Los paisajes de la guerra
Por: Oswaldo Osorio
Lo más atroz que tiene el mundo es la guerra y lo más puro y honesto es la infancia. Cuando el cine reúne estos dos extremos, por lo general expresa con gran elocuencia la crueldad de la primera y la transparencia de la segunda. Y efectivamente, eso ocurre en esta entrañable película, la cual habla del conflicto colombiano con sutil contundencia, sin gritos ni sensacionalismo, así como de la naturaleza de los niños, sin empalagos ni sensiblerías.
Es la ópera prima de Carlos César Arbeláez, un juicioso e intuitivo director que tiene un valioso recorrido en el documental (con poderosas obras, entre muchas otras, como Negro profundo: historias de mineros y Cómo llegar al cielo) y en el cortometraje, con La edad del hielo (1999) y La serenata (2007), dos títulos que ya dejan entrever un estilo propio y un universo: el eficaz trabajo con actores naturales, un talento para retratar la cotidianidad y el color local, y una propensión a mirar con gracia y naturalidad las situaciones adversas.
En este país no se dejarán de hacer películas sobre el conflicto, es necesario e inevitable. Las mejores cintas colombianas generalmente son las que abordan este tema. Pero ante el riesgo de la reiteración y el lugar común, es la novedad del punto de vista y el tono en el tratamiento lo que puede hacer la diferencia, lo que dirá algo nuevo ante lo ya dicho muchas veces.
Esta película propone esa diferencia con su tono y punto de vista. La mirada desde los niños reconfigura y le da otro matiz a la visión que se tiene del conflicto armado en Colombia, a la forma y el proceso como es vivido por la gente del campo. Esto lo hace con la sólida construcción de una atmósfera de cotidianidad y desenfado que se va quebrando y donde, progresivamente, impone un ambiente desequilibrado.
Este proceso es presentado casi sin asomo alguno de violencia explícita o estruendosa, aunque sin quitarle la gravedad al asunto. Porque, en principio, no es un relato sobre la guerra en sí, ni sobre el desplazamiento forzado, sino sobre los momentos previos a todo ello, sobre la pérdida de la inocencia, en este caso representada en la pacífica vida campirana y enfatizada con la mirada y la amistad de unos niños.
Aunque la película da cuenta del momento coyuntural de la irrupción de la guerra, también se puede ver que hay cierta familiaridad con ella: un hermano en la guerrilla, la colección de balas, los grafitis, los tipos que van y vienen, en fin, una serie de elementos que hacen parte del paisaje, pero que solo son tomados en cuenta cuando empiezan a perturbar sus vidas, o cuando, muy elocuentemente, un salón de clase se empieza despoblar.
La lucidez y contundencia de esta historia es transmitida al espectador por medio de un relato sólido y sutil, pues sabe crear una progresión dramática que gana en intensidad y se muestra sugerente y contenido en las reflexiones que propone sobre el conflicto y su efecto en el campo y en los niños. Además, tiene la medida precisa para combinar esto con momentos de cotidianidad y jocosidad, por lo que resulta ser un filme duro y comprometido, pero también entretenido y encantador.
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Bella la película, burda la historia
Por: Íñigo Montoya
Nunca he sido un gran fanático de este director mejicano, y menos cuando se juntaba con el guionista Guillermo Arriaga para hacer sus revolturas en la estructura narrativa, muchas veces sin necesidad, como en 21 gramos. Sin embargo, no se les puede negar la intensidad dramática que lograban, la solidez de sus personajes y muchas poderosas imágenes.
Luego de Amores perros, 21 gramos y Babel, llegó el inevitable divorcio. En la separación de bienes salieron bien librados, así lo demostró Arriaga con su película Fuego y González Iñárritu con esta nueva y celebrada y nominada cinta. Pareciera que no se hicieran mucha falta. Además porque se evidenció lo parecidos que son en la concepción y realización de sus historias.
Biutiful es una pieza de gran fuerza e impacto. Es un relato que sabe conectar muy bien con las emociones del espectador a partir de la concepción de un personaje sólido e intenso, que además está respaldado por la siempre consistente interpretación de Javier Barden.
Así mismo, la atmósfera de angustia y opresión que se respira durante todo el metraje es construida con minuciosidad y potencia. La marginalidad toma un protagonismo que no sucumbe a la pornomiseria ni a recursos tramposos para quebrar las emociones del espectador, para sacarle una lágrima fácil.
No obstante, si bien el material argumental y dramático es tratado con respeto, inteligencia y sensibilidad, el problema en realidad es de lo que está hecho. Es decir, si bien no hay trucos ni facilismos en el tratamiento de la historia, es lo que la compone la razón para sospechar. Porque es muy fácil hacer un duro drama con la siguiente lista de temas: protagonista con cáncer y dos niños, madre alcohólica, problemas con la policía, precariedad económica e inmigrantes ilegales.
Ni Arriga ni Iñárritu saben de mesura en la composición de sus historias, ni juntos ni separados. Y si bien sus películas finalmente resultan significativas en lo que plantean y afortunadas en su construcción, la materia prima que usan es casi siempre excesiva sin razón y burda en su concepción.
12 de marzo de 2011.
Pasaron cuatro años para que de nuevo se estrenara una película de Medellín: Los colores de la montaña, de Carlos César Arbeláez. La anterior fue Apocalípsur. Y si no contamos esas dos cintas con director y capital extranjeros (Rosario tijeras y La virgen de los sicarios), se puede decir que esta ciudad solo tiene el cine de Víctor Gaviria.
La semana pasada vi a Carlos César en el Festival de Cartagena, presentando su película y recibiendo premios. Pero, aunque me alegré por él, mi espíritu de aguafiestas se impuso y renegué de esos diez años que tanto tuvo que lidiar para terminar su bella cinta, así como renegué de que Gaviria, en veinte años, tan solo haya podido hacer tres películas.
Bajo el cielo antioqueño se hace muy poco cine, aunque video por cantidades, pero igualmente irregulares en su calidad y casi invisibles para el grueso del público. Por eso miro a mis estudiantes de audiovisuales y me invade la desesperanza, pero tomo aire, suspiro y continuo con la clase, porque el cine no tiene la culpa.
Viaje a los demonios internos
Por: Íñigo Montoya
Son ambiguas las sensaciones que produce el cine de este director. Por un lado, puede causar admiración su talento y precisión para crear sentimientos y emociones con sus imágenes, pero por otro, esas mismas imágenes, y la forma como son presentadas para causar tales efectos, casi nunca tienen la virtud de la sutileza y tienden a ser obvias y estruendosas.
En una película como Requiem por un sueño (2000), por ejemplo, es mucho más evidente su tendencia al efectismo y a sacudir al espectador con burdos recursos, aunque muy llamativos técnicamente. Lo contrario ocurre con una cinta como El luchador (2008), en la que Aronofsky se desprende de toda la parafernalia en lo visual y en el montaje para crear un crudo y honesto relato sobre la vida de un perdedor.
Con El cisne negro hay un poco de lo uno y lo otro. En principio, se presenta como un intenso drama sicológico que nos transporta a los demonios internos de una bailarina. El permanente tono de tensión y angustia que el relato y la interpretación de Natalie Portman mantienen, actúa de forma directa sobre el público y le transmite con gran eficacia las sensaciones de su protagonista.
No obstante, esas sensaciones que se experimentan junto con el personaje son producto de manejos tramposos del relato y efectismos en los recursos del cine. Las falsas imágenes, el énfasis de la música, las alucinaciones, las pesadillas, los juegos con el montaje y otras tantas artimañas visuales y narrativas son usadas para manipular toscamente las emociones del espectador.
Que en la película hay una gran talento para causar unos intensos efectos, eso nadie lo pone en duda, pero que lo hace apelando al efectismo y al facilismo en el uso de recursos, es algo que no se puede pasar por alto. Y es que en una película en la que el espectador nunca sabe si lo que está viendo está sucediendo realmente o no, y debe esperar a que el relato se lo confirme o desmienta, es una película que impone una lógica arbitraria que manipula gratuitamente para causar un efecto fácil.
La premisa de fondo del filme, es decir, el proceso de desmoronamiento y autodestrucción de la bailarina, está perfectamente planteada y desarrollada, además de finalizar de forma redonda y contundente, pero para llegar a eso el director juega a ser un dios manipulador y manosea sin respeto las emociones y la inteligencia del espectador.
Abajo el romanticismo
Por: Íñigo Montoya
Las comedias románticas siempre están protagonizadas por una pareja joven y bonita, que además tiene éxito profesional o está en camino de tenerlo, y cuando se conocen empiezan una errática sucesión de actitudes y situaciones –que es lo que produce el humor- hasta terminar con el infaltable final feliz.
Todas las películas del género tienen estos elementos y esta no tenía por qué ser la excepción. Sin embargo, como siempre, la cuestión está en las capacidades del guionista y el director para encontrar la química para que funcione el esquema con sus leves variaciones.
La variación esencial en esta cinta, protagonizada con buen carisma por Natalie Portman y Ashton Kutcher, es que le dan un original giro a otro de los elementos esenciales de toda historia de amor, esto es, el romanticismo. Porque, justamente, lo que propone la premisa de la película es que se pueda dar una relación entre una pareja sin que haya afecto y emociones de por medio.
En otras palabras, la historia le da más importancia al sexo y las relaciones sin compromiso que al amor mismo. Por esta razón el filme puede explorar nuevas posibilidades en la trama y en la construcción de los personajes. Además, con esta premisa reviste el relato de un aire de cinismo e incorrección política que la hace un tanto más original y atractiva, sobre todo si se compara con la mayoría de las cintas del género, que tienden a ser melosas e ingenuas.
La película está dirigida por Iván Reitman, uno de los principales productores de Hollywood desde los años setenta y director de exitosas cintas como Los cazafantasmas o Junior. En la última década prácticamente había dejado de dirigir, pero con esta película demuestra que aún conoce los gustos del público y que conserva el buen sentido de la comedia.
Por: Xtian Romero – cineparadumis.blogspot.com
Hacer adaptaciones en el cine es una cuestión de cojones y de ingenio para poder estar a la altura, como ocurre con la adaptación de libros, pero tal vez, más difícil aún, es la tarea de adaptar un hecho de la vida real, más cuando es un hecho tan famoso y reciente en donde todos conocemos hasta el más mínimo detalle.
¿Cómo empieza? (un joven y solitario aventurero en el desierto del gran cañón), ¿el conflicto?, (se queda atrapado por una piedra que le aplasta el brazo en un acantilado, solo, sin nadie que lo ayude),¿ y cómo termina?, (se corta el brazo para sobrevivir). ¿Cómo diablos nos van a mantener enganchados con esta historia, si ya todos nos la sabemos? Lo que importa no es el cuento, sino cómo lo cuentes.
Arranca con una división de la pantalla en tres partes donde se muestra el agite de la civilización, ciudades, edificios, montones de personas en la calle, para llegar al personaje que será el protagonista de la historia, que empaca todos sus corotos y se lanza a la aventura.
Una buena manera de arrancar la película, ver rodeado a nuestro protagonista de millones de personas en su propio hábitat, el mundo urbano, para acrecentar después su drama en un desierto donde estará completamente solo y tendrá que enfrentarse a sí mismo para sobrevivir.
La historia sigue con un ritmo trepidante, acompañado de una excelente banda sonora y los planos que aprovechan el bello paisaje desértico hasta que de repente, no hemos ni terminado de conocer el personaje, ¡pum!, una piedra se le interpone en su camino y lo deja atrapado.
De nuevo el ingenio de Boyle como storyteller sale a flote y se traduce en un montaje dinámico, casi videoclipero (que a muchos les puede chocar) para mantenernos enganchados todo el tiempo sin dar tiempo a respirar, además de unos movimientos de cámara que a pesar de jugar en un espacio tan reducido, no dejan caer la historia, y así, en medio de ese ritmo caótico, valiéndose de flashbacks nos seguirá presentando el personaje: su vida, sus miedos, sus sueños, sus frustraciones, lo que finalmente es, lo que lo llena de valor para decir “¡Hey, no me puedo dejar morir aquí!” y acto seguido, en una secuencia impactante, tal vez en este caso creo que debió dejar un poco más a la imaginación y no haber sido tan gore, se corta su brazo valiéndose de una navaja desafilada.
Ojo, que no todo se lo dejamos al bueno de Boyle, también se tiene que aplaudir el trabajo de James Franco, pues se echa la responsabilidad de encarnar este personaje, llevarlo en un proceso de transformación tremendo y de sostener todo un metraje a sus hombros, no todo el ritmo narrativo tendría su fuerza sin las cualidades actorales de Franco.
No puedo decir que es un peliculón perfecto, hay cositas que chocan, que me incomodaron un poco, como lo que ya dije anteriormente, su tal vez excesivo morbo en la cortada del brazo, (esto es una opinión muy personal, tal vez soy muy sensible) y la publicidad de bebidas refrescantes, como Gatorade durante todo el metraje, que son descaradamente tirados en tu cara.
Aunque la disfruté mucho no me pareció nominable al Oscar a mejor película, y prefiero no entrar en discusión respecto al tema, ni tampoco la considero el mejor trabajo de Danny Boyle, he visto cosas mejores en su filmografía pero, eso sí, hay que ir a verla, y seguro que en pantalla gigante será un muy buen espectáculo visual.
Aunque no respondo por estómagos sensibles como el mío, pero tranquilos, que igual esa secuencia sólo dura tres minutos, se pueden tapar los ojos en ese corto lapso de tiempo, y pues vale la pena aguantar ese breve momento tan explícito, pues el final, dejará con un muy buen sabor de boca, porque es una verdadera historia de vida, de esperanza y de lucha.
El viejo festival que de nuevo promete
Por: Oswaldo Osorio
En un país en el que hay casi ochenta eventos de cine, entre festivales y muestras, el Festival Internacional de Cine de Cartagena – FICCI, que hace medio siglo le dio origen a todo, debería ser el mejor y el más importante. No obstante, esta lógica del deber ser no se aplica a todos los momentos de la historia de este certamen, porque, de hecho, en algunas épocas llegó a cargar con cierto desprestigio.
En los últimos años, definitivamente, esto ha venido cambiando. Primero con la presencia del crítico de cine Orlando Mora al frente de la programación y, en este último año, con el nombramiento de Monika Wagenberg como directora del festival. La calidad del cine ha mejorado hasta un punto óptimo y la organización ahora es mucho más eficaz y profesional, sin que tampoco llegue todavía a su estado ideal, aunque realmente le falta poco.
Con estos dos importantes aspectos solucionados, ya el FICCI comienza a recuperar su lustre y en esta última versión el público solo se tuvo que preocupar por ver buenas películas, una tras otra, y después de las cuales podía conocer a sus directores y actores. Luego ir a una conferencia con el celebrado guionista Guillermo Arriaga o toparse en los pasillos con el maestro Arturo Ripstein o con las mismísimas hijas de Charles Chaplin, Geraldine y Jane.
Porque de eso se trata un festival, de una fiesta de cine que convoca a toda la gente de la industria con el objetivo de ver películas, promover la producción y reflexionar sobre los múltiples aspectos que intervienen en el arte cinematográfico. Y el FICCI tiene muy claro esto, por eso además de más de un centenar de películas, entre largos, cortos y videos, allí se dio lugar, entre otras actividades, el II Encuentro de Muestras y Festivales, el V Taller de Crítica Cinematográfica, el II Taller de Pitch Documental y el VI Encuentro Internacional de Productores.
Pero lo más importante de este o cualquier festival son siempre las películas, y el FICCI presenta una muestra iberoamericana de cine de gran calidad, que se enfoca en los nuevos directores (que tengan hasta tres filmes). De manera que es el lugar ideal para calibrar el nivel y el futuro del cine de esta región, así como para descubrir esas miradas y realidades, solo mostradas con tal claridad por el cine, que de ninguna manera será posible ver en la limitada cartelera comercial del país.
Además de las películas en competencia, México era el país invitado y se pudo ver una magnífica muestra de su cine. Igualmente, retrospectivas del director francés Oliver Assayas y del mejicano Nicolás Pereda. Y no menos atractivo, un puñado de las películas colombianas que serán protagonistas durante este año: Los colores de la montaña, Karen llora en un bus, Pequeñas voces, Todos tus muertos, En coma, La vida era en serio, Los hipopótamos de Pablo y Apaporis.
En un mundo tiranizado por el internet y con el cine amenazado por la imagen pixelada de las películas descargadas o por el pequeño formato de las pantallas del computador, así como por la hegemonía del cine industrial y de gran presupuesto, los festivales de cine son un oasis para la cinefilia. Y si se trata del festival más antiguo de América Latina, que además se está rejuveneciendo, la cita para el próximo año está como para no perdérsela.