Hermosa venganza, de Emerald Fennell

Revancha inocua

Oswaldo Osorio

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En estos tiempos de fuertes movimientos sociales y de opinión, como el Black Lives Matter o el Me Too, la corrección política se impone en casi todos los escenarios que los abordan. Buena parte del mundo, llevado de la mano por los productos mediáticos estadounidenses, está tomado conciencia de las desigualdades e inequidades que históricamente han padecido ciertos grupos sociales. Pero esta “conciencia” es, muchas veces, solo por la posición que se debe asumir de cara a la opinión pública.

Las cuotas de inclusión o el lenguaje incluyente son muestra de esto. No obstante, ocurre con frecuencia que las razones para tener en cuenta tales posiciones son apenas un asunto de imagen, mientras en la práctica las cosas pueden seguir igual. Pero podría decirse que, al menos, es un comienzo. Es por eso que manifestaciones cuestionables moralmente o incorrectas políticamente escasean en los pronunciamientos sobre tales temas, en especial en esos productos mediáticos, como la música, la televisión y el cine, principalmente.

Tal vez por eso esta ópera prima ha llamado tanto la atención, porque alguien, la directora y guionista Emerald Fennell, se atrevió a decir en voz alta, incluso regodeándose de ello, lo que muchas personas solo piensan o reprimen: responder al acoso con violencia y al abuso con intimidación y revancha. Su heroína, Cassie, se impuso la misión de vengar la muerte de una amiga, quien se quitó la vida luego de ser abusada por un grupo de compañeros de universidad, para lo cual lleva una doble vida en la que anda a la caza de depredadores sexuales.

Y no es que sea muy original este planteamiento, hay muchos ejemplos, ya Abel Ferrara en Ms. 45 (1981) lo había mostrado de forma descarnada, o en Dulce venganza (2010) se pudo ver en clave de thriller de acción; pero lo que le dio notoriedad a esta versión es que está concebida con el reflexivo tono y el acabado del cine independiente, fue apadrinada por la productora de Margot Robbie y, claro, se ve de otra forma en el propicio contexto del Me Too y en el actual e insuflado ánimo del empoderamiento femenino.

Por eso, durante casi todo el relato puede haber una sensación de complacencia ante este revanchismo (eso para quienes consideren que la venganza es el camino), así como resulta muy atractiva la personalidad calculadora y determinada de Missie, para lo cual es fundamental la convincente actuación de Carey Mulligan. Sin embargo, al final, si se examina lo que ella hizo, parece inocuo, solo sofisticadas bravuconadas (a su ex amiga, a la decana, al abogado, al escritor), también burdas (quebrar los vidrios de una camioneta) o acciones fuera de campo que dejan la duda de lo que pudo haber hecho. En suma, parecía más dedicada al aleccionamiento (incluso del mismo espectador) que al efectivo castigo.

Entonces, lo de joven prometedora del título original (Promising Young Woman) se le puede aplicar tanto al personaje como a la cineasta. Ya porque la única revancha resulta pírrica al lado del precio que su protagonista tuvo que pagar como por ese grito de incorrección política sobre el tema que parecía proponer esta historia, pero que, en últimas, resultó solo en la tibieza del regaño que se le hace a un cachorro: “Eso no se hace, perro malo, malo”.

Le testament d’Orphée, ou ne me demandez pas pourquoi!, de Jean Cocteau (1960)

Los vestigios del surrealismo

María Fernanda González García

 

“La ventaja del cinematógrafo es que permite que un gran número de personas sueñen juntas el mismo sueño”

el testamento

Última obra cinematográfica perteneciente a la trilogía órfica de Cocteau, (una década después de Orphée). En esta ocasión, el director es el protagonista permitiéndonos conocer un poco más sobre su perspectiva hacia la vida mediante un viaje onírico que conecta con los dos anteriores filmes.

Nos encontramos con un poeta fantasma quien está perdido en el espacio y el tiempo, por ello viaja en diferentes etapas de la vida de un profesor, cuyo experimento lo devolverá a la época. Aunque es un poco confuso, en el discurso del protagonista conocemos lo que pretende el director: dar un testimonio sobre cómo el arte define a un artista e inclusive logra superarlo. Prueba de ello son las interacciones que tiene el poeta con algunos personajes que aparecieron en las anteriores obras de la trilogía, pero en esta ocasión personifican un rol distinto, como si la historia se transgrediera y ellos tuviesen autonomía, de tal manera que juzgan a su creador, condenándolo a la vida.

Elementos como las ruinas, la mitología, los ojos y la flor de hibisco son símbolos que tienen importancia dentro de la obra, demostrando que lo lírico no se separa de lo fílmico. Merece la pena mencionar que Cocteau, en la finalización de la obra, contó con la colaboración financiera del director francés François Truffaut. Además, en el reparto participaron varios de sus amigos cercanos, como es el caso del artista Pablo Picasso, al igual que la participación de María Casares, François Périer, Jean Marais y Édouard Dermit, actores de Orpheé.

La familia Mitchell vs. las máquinas, de Michael Rianda

Otro universo animado

Oswaldo Osorio

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En la Era dorada de Hollywood estaba bien definido el tipo de cine (estilo y temas) que hacía cada gran estudio. Después de los años cincuenta esas distinciones prácticamente desaparecieron y hasta ahora esas diferencias son casi inexistentes, salvo por algunas productoras que se especializan en ciertos temas o géneros. Pero en el cine de animación, después de la llegada de la imagen digital (desde Toy Story, 1995), fue como si esta parte del cine empezara de cero y de nuevo aparecieron las diferencias entre estudios.

Pixar pegó primero y sigue dominando con sus historias elaboradas, inteligentes y emotivas; Disney sobrevive vendiendo muy bien sus mundos de fantasía; mientras Dreamworks se sitúa entre ambos con relatos de fantasía que apelan a un entretenimiento más básico. También están el universo fantástico y humanista de Studio Ghibli, y Sony Pictures Animation, que desde Spider-Man: un nuevo universo (2019) empezó a hacer la diferencia con su estilo de animación, un acercamiento más realista a la cotidianidad de la sociedad contemporánea y un sentido del humor ingenioso y agudo.

La familia Mitchell vs. las máquinas (2021) tiene las características de las animaciones de Sony y, además, fue creada por el equipo de productores que hay detrás de su Spider-Man y fue escrito y dirigido por el responsable de la primera temporada de Gravity Falls, una inteligente e inusual serie infantil animada (de hecho, esta película comienza exactamente igual que el primer capítulo de la serie). La historia de este estreno es ya conocida: un improbable grupo de personas (en este caso “la familia más rara de todos los tiempos”) salva el mundo de su exterminio. Pero lo importante, claro, es cómo sus realizadores deciden contar esta historia, ahí radica la diferencia con los demás estudios.

Lo primero, es esa estética de su animación, la cual ya nos había deslumbrado en Spider-Man: un nuevo universo y que parece tomar distancia de la pulcritud digital de Pixar y del clásico dibujo de Disney o Ghibli para situarse en un fascinante punto medio, donde la animación digital (o en 3D) parece retocada con detalles y acabados más del talante clásico. Además, la acción es intervenida o complementada con emojis y gráficos y dibujos en 2D que resultan frescos, divertidos y muy ingeniosos para comentar el relato.

Además de salvar el mundo como premisa argumental, la premisa conceptual gira en torno al amor y armonía en la familia a pesar de las diferencias y conflictos. Tampoco nada nuevo, pero el vehículo para trasmitir esto es un relato trepidante, conectado con los códigos y la mentalidad de los llamados nativos digitales y un humor que puede ser tan sutil como cáustico. Incluso plantea reflexiones y directas críticas a las corporaciones tecnológicas y a la dependencia de las personas con sus aparatos y sus perniciosas prácticas con estos.

Se trata, pues, de una película tan divertida como entretenida, pero esto lo consigue, además, marcando una visible diferencia con otros productos de animación, tanto en su estética, como en su propuesta narrativa y en esa conexión con el mundo y las cosas de todos los días.

Hay que anotar, por último, que es una de esas producciones que confirma la normalización de una práctica muy polémica en nuestros días: estrenar películas de grandes casas productoras en plataformas de streming, porque ésta ya se puede ver en Netflix.

 

Pinocho, de Matteo Garrone

De la fábula a lo siniestro

Oswaldo Osorio

Pinocho

Las distintas versiones de Pinocho, empezando por la de Disney de 1940, lo han presentado como un cuento moral para niños que les “enseña” (o amenaza) sobre las nefastas consecuencias de mentir, portarse mal o no ir a la escuela. Pero el relato original de Carlo Collodi (1882), al igual que muchos cuentos infantiles del siglo XIX, resulta tan oscuro y truculento que siempre se ha dudado de si realmente estaba pensado para niños. Esta versión recalca esa duda al presentar un universo y tono que, definitivamente, no están concebidos para una matiné.

El primer indicio de que esta no podía ser solo esa fábula aleccionadora, es la obra previa de quien es uno de los mejores directores italianos de la actualidad, Matteo Garrone, quien empezó a sorprender desde su descarnada y realista visión de la mafia napolitana en Gomorra (2009), o cuando lo que podía ser material para un cuento de princesas y caballeros, lo relató como una pesadilla medieval en El cuento de los cuentos (2015). Así mismo, no se podía esperar que, luego de hacer la sucia y visceral Dogman (2018), la marioneta de su siguiente película fuera de ensueño.

Lo primero que impacta con el Pinocho 2020 es su relato en clave realista, ni siquiera al modo del neorrealismo, sino del realismo sucio. La precariedad material, rayana con la miseria, en la que vive Gepeto (interpretado por un Roberto Benigni que se saca el clavo de su desventurada versión de 2002), es lo primero con lo que esta película confronta y violenta al espectador. Además, su “hijo” realmente tiene la textura y sonido de la madera, esto sin el prístino acabado de la imagen digital sino con la consistencia del buen maquillaje de la vieja escuela.

De entrada, el relato hace detestar a Pinocho, sentir lástima por Gepeto e ira por el llanto del golpeado e ignorado Grillo. Lo que se viene luego en la odisea de esta ingenua e inconsecuente marioneta, es una sarta de episodios, que si bien se conocen por las otras versiones o el libro mismo, nunca se habían visto de esta forma tan siniestra y, por momentos, hasta desagradable: La asquerosa gula del zorro y el gato, los gemidos de Pinocho en la horca o su horrorizada transformación en asno, todos son pasajes dignos de algún relato tétrico que toma rotunda distancia de cualquier fábula infantil.

La película presenta, claro, ese clásico viaje del héroe de este Odiseo de palo, con todo y la transformación del protagonista en un niño real y bueno, pero es ese universo que atraviesa y el carácter de sus encuentros adversos, lo que hace de esta versión de Garrone ese cuento siniestro que yace en el núcleo del relato de Collodi. Si es para niños o no, bueno, esa es una discusión que ya no solo pasa por la naturaleza del material original, sino también por el talante del público infantil actual, curado de todos los espantos por cuenta del acceso casi irrestricto a cualquier contenido a través de internet.

La Madre del Blues, de George C. Wolfe (2020)

Y uno y dos como lo manda Dios

Mario Fernando Castaño Díaz

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Ma Rainey, la llamada Madre del Blues llega con su banda a Chicago en el intenso verano de 1927 para grabar con la Paramount uno de sus discos que seguramente será un éxito más en su larga lista de aciertos musicales, llegando a ser una de las primeras cantantes de Blues en grabar canciones, una industria en la que se explotaba el talento de la raza negra para que las ganancias se fueran a los bolsillos de los más poderosos.

El sol agobia a blancos y negros por igual, pero hasta acá llega la indiscriminación, ya que esta es una época en la que la raza afroamericana buscaba mejores oportunidades de vida en el norte del país y encuentran una realidad adversa a la que imaginaban, personas que venían de una vida dura, descendientes de sus ancestros africanos que fueron sometidos por la esclavitud. Para Ma y para muchos que aman y sienten el Blues, esta música era una forma de mostrar al mundo su alma y su dolor por toda esa carga que significa ser de una raza diferente, algo que aún se siente, lamentablemente, con fuerza en Estados Unidos, y que de paso hace que esta historia no contraste con el presente.

Ma Rainey’s Bottom es el nombre original de esta cinta que está basada en la obra de teatro del mismo nombre estrenada en Broadway en 1984, y escrita por el aclamado dramaturgo August Wilson, quien es llamado también el Shakespeare Norteamericano, un hombre que siempre defendió a través de su arte los derechos de la comunidad afroamericana. Su obra es punto de referencia para los jóvenes actores de todo el mundo. En esta ocasión el grupo actoral no desentona para nada con sus protagonistas, la puesta en escena y el hecho de contar con pocas locaciones y monólogos extraordinarios con gran contenido, logra que la experiencia del espectador se traslade a las tablas.

La elección del director no pudo ser más acertada al dar con Chadwick Boseman, el tristemente fallecido actor que interpretó al personaje de Black Panther en la saga de Avengers de Marvel Studios. En sus inicios su talento fue apoyado económicamente de manera anónima por el famoso actor Denzel Washington, quien por cierto es el productor de la película en cuestión. El personaje de Levee, el trompetista de la banda interpretado por Boseman, es un soñador que quiere salir adelante por su propia cuenta. Su espíritu impulsivo, arrogante y desafiante generan un punto de conflicto con Ma y sus compañeros. Bowman desata toda su presencia en escena, interpretando un personaje complejo, fuerte, conflictivo y marcado por su trágico pasado con el hombre blanco. Él quiere imponer el sonido de su trompeta por encima de todo, incluso de Ma que es su jefe, prefiere hacer sus propias composiciones y aprovecharse de su éxito para tener el suyo propio, una interpretación que seguramente dejará una firme huella en la historia del cine y una idea de lo que este actor podría haber logrado.

Viola Davis es una mujer que cuenta ya con la triple corona de la actuación al poseer un Emmy, un Tony y un Oscar en su haber, y es ella, irreconocible por su acertado maquillaje y vestuario, quien interpreta magistralmente a Ma, un personaje de la vida real que se ganó su lugar y apodo a pulso logrando lo que se propuso por medio de su talento, presencia y actitud siempre firme y nada condescendiente con la raza blanca, teniendo muy claro que lo que de ella necesitan no es su persona si no su voz.

Esta es una película que ya ha logrado numerosos premios y está nominada a cinco Oscars de la Academia. Seguramente tendrá su merecido lugar en los futuros clásicos del cine, gracias a su puesta en escena, el vestuario, sus formidables actuaciones y el darnos una idea del cómo se grababa en la época sin recurrir a mezclas, dejando en directo toda la esencia del Blues, una maravillosa música en donde sus notas y letras nos cuentan su verdad, su alma y su crudo dolor. Todo este sentir lo resume Ma al afirmar con aplomo y sabiduría “no cantas para sentirte mejor, cantas para entender mejor la vida”.

 

Los sonámbulos, de Paula Hernández

Dos mujeres y una familia

Oswaldo Osorio

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Al cine le gustan mucho las familias disfuncionales, siempre resultan un buen material para contar historias atractivas y hasta originales. Pero frecuentemente suele confundirse como disfuncional a familias que una película mira con la lupa de su cámara y de su puesta en escena, por lo que, vistas desde cerca y con detenimiento, casi cualquier familia y sus relaciones pueden parecer anómalas. La familia argentina de este filme estrenado en Prime Video, aun con su final impactante, puede verse como cualquier otra, sin que necesariamente sea disfuncional.

Una abuela, tres hermanos, una esposa y cuatro primos pasan el fin de año en la casa de campo familiar. El relato es contado desde el punto de vista de Luisa, la esposa del hermano mayor, y eventualmente desde el de su hija Ana, una pubescente con todas las dudas y recelos propios de su edad, quien termina siendo el vórtice de todo este drama familiar. En medio del calor veraniego se ventilan, además, los problemas maritales, las diferencias de temperamento y los desacuerdos por el futuro de la empresa y de la casa de la familia.

Con esta descripción pareciera un sofocante drama, pero la principal virtud de esta película es la forma como su directora sabe construir con gran riqueza y sutileza este micro universo que podría darse en cualquier parte del mundo. El drama está, claro, aunque las actividades y ambiente propios del paseo familiar parecen quitarle peso, no obstante, la tensión siempre está en el aire, o agazapada en una situación trivial para saltar sobre los ánimos de un momento a otro.

Aunque desde la primera escena, cuando la joven está parada, dormida y desnuda frente al ascensor en medio de la noche, hay un conflicto que se impone y funge como articulador de un relato que no es de trama sino de ambientes, situaciones y relaciones, tal conflicto es ese momento de transición vital y existencial de Ana, quien parece resistirse a entrar al mundo de los adultos, pero que tampoco quiere seguir siendo tratada como una niña.

En la contraparte está su madre, quien padece las consecuencias de la situación de su hija. Aunque ella también se encuentra en un difícil umbral: marital, profesional y como madre. De ahí que la mirada que hace esta película de diversas facetas de la existencia se decanta por el punto de vista femenino desde estas dos perspectivas, donde los hombres son dibujados, sin saña o maledicencia, como controladores, inmaduros, descomprometidos e irresponsables, cuando no criminales.

A pesar del énfasis en estas dos miradas, se destaca en esta película el eficaz y envolvente trabajo coral de esta diversidad de personajes departiendo y chocando entre ellos. La concepción visual ayuda a esta ambigüedad, con bellas imágenes donde la luz y el encuadre se regocijan en este ambiente de descanso y lazos filiales, pero también con el ímpetu de una cámara que, con sus planos cercanos, focos y movimientos, denuncia la permanente tensión.

El acontecimiento final es tan impactante como trágico. Aunque se podría prescindir de él y la película seguiría diciendo casi lo mismo. Por otro lado, hay quienes lo podrían ver como el desenlace natural de una tensión siempre en crescendo. Ya cada espectador podrá decidir, incluso dependiendo de si es hombre o mujer, porque sin duda es un relato al que, además de todo, también le interesa el énfasis de género.

 

El corte del director

o la dicotomía esencial del cine

Oswaldo Osorio

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Al doble carácter de arte e industria del cine hay que aceptarlo como hacen los católicos con la Santísima Trinidad: si bien parece contradictorio, es la base de su dogma y se debe entender cada una de sus partes. Aunque en el caso del cine puede haber devotos (o cinéfilos, mejor dicho), que solo creen en una cosa y excluyen la otra. De ahí que haya quienes disfruten el cine comercial y de entretenimiento, pero desprecien el cine arte o de autor, y viceversa.

Ese es el origen de otra dicotomía que se presenta en el mundo del cine, la que suele haber entre los grandes estudios o los productores y los directores o autores de un filme. La historia del cine está llena de ejemplos de disputas sobre la película que querían hacer los primeros para obtener la mayor rentabilidad posible y lo que deseaban hacer los segundos para crear una obra de valía o, al menos, fiel a su visión. De estas disputas algunas veces surgen dos (y a veces hasta más) versiones de una película: la que es estrenada en cines y la versión del director.

Como tantos proyectos que dependen del productor y no del director, The Magnificent Ambersons (1942), por ejemplo, no tuvo el corte final de Orson Welles, y la que pudo ser la segunda obra maestra de este genio del cine, terminó mutilada en cuarenta y cinco minutos y con un final diferente. También es conocida la estrategia del legendario director John Ford de filmar solo lo preciso, esto para no darle oportunidad al montajista del estudio de cambiar mucho su relato, pues él, como la mayoría de directores, nunca era el dueño del corte final.

Ante las imposiciones del productor, muchos directores han optado por no firmar la película o hacerlo con un seudónimo (frecuentemente fue usado el de Alan Smithee, un anagrama de “The Alias Men”). Otros han tenido la posibilidad, años o incluso décadas después, de hacer su propia versión, su director’s cut. Ocurrió con películas como El exorcista (1973 – 2000), Superman II (1980 – 2006) o Blade Runner (1982 – 1992 – 2007), esta última es tal vez el más célebre caso de todos, tanto por tratarse de una cinta de culto como por las discusiones que aún generan las tres versiones que se hicieron, ya por las repercusiones que los cambios tienen en la historia o porque no hay un consenso de cuál es la mejor, si la primera del estudio o las otras dos de Ridley Scott.

Siempre se presenta como una disputa en la que, indefectiblemente, tienen la ventaja los dueños del dinero, y aun así, la industria terminó beneficiándose todavía más de la situación cuando, en la época del VHS y el Blu-ray, vendían estos formatos promocionando como valor agregado la versión del director. Esto mismo está ocurriendo actualmente, guardadas las proporciones, con el streaming.  Es así como los espectadores de la nueva versión y en estos distintos formatos pueden ver una película con mayor duración, como ocurrió con Amadeus (Milos Forman, 1984), a la que se le aumentaron casi veinte minutos; o con escenas adicionales que no pasaron la censura, como los encuentros entre Johnny Depp y la ex estrella porno Traci Lords en Cry-Baby (John Waters, 1990); o hasta con un final distinto, como ocurrió con la misma Blade Runner.

La excusa para hacer este recorrido fue, por supuesto, el estreno de la versión que Zack Snyder acaba de hacer de La liga de la justicia. Sin los apasionamientos de los fanáticos, la discusión entre las dos versiones se puede despachar con el simple dato de que la del 2021 tiene el doble de metraje que tenía la de 2017. Es apenas obvio que en cuatro horas se pueda estructurar mejor unos personajes y un relato que en dos horas.

Pero lo que hay que preguntarse es cuántos de esos ochocientos millones de espectadores, que es el público regular del cine y los que vieron la versión del estudio, habrían estado dispuestos a ver una película de súper héroes de cuatro horas. Esta versión es para los fanáticos o para un público más iniciado que quiere ir más allá del mero entretenimiento. Por eso volvemos a la premisa inicial de ese doble carácter del cine, donde pueden convivir el arte y la industria, contando con público para lo uno y lo otro. Esto sucede, por supuesto, en el marco del cine más comercial, pero difícilmente en el contexto del cine de autor.

Lavaperros, de Carlos Moreno

De poca monta y en caída libre

Oswaldo Osorio

lavaperros

La “trilogía traqueta” de Carlos Moreno tal vez no fue intencional, pero sin duda son tres películas que tienen una conexión en sus personajes, universo y lo que de fondo quiere decir el cineasta caleño sobre el narcotráfico. Junto con Perro come perro (2008) y El cartel de los sapos (2012), esta pieza despliega diversas miradas a esa violenta fauna de traquetos que hacen ya parte de la historia y del paisaje del país, y lo hace de forma incisiva, entretenida y con fuerza visual.

Si bien Perro come perro y Lavaperros (2021) no son expresamente sobre el narcotráfico, sus tramas y personajes son consecuencia de esa cultura traqueta que se instaló ya desde hace décadas en el ADN de nuestra sociedad. En el caso de esta última película, la atención está puesta en un patrón de poca monta, de provincia, en decadencia y con una banda en desbandada. Una historia que mira con sorna y casi lástima a estos pobres hombres que son víctimas y victimarios en ese torbellino de violencia que desencadena las dinámicas de quienes están en función del llamado dinero fácil.

Toda su trama gira en torno a una rencilla de este patronzuelo con otro que está en ascenso y a una bolsa llena de dólares. Es decir, nada nuevo, complejo ni trascendental para este tipo de cine. Por eso, la relevancia de esta película se tiene que buscar es en el tono en que está contada y en los detalles con los que Moreno llena de visos su relato. En él hay violencia descarnada, ironía, humor y una suerte de reflexividad sobre la naturaleza de sus personajes en relación con su oficio y su azaroso entorno.

Por esta razón, resulta incluso menos interesante ese patrón paranoico y sociópata que los demás personajes secundarios, quienes abren la gama de posibilidades y matices para dar cuenta de ese universo con todas sus contradicciones: Desde la pareja de incompetentes detectives, que es una evidente mofa a la inoperancia de la ley en este país (lo cual ya se había visto también en otra de sus películas: Todos tus muertos); pasando por el rol dependiente y de usar y tirar de las mujeres en este contexto; hasta la humanidad de los gregarios, que así como matan, igualmente sueñan con un futuro mejor y hasta más simple.

No son tantas películas, como generalmente se cree, sobre este tema y personajes en el cine colombiano. Tal vez la televisión sí ha manoseado más de la cuenta este universo y de manera muy superficial. Pero el cine, aunque no esté contando una historia nueva ni mostrando unos personajes distintos, indudablemente hace la diferencia con su tratamiento, su mirada y la forma de abordar este mundo e indagar en él.

Puede que Lavaperros parta de la misma trama de ambición y muerte de tantos thrillers sobre traquetos, pero también es un viaje a las entrañas e intimidad de unos personajes que se convierten en personas (incluso con sus guiños caricaturescos), así como la radiografía y reflexión sobre un universo muy familiar para el contexto colombiano, pero que solo con acercamientos como este podemos conocer como realmente pueden ser.

Orphée, de Jean Cocteau (1950)

Es privilegio de las leyendas no tener edad

María Fernanda González García

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Segunda obra cinematográfica perteneciente a la trilogía órfica de Cocteau, (dos décadas después de Le Sang d’un Poète). En esta ocasión, el director realiza una adaptación del mito griego de Orfeo, el cantor de Tracia.

Uno de los personajes principales es Jean Marais (Orfeo), un poeta considerado héroe nacional debido a la fama de sus letras. Este hombre, en el bar de los poetas tiene un primer encuentro con María Casares (la princesa de la muerte), quien al involucrarse con él representará su gloria, infortunio y salvación.

En esta película el director nos ofrece la explicación de aquel lugar que existe más allá de los espejos: “una zona hecha de los recuerdos de los hombres y de la ruina de sus costumbres”. En este sitio el caminar es lento y pesado para los vivos, (recordemos que en Sang d’un Poète el protagonista caminaba de manera extraña entre los pasillos) la ligereza de la muerte permite a los fantasmas moverse con facilidad, como si estuviesen flotando.

Aunque lo onírico desempeña un papel notable en la trama de la obra, las imágenes y la narración de Cocteau son claras. Al público no se le exige una interpretación inmediata, porque desde el principio de la película se establece el hilo conductor de los hechos, las diferentes formas de amor y sacrificio son características que conmueven al espectador.

La forma del presente, de Manuel Correa

La verdad que se modifica

Oswaldo Osorio

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El cine colombiano actualmente se encuentra en plena tarea de indagar y reflexionar sobre el conflicto armado en este posconflicto incompleto que vivimos. La guerra con las FARC terminó, pero hay otras guerras remanentes, tal vez menores, pero que igualmente están desangrando al país en pequeñas y constantes dosis. Este documental se pregunta por el medio siglo de guerra interna que vivió Colombia, por sus desaparecidos y por las reconfiguraciones de la verdad cuando se mira hacia el pasado.

El artista y documentalista Manuel Correa trata de responder esta pregunta a partir de una diversa composición de voces, desde las más insólitas como la neurociencia, pasando por los actores del conflicto, hasta profesionales en distintas áreas como la historia o la filosofía. Juntas ofrecen una caleidoscópica mirada del conflicto y lo complejizan al punto de transformar su realidad y hasta el lenguaje para referirse a él.

Cuando la Justicia Especial para la Paz dice que fueron 6402 los casos de falsos positivos, que es tres veces más de lo reportado por la fiscalía, o cuando las Madres de La Candelaria se refieren a sí mismas no como víctimas sino como sobrevivientes del conflicto, la violenta historia del país y su visión de ella terminan modificándose. Es por eso que quien vea este documental también podría modificar su perspectiva y opinión del conflicto, aunque no necesariamente solo con certezas, sino con muchas más preguntas suscitadas por esa diversidad de miradas.

La cantidad de personajes y testimonios que presenta el documental puede hacerlo un relato muy convencional y poco atractivo cinematográficamente, pero el director trata de evitar esto utilizando como leitmotiv una obra de teatro que las Madres de La Candelaria representan para la cámara y luego en una cárcel. Con todo y las limitaciones de sus actrices, esta representación resulta una suerte de catarsis, tanto para ellas y de alguna manera para los espectadores, donde estas mujeres interpreten a víctimas y victimarios en dolorosas situaciones que vivieron durante el conflicto.

En este documental ese complejo y aún confuso concepto de la posverdad tiene un protagonismo de fondo que solo puede leerse entre líneas. Este relato se para en el presente y mira el pasado, para que tal vez el futuro no sea tan azaroso. Mira el conflicto a los ojos, lo cuestiona y duda de sus supuestas verdades. Por eso es una obra tan necesaria como lo ha sido siempre el cine en su función de detenerse a observar y reflexionar sobre la realidad, para que esta no sea simplemente esa acumulación de información diaria de los noticieros que, como nunca se detiene, muchas veces no permite ver lo que realmente está sucediendo y el significado esencial de esos acontecimientos.