El mundo como cofre: desbordes objetuales e íntimos
Mariana Sofía Gómez Rincón
“La jardinería lo regala todo, es un pozo de penas.”
Una apuesta por lo transdisciplinar se despliega en pantalla. Es inevitable no sentirme como un infante: el relato apenas comienza y ya se activa en mí una sensatez del asombro, una atención concentrada que se despierta con cada imagen magnífica, peculiar y extraña que se presenta. Planos secuencia de creaciones manuales se despliegan. Un cotidiano pareciera emerger. Memorias de un caracol, del director Adam Elliot, nos atrapa desde su textura visual hasta su profundidad narrativa.
Si bien sus anteriores cortometrajes —como Mary and Max (2009), Ernie Biscuit (2015) y su trilogía de relatos familiares creada en los 90’s, Harvie Krumpet (2003), este último ganador del Premio Óscar— no se comparan en duración con esta nueva obra, sí marcaron el camino de una estética y un núcleo narrativo muy precisos. Ya en ellos veíamos las primeras incursiones de caracoles, pandillas de niños, relatos cotidianos de personajes curiosos. En Memorias de un caracol, estas constantes se reconfiguran y se llevan a otra escala de trabajo.
A través de un relato protagónico, verbalizado cronológicamente entre una antigua París y una Australia de contrastes, conocemos a Grace y a Gilbert, dos hermanos protagonistas de esta historia. Desde el término que crea el propio director —“arcillagrafías”, biografías animadas en plastilina— se persiste en la idea de adentrarse en la psique de un personaje, y deshilar, poco a poco, como un cofre de misterios, cada capa de su historia. En ese tránsito se entreteje un viaje infinito lleno de derrotas, logros, amores y jaulas. Reflexiones particulares, ya características del cine de Elliot, reaparecen aquí con mayor madurez.
Lo distintivo de esta película es que apunta a las pulsiones que nos habitan, desbordándose y convirtiéndose en espejo de momentos sociales. La protagonista se nombra a sí misma como “caracol”, y la acción de coleccionar estos seres enmarca la historia tanto a nivel formal como conceptual. Es un archivo ético y reivindicador de cada objeto cotidiano, por perdido o ridículo que parezca.
Aunque la película se construye desde lo plástico y matérico, lo realmente interesante es cómo su estética —saturada de objetos, fragmentos y restos—, derivada de un proceso colaborativo con artistas, bocetos, rodajes y maquetas, termina siendo una lección sobre el desapego, la depuración y el valor simbólico y ético de cada cosa. Cada objeto opera como un extensor psicológico del personaje.
Y es que, si bien las obras de Elliot parten siempre de un monólogo que conduce, un hilo íntimo que nos sumerge en lo psicológico del personaje, aquí el detalle mínimo se convierte en mundo: un jarrón, una comida favorita, un recuerdo desdibujado. Lo masudo, lo brumoso, lo granulado en los personajes es una marca de su estilo desde hace tiempo.
En esa oscilación entre el exceso y la limpieza, tanto en lo conceptual como en lo técnico, Memorias de un caracol se transforma en un gesto de conciencia plena. No solo se ve: se siente, se pesa, se habita. Ahí es donde sus formas adquieren verdadero sentido: como si lo animado fuera el espíritu mismo del cambio, del progreso interior. Más allá de una discursividad trágica, esta es una película sobre metamorfosis individuales, moldeadas en stop motion.
El mismo director ha dicho que su cine no nace de condicionarse por referentes visuales tradicionales de la animación, sino de beber de otras artes: la literatura, lo abstracto, las artes plásticas, la escritura, el cine. Esa apertura le permite una estética bifurcada, hogareña, maleable, a veces incluso oscura. No busca la perfección de formas hegemónicas en la animación: ahí radica su mayor acierto.
Las texturas desbordadas permiten que emerja un prototipo de cada personaje. No hay intención de embellecer, sino de dejar que la belleza surja de los pliegues y contrastes. La animación de Elliot es profundamente particular porque está hecha de micropartículas, de huellas. La deformidad se vuelve forma. Y lo extraño —hecho de pegamentos y materiales pobres— enriquece lo visual.
Su estilo ha sido denominado “grueso y tosco”. Como la vida misma: toma lugar sin pedir permiso. La ornamentación es el mensaje, y también la forma escenificada. La dirección de cámaras y el montaje precisos nos revelan cada objeto con intención. A pesar del cúmulo, todo se deja ver. Todo en esta película se deja ser.
La paleta sepia, en tonos pardos, nostálgicos y hogareños, nos sitúa en un contexto vulnerable. Lo envejecido forma parte de su metodología visual. El personaje, como tantos otros, rompe con la perfección y se presenta desde su esencia. Ver esta película es una exquisitez visual: sus formas, aunque saturadas, están compuestas con una precisión ética.
La sencillez no es carencia, es decisión: que se vea la plastilina, que se vean los dedos, que no se esconda la crudeza del material. Ese gesto nos acerca. Nos humaniza. Y es necesario para una imagen que se quiere ver desde el cine. La plastilina, tan evocadora de una infancia manual, es aquí medio y mensaje. Nos devuelve a lo sensible desde lo táctil.
La película habla de la depuración de la vida, del síntoma acumulativo de los objetos y de su consideración ética hacia nosotros mismos. Donde el caracol funciona como símbolo de metáfora social y vital: lo cíclico, lo circular, lo sincrónico de nuestras repeticiones. Dolorosas, alegres, constantes. Así como la vida misma de Grace y Gilbert.
Esta obra nos conduce hacia una lectura adulta de la animación sin perder su inocencia ni el contagio infantil que la impulsa. En la sala, las risas desbordadas, las lágrimas, los murmullos, no son solo un acontecer: son parte de una experiencia vital. No se trata simplemente de una animación elaborada ni de un desfile de objetos: Memorias de un caracol profundiza en los vínculos, los apegos, las consecuencias, los aprendizajes.
Como cuando veíamos genuinamente una película en la infancia y algo nos conmueve, esta obra logra acariciar al espectador desde la ternura.
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Memorias, de un caracol de Adam Elliot
Una película para niños grandes
Javier Castaño
Llego a Memorias de un caracol sin haber visto la muy sonada y ¿de culto? Mary & Max, dirigida también por Adam Elliot, la que es también su opera prima y última pero no tan reciente película lanzada en el 2009.
Lo primero que resalta de Memoria de un Caracol es lo que resalta de casi cualquier película hecha en animación stop motion, que sea medianamente popular: un dominio sobresaliente de la técnica de animación, que acompañada de un diseño de producción detallado y bien caracterizado, soportan el peso de la historia y la mirada del público en una suerte de dictadura de las expectativas; donde la técnica excepcional es regla en espacios, arte, elementos, fluidez del movimiento etc.
La animación y el decorado son impecables, la caracterización es muy buena en la construcción de la atmosfera que, siendo caricaturesca y hasta graciosa por momentos, nunca deja de ser opaca y oscura como la protagonista y todo ese universo que ella representa: una Australia completamente ajena a los Guardianes de la Bahía, árida y con una ausencia total de esa Australia idealizada y vacacional de cielos azules, mares azules, playas blancas, cuerpos esbeltos y bikinis de colores. La historia y los personajes, de tal melodrama y decadencia, funcionan y se entienden también, en tanto se les piense en relación a los símbolos que contienen. Grace la protagonista y su hermano gemelo Gilbert son unos cúmulos de “outsiderismo” y excepcionalidad no solo por el hecho de ser gemelos: Son huérfanos de una madre que murió dando a luz, Grace nació con labio leporino, su padre parapléjico del que tenían que cuidar también termina muriendo súbitamente, a Gilbert le gustan los bichos y jugar con fuego, son niños raros victimas de matoneo, todo el tiempo están leyendo suicidas y malditos, además de que terminan separados al ser adoptados por familias diferentes y que resaltan por su ausencia y sus fetiches en el caso de los padres adoptivos de Grace y por el maltrato en el caso de la familia de fanáticos religiosos que adopta a Gilbert. etc. etc. etc
Como un preso haciendo rayitas en las paredes de su celda, Grace colecciona infortunios en forma de caracoles, y la película se dedica durante más de una hora a regalarnos una muy larga, melodramática y agotadora sucesión de tragedias suavizadas por chistes y comentarios mordaces desde el guion. El horizonte y porvenir de Grace parece no tener una vuelta que la ponga en una situación esperanzadora, aunque a través de Pinky una anciana mayor que termina haciendo las veces de madre y mejor amiga, Grace encuentra confort y compañía incluso después de separarse de Ken el pervertido, gracias también al desenfado y tranquilidad con el que Pinky enfrenta las situaciones complicadas que se le presentan. Como cualquier buena película animada e infantil, la lección que termina enseñándole Pinky a Grace es que tal vez, a pesar de que el mundo constantemente les presente situaciones retadoras y difíciles, hacer de la tragedia su personalidad es algo que se puede decidir y está solo en las manos de cada uno.
De Memoria de un Caracol se puede asumir que es casi una película infantil porque. aunque filtrada por un lente o mirada adulta, si dejamos de lado los elementos censurables para niños como son las referencias explícitas al sexo, el alcoholismo, la violencia y el lenguaje soez que aquí terminan siendo marcas estilísticas más que nada, tenemos una película con una historia sencilla y narrada en segmentos bien definidos (1. niñez y crianza de los hermanos, 2. completa orfandad de separación y vida adoptiva, 3. la vida después del matrimonio fallido de Grace), inspiradora y con moraleja, y con un final tierno y sensiblero que redime a la protagonista ante las miradas sedientas de finales felices y fanservice. Las decisiones de Elliot son abruptas por momentos, los cambios son caprichosos, y las soluciones incluso aparecen como ases bajo la manga, lo que termina abandonando un poco lo plástico a su suerte de soporte principal de la película.
El final de Memoria de un Caracol llega después de que finaliza el prolongado viacrucis de Grace con la muerte de Pinky, la caja enterrada con las papas en el huerto y la resolución de seguir adelante a pesar de las dificultades y haciendo las paces con el sin sentido del pasado. La protagonista termina cumpliendo ¿su sueño? de dedicarse a ser animadora stop motion. En el estreno de su primera película, y de la forma más condescendiente posible, aparece el hermano muerto que nunca estuvo muerto como el deus ex machina perfecto que nos regala el final confortable para niños (grandes) que sin necesidad premia a Grace por su resolución de seguir viviendo a pesar de las dificultades y al mismo tiempo se burla de esta, para garantizarnos lágrimas de alegría y evitarnos la incertidumbre amarga de una resolución sin tragedia.
El final hizo de Memorias de un Caracol una película para niños grandes (en sentido negativo).