Hasta esta película director australiano Baz Luhrmann era uno de mis favoritos. Había hecho tres excelentes películas (Bailando en tu piel, Romeo+Julieta y Muolin Rouge), una cada cuatro años. Por eso esperaba de ésta una propuesta igual de original y fascinante. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario, una cinta esquemática, predecible y sin el atractivo visual de sus antecesoras.
Era una película sobre Australia con sólo australianos. Por eso prometía ser apasionante y reveladora. Algo así como poder saber de aquel país-continente algo que sólo quienes nacieron allí supieran. Pero nada, sólo ofrecieron una película de aventuras y romance como cualquier producto salchicha manufacturado en Hollywood.
Llena de clichés (empezando por la pareja protagónica), con un componente mágico fantástico que no convence, un villano que da pena y no pone a nadie a hacer fuerza, convencionalismo visual y estético, y con más finales que una historia de amor entre obsesos. Espero que dentro de cuatro años este director canguro se reivindique y nos cuente otra historia sobre “amor”, “Belleza”, “Verdad” y “Libertad”, como lo ha hecho con todas, sólo que en esta última no le funcionó. I.M.
Hacía bastante tiempo que no se veía una película en tercera dimensión en la ciudad, por eso el estreno de Bolt ha sido una grata sorpresa y una fascinante experiencia. Pero en esta noticia con tintes de novedad hay muchas cosas que precisar.
Lo primero es diferenciar la 3D que es un efecto óptico y la 3D que se consigue con la imagen digital. La primera existe desde 1915, tuvo su momento de gloria en los años cincuenta y es esa en la que se usan unas gafas de colores y que dan la sensación de profundidad, unas, o de que las cosas se salen de la pantalla, otras. La otra es la llamada animación en 3D (Toy Story, Buscando a Nemo), para diferenciarlas de las animaciones en 2D, como las clásicas de Disney, por ejemplo.
La segunda precisión es que Bolt es una película en 3D en ambos sentidos, es decir, como animación digital y como efecto óptico. Pero lo principal es que no es el efecto de siempre, con las agotadoras gafas de cartón y con un lente verde y el otro rojo, sino que es una nueva tecnología que usa lentes polarizados y unas gafas más cómodas, de manera que no cansa ver un largometraje.
La tercera precisión es que no se trata de una más de las escasas películas en 3D que se hacen cada tanto, porque en realidad se producen muchas películas con esa tecnología cada año, sólo que a Colombia nunca nos llegan esas versiones. Es por eso que películas como Matrix, El señor de los anillos, Harry Potter, El Hombre araña, Piratas del Caribe y la mayoría de las grandes súper producciones, aunque tienen su versión en 3D, por cuestiones de costos, en nuestro país las vemos aplastadas en la pantalla en sus menos espectaculares dos dimensiones.
Aclaradas las cuestiones técnicas, sólo basta celebrar lo divertida e ingeniosa que resulta esta nueva película. Aunque habría que decir que el hombre que está detrás de los estudios Disney, John Lassetter (el mismo que lo inició todo con Toy Story), repitió la fórmula de su primera película. Si se comparan los personajes de Buzz Lightyear y Bolt, así como sus conflictos, se podrá ver que tienen el mismo planteamiento, y consecuentemente, muchas similitudes sus historias. Pero aún así, vale la pena pagar la costosísima entrada. Al menos quedan las gafas como souvenir, seguramente las primeras de muchas que vamos a tener, porque se avecina una avalancha de cine en 3D. o.o
Además de este listado ser, como todo listado, muy personal, en el caso colombiano existe un condicionante adicional, y es que a la cartelera del país llega un ínfimo número de títulos en relación con la producción mundial. De los quinientos filmes que, aproximadamente, se estrenan en Hollywood cada año, al país llegan acaso 150. Y la desproporción con el cine del resto del mundo es mucho mayor. Así que, de lo poco que llegó, esto fue lo que más me gustó.
1. Promesas peligrosas, de David Cronenberg El refinamiento de la truculencia y la visceralidad aplicados a un perfecto thriller. 2. El sabor de la noche, de Won-Kar Wai
Amores y desencuentros urbanos acoplados sobre una poética visual y musical. 3. Sin lugar para los débiles, de Joel Coen
Cine de género con fuerza y originalidad, el esquema renovado en cada película. 4. Yo, tú y todos los demás, de Miranda July
Sutileza y poética de la cotidianidad, lo revelador de las búsquedas personales. 5. Malos hábitos, simón Bross
El peso espiritual y físico de comer en una historia inteligente y opresiva. 7. Yo soy otro, Oscar Campo
Lo fantástico como alegoría de la crítica realidad colombiana. 6. Sweeney Todd, Tim Burton
La pérdida de la inocencia del autor de grandes fábulas macabras. 8. Juno, de Jason Reitman
Ingenioso y divertido relato de precocidad y angustias juveniles. 9. A través del universo, de Julie Taymor
Celebración y homenaje a la música de The Beatles y su tiempo. 10. Pero come perro, de Carlos Moreno
Pocas veces un thriller colombiano había tenido tanta fuerza y contundencia.
Cada año, cada 25 de diciembre, como el traído del Niño Dios, se estrena una película de Dago García. Este libretista y productor, quien ha ganado fama y fortuna en la televisión nacional, ha querido hacer industria en este pobre país sin producción ni mercado de cine. Lo más sorprendente es que lo ha logrado, pues ha sido el único en conseguir por tanto tiempo tal proeza: sacarle ganancias a una película para poder hacer otra y con ésta la siguiente.
Los primeros títulos fueron respetables productos, porque de eso se trata, de sacar productos cinematográficos que hagan la mayor taquilla posible y si, de paso, cuentan con valores de calidad artística, pues mejor. Así se pudieron ver La pena máxima, Es mejor ser rico que pobre y Te busco. Pero Dago (y los directores que contrata) fueron perdiendo el curso y nos han afrentado con lamentables cintas como La esquina, Las cartas del Gordo o Mi abuelo, mi papá y yo.
Con Ni te cases ni te embarques casi llega a su peor registro. No es una comedia ni es un drama. No hace reír ni emociona. El argumento es tan forzado como inconsecuente la construcción de sus personajes. Y esto se evidencia principalmente en el insólito giro que da el relato cuando deciden acometer el robo: ni la historia ni los personajes daban lugar para tal despropósito.
La buena disposición que había para reír se transformó en asombro, en especial cuando vemos que un drama familiar trata de abordar el tema que le causa todos los males a este país: el dinero fácil. Pero más que las ganas de obtener dinero fácil, sorprende la facilidad con que moralmente todos los personajes acceden a tal propósito y lo justifican.
En definitiva, se trata de otra malograda película de Dago García, a la que arrastró a un director que ha probado antes su talento y buen criterio. Una cinta que no logra ninguno de sus propósitos a causa de la absurda lógica de sus argumentos y recursos, de la inconsecuente mezcla de géneros y la irresponsable forma de plantear éticamente la visión de sus personajes y sus realizadores. I.M
¿Por qué rodar toda una película en plano secuencia? Esto es, una película filmada sin cortes, con la misma continuidad del teatro o de la vida. ¿Por qué hacerlo si lo que más define y diferencia al cine de las demás artes es la fragmentación y manipulación del tiempo? El director colombo-griego Spiros Stathoulopoulos lo ha hecho y dice tener sus razones. Una de ellas es muy válida y seguramente para muchos suficiente. Aún así, contar una historia de hora y media con una sola imagen continua es una decisión extrema que tiene sus consecuencias narrativas y dramáticas, tanto a favor como en contra.
Alfred Hitchcock ya lo había hecho hace sesenta años en La soga. Incluso con la tecnología digital se ha puesto un poco de moda este ardid técnico y narrativo: La más sorprendente de todas es Time code (Mike Figgis, 2000), que cuenta UNA historia con la pantalla dividida en cuatro planos secuencias. Después lo hicieron el mexicano Fabrizio Prada con Tiempo Real y Alexander Sokurov con El arca rusa. Hitchcock luego le confesaría a Truffaut su arrepentimiento por aquella decisión: “Me doy cuenta de que era completamente estúpido, porque rompía con todas mis tradiciones y renegaba de mis teorías sobre la fragmentación del film y las posibilidades del montaje para contar visualmente una historia.”
Cine africano: una cultura y una mirada por descubrir
Por: Oswaldo Osorio
Si bien “exótico” es un término cliché para hablar del cine africano y de ese continente en general, lo que normalmente llamamos “exótico” no lo es tanto en comparación con lo que se podrá ver, del 4 al 8 de diciembre, en la nueva versión de este festival que, por su carácter temático, este año se dedica por entero al cine de África. Son treinta y cinco títulos de diversos géneros y duraciones que no sólo revelan un universo casi desconocido hasta ahora, sino también una forma de mirarlo y contarlo.
Nunca el cine que llega a las carteleras colombianas y mucho menos la visión que Hollywood nos ha impuesto, podría dar tan clara cuenta de la cultura y el continente retratados en esta inédita muestra. El África primitiva y territorio de los safaris son esos clichés con que occidente ha dibujado el más vasto continente del globo. Pero el África de estas películas también es la de las costumbres ancestrales y de las ciudades occidentalizadas, es la de su cotidianidad afincada en sus relaciones sociales y creencias religiosas, pero igualmente la de sus grandes acontecimientos históricos, la de las luchas por su liberación, y también es el continente negro y el musulmán mediterráneo.
Es admirable la forma en que esta película da cuenta de la idea de los desórdenes alimenticios desde dos sentidos opuestos: la dieta y el ayuno, es decir, lo corporal y lo espiritual, pero al mismo tiempo, las muestra como dos cosas idénticas en su carácter de prácticas aberrantes. Por eso ésta podría ser una cinta perfecta para una campaña contra la anorexia, debido a lo contundente de su “mensaje”, sin embargo, está construida de manera que sus valores cinematográficos, sobre todo la creación de atmósferas y construcción de personajes, no hagan concesiones al simple proselitismo sobre el tema.
En esta cinta hay tres mujeres con problemas con la comida: la madre, que es la clásica anoréxica, aún a su edad; la hija, quien no quiere dejar de comer a pesar de la presión de su madre, porque supuestamente está gorda y “a los gordos no los quiere nadie”; y la monja, que cree que dejando de comer terminará esa lluvia incesante que tantas tragedias ha ocasionado. La comida, entonces, se convierte aquí en un problema mayúsculo por cuestiones sociales y sicológicas. Desde la perspectiva de estas mujeres, la comida no es una cuestión fisiológica, sino social y teológica, al punto de ser, no la fuente de alimento y salud, sino como un pecado, un placer culposo y una carga para el cuerpo y el espíritu.
Al personaje que protagoniza esta célebre saga cinematográfica se lo considera como la quintaesencia del espía glamurizado y sofisticado. Así fueron las primeras veinte entregas, en especial las protagonizadas por Pierce Brosnan. Los cinco anteriores actores que encarnaron al 007 preferían el martini “agitado, no revuelto”. Al nuevo James Bond, Daniel Craig, en su primera película, Casino Royale, no sólo le daba igual si era agitado o revuelto, sino que en ésta última entrega hasta cambió de cóctel.
Parece superfluo hablar de los tragos que toma el personaje más reconocido del cine de las últimas décadas, pero es que en ese cambio subyacen de fondo redefiniciones más significativas desde el punto de vista cinematográfico e incluso ético. El nuevo James Bond encarna al nuevo héroe del cine de acción que está tomando el relevo de aquellos que, por definición, eran nobles, justos, políticamente correctos y patriotas. Los de una par de décadas hacia atrás eran retocados con alguna carencia o defectillo, pero eso era para hacerlos parecer más rudos y diferenciarlos de los clásicos héroes del cine o de los relatos épicos.
Noviembre 14 de 2008. La ciudad del cine para tías. Interior. Noche. Hay unas películas que dan un poco de fastidio, de asco a sus edulcorantes recursos y al obvio e intencional gesto para conmover. Eso me pasó con la película italiana Rojo como el cielo, de un tal Criatiano Bortone. Tan desagradable como los cerdos podridos de Saw, aunque por razones contrarias. Películas con niños o ciegos o reminiscencias del pasado o internados escolares (y ésta tiene todo eso) son casi siempre iguales: sensibleras y predecibles historias hechas a la medida de las tías que se jubilaron de profesoras de primaria, o algo así. Lo peor es que pasan por “cine independiente”, eso por ser italiana, por tener “mensaje” y porque la exhiben en una sala como la del “Colombo Americano”. ¡Me cago en el cine para tías! Como diría un buen españolote. A mí que el cine me transgreda, me agreda y me ponga a pensar, no que me bañe en chocolate con la historia tonta de un niño ciego.
¿Dónde está el David Cronenberg visceral y truculento, idólatra enfermizo de oscuros juegos con la carne? Pues en el pasado, y allí está bien esa obra que tanto fascinó y sorprendió a todo espectador que algo tuviera de perverso y fueran de su gusto las audacias mentales y orgánico-corporales. Porque lo que ha hecho este director canadiense con sus dos últimas películas es, aún manteniendo esa visceralidad y truculencia como contenida esencia, construir unos perfectos thrillers que dan cuenta de su madurez creativa y precisión narrativa, sin dejar de ser tan perturbador como lo era antes.
Es inevitable resaltar el parecido de este filme con el anterior del director, Una historia violenta (2005). El esquema es muy similar, esto es, en la vida ordinaria de alguien aparece una amenaza, un elemento extremo sustentado en la violencia. Pero mientras en Una historia violenta el asunto se resuelve relativamente fácil, aunque no exento de sugestión y fuerza, y con un héroe tremendamente simpático y sin tacha, en promesas peligrosas esa amenaza sostiene la tensión durante casi todo el filme, haciéndose cada vez más pesada y asfixiante, mientras que el espectador y la protagonista están desamparados ante la inexistencia de un héroe tranquilizador.