Cine colombiano en 2015

Solo falta formación de público

Oswaldo Osorio


Un año más y el cine nacional sigue en su progresión ascendente en casi todos sus aspectos, salvo en el del respaldo del público. Los treinta y seis largometrajes estrenados en 2015 (ver lista al final) son el reflejo de una cinematografía saludable, de calidad, heterogénea y con mayor visibilidad internacional. Esta situación era impensable hace quince años, cuando apenas se estrenaba un promedio de dos películas anuales y los filmes significativos escaseaban.

Es importante resaltar que no todas estas películas fueron respaldadas por el Fondo para el Desarrollo Cinematográfico, sino que son también el resultado de un dinamismo y experiencia que ha ganado la producción nacional. No obstante, hay que reconocer que esto no se hubiera logrado sin todo lo que ha permitido en estos últimos trece años la Ley de cine, la cual ha estimulado la producción, la formación de profesionales y un ambiente propicio para el crecimiento y desarrollo del gremio.

El logro de mayor resonancia este año fue la participación de tres películas en el prestigioso Festival de Cannes: El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra), La tierra y la sombra (César Acevedo) y Alias María (José Luis Rugeles). Son tres cintas que dan cuenta de las búsquedas narrativas, expresivas y temáticas en que andan los directores colombianos. También es cierto que son un indicio del tipo de cine que esperan en el exterior –festivales y críticos específicamente- que los colombianos realicen.

Junto a estas películas se pueden mencionar otras que también reflejan esas búsquedas, como Ruido Rosa (Roberto Flores Prieto),  Gente de bien (Franco Lolli), Ella (Libia Stela Gómez), Suave el aliento (Augusto César Sandino), Antes del fuego (Laura Mora), Siempreviva (Klych López), Violencia (Jorge Forero), ¡Qué viva la música! (Carlos Moreno), Las tetas de mi madre (Carlos Zapata). Todas estas son obras que hablan de un cine vital e inquieto por explorar el lenguaje cinematográfico, un cine reflexivo y que tiene con qué trascender en el tiempo, independientemente de que en su momento estos títulos fueron vistos por menos de cincuenta mil espectadores, en la mayoría de los casos por menos de diez mil.

En contraste, el cine comercial y de consumo, en especial las comedias, se mantiene cumpliendo con su función de entretener y crear industria, porque el cine es eso, arte e industria, y tan importante es ir a Cannes como hacer taquilla con algunos filmes nacionales: Se nos armó la gorda 1 y 2 (Fernando Ayllón), Pa (Harold Trompetero), El cartel de la papa (Jaime Escallón), Güelcom tu Colombia (Ricardo Coral), Uno al año no hace daño 2 (Juan Camilo Pinzón).

Si bien una de las quejas constantes es la poca solidaridad de los exhibidores con el cine nacional, sobre todo por el poco tiempo que permanecen las películas (casi siempre una sola semana), se les tiene que reconocer esos treinta y seis títulos a los que le abrieron espacio, incluso entre los cuales hay siete documentales, un tipo de cine menos comercial todavía. Así que hay buen y bastante cine, también espacios de exhibición, lo que falta es mayor formación del público, para que los colombianos quieran ver más cine colombiano.

Se nos armó la gorda, de Fernando Ayllón

Ruido Rosa, de Roberto Flores Prieto

El elefante desaparecido, de Javier Fuentes-León

Corazón de León, de Emiliano T. Caballero

Reggechicken, de Dago García

Todos se van, de Sergio Cabrera

Shakespeare, de Dago García

La rectora, de Mateo Stivelberg

El viaje del acordeón, de Rey Sagbini & Andrew Tucker

El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra

El último aliento, de René Castellasnos

Pa, de Harold Trompetero

Gente de bien, de Franco Lolli

Ella, Libia Stela Gómez

Carta a una sombra, de Daniela Abad

El cartel de la papa, de Jaime Escallón

Mambo Cool, de Chris Gude

La tierra y la sombra, César Acevedo

Güelcom tu Colombia, de Ricardo Coral

Se nos armó la gorda al doble, de Fernando Ayllón

Antes del fuego, de Laura Mora

Un asunto de tierras, de Patricia Ayala

Monte adentro, de Nicolás Macario Alonso

Colombia magia salvaje, de Mike Slee

Vivo en el limbo, de Dago García

Suave el aliento, de Augusto César Sandino

Siempreviva, de Klych López

Alias María, de José Luis Rugeles

¡Qué viva la música!, de Carlos Moreno

Violencia, de Jorge Forero

Las tetas de mi madre, de Carlos Zapata

Porro hecho en Colombia, de Adriana Lucía

Refugiado, de Diego Lerman

Parador húngaro, de Aseneth Suárez Ruiz, Patrick Alexander

Detective marañón, de Salomón Simhon

Uno al año no hace daño 2, de Juan Camilo Pinzón

Las burbujas del cine colombiano

Oswaldo Osorio

Actualmente no se pueden hacer juicios categóricos acerca del cine colombiano, su heterogeneidad en términos de propuestas de producción y diversidad temática no lo permiten. Por esta razón,  también es muy difícil definir la cinematografía nacional como un todo o una unidad, a lo sumo es posible hablar de unas constantes y tendencias, las cuales apenas coinciden parcialmente con lo que el imaginario colectivo piensa que es el cine del país, porque solo hay una verdad categórica en este tema: el público colombiano no conoce realmente el cine nacional. Conocerlo bien, y esto solo se refiere al menos a ver la mayoría de películas estrenadas, ni siquiera alcanza a ser cosa de cinéfilos o público afín, como estudiantes de audiovisuales o universitarios en general, por ejemplo; eso parece más bien un asunto restringido a iniciados.

A mediados de la primera década de este siglo casi todo el mundo estaba convencido de que el cine colombiano estaba suturado de películas relacionadas con el conflicto y el narcotráfico. Era una impresión equivocada y que fácilmente podía ser refutada por las estadísticas, pues tenía asiento en ese desconocimiento del público y en la presencia constante, eso sí, de estas temáticas en la televisión. Esa idea se ha acomodado en todos esos espectadores analfabetas de nuestro cine y en los últimos años se ha convertido en una falacia mayor,  pues ha sido evidente el distanciamiento que de la conflictiva realidad del país ha tomado el grueso de las más de sesenta películas estrenadas en los últimos tres años.

Podría pensarse que es una timorata reacción ante ese infundado hastío del público. Por eso, ahora esas películas, si acaso, son una cuarta parte de la producción nacional. No obstante, sigue siendo el cine más interesante en sus propuestas cinematográficas, incluso todavía falta mucho para que se torne repetitivo, lo cual solo evidencia que el tema no solo no está agotado, sino que hay aspectos que no se han abordado nunca o apenas muy poco, el paramilitarismo, por ejemplo, o la vida al interior de la guerrilla, o la corrupción política, o las llamadas bacrim (bandas criminales).

Contrario a esto, resulta significativo el número de películas que se van a las antípodas, esto es, hacia la comedia populista y los temas ligeros. Si bien es un cine necesario en cualquier cinematografía, suma casi un tercio de la producción, y con el agravante de que muchas de estas películas tienen una construcción y una concepción visual más televisivas que cinematográficas. Entonces es como decir que el público a lo que está respondiendo más -porque también es el segmento con mayor taquilla- es a la posibilidad de ver televisión en las salas de cine.

Adicionalmente, son las películas que están inflando las estadísticas y, aunque la asistencia al cine colombiano sigue siendo en un porcentaje bajo en la taquilla general (alrededor de un cinco por ciento), realmente los espectadores colombianos no están viendo tanto el cine de mayor valía y el más significativo, tampoco el cine del conflicto o el premiado en festivales, sino estos productos de consumo que están más cerca de la televisión y que son de usar y tirar. Esto parece una verdad obvia, pero lo que se reclama aquí es, no tanto que el público asista más al cine comercial, lo cual es apenas natural, sino que sean tan invisibles aquellas películas que son más relevantes, una situación de la que solo se salvan algunas con galardones de cierto prestigio, lo cual no necesariamente significa un éxito en la respuesta del público.

Colombia independiente

Pero tampoco hay que caer en la falacia contraria, la de creer que el cine colombiano ahora se ha reinventado y renacido, y que está definido por los estándares del “cine independiente”. Hay que aclarar, primero, que casi todo el cine nacional es independiente, salvo aquellos directores o proyectos que Dago García o algunas otras productoras contratan para hacer un producto pensado para el gran consumo, buena parte de las producciones del  país son autogestionadas y/o apoyadas por el FDC u otros fondos internaciones, los cuales nunca intervienen en la concepción ni el resultado final de una obra. Otra cosa es que, desde el criterio de selección, prefieran cierto tipo de propuestas e incluso induzcan a la formación de unas tendencias.

El entusiasmo de la prensa por la participación de tres filmes colombianos (El abrazo de la serpiente, Ciro Guerra; La tierra y la sombra, César Acevedo; Alias María, José Luis Rugeles) en algunas de las secciones del Festival de Cine de Cannes, así como los galardones obtenidos, visibilizó un poco más la existencia de este tipo de producciones en el país, películas en las que se puede prefigurar a un autor detrás de ellas o buscan ser una manifestación con riqueza cinematográfica e interesada en asuntos como la identidad, el compromiso social, la expresión personal o la reflexión humanista. Películas en alguna de estas vías hay muchas en el país, son las que pervivirán en el tiempo, las referencias obligadas para los nuevos cineastas, pero también las más desconocidas.

El cine colombiano, entonces, oscila entre estas dos tendencias, separadas por su sistema de producción, las intenciones para con la expresión cinematográfica y la acogida del público. En medio, puede haber una serie de películas que consiguen un equilibrio entre esa expresión y el beneplácito del público, lo cual es logrado con mayor facilidad por el cine de género, especialmente el thiller, así se puede constatar en filmes como Roa (Andrés Baiz, 2013) o Amores peligrosos (Antonio Dorado, 2013).

Estas dos vertientes en general coinciden con las principales tendencias que identifica Pedro Adrian Zuluaga en el cine nacional: por un lado, la comedia que prefigura a  “ese país que ríe”; y por el otro, el cine social y realista. Unas antípodas que solo un Felipe Aljure ha sabido conciliar. Son las dos caras de la moneda de la identidad nacional vista por su cine. Porque en últimas, esa identidad parece ser uno de los pivotes sobre los que gira y observa el cine colombiano, independientemente de que el país que quieren representar sea del talante realista de Estrella del sur (Gabriel González, 2013), Los hongos (Óscar Ruiz Navia, 2014) o Ella (Libia Stela Gómez, 2015); o tal vez pasado por los reduccionismos y los distorsionados imaginarios que manejan muchas comedias, como El paseo 3 (Juan Camilo Pinzón, 2013), Uno al año no hace daño (Juan Camilo Pinzón, 2014) o El cartel de la papa (Jaime Escallón, 2015); o las esferas cotidianas e intimistas de filmes como Crónica del fin del mundo (Mauricio Cuervo, 2014) o Gente de bien (Franco Lolli, 2015); aunque también está la posibilidad de deformar o transformar esa identidad con fines poéticos o estéticos, como sucede en El faro (Pacho Bottía, 2014), Mambo Cool (Chris Gude, 2015) o Ruido Rosa (Roberto Flores, 2015).

La contraparte de esa mirada a la identidad está en las coproducciones, que son, en términos generales, películas de buen nivel, algunas de ellas realmente valiosas en lo cinematográfico, pero que de colombianas solo tienen su participación en la producción, por lo que en la mayoría de ellas el componente nacional que se ve en pantalla es apenas un actor casi siempre haciendo de secundario, así sucede en Pescador (Sebastían Cordero, 2013), Deshora (Bárbara Sarasola Day, 214) y Los climas (Enrica Pérez, 2014). Hay otras que se desarrollan en suelo nacional y con temas colombianos, pero con la mirada de un director extranjero y pensada para un público más amplio que estas fronteras, con lo que se pierde un poco de esa identidad y color local: Crimen con vista al mar (Gerardo Herrero, 2013), Ciudad delirio (Chus Gutiérrez, 2014). No obstante, lo importante de este ítem es que las coproducciones han contribuido a dinamizar la industria nacional y permiten la entrada de películas que son más de allá que de aquí, pero que de otra forma no se podrían ver en la cartelera del país.

El público como escollo

Pero retomando el tema desde la producción y la industria, se puede decir que, sin duda, el cine colombiano pasa por el mejor momento de su historia. Tras poco más de una década operando la ley de cine, es posible ver cómo se ha dinamizado la cinematografía nacional de manera progresiva y en casi todos los aspectos: la cantidad de producciones, un mayor -aunque no el ideal- respaldo del público, el nivel de las películas, su participación y triunfos en festivales de categoría, la diversidad de propuestas y una mayor -aunque limitada en el tiempo- presencia en la cartelera nacional.

El punto en que se encuentra actualmente el cine colombiano es tan bueno, que hay el riesgo de que se convierta en una burbuja que en cualquier momento va a explotar, con todo lo que esto implica. Pensando que tal vez no haya una sino varias burbujas, se puede decir que la de la exhibición, si ya no reventó, está a punto de hacerlo o simplemente evidencia señales de porosidad. Mientras al Festival de Cine de Cartagena llegan más de sesenta películas listas para iniciar su ciclo de exhibición, la cartelera apenas si puede estrenar menos de treinta, eso en una cifra histórica y dejando las películas, muchas veces aun teniendo buena asistencia, apenas una semana en la marquesina. Es improbable que aumente mucho más ese promedio de dos películas colombianas al mes en la cartelera. ¿Qué será entonces de todos esos títulos que no alcanzan las salas de cine? ¿Tendrán que buscar otros circuitos de exhibición? ¿Cuáles son esos circuitos?

Otra burbuja puede ser la de los festivales, que si bien la constante posición de los directores es decir que no conciben sus proyectos pensando en estos, es innegable que las tendencias que ellos imponen terminan filtrándose en los procesos de creación. El cine reciente ha dejado el listón muy alto en ese sentido, por eso el sueño de un director ya no es terminar su película sino llegar a Cannes. Pero además, los festivales y las convocatorias, sobre todo los festivales europeos, ya tienen definida una agenda estética y temática para los cines de América Latina y regiones similares, una agenda donde el conflicto, la marginalidad y, en menor medida, el exotismo, son los parámetros que predominan en su curaduría.

Y así, se podrían seguir enumerando las ventajas y desventajas de un momento sin igual de la cinematografía colombiana, el cual debe verse, más que como una simple bonanza, como el resultado de un esfuerzo y planificación de los distintos agentes del cine nacional. Pero este momento tiene un gran escollo que determina otros procesos: el público. A pesar de que esos esfuerzos también han ido encauzados hacia la formación de públicos, esa es una tarea más compleja y de muy lentos efectos. De todas formas, no hay que olvidar que no es solo un problema de Colombia, pues lo padecen hasta los países europeos, y más ahora en la era de la imagen digital, que ha permitido a la gran industria del cine imponerse con mayor eficacia sobre cinematografías nacionales o alternativas, como el cine colombiano, que por más que hable de identidad, los espectadores del país tienen mayor empatía con los héroes del cine de Hollywood.

Alias María, de José Luis Rugeles

La ley del monte

Oswaldo Osorio


En medio de las polarizadas opiniones que despierta el proceso de paz llevado a cabo entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC, es muy relevante entender el conflicto desde todos los puntos de vista posibles y con la mirada casi siempre lúcida del cine. Este filme aporta su visión desde un ángulo muy específico y revelador: la vida al interior de la guerrilla y el rol que desempeñan las mujeres y los menores de edad en su modus vivendi y su jerarquía.

María, su protagonista, tiene además ambas condiciones, pues se trata de una joven de trece años que ya parece tener una considerable experiencia en filas, por lo cual le es encomendada una misión, junto con otros dos guerrilleros y un niño más: trasladar al bebé del comandante a otra zona menos peligrosa, aunque cruzando territorios muy riesgosos para ellos.

Como toda película sobre la guerra, esta es un alegato contra ella. Pero aquí la crueldad del conflicto se potencia con esa doble condición de la protagonista, una mujer adolescente que la historia sugiere claramente que no está allí por su propia voluntad. ¿Qué niño dice que quiere ir a la guerra? Por eso el reclutamiento infantil parece ser el principal cuestionamiento de esta película frente al conflicto colombiano. Claro, eso hasta que conocemos mejor a María, la condición de la mujer al interior de las filas y a lo que se exponen si quedan en embarazo.

La paradoja de cuidar al hijo del comandante y tener que ocultar su embarazo porque ella no tiene los privilegios de la mujer de aquel, no solo habla de las desigualdades al interior de un movimiento que empezó siendo de línea socialista, sino que es la motivación de María para renegar de su condición y del estado de cosas al interior de la guerrilla.

Pero tal vez lo que más fuerza tiene en este personaje es esa aparente oposición entre su actitud siempre apocada y temerosa frente a su deseo libertario y todo lo que está dispuesta a hacer para conseguir librarse de aquella desventajosa situación. Esa oposición hace su apuesta por definir a una buena parte de los guerrilleros que se encuentran en filas, muchos de ellos reclutados desde niños y, por tal motivo, condicionados por el implacable sistema jerárquico y por la leyes de la guerra, pero al mismo tiempo, con el secreto deseo de tener otra vida, de haber tenido la oportunidad de elegir el tipo de existencia que hubieran querido.

El relato es un sofocante recorrido por la selva que sabe introducir al espectador, con los recursos del cine, en una atmósfera permanentemente amenazante y hostil. No solo por los enemigos que el grupo con el que anda María se encuentra en el camino, sino también por el inhóspito paisaje, el apabullante zumbido de la selva, las precarias condiciones para dormir y esa cámara siempre “encima” de María, registrando de cerca su sudor, su angustia y desesperación.

Aunque se trata de una historia con unas situaciones y giros que de por sí ya son envolventes, así como  significativos en términos de lo que el director quiere decir sobre y el tema, su mayor virtud está en la forma como construye a su protagonista y las relaciones que establece con los demás. Es por medio de este recurso que la película hace su mayor denuncia y establece la lógica de valores que rigen a estas personas atrapadas en el conflicto, unos valores que oscilan entre rangos extremos, desde la mayor crueldad y arbitrariedad, hasta los más honestos gestos de bondad y solidaridad.

¡Qué viva la música!, de Carlos Moreno

Rauda e irresponsable

Oswaldo Osorio


Una adaptación cinematográfica siempre se va a encontrar en desventaja frente a la obra original, más aún si se trata de una pieza de culto como ocurre con el texto de Andrés Caicedo y su figura misma, como uno de los escritores más queridos y mitificados del país. Es como si el filme de Carlos Moreno haya quedado debiendo desde el principio, por su atrevimiento, como si se tratara de una obra intocable.

Y  efectivamente puede que la película le quede debiendo al libro, pero de entrada, cuando sus realizadores hablan de inspiración y no adaptación, se están desprendiendo de una serie de obligaciones y responsabilidades que son casi siempre exigencia de quienes buscan que el cine calque a la literatura. Pero en este caso, la misma obra y su autor exigían libertad y hasta irresponsabilidad. Por eso la mejor forma de disfrutar esta película es estar más atento a la versión y la mirada que propone Moreno y olvidarse del libro de culto.

La película sigue siendo, por supuesto, el personaje de María del Carmen y su encuentro con la ciudad de Cali, con la música, la rumba y las experiencias vitales. El relato parece episódico y desestructurado, pero podría verse también esto como consecuencia del tipo de personaje y del tono que le quieren dar a la narración: rauda, delirante y ansiosa de comerse al mundo.

También es cierto que con esta propuesta se profundiza menos en la construcción de su protagonista, y que se puede antojar volátil y superficial, pero a la larga esa es la esencia de este personaje, siempre saltando de una cosa a otra, entregada a un hedonismo instantáneo, tan banal como lleno de intensidad. Su periplo por la ciudad y la rumba, y el encuentro con toda una serie de personajes en medio de ello, también conlleva a que el relato sea más sensorial y de estímulos visuales que reflexivo.

Lo reflexivo, con cierto facilismo -pero también cómo no aprovechar los fascinantes textos de la obra- va por cuenta de la permanente voz en off. Entonces el contrapunto entre el texto y las imágenes es la fuerza vital de esta propuesta. Es conocido el talento para concebir imágenes del director de Perro come perro y Todos tus muertos. Hay en su cine una gran capacidad para sacarle provecho a los recursos visuales del lenguaje del cine, creando atmósferas, imágenes llamativas y de impacto sensorial, poéticas y estimulantes.

Este arsenal visual, la descarga sonora por vía del protagonismo del rock y la salsa, así como el ímpetu del personaje y la fuerza de los textos, hacen de este filme una experiencia para aprovechar, no para hacerle reclamos por lo que pudo ser, por un referente de culto, incluso un poco idealizado, que, en últimas, es una obra distinta, que se debe experimentar de forma diferente. Al cine lo que es del cine, y esta película, mirada sin prejuicios, abandonados al espíritu de su protagonista, puede resultar una experiencia cargada de sensaciones e imágenes llamativas y provocadoras.

Suave el aliento, de Augusto César Sandino

De amores cotidianos

Oswaldo Osorio


El aumento en la producción y la heterogeneidad ganada en los últimos años por el cine colombiano ha permitido que, cada vez con más frecuencia, sea posible ver historias intimistas y contadas en clave de un realismo que ya no está determinado por los acontecimientos o conflictos políticos y sociales. Esta película tiene esas características, asumiendo ese intimismo y realismo cotidiano con sencillez y tranquilidad, así como con un particular y atractivo sentido estético de sus imágenes.

Son tres historias relacionadas con el amor y el desamor. Podrían ser tres relatos distintos, pues el hecho de que sus protagonistas sean parientes entre sí no tiene relevancia alguna, en la medida en que cada historia se desarrolla sin depender de las otras. Pero además del tema, también las une el tratamiento visual: un blanco y negro sin mucho contraste, con pálidos asomos de algún color, que contribuye al apagado tono emocional del relato y al nublado estado de ánimo de los protagonistas. Igualmente, hay un cuidado tratamiento en los encuadres, con composiciones que buscan el equilibrio y belleza de la simetría, así como el juego con las líneas y superficies de la arquitectura y los espacios.

La quinceañera embarazada que lidia con el egoísmo de su novio, el apocado hombre que carga con el peso de sus fracasados matrimonios y el amor otoñal de una pareja a la que ya no le alcanza el tiempo para un último acto romántico, son las tres historias signadas por el amor y el desamor, por la inconformidad emocional producto de unas circunstancias adversas. Porque no es que no tengan amor, sino que las condiciones en que lo tienen opacan dicho sentimiento, trayendo como consecuencia una frustración existencial y afectiva que se refleja en el mencionado tono apagado del relato.

Ese tono es el que tal vez no funciona eficazmente todo el tiempo. Parece que, por momentos, el relato hace mucho esfuerzo en dar cuenta de esa muda melancolía y sombrío estado de ánimo de los tres personajes. Así mismo, la intensidad e interés que despiertan las tres historias es desigual, mientras la protagonizada por la adolescente tiende a perderse en el drama recurrente y tantas veces visto en el cine y la televisión; el del hombre resulta original y complejo, aunque el exceso de contención del actor que lo interpreta despierta poca empatía; y finalmente, la historia del par de viejos parece ser la más querida por el director y a la que más cuidado le puso, tanto en su concepción como en su elaboración, pues resulta bella, sutil y emotiva.

A pesar de esto, no parece la ópera prima de un director, porque en esta película hay sin duda una madurez visual y narrativa, así como unas búsquedas en trascender la mera anécdota y dar cuenta de unas emociones y estados de ánimo sutiles y complejos, independientemente de que se desprendan de situaciones cotidianas, de pedazos de vida y del amor, que es lo más común y lo más esquivo del mundo.

Cinéfagos.net, 10 años de mucho cine

Celebramos con nuevo diseño y nuevas secciones


El cine es como la vida y comer cine es alimentarse de ella. Cinéfagos.net ha estado alimentando la cinefagia de sus lectores desde hace ya una década. Un sitio dedicado principalmente a la crítica de cine y especialmente interesado en el cine colombiano, pero también con un amplio contenido complementado con artículos y ensayos, entrevistas, cuentos de cine, cómics, documentos históricos y textos sobre artes electrónicas. El sitio fue creado por el crítico de cine e investigador Oswaldo Osorio, y en él están publicados todos sus textos y producción académica (alrededor de 700 textos).

La página cuenta también con un boletín de crítica de cine semanal que reciben casi 10 mil suscriptores y del que ya van más de 450 ediciones. Además, se encuentra en Facebook: /cinefagos.net y Twitter: @cinefagosne, redes desde donde desarrolla contenidos adicionales de mayor actualidad. Así mismo, la marca Cinéfagos.nettiene un blog en el portal del periódico El Colombiano (www.elcolombiano.com/blogs/cinefagos), en el cual próximamente estarán publicados los textos producidos en laEscuela de crítica de cine, otra iniciativa de Cinéfagos.net.

Para estos diez años  el sitio trae grandes cambios, los cuales fueron posibles con el apoyo de la Beca de realización de publicaciones artísticas periódicas otorgada por el Municipio de Medellín. Entre los cambios está un nuevo, más rico y versátil diseño, así como la inclusión de tres nuevas secciones: una dedicada a la actualidad noticiosa del cine nacional e internacional; otra llamada Cuadro a cuadro, en la que, por medio de un cómic de una viñeta, el cinéfilo Íñigo Montoya hará comentarios sobre el arte y la industria cinematográfica; y un video blog, que inicia en el mes de septiembre, titulado Pregúntale a Íñigo, en el que este estudioso del cine responderá diversas inquietudes sobre toda clase de cinefagias.

Ella, de Libia Stella Gómez

Una mujer es una mujer

Oswaldo Osorio


Esta película se desarrolla en el cruce de dos marginalidades, la de la precariedad económica y la de ser mujer, especialmente marcada por ese contexto de carencias materiales. Paradójicamente, es protagonizada por un hombre, pero es un personaje que funciona más como hilo conductor, casi como una excusa, para poder observar de cerca a varias mujeres y sus adversas condiciones en medio de un mundo violento e indolente, con ellas y con todo.

La niña que es ama de casa y víctima de la violencia doméstica, la mujer dedicada a su esposo y olvidada por su hijo, la madre errabunda que recorre el barrio con la foto de ese muchacho que seguro no volverá a ver, y la mujer solitaria y cuyo único pretendiente es el último hombre con quien cualquiera quisiera estar. Aunque de fondo hay más, es en estas cuatro mujeres que el relato pone su énfasis y lo hace con una mirada tanto comprensiva como condolida.

De hecho, se trata de una historia bastante triste, incluso deprimente, donde los personajes no tienen casi ninguna oportunidad. Pero no por eso es una visión o un tratamiento miserabilista de estos personajes y su realidad. Tal vez esa sea la principal virtud de esta película, que es capaz de hablar de tales carencias y desventuras de una forma honesta y sensible, sin concesiones al sentimentalismo o a la conmiseración.

Probablemente lo que menos funciona es la historia en sí, es decir, la anécdota que articula todo el relato, en la que un viejo deambula con el cadáver de su esposa en procura de darle sepultura. Y es que si bien a partir de dicha anécdota es posible hacer ese mapa de la marginalidad de aquel barrio, de la violencia que hace parte de su cotidianidad y su paisaje, y de aquellas mujeres arrinconadas por ese entorno, muchas veces lo asalta a uno la extrañeza por el rumbo de esa historia y sus situaciones. Es cierto que todo es explicado en su momento, pero para el realismo y la cotidianidad que impera en la propuesta, esa anécdota resulta, si bien no inverosímil, al menos un poco insólita y extrema.

De gran riqueza expresiva y complemento estético para el universo propuesto y los temas tratados es su planteamiento visual. Una cuidada fotografía en blanco y negro acompaña, comenta y comprende aquella áspera realidad, mientras los guiños de color que eventualmente la salpican la ungen de cierto tono poético. Aunque también es cierto que, en algunos pasajes, tanta belleza visual parece contradictoria con tanta fealdad humana. Tal vez sea porque se trata de una película de contrastes, donde el más importante es ese que constata que los peores momentos y las más adversas circunstancias también sirven para sacar lo mejor de las personas.

Gente de bien, de Franco Lolli

La realidad con voz universal

Oswaldo Osorio


La relación del cine con la realidad es un asunto de distancias y miradas. Hay unas películas que se alejan mucho y otras que se acercan lo justo, con todas las posibilidades que pueda haber en medio; en cuanto a las miradas, pueden ser diversas: miradas foráneas, comprensivas, compasivas, recriminadoras  o voyeristas, entre tantas otras.

El cine de Franco Lolli se define por esa distancia y esa mirada. Tanto esta película como sus dos cortometrajes previos, Como todo mundo (2007) y Rodri (2012), tienen la cercanía de quien hace parte de esa realidad, así como la mirada, no solo de alguien que la comprende, sino de aquel que es capaz de recrearla, con sus detalles y matices emocionales, para revelarle un mundo entero y palpable al espectador a través de sus situaciones y personajes.

Ese mundo es el de las relaciones familiares y la cotidianidad de la clase media alta bogotana. Parece una realidad muy cerrada, pero es un medio ambiente suficiente para hablar de la naturaleza humana, las relaciones interpersonales y la visión del mundo de unos individuos y un grupo social, todo lo cual, en últimas, es de lo que siempre habla el cine más significativo.

En Gente de bien (2015), aunque se trata de la relación entre un niño pobre y su padre con una mujer de clase alta y su familia, el entorno en que se desarrolla buena parte del relato es el de la mujer. Por eso el tema que aparece en primer plano es el de las diferencias sociales y el descontento del niño por su situación económica, que es potenciado por el contraste al que es sometido mediante su interacción con aquellas personas. En este sentido el relato consigue introducir una tensión constante, una amenaza inminente de ese choque de clases, un miedo a que en cualquier momento se romperá esa artificial convivencia e, inevitablemente, la parte más débil (más pobre) llevará las de perder.

Pero si bien parece solo estar de fondo, el tema de la relación padre e hijo tiene un peso igual o más significativo en el relato. Entonces se puede decir que hay un conflicto externo, que es el de las diferencias de clase, el cual se manifiesta en esos roces y contrastes entre los personajes y su condición social; pero hay también un conflicto interno, que está en el traumático acople que tiene que hacer este niño para vivir y congeniar con su padre, para superar el descontento de su precariedad económica y esa suerte de traición al haberlo “entregado” supuestamente para su bienestar.

Aunque estos dos temas y conflictos bien pudieron ser otros cualesquiera, como la relación madre e hijo del primer corto o la impasibilidad de un hombre que es mantenido por su familia en el segundo; porque lo importante aquí es esa posición privilegiada en que este lúcido director pone al espectador, a quien ubica, más que enfrente, al interior de esa realidad compleja y rica en sus matices, y junto a esos personajes con sus emociones más hondas y representadas con entera verosimilitud.

Es una historia y un estilo de pura vocación realista, pero un realismo distinto al que estamos acostumbrados a ver, porque es como si fuera hecho sin esfuerzo, sin subrayar con acciones fuertes o personajes extremos, cercano a la verdad, a una verdad de unas cuantas personas y de un pequeño sector de la sociedad, pero una verdad pronunciada con una voz universal.

Ruido rosa, de Roberto Flores Prieto

El amor impreciso

Oswaldo Osorio


En ese panorama del cine colombiano definido como una cinematografía de regiones, la Costa Caribe ha tenido un significativo protagonismo y, en los últimos años, ha demostrado una revitalización y el dinamismo perdido desde hace un par de décadas. Esta película hace parte de ese inconfundible paisaje visual y cultural que siempre ha sido marca de identidad de este cine, pero también busca variables a ese imaginario y ponerse al día con ciertos estilos y tendencias de la cinematografía mundial.

Este es el tercer largometraje del director Roberto Flores Prieto, cuya carrera empezó con Heridas (2008), una valiente película que, por primera vez en el cine nacional, aborda el espinoso tema del paramilitarismo sin guardarse nada, por lo cual terminó marginada de casi todos los circuitos de exhibición (Ahora se puede encontrar en la colección Colombia de película). En 2013 realiza Cazando luciérnagas, la historia de un solitario velador de unas salinas planteada en clave de relato contemplativo y reflexivo.

En Ruido rosa (2015) hay algo de esta narración contemplativa, aunque sin el estatismo de la anterior (que lo tenía porque era un imperativo del personaje y su contexto). Y no lo tiene por tratarse de la historia de amor de una pareja de viejos y complementada por algunas subtramas. Es un amor crepuscular, que nace en una calurosa y a la vez lluviosa Barranquilla, entre un técnico de electrodomésticos y la mucama de un hotel venido a menos. Una historia que se inscribe dentro de un esquema recurrente: el encuentro de dos soledades.

Pero no por recurrente es menos eficaz y revelador, aunque no tanto emotivo o expresivo, esto a razón del tono que escoge el director para construir sus personajes, plantear la puesta en escena y desarrollar el ritmo del relato. Es decir, si bien la pareja y su naciente historia de amor se presenta como un elemento sólido y atractivo en términos argumentales y dramáticos, la decisión de elaborar el relato a partir de largos planos que dan cuenta de su soledad y sus dudas, así como el laconismo de los protagonistas, terminan por dibujar un filme distante en lo emocional y cerebral en su concepción.

Tampoco quiere decir que estas características sean un problema, pero definitivamente sí son determinantes para que cada espectador se conecte o no con la trama y sus personajes. Además, aquí es donde aplica esas mencionadas variables de lo que en el imaginario es el cine costeño: cambia el parloteo de sus gentes por la reflexiva parquedad de esta pareja, el feliz paisaje marino por una urbe marginal pero muy fotogénica y el soleado ambiente de siempre por lo que tiene de poético la lluvia.

En este contexto y con tal tono narrativo, se va descubriendo ante el espectador este par de personajes aislados y silenciados por sus años y sus respectivos oficios, y se va descubriendo también el nacimiento de una historia de amor llena de desencuentros e imprecisiones, ya a causa de las circunstancias o de las dudas e inseguridades que cada uno lleva consigo. Es una historia de amor ambigua para el espectador, en tanto resulta tierna y esperanzadora, pero al mismo tiempo incómoda e impedida de una siempre anhelada plenitud.

Esta historia y sus personajes son complementados por una concepción visual que también, por esas variables mencionadas, resulta estimulante y novedosa, incluso yendo más allá: placentera estéticamente. Ese aislamiento, el laconismo, los desencuentros y su condición cercana a la marginalidad, tienen su contrapunto visual en la rica composición de los planos y los colores (como los de un Edward Hopper caribeño) que embellecen y poetizan esos personajes solitarios y meditabundos en medio de unos espacios cuidadosamente ambientados.

Y no es que sea una fría e intelectual cinta (que algo tiene de esto), sino que es una película que se atreve a cambiar unos códigos con que ya teníamos estereotipada una cinematografía. Porque momentos emotivos y profundidad y humanismo en sus personajes sí hay, pero es necesario adaptarse a su ritmo y su mirada, no acosarla ni pedirle lo que no quiere dar.

De la comedia populista en Colombia

Sábados felices va al cine

Por: Oswaldo Osorio


Es un lugar común decir que el buen humor es un arte difícil de hacer, pero esto es para afirmar que en Colombia, salvo algunas excepciones, no hay tradición de buen humor, esto es, un humor elaborado, inteligente y que trascienda el chiste ligero y verbal, de doble sentido o circunstancial. Lo que ha funcionado siempre muy bien es la comedia populista, es por eso que en la televisión colombiana ha pervivido durante 42 años un programa como Sábados felices o en el cine los más exitosos realizadores han sido Gustavo Nieto Roa y Dago García.

Aunque es un tipo de cine necesario para la industria y que se puede hacer dignamente, la historiografía y la crítica del país siempre lo han tratado despectivamente. Es así como a la serie de películas realizadas por Gustavo Nieto Roa y el Gordo Benjumea -juntos o por separado- a finales de los años setenta y principios de los ochenta (El taxista millonario, El inmigrante latino, Padre por Accidente, etc.), se les ha designado como el nietorroísmo o benujumeísmo, términos utilizados la más de las veces de forma despectiva para usarlo como sinónimo de humor ligero y para el consumo masivo, lo cual en realidad es más un descripción, la misma que se puede hacer sin necesariamente hacer juicios de valor sobre estas características.

Incluso recientemente se ha tratado de aplicar la misma lógica para usar, un poco injustamente, el término trompeterismo, para referirse al cine de Harold Trompetero, desconociendo que la mitad de sus películas no se ajustan a las características del humor populista. Incluso, sería más consecuente crear un término similar para el cine del escritor, director y productor Dago García, quien lleva poco más de una década aplicando la fórmula que tan bien les funcionó a Nieto Roa y al Gordo Benjumea en su momento.

Esa fórmula está ligada a los conceptos de lo popular y lo populista, dos términos que tienen relación pero que son muy distintos a la hora de ser incorporados en un relato cinematográfico. Mientras lo primero tiene que ver con la cultura popular, que se refiere a todo aquello que crean o consumen las clases populares (La estrategia del caracol o La pena máxima son dos ejemplos que en general se ajustan a esto); lo populista se refiere más a un tipo de discurso, el cual puede valerse de la cultura popular, pero que lo define es su énfasis en el tratamiento de los temas, lo cual hace apelando al chiste fácil, el melodrama y el sentimentalismo, los estereotipos y un humor accesible, más verbal que físico o visual.

La recién estrenada película Nos vamos pal mundial (Fernando Ayllón, Andrés Orjuela Bustillo, 2014) es un buen ejemplo de este cine, el cual seguramente tendrá una considerable asistencia en la taquilla, que no tiene más pretensiones que las de hacer reír a un público no muy exigente y que entra a la sala con disposición para hacerlo, pero que en últimas es una comedia de usar y tirar, que perderá rápidamente su vigencia y se olvidará.

Una cuarta parte de las películas realizadas en Colombia en los últimos veinte años son comedidas y muy pocas las que no están por esta vena del humor populista: La gente de La Universal y El Colombian Dream (Aljure, 1993, 2006), con su humor negro, pero solo como componente de una propuesta más compleja; Diástole y Sístole (Harold Trompetero, 200), una comedia romántica con interesantes variaciones; Bluff (Felipe Martínez, 2007), que mezcló comedia de enredos con thriller; Te amo, Ana Elisa (Robinson Díaz y Antonio Dorado, 2008), que con sus excesos se acerca mucho al humor de aquel género llamado esperpento; Nochebuena (Camila Loboguerrero, 2009), que propuso una “comedia seria” sobre un tema que trascendía la anécdota; Sofía y el terco (Andrés Burgos, 2012), que propuso un humor inteligente y sutil que no se había visto antes en el cine nacional.

No se trata de juzgar si es mala o buena la comedia populista, sino de describir y categorizar un tipo de cine que existe y que su producción frecuente es sana para la industria. El verdadero problema es que sea -salvo las excepciones del anterior párrafo y algunas otras cosas que aquí no se mencionaron- prácticamente la única forma de humor en la televisión y el cine colombianos.