Bright star, de Jane Campion

El romanticismo revelado por una musa

Por: Oswaldo Osorio


“Sólo el amor insatisfecho puede ser romántico”, dice un personaje de una de las últimas películas de Woody Allen. Esta cinta es la historia de un amor insatisfecho, pero también un retrato del más puro romanticismo, así como el esbozo a trazos gruesos de uno de los cultores de este movimiento literario, el poeta John Keats. Pero sobre todo, es la particular visión de una mujer sobre estos tópicos: el amor insatisfecho, el romanticismo y el célebre poeta.

La directora neozelandesa Jane Campion (El Piano, Humo sagrado, En carne viva) bien pudo hacer una “biografía de artista” como esas que tanto hace el cine, pero prefirió apostarle a su universo y a su estilo, esto es, su predilección por el explorar la naturaleza femenina y hacerlo con sutileza en la construcción de sus personajes y a partir de imágenes estimulantes y, a veces, provocadoras.

Es por eso que el punto de vista del relato está planteado desde Fanny Brawne, quien fuera vecina y prometida del poeta los últimos dos años de su corta vida. A Keats lo vemos en un segundo plano, en las palabras de sus cartas y en los ojos enamorados de esta joven mujer. Porque todo en el relato está en función de ella y esto es lo que permite hacer la diferencia con otras películas que podrían ser similares.

Liberada para su época (principios del siglo XIX) y todo un mar de emociones y contradicciones, aún así Fanny se destaca como una mujer de carácter, a veces ingenua, otras perspicaz, y siempre vulnerable a las pasiones, tal como lo dicta el espíritu romántico, en el que los sentimientos y sus veleidades son la lógica que mueve a los individuos, más si están el amor y la poesía de por medio, como en este caso.

En tal sentido, esta no podía ser más que una película ungida en todos sus aspectos por la ilusión romántica. En su pareja protagónica, en las dificultades para que su amor fuera más completo y en la poesía que salpica el relato, ya sea en forma de misivas o en los versos de este poeta. Incluso las imágenes le hacen el juego a este romanticismo, al imponerse la belleza de la naturaleza, el color de las flores, los distintos ambientes de las estaciones y, en general, un evocador paisaje bucólico.

Pero es sobre todo la sutileza y contención del relato lo que puede llevar al espectador a experimentar un sosegado placer con este filme. Es fácil aquí entender el amor y la belleza, pero también la melancolía y el vacío ante la ausencia del otro. Porque toda la narración evita sobresaltos y apasionamientos melosos, induciendo a sintonizarse con el ideal romántico de la época y el fuerte sentimiento de sus protagonistas.

La poesía, el célebre poeta y la época misma, se rinden en esta película ante las sabias decisiones de una directora que sabe mirar el mundo a través de los ojos de las mujeres, que entiende cuándo tiene que ser sutil, trasgresora o apasionada, y que nos brinda una bella historia, tanto en lo visual y como en el espíritu que le da vida.


Recomendada: Fish story

La canción que salvó al mundo

Es el presente y el mundo se va a acabar. Su salvación podría estar treinta años atrás, cuando una banda de punk, que ya hacía punk antes de los Sex Pistols, compuso una canción inspirada en un libro nunca escrito.  La canción, además, carga una maldición. También hay un niño que fue educado para ser héroe, una joven con problemas de sueño, una secta religiosa, y en fin, una cantidad de personajes y situaciones que desafían la lógica argumental convencional, tanto que hay quienes la abandonan porque llega un momento en que resulta casi incomprensible, pero aquellos que llegan hasta el final se llevan una sorpresa por el ingenio con que finalmente todo vuelve atener sentido. Una película sutil y extravagante al mismo tiempo, de superficialidad adolescente pero igualmente profunda, casi mística. Y claro, mucho rock. Yoshihiro Nakamurka. 2009.

Cine de culto en Colombia

Retorcidos objetos visuales para unos extraviados

Por: Oswaldo Osorio


Cine pobre, feo y mal vestido. Esa bien podría ser una primera definición del cine de culto. Y en Colombia abundan las películas con estas características. No obstante, la verdadera condición para pertenecer a esta categoría no la determina el director o la película misma, sino el público, que por alguna aberrada razón, decide idolatrar una cinta, muchas veces al punto de la obsesión.

Por lo general, no son las películas más populares, pues tienden a ser marginales, ya por su distribución o por su propuesta salida de todo cause; tampoco son las de mayor pedigrí artístico, porque casi siempre son sus defectos, excesos o deformaciones intencionales lo que llama la atención de los “cultistas”, ese raro tipo de cinéfilo que gusta de adorar y mitificar ciertas películas, ya sea por su tema, su estética, alguna tragedia que la acompaña o su mal gusto. Las razones nunca son las mismas.

Son películas de culto The rocky horror picture show (Jim Sharman, 1975) esa exuberante historia de rock y horror (blando), que es tal vez la más famosa de todas, por ser celebrada e imitada en funciones de media noche. El Cuervo (Alex Proyas, 1994), porque la oscuridad de este súper héroe se alinea con la trágica muerte en el rodaje de Brandon Lee (Hijo de Bruce). Y así muchas más, como las películas de Ed Wood por nefastas y “tugurientas”, las de John Waters por gamberras y provocadoras, o las primeras de Peter Jackson por exabruptas y viscosas.

Mal gusto y excesos criollos

En Colombia, por una simple cuestión de estadística y proporciones, el cine de culto es de esporádicos guetos e ínfimas cofradías, esto por efecto de una premisa básica: si en este país el público (incluyendo –y a veces sobre todo- a los cinéfilos) ve muy poco cine nacional, pues el que frecuenta el cine de culto es una especie harto más escasa.

Aún así, existen unas películas que seguirán siendo vistas una y otra vez por mucho tiempo y por encima de las más taquilleras o galardonadas. Los filmes de Jairo Pinilla, los realizados en Caliwood y la ópera prima de Víctor Gaviria, son probablemente los principales exponentes de este cine nacional ritualizado. Son películas que, gracias a sus características o a pesar de ellas, son una droga para la pupila de ese raro bicho que ve en la extraña belleza de estas cintas una turbia fascinación.

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El Capitán America, de Joe Johnston

El súper héroe noble y patriota

Por: Íñigo Montoya


En Hollywood cada día empieza el rodaje de una película de súper héroes. No recuerdo que se hayan inventado uno nuevo, no hay necesidad, la inagotable cantera de los cómics o las series televisivas provee a la gran maquinaria de cine de personajes e historias. Unas les sale mejor que otras, y unas tienen más o menos éxito, aunque lo uno no siempre tiene relación con lo otro.

El Capitán América es un súper héroe venido a menos. Primero, cuando dejó de cumplir el objetivo propagandístico para el que fue creado durante la segunda guerra mundial, y más recientemente, cuando el público comenzó a preferir héroes más complejos y oscuros, lo cual contrastaba con la conducta modélica del hombre con la estrella en el escudo.

Así que la apuesta fue arriesgada… y parece que acertada, tanto porque le está yendo bien en taquilla, como por el trabajo que hicieron con la historia. Aunque viéndolo bien, había mucho asegurado, porque necesariamente la trama se desarrolla durante la segunda guerra mundial, y como se sabe, este es uno de los temas de acción preferidos por el público. Cuando la segunda entrega, como fue sugerido, se desarrolle en el presente, veremos qué tanto pesó este factor.

El caso es que la unión de fuerzas de película de guerra con trama de súper héroe (además uno que inicialmente era un hombrecito menos que común y corriente), le da a esta cinta el material suficiente para hacerla entretenida. Esto visto aisladamente no parece gran virtud, pero al lado de tantas películas de su tipo que no alcanzan ni siquiera a entretener, pues es inevitable valorarlo, porque ese es el principal objetivo de estas películas. Si se cumple ya es ganancia.

Harry Potter, la saga

Para los que crecieron con el niño mago

Por: Oswaldo Osorio


Harry Potter es una saga generacional, es decir, la gran base de sus seguidores está compuesta por aquellos que, años más o años menos, tenían la edad del héroe y crecieron con él. Por eso cada película era un acontecimiento de vida para muchos (quienes, además, coincidían con el público que más va al cine), lo que conlleva a que la defiendan con apasionamiento, como el amor de sangre.

Para quienes estábamos ya muy por fuera de esa empatía generacional, fue inevitable mirar con recelo la que es ya la saga más exitosa de la historia del cine. Un éxito que se debe a ese público al que iba dirigida, a la cantidad de entregas (8) y, más importante todavía, a que coincidió (y supo explotar) con la revolución de la imagen digital, esa que hizo posible, como nunca antes en el cine, crear las más fantásticas criaturas y universos con total realismo y verosimilitud.

Es decir, la llamada “magia del cine” se vio potenciada con esta saga por doble partida: en su tema y en las nuevas posibilidades tecnológicas. Sin embargo, para quienes no pertenecíamos a la Generación Potter, ni el tema ni su tratamiento eran tan novedosos y la misma tecnología se estaba aplicando a otras películas más complejas y audaces en esos mismos aspectos.

Así que se trata de una serie de películas “diseñadas” primero para niños, luego para adolescentes y después para jóvenes, con unas cualidades que no van más allá de sus altos valores de producción y de entretenimiento, pero que no resistirían una rigurosa disección en aspectos como contenido, narración, construcción de personajes o solidez argumental. Dijo Joseph L. Mankiewicz sobre E.T, de Spielberg: Es una película encantadora, pero tiene el coeficiente intelectual de la perra Lassie. Algo parecido se puede decir de esta saga.

No obstante, en esta última entrega algo de eso cambió. Era apenas obvio que su desenlace, tan largamente preparado y esperado, tuviera la intensidad que le faltó a todo ese metraje que fuera alargado para exprimirle todo el jugo a la pottermanía. Solo habría que repasar las dos anteriores entregas: El misterio del príncipe estuvo casi toda en función de los torpes amores adolescentes y Las reliquias de la muerte I fue una larguísima antesala para el clímax y la batalla final.

Y efectivamente, esta segunda parte es un clímax (punto de mayor intensidad dramática de un relato) de dos horas. Siendo así, era natural que todo en la historia y su narración se potenciara: los miedos, los peligros, los amores, las confrontaciones, las pérdidas y las victorias. Es como si las ocho películas fueran una sola y esta última los quince minutos finales, que es cuando se soluciona el conflicto, se atan los cabos sueltos y (en este caso) le buscan pareja a todo el mundo.

Harry Potter es importante porque representa y celebra mucho de lo significativo que tiene el cine: magia, fantasía, ilusión, entrañables relatos, espectáculo, tecnología al servicio de las emociones y, por supuesto, grandes ganancias. Que este capítulo final será un verdadero éxtasis para los fanáticos, de eso no hay duda, y para quienes no hacemos parte del entusiasmo, de todas formas un final es un final y logra ser efectivo y entretenida.


Todos tus muertos, de Carlos Moreno

El maizal de las tumbas

Por: Oswaldo Osorio

El más importante clásico del cine colombiano, probablemente, es El río de las tumbas (Julio Luzardo, 1965), el cual habla de la violencia del país a partir de los muertos tirados a los ríos, mientras las autoridades no solo asumen el asunto con naturalidad sino que tratan de desentenderse de ello. Casi medio siglo después, esta cinta del director de Perro come perro plantea la misma premisa, evidenciando, por un lado, la desconcertante verdad de que en este país nada ha cambiado, y por otro, el nivel actual del cine nacional.

Aunque todavía siguen bajando por los ríos del país los muertos de la violencia, en esta película aparecen es en medio de un sembrado de maíz. Se trata de una pila de muertos, literalmente. Una imagen que si bien puede no ser realista, es evidente que está construida para dar cuenta de lo desproporcionada y absurda que es la violencia en Colombia. Porque es potestad del cine crear este tipo de imágenes, además llenas de connotaciones, que nunca se le olvidarán al espectador.

Y si bien esta imagen –y sus muertos que miran- tiene mucho de surreal, no por eso es una película surrealista, ni mucho menos una comedia negra, como equívocamente se ha etiquetado. Aunque es cierto que toda la situación se antoja absurda, en especial la actitud de las autoridades, no causa ninguna gracia el estado de angustia y desesperación en que se encuentra su protagonista, Salvador, quien además de estar impactado por aquel macabro cuadro, teme por su vida y la de su familia. No es el humor la clave del relato, sino más bien la permanente tensión y el ambiente malsano y amenazante, eso a pesar de la imponente presencia de la luz y el color en ese ambiente.

Así mismo, son adversas las sensaciones causadas por la impotencia de Salvador ante una situación que toma una dirección contraria a la que buscaba: mientras él se encuentra afectado sobremanera por la gravedad de su hallazgo, el alcalde y los policías se toman todo aquello con una cómplice calma que hace sospechar lo peor. Por eso Salvador se encuentra como muchas veces está el país mismo, como un testigo mudo, temeroso e impotente en medio del crimen y la corrupción institucional.

Es cierto que lo que menos convence de la película es su tono ambiguo, el mismo que hace que algunos la vean como una comedia negra: La actuación afectada de Álvaro Rodríguez puede ser vista como caricaturesca, la actitud de las autoridades como si fuera una historia contada en tono de farsa (aunque todos sabemos que eso es perfectamente posible en este país, por lo cual la farsa es desdibujada por lo probable de esa realidad) y, sobre todo, esos muertos que cobran vida, que podría tener las más diversa lecturas (entre ellas la comedia), pero este texto le apuesta a verlo como un guiño de optimismo, como una alusión a esas vidas que no debieron haberse perdido.

A pesar de esa ambigüedad (o gracias a ella), se trata de un filme potente y llamativo, empezando por toda la violencia que referencia pero que, a diferencia de la anterior película de este director, es una violencia fuera de cuadro y, peor aún, asumida con naturalidad por la mayoría en aquel pueblo. También es un filme estimulante visualmente y que habla claramente sobre esas “oscuras fuerzas”, visibles para todos, que imponen los abusos y la muerte en este país.