Eso que llaman amor, de Carlos César Arbeláez

¿Cuál amor?

Oswaldo Osorio

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Ya la forma como está construido el título de esta película da indicios de que el amor será un objeto elusivo, más una búsqueda que una certeza, o incluso una serie de asuntos que, si bien pertenecen a él, no son necesariamente sus virtudes más deseadas. Con esta desalentadora premisa se echan a andar tres historias que arrastran el peso emocional de unos sentimientos y estados de ánimo marcados más por las carencias y el infortunio.

Es un relato que no se decide entre ser cine episódico o de historias convergentes, aunque esta es una cuestión sin mucha importancia cuando finalmente las tres historias, que son contadas de forma alternada, se desarrollan con coherencia y solidez, avanzando a un ritmo y con unos turnos que permiten engancharse con los tres relatos, así como ir construyendo esa idea que los conecta y que termina por darle sentido a la película como una sola obra.

Una prostituta que necesita hacer un último trabajo para viajar a España y reunirse con su hija, dos estatuas humanas que tratan de establecer una conexión más allá de su coincidencia como artistas callejeros, y una vieja pareja de esposos distanciados por el peso de los años y por una insólita osamenta que se instala en su casa. Así pues que en estas historias parece haber más desamor, o la ausencia de este, que el anhelado sentimiento. Pero en el fondo, a todos ellos los mueve su búsqueda, no importa lo distante que parezca en el momento y en su situación.

Y justo porque están en medio de esta búsqueda, necesariamente son personajes solitarios, una soledad que empieza por unos hijos ausentes y que es reforzada por una ciudad que bulle de vida por todos lados, pero donde cada quien anda en lo suyo. Incluso sin tratarse de una película sobre la violencia en Medellín, hay una hostilidad latente y unos indicios del pasado que posicionan esta violencia en la atmósfera de la ciudad. Y la noche siempre como cómplice de esta hostilidad y violencia.

También el protagonismo de la noche contribuye a crear una concepción visual atractiva y cuidada, donde el color, la luz, las sombras y los ambientes, tanto de la ciudad nocturna como de los interiores, enmarcan y complementan los estados de ánimo de los personajes (salvo por la casa de la pareja de esposos, con un enfático alto contraste que parece más producto de una artificial estilización que de la lógica de ese espacio y sus habitantes).

Con un registro muy diferente a su celebrada Los colores de la montaña (2011), el director Carlos César Arbeláez propone una obra en otro contexto y con un tema muy distinto, pero aun así, prevalece el buen pulso de un cineasta que sabe construir atmósferas, establecer relaciones entre los mundos internos de sus personajes y el contexto social, así como hablar de unas ideas y emociones de gran fuerza dramática, aunque siempre proclives a la desventura.

 

Los colores de la montaña, de Carlos César Arbeláez

Los paisajes de la guerra

Por: Oswaldo Osorio


Lo más atroz que tiene el mundo es la guerra y lo más puro y honesto es la infancia. Cuando el cine reúne estos dos extremos, por lo general expresa con gran elocuencia la crueldad de la primera y la transparencia de la segunda. Y efectivamente, eso ocurre en esta entrañable película, la cual habla del conflicto colombiano con sutil contundencia, sin gritos ni sensacionalismo, así como de la naturaleza de los niños, sin empalagos ni sensiblerías.

Es la ópera prima de Carlos César Arbeláez, un juicioso e intuitivo director que tiene un valioso recorrido en el documental (con poderosas obras, entre muchas otras, como Negro profundo: historias de mineros y Cómo llegar al cielo) y en el cortometraje, con La edad del hielo (1999) y La serenata (2007), dos títulos que ya dejan entrever un estilo propio y un universo: el eficaz trabajo con actores naturales, un talento para retratar la cotidianidad y el color local, y una propensión a mirar con gracia y naturalidad las situaciones adversas.

En este país no se dejarán de hacer películas sobre el conflicto, es necesario e inevitable. Las mejores cintas colombianas generalmente son las que abordan este tema. Pero ante el riesgo de la reiteración y el lugar común, es la novedad del punto de vista y el tono en el tratamiento lo que puede hacer la diferencia, lo que dirá algo nuevo ante lo ya dicho muchas veces.

Esta película propone esa diferencia con su tono y punto de vista. La mirada desde los niños reconfigura y le da otro matiz a la visión que se tiene del conflicto armado en Colombia, a la forma y el proceso como es vivido por la gente del campo. Esto lo hace con la sólida construcción de una atmósfera de cotidianidad y desenfado que se va quebrando y donde, progresivamente, impone un ambiente desequilibrado.

Este proceso es presentado casi sin asomo alguno de violencia explícita o estruendosa, aunque sin quitarle la gravedad al asunto. Porque, en principio, no es un relato sobre la guerra en sí, ni sobre el desplazamiento forzado, sino sobre los momentos previos a todo ello, sobre la pérdida de la inocencia, en este caso representada en la pacífica vida campirana y enfatizada con la mirada y la amistad de unos niños.

Aunque la película da cuenta del momento coyuntural de la irrupción de la guerra, también se puede ver que hay cierta familiaridad con ella: un hermano en la guerrilla, la colección de balas, los grafitis, los tipos que van y vienen, en fin, una serie de elementos que hacen parte del paisaje, pero que solo son tomados en cuenta cuando empiezan a perturbar sus vidas, o cuando, muy elocuentemente, un salón de clase se empieza despoblar.

La lucidez y contundencia de esta historia es transmitida al espectador por medio de un relato sólido y sutil, pues sabe crear una progresión dramática que gana en intensidad y se muestra sugerente y contenido en las reflexiones que propone sobre el conflicto y su efecto en el campo y en los niños. Además, tiene la medida precisa para combinar esto con momentos de cotidianidad y jocosidad, por lo que resulta ser un filme duro y comprometido, pero también entretenido y encantador.

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