Por: Íñigo Montoya
Aunque el cine de animación casi siempre es dirigido al público infantil, también es una técnica usada para hacer películas complejas en su construcción y orientadas a los adultos (El gato Fritz, Ghost in the Shell, Heavy metal, Final fantasy…). Pero entre estos dos extremos hay unas “indecisas” que son planteadas como lo uno y terminan siendo lo otro, como ocurre con esta cinta.
Rango es un camaleón que cae de su cómoda urna de cristal a la mitad del desierto. Llega a un moribundo pueblo típico de las películas del oeste y les hace creer que es un sanguinario asesino. Hasta aquí todo muy bien, una película ligera, ingeniosa y divertida que tenía toda la atención y risas de mi sobrina de seis años, quien estaba en la butaca de al lado. Pero lo que sigue a continuación es un western a la manera clásica, con toda la gravedad y complejidad que exige este género.
Aunque a los dos minutos ya se empieza a sospechar la dirección que podría tomar esta cinta, cuando el camaleón cae en el parabrisas de los personajes de Miedo y asco en Las Vegas, aquella delirante y drogadicta película de Terry Gilliam protagonizada por Johnny Depp (quien, justamente, hace la voz de Rango). Este guiño cinéfilo (como la aparición de Clint Eastwood más adelante y otros tantos más) ya empieza a contradecir lo que podría ser solo una película infantil.
Y efectivamente. Si bien a la historia general quieren darle un trasfondo ecológico, como está de moda ahora con el cine para niños, en esencia se trata de un western duro y directo que apela a todos los tics y esquemas del género. La trama sobre la escasez del agua se hace cada vez más compleja, en la medida en que nuevos personajes y subtramas se suman a la historia, mientras que el conflicto interno del personaje se transforma en un asunto existencial y filosófico.
Para ajustar, los personajes grotescos y oscuros cobran más protagonismo, mientras que la violencia y la intensidad de las secuencias se hacen más pesadas, tan pesadas como el sueño profundo en el que se encontraba ya mi sobrina y el niño parlanchín de dos filas más adelante. Para la mitad de la película, entonces, ya estábamos ante un western con todos sus componentes y el tono de gravedad correspondiente.
Ahora que ya estábamos conscientes de que se trataba de una película para adultos, y la mayoría de infantes habían sido excluidos del espectáculo, se podía ver que el principal problema de la cinta era que, precisamente, se tomó muy en serio los esquemas de las películas de vaqueros.
Y es que quien haya visto las suficientes películas del género, o incluso historias sobre falsos héroes en quien una comunidad deposita sus esperanzas, se dará cuenta de que Rango no le ofrece nada nuevo, todo lo contrario, termina siendo una cinta harto predecible.
Pero a pesar de que uno ya sabe qué va a pasar, e incluso cómo va a terminar, no es una película tediosa, pues su originalidad y atractivo está en los detalles: en los diálogos ingeniosos, en la concepción visual de la animación, en ese sucio y desgastado universo que recrean y en los guiños cinéfilos. Por todo eso vale la pena ver esta película, eso sí, sin niños, porque se aburrirán con la densidad y complejidad de una historia que de ninguna forma es para ellos.
Los paisajes de la guerra
Por: Oswaldo Osorio
Lo más atroz que tiene el mundo es la guerra y lo más puro y honesto es la infancia. Cuando el cine reúne estos dos extremos, por lo general expresa con gran elocuencia la crueldad de la primera y la transparencia de la segunda. Y efectivamente, eso ocurre en esta entrañable película, la cual habla del conflicto colombiano con sutil contundencia, sin gritos ni sensacionalismo, así como de la naturaleza de los niños, sin empalagos ni sensiblerías.
Es la ópera prima de Carlos César Arbeláez, un juicioso e intuitivo director que tiene un valioso recorrido en el documental (con poderosas obras, entre muchas otras, como Negro profundo: historias de mineros y Cómo llegar al cielo) y en el cortometraje, con La edad del hielo (1999) y La serenata (2007), dos títulos que ya dejan entrever un estilo propio y un universo: el eficaz trabajo con actores naturales, un talento para retratar la cotidianidad y el color local, y una propensión a mirar con gracia y naturalidad las situaciones adversas.
En este país no se dejarán de hacer películas sobre el conflicto, es necesario e inevitable. Las mejores cintas colombianas generalmente son las que abordan este tema. Pero ante el riesgo de la reiteración y el lugar común, es la novedad del punto de vista y el tono en el tratamiento lo que puede hacer la diferencia, lo que dirá algo nuevo ante lo ya dicho muchas veces.
Esta película propone esa diferencia con su tono y punto de vista. La mirada desde los niños reconfigura y le da otro matiz a la visión que se tiene del conflicto armado en Colombia, a la forma y el proceso como es vivido por la gente del campo. Esto lo hace con la sólida construcción de una atmósfera de cotidianidad y desenfado que se va quebrando y donde, progresivamente, impone un ambiente desequilibrado.
Este proceso es presentado casi sin asomo alguno de violencia explícita o estruendosa, aunque sin quitarle la gravedad al asunto. Porque, en principio, no es un relato sobre la guerra en sí, ni sobre el desplazamiento forzado, sino sobre los momentos previos a todo ello, sobre la pérdida de la inocencia, en este caso representada en la pacífica vida campirana y enfatizada con la mirada y la amistad de unos niños.
Aunque la película da cuenta del momento coyuntural de la irrupción de la guerra, también se puede ver que hay cierta familiaridad con ella: un hermano en la guerrilla, la colección de balas, los grafitis, los tipos que van y vienen, en fin, una serie de elementos que hacen parte del paisaje, pero que solo son tomados en cuenta cuando empiezan a perturbar sus vidas, o cuando, muy elocuentemente, un salón de clase se empieza despoblar.
La lucidez y contundencia de esta historia es transmitida al espectador por medio de un relato sólido y sutil, pues sabe crear una progresión dramática que gana en intensidad y se muestra sugerente y contenido en las reflexiones que propone sobre el conflicto y su efecto en el campo y en los niños. Además, tiene la medida precisa para combinar esto con momentos de cotidianidad y jocosidad, por lo que resulta ser un filme duro y comprometido, pero también entretenido y encantador.
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Bella la película, burda la historia
Por: Íñigo Montoya
Nunca he sido un gran fanático de este director mejicano, y menos cuando se juntaba con el guionista Guillermo Arriaga para hacer sus revolturas en la estructura narrativa, muchas veces sin necesidad, como en 21 gramos. Sin embargo, no se les puede negar la intensidad dramática que lograban, la solidez de sus personajes y muchas poderosas imágenes.
Luego de Amores perros, 21 gramos y Babel, llegó el inevitable divorcio. En la separación de bienes salieron bien librados, así lo demostró Arriaga con su película Fuego y González Iñárritu con esta nueva y celebrada y nominada cinta. Pareciera que no se hicieran mucha falta. Además porque se evidenció lo parecidos que son en la concepción y realización de sus historias.
Biutiful es una pieza de gran fuerza e impacto. Es un relato que sabe conectar muy bien con las emociones del espectador a partir de la concepción de un personaje sólido e intenso, que además está respaldado por la siempre consistente interpretación de Javier Barden.
Así mismo, la atmósfera de angustia y opresión que se respira durante todo el metraje es construida con minuciosidad y potencia. La marginalidad toma un protagonismo que no sucumbe a la pornomiseria ni a recursos tramposos para quebrar las emociones del espectador, para sacarle una lágrima fácil.
No obstante, si bien el material argumental y dramático es tratado con respeto, inteligencia y sensibilidad, el problema en realidad es de lo que está hecho. Es decir, si bien no hay trucos ni facilismos en el tratamiento de la historia, es lo que la compone la razón para sospechar. Porque es muy fácil hacer un duro drama con la siguiente lista de temas: protagonista con cáncer y dos niños, madre alcohólica, problemas con la policía, precariedad económica e inmigrantes ilegales.
Ni Arriga ni Iñárritu saben de mesura en la composición de sus historias, ni juntos ni separados. Y si bien sus películas finalmente resultan significativas en lo que plantean y afortunadas en su construcción, la materia prima que usan es casi siempre excesiva sin razón y burda en su concepción.
12 de marzo de 2011.
Pasaron cuatro años para que de nuevo se estrenara una película de Medellín: Los colores de la montaña, de Carlos César Arbeláez. La anterior fue Apocalípsur. Y si no contamos esas dos cintas con director y capital extranjeros (Rosario tijeras y La virgen de los sicarios), se puede decir que esta ciudad solo tiene el cine de Víctor Gaviria.
La semana pasada vi a Carlos César en el Festival de Cartagena, presentando su película y recibiendo premios. Pero, aunque me alegré por él, mi espíritu de aguafiestas se impuso y renegué de esos diez años que tanto tuvo que lidiar para terminar su bella cinta, así como renegué de que Gaviria, en veinte años, tan solo haya podido hacer tres películas.
Bajo el cielo antioqueño se hace muy poco cine, aunque video por cantidades, pero igualmente irregulares en su calidad y casi invisibles para el grueso del público. Por eso miro a mis estudiantes de audiovisuales y me invade la desesperanza, pero tomo aire, suspiro y continuo con la clase, porque el cine no tiene la culpa.
Viaje a los demonios internos
Por: Íñigo Montoya
Son ambiguas las sensaciones que produce el cine de este director. Por un lado, puede causar admiración su talento y precisión para crear sentimientos y emociones con sus imágenes, pero por otro, esas mismas imágenes, y la forma como son presentadas para causar tales efectos, casi nunca tienen la virtud de la sutileza y tienden a ser obvias y estruendosas.
En una película como Requiem por un sueño (2000), por ejemplo, es mucho más evidente su tendencia al efectismo y a sacudir al espectador con burdos recursos, aunque muy llamativos técnicamente. Lo contrario ocurre con una cinta como El luchador (2008), en la que Aronofsky se desprende de toda la parafernalia en lo visual y en el montaje para crear un crudo y honesto relato sobre la vida de un perdedor.
Con El cisne negro hay un poco de lo uno y lo otro. En principio, se presenta como un intenso drama sicológico que nos transporta a los demonios internos de una bailarina. El permanente tono de tensión y angustia que el relato y la interpretación de Natalie Portman mantienen, actúa de forma directa sobre el público y le transmite con gran eficacia las sensaciones de su protagonista.
No obstante, esas sensaciones que se experimentan junto con el personaje son producto de manejos tramposos del relato y efectismos en los recursos del cine. Las falsas imágenes, el énfasis de la música, las alucinaciones, las pesadillas, los juegos con el montaje y otras tantas artimañas visuales y narrativas son usadas para manipular toscamente las emociones del espectador.
Que en la película hay una gran talento para causar unos intensos efectos, eso nadie lo pone en duda, pero que lo hace apelando al efectismo y al facilismo en el uso de recursos, es algo que no se puede pasar por alto. Y es que en una película en la que el espectador nunca sabe si lo que está viendo está sucediendo realmente o no, y debe esperar a que el relato se lo confirme o desmienta, es una película que impone una lógica arbitraria que manipula gratuitamente para causar un efecto fácil.
La premisa de fondo del filme, es decir, el proceso de desmoronamiento y autodestrucción de la bailarina, está perfectamente planteada y desarrollada, además de finalizar de forma redonda y contundente, pero para llegar a eso el director juega a ser un dios manipulador y manosea sin respeto las emociones y la inteligencia del espectador.
Abajo el romanticismo
Por: Íñigo Montoya
Las comedias románticas siempre están protagonizadas por una pareja joven y bonita, que además tiene éxito profesional o está en camino de tenerlo, y cuando se conocen empiezan una errática sucesión de actitudes y situaciones –que es lo que produce el humor- hasta terminar con el infaltable final feliz.
Todas las películas del género tienen estos elementos y esta no tenía por qué ser la excepción. Sin embargo, como siempre, la cuestión está en las capacidades del guionista y el director para encontrar la química para que funcione el esquema con sus leves variaciones.
La variación esencial en esta cinta, protagonizada con buen carisma por Natalie Portman y Ashton Kutcher, es que le dan un original giro a otro de los elementos esenciales de toda historia de amor, esto es, el romanticismo. Porque, justamente, lo que propone la premisa de la película es que se pueda dar una relación entre una pareja sin que haya afecto y emociones de por medio.
En otras palabras, la historia le da más importancia al sexo y las relaciones sin compromiso que al amor mismo. Por esta razón el filme puede explorar nuevas posibilidades en la trama y en la construcción de los personajes. Además, con esta premisa reviste el relato de un aire de cinismo e incorrección política que la hace un tanto más original y atractiva, sobre todo si se compara con la mayoría de las cintas del género, que tienden a ser melosas e ingenuas.
La película está dirigida por Iván Reitman, uno de los principales productores de Hollywood desde los años setenta y director de exitosas cintas como Los cazafantasmas o Junior. En la última década prácticamente había dejado de dirigir, pero con esta película demuestra que aún conoce los gustos del público y que conserva el buen sentido de la comedia.