriarcal las relega a un silencio que se vuelve estruendoso de repente, cuando el desenlace se revela con una espectacularidad proporcional a la cámara lenta utilizada en el plano de la explosión al interior de la capilla. Las ideas finales que expresa Berger a través de la tortuga volviendo a su hábitat natural en manos de Lawrence, o las cocineras saliendo por la puerta trasera mientras comparten el sagrado chisme, es una muestra de la envidiable habilidad del cineasta alemán para manifestar reflexiones colosales a través de un lenguaje visual sencillo y prolijo; habilidad que, por otro lado, suele ser erróneamente menospreciada por los amantes de las conjeturas rebuscadas y el esnobismo exasperante.

Conclave es un ejercicio de suspenso impecable, con un ritmo rápido y unos planos que se adhieren a la retina a través de una fotografía meritoria de su nominación al Oscar. Una obra seria y sin innecesarias pretensiones, que se cuestiona y duda para mantener el misterio como su protagonista; y lo mejor de todo, que cuenta el chisme más interesante del año.

 

La pasión de Gabriel, de Luis Alberto Restrepo

Pastor de ovejas negras

Por: Oswaldo Osorio

Si alguien como el padre Gabriel no puede salvar a Colombia, o por lo menos a uno de sus pueblitos, entonces las esperanzas de que este país solucione sus problemas son cada vez más ilegibles. Nuevamente la ficción en el cine colombiano retoma ciertas circunstancias de la realidad, hace su versión y reflexiona sobre la compleja red de causas y actores que intervienen en el conflicto nacional. Y nuevamente Luis Alberto Restrepo plantea, con lúcida sencillez, su mirada a esa guerra que se libra en los campos y sus devastadoras consecuencias para el país.

Ya lo había hecho en La primera noche (2003), su ópera prima, una película que, con descarnada elocuencia, ponía en evidencia el fuego cruzado en medio del cual viven los campesinos colombianos, así como la más nefasta de sus consecuencias, su desplazamiento hacia un oscuro futuro en las ciudades.

Con esta nueva película complementa este enunciado y mantiene el pesimismo sobre las trágicas salidas por las que siempre opta la problemática del país. Si en La primera noche el desamor fue el conflicto íntimo a partir del cual se articuló el otro conflicto más amplio, el armado, en esta otra película el conflicto íntimo que lo articula es el apasionamiento de un sacerdote por los distintos aspectos relacionados con su vida: apasionamiento ante la injusticia social, la corrupción política, la obtusidad de la iglesia y por el amor de una mujer.

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