Caballo de guerra y Las aventuras de Tintín

Spielberg: dos pasos atrás

Por: Íñigo Montoya


La gran virtud de Steven Spielberg es que ha conseguido con muchas de sus películas el esquivo equilibrio entre ese doble carácter del cine –y por momentos contradictorio- de arte e industria. Películas suyas como Encuentros cercanos del tercer tipo, El color púrpura, El imperio del sol, rescatando al soldado Ryan, La lista de Schindler, Inteligencia artificial o Atrápame si puedes, tienen mucho de gran cine y, al mismo tiempo, consiguieron conectar con el gran público.

No obstante, tiene un grupo de películas que están más del lado del cine de evasión y entretenimiento, al cual es más difícil encontrarle virtudes mayores a las de hacer que sean eficaces concretando ese objetivo. En ese grupo se podrían mencionar películas como Tiburón, ET, Indiana Jones, Jurassic Park, Minority report o La guerra de los mundos. De todas formas, son muy buenas películas en su tipo.

Pero hay un tercer grupo de películas que verdaderamente dejan mucho qué desear. Son filmes que fueron creados ya con intenciones de pertenecer al primero o al segundo grupo, pero que no consiguen tener éxito en una u otra forma. Las dos películas que acaba de estrenar, casi simultánemente, pertenecen a este grupo.

Con Las aventuras de Tintín, obviamente, quería hacer un gran filme de aventuras dirigido al público infantil y juvenil. Seguramente esa es la razón para elegir la técnica de “captura de movimiento” (filma los actores y los convierte en animación 3D), porque es atractivo visualmente y está de moda.

Pero a pesar de todo el prestigio de la legendaria histoireta del belga Hergé, Spielberg solo consiguió un relato de aventuras común y corriente, cargado de toda la acción y los lugares comunes típicos de lo más comercial de este género. Es cierto que visualmente consigue una estética propia y hasta fascinante, pero con la tecnología de ahora eso ya no es mayor mérito. Incluso se le debe reprochar que sus imágenes y acciones no explotan el sistema de 3D en todo su potencial (un 70% de la película se puede ver sin las gafas).

De otro lado, está Caballo de guerra, una película que está siendo promocionada como otra entrega de los grandes filmes bélicos de Spielberg, pero lo cierto es que se trata de un relato forzado y sensiblero que tiene a un (milagroso) caballo como su héroe e hilo conductor. Las profundas reflexiones y los duros dramas humanos que se le han visto en sus películas de guerra desaparecen aquí para construir aislados capítulos que explotan la emotividad de una situación y tal vez el amor por los animales.

De manera que con una película quería ser comercial y puro entretenimiento, lo cual puede que logre con cierto público, pero en realidad solo hizo una cinta como cualquier otro director pudo haber coseguido, sin toda su fama y muchas veces demostrado talento; mientras que en la otra, un tema con el que este cineasta ha dicho grandes cosas, solo consigue reproducir la emotividad fácil y el sentimiento predecible.

Dos comedias colombianas

De Guatecolombia a Guatepeor

Por: Iñigo Montoya


La ya tradicional comedia colombiana de navidad esta vez llegó por partida doble, como para quien no quiere caldo. Como siempre, Dago García presentó su capítulo anual de una saga que hace años no hace sino decepcionar a quienes en algún momento creíamos que era posible conciliar el humor popular con el ingenio, así lo hizo con películas como La pena máxima, Te busco –y en menor medida- Muertos de susto.

Escritor de telenovelas, dirigida por Felipe Dothée, parece más el clavo con que Dago se quería sacar sus odios contra el sistema que le dio fama y fortuna. Es por eso que en esta cinta son más las puyas contra la televisión y los canalas, así como las reforzadas salidas argumentales, que un planteamiento cómico sólido. De hecho, llega un momento en que el intento de hacer humor desaperece y se instala en el relato un aburrido drama.

Adicionalmente, para infortunio de Dago, este año Mario Ribero con Mamá, tómate la sopa, una comedia con las mismas pretensiones, le salió al paso y se le robó el público. El gancho del título y la presencia en el protagónico de la medio diva Paola Turbay le ayudaron a ser bien recibida por los espectadores.

Sin embargo, a pesar de tener un planteamiento que en principio promete, luego todo se diluye en una trama que empieza siendo predecible, pasa por la colección de clichés cómicos y, así como la de Dago, insólitamente trasmuta en drama.

En otras palabras, nuevamente los intentos de hacer comedia en el país se ven frustrados por el poco sentido para hacer humor inteligente y sólido, porque todo se queda en situaciones improblamente cómicas, en chistes flojos y, peor aún, en el desconocimiento de la lógica del género porque muchas veces terminan siendo absurdos dramas.

Con el cine a cuestas


Por: Oswaldo Osorio

El cine llegó a Medellín a galleras y plazas de toros en los estertores del siglo XIX. Por aquel entonces, igual que lo hizo Bruno Crespi en Macondo, un ejército de empresarios trashumantes se repartió las ciudades y pueblos del mundo para llevar el cinematógrafo, si venían de parte de los hermanos Lumière, o el proyectoscopio, si los había mandado Edison.

Claro que Macondo fue el único lugar que despreció la nueva atracción, cuando sus habitantes vieron como un engaño que un actor muerto en una película, resucitara para la cinta de la semana siguiente. Por lo demás, el cine fue acogido con fervor desde las grandes capitales del mundo hasta los más recónditos e impronunciables poblados. Y todo empezó con centenares de proyectores viajando en barco, tren o a lomo de mula. Por eso el cine comenzó siendo portátil, una atracción de feria ofrecida por nómadas de la luz y de la imagen en movimiento.

A finales de 1898 se dio la primera función de cine en Medellín. Era un proyectoscopio, traído por los señores Wilson y Gaylord, en el que se pudieron ver las acostumbradas imágenes de aquel entonces, esto es, películas entre cinco y diez minutos que todavía no contaban historias sino que mostraban la febril actividad de las grandes ciudades: trenes, transeúntes, bailes, carruajes surcando las calles, etc.

Esas primeras funciones fueron en el Teatro-Gallera, años más tarde serían el Teatro Principal y a partir de 1910 es el célebre Circo España el que empieza a tener al cine como uno de sus acostumbrados programas, los cuales intercalaba con obras de teatro, zarzuelas y corridas de toros. Dos años después, sus administradores se asocian con los hermanos Di Domenico, pioneros de la producción y la exhibición del cine en Colombia, para mantener una programación más regular y variada. El cine ya estaba en casa.

Se abren los templos del cine

Y así como ocurrió en Medellín, al mismo tiempo se dio el advenimiento y furor del cine en todo el mundo. Esos proyeccionistas nómadas esparcieron las semillas para que se crearan las primeras salas de cine. Ya para la primera década del siglo XX los llamados Nickelodeones invadían las ciudades de Estados Unidos, y con ellos el cine se convertía en la forma de entretenimiento más popular, pero también significaron el inicio del predominio del cine sedentario.

Por el soporte en el que se encuentra la obra, el cine es el arte que más condiciones exige para ser consumido. Esto se debe, en principio, a su base tecnológica, pero también a unos requerimientos necesarios a la hora de presentar una película: proyector, pantalla, sonido amplificado, butacas y sala oscura. Si bien estos requerimientos inicialmente se ajustaron a la itinerancia de un pasatiempo que apenas se daba a conocer, cuando fue más popular y rentable fueron concebidos para grandes salas y así ofrecer un mejor espectáculo.

Para los años veinte los Nickelodeones, que todavía tenían mucho de teatro de variedades, habían sido sustituidos por los grandes templos del cine, creados en función de las proyecciones cinematográficas y dotados de un gran aforo. En Bogotá ya hacía años operaba el famoso Teatro Olympia y en Medellín se construyó, en 1924, el siempre recordado con nostalgia Teatro Junín.

El primero duró 33 años y el segundo una década más. Ambos sucumbieron ante la concepción de progreso de los gobernantes de turno, al de Bogotá le pasaron por encima una calle y al de Medellín lo aplastaron con el edificio más emblemático de la ciudad. Luego de más de medio siglo como la forma predominante de exhibir películas, el fin de estos templos del cine en Colombia hace parte de una tendencia mundial, a partir de la cual empiezan a desaparecer esas grandes estructuras dotadas de cuatro mil o seis mil butacas (como el Junín y el Olympia, respectivamente). En consecuencia, para los años ochenta el panorama había cambiado casi por completo. Los cines de barrio dejaron de existir y el público empezó a ver cine en sus betamax o en pequeñas salas agrupadas en multiplex incrustados en centros comerciales.

Del Kinestoscopio al iPad

Pero la razón de ser de este recorrido por la exhibición del cine no es el lamento y la nostalgia, sino reparar en una paradójica situación que se presenta desde hace unas dos décadas y que en los últimos años ha cobrado mayor fuerza. Y es que el cine de nuevo ha empezado a ser portátil y trashumante. Otra vez la tecnología lo hace posible. El formato de video (ya en VHS o DVD) y los cada vez más pequeños y baratos proyectores de video, han devuelto el cine a la carretera y lo han sacado a las calles y plazas públicas.

Pasando agachados por el complejo –para estos casos- asunto de los derechos de autor, instituciones, cineclubes, festivales de cine y hasta pequeños empresarios como los de hace un siglo, cargan sus películas y proyectores hacia todos los rincones de las ciudades y del país. El medio centenar de muestras y festivales que hay en Colombia dan fe de ello, pero también los programas culturales y de formación de públicos llevadas a cabo por distintas entidades y hasta –muy tímidamente habría que reprochar- por los mismos entes estatales.

La gran diferencia con el cine portátil de hace cien años es que ahora todas esas funciones son gratis. El eslogan propuesto hace más de una década por el Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia de “cine bajo las estrellas”, se ha impuesto en este nuevo ciclo de películas nómadas, y el techo de estrellas no se cobra. Igualmente, el “Cine Andariego”, uno de los principales programas itinerantes de Medellín, es una bella expresión que le da nombre a esa vocación que tienen muchos para echarse el cine a cuestas y llevarlo a un público siempre ávido de ver las historias de la gran pantalla.

Esta situación llega a una coincidencia mayor con los orígenes del cine cuando es posible ver que ahora, por vía de los computadores portátiles y los iPad, que un considerable número de espectadores ven las películas en solitario, así como se prefiguró Edison que se debía ver el cine cuando creó el Kinetoscopio, el cual, a diferencia del cinematógrafo, solo podía ser visto por una persona, porque la película estaba proyectada dentro de una caja y se veía a través de una rendija. La diferencia es que el aparato de Edison era grande y solo almacenaba una película, mientras los dispositivos actuales se pueden llevar bajo el brazo y conteniendo hasta varios centenares de películas. El ciclo del consumo de cine parece que volvió al mismo punto, pero es abismalmente diferente.

Todo el cine ya no se ve en cine

Por: Oswaldo Osorio

Hace 20 años yo iba a cine 300 veces al año. Ahora, aunque lo quisiera, no podría, porque la oferta de la cartelera ha bajado esa cifra casi hasta la mitad. Paradójicamente, las salas de cine se han multiplicado. Con las que acaba de abrir Cinépolis, solo en el área metropolitana de Medellín llegan a casi un centenar. En otras palabras, actualmente hay más dónde ver cine, pero menos cine para ver.

No hay que pensar ni investigar mucho para saber la razón de esto, porque tal situación se da desde que, en 1927, Cine Colombia compra la empresa de los hermanos Di Doménico y contrata a los Acevedo para que hagan noticieros y dejen de hacer películas. De esta manera, el mayor exhibidor del país saca del camino a las dos familias pioneras del cine nacional, y así despeja el panorama para poder llenar sus salas con todo el cine de Hollywood que siempre le ha sido más rentable.

De manera que, al parecer, simplemente es un asunto de oferta y demanda, la natural imposición de la industria sobre el arte, en un medio que está más determinado que cualquier otro por este doble componente. Sin embargo, verlo así sería un facilismo conformista, porque, por un lado, cuando se estrenaban más películas, el cine también era rentable, y por otro, antes no había más público que ahora, al contrario, en los últimos cinco años se ha duplicado.

El problema es que el facilismo es más bien por parte de los exhibidores, quienes siempre van sobre seguro con cierto tipo de cine, como por ejemplo las sagas (Destino Final 5, Transformers 3, X-Men 5, Harry Potter 8), las infantiles (Kung Fu Panda 2, Cars 2, Los Pitufos) o  las películas de súper héroes (Thor, Capitán América, Linterna verde), por solo mencionar los títulos que este años monopolizaron la cartelera.

Y como se sabe, salvo por las películas en 3D (que ya están bajando sus ganancias), los exhibidores ganan tanto o más dinero con la confitería, que no con las entradas a cine. Así que tampoco es un gran sacrificio pedirles que de las cinco o diez salas de sus múltiplex, dejen una o dos con cintas que diversifiquen la oferta.

Estas empresas deben saber que, como todas, también tienen una responsabilidad social, y si trabajan con una expresión artística, tal práctica es una obligación mayor. Con una más variada oferta, incluyendo más títulos de calidad y diferentes, la contribución de los exhibidores a la formación de públicos sería inapreciable, porque ese es un proceso necesario en el que todos ganamos, sobre todo los mismos exhibidores.

Por eso, cuando un espectador ve la cartelera (sobre todo en época de vacaciones), se da cuenta de que en más de la mitad de las salas están las mismas cuatro películas. Entonces, se conforma con lo que hay o desiste de entrar y se compra una camiseta o se dirige al primer local de hamburguesas que encuentre.

Los espectadores que queremos ver más cine, adicional a las miserias que nos ofrece la codicia de los exhibidores, pues recurrimos a las tantas alternativas que la tecnología y el mercado negro hoy nos permite: tiendas de DVD piratas, descargas por internet, TV por cable o películas online. A través de estos medios, la oferta se multiplica exponencialmente, pero el cine muere un poco, porque ya la calidad de la imagen y el sonido serán más deficientes, difícilmente tendremos la complicidad de la sala oscura y la imagen se reduce ridículamente.


Cuando el amor es para siempre, de Gus Van Sant

Diferente puede ser bueno

Por: Oswaldo Osorio

Amor, muerte y cáncer. Una conocida ecuación que el cine ha ensayado con diferentes resultados. Generalmente ello depende de quien se encuentre tras la cámara, y en este caso es un señor director a quien se le dan bien los dramas juveniles. Con solo una joven pareja, conversando, deambulando y esperando lo inevitable, Van Sant ofrece aquí una bella, melancólica y delicada película, como ya antes lo había hecho.

Desde la renegada Drugstore cowboy (1988), pasando por la cruda poesía de Los dueños de la noche (1992), hasta la descarnada y opresiva Elephant (2003), este director ha demostrado su sensibilidad para retratar y reflexionar sobre el universo juvenil urbano, poblado generalmente por muchachos díscolos, al borde del abismo o al menos diferentes al grueso de su especie.

Tal vez eso es lo único que molesta un poco de esta película: la marcada singularidad de la pareja protagónica, que es lo que permite ese mundo un tanto bizarro que construye la historia, lo cual, al menos en un principio, resulta de cierta forma artificial, lleno de una estilización que solo es posible en la ficción. Pero aunque esto sea así, como ocurre casi siempre con el arte, es posible que el artificio y la estilización hablen de cosas reales y concretas.

En esta cinta lo real es el imperativo de la muerte y lo que se concreta es el amor, nada menos que los dos elementos más determinantes de la vida. A estos dos personajes, que son demasiado poco ordinarios, en principio los une esa personalidad poco común y el contacto que tienen con la muerte. Pero cada uno de ellos asume una posición diferente. Ella se muestra serena y madura ante lo tristemente inevitable, mientras él aparece infantil y colérico.

Ambos parecen atribulados héroes del romanticismo, incluso la película enfatiza esa diferencia y esa actitud existencial –aumentando de paso la carga de estilización- con la indumentaria de los protagonistas, ataviándolos con pintas decimonónicas que no reparan en anacronismos. Aunque si bien en este tipo de elementos hay estilización, en general se trata de un relato tremendamente sencillo, que hace de la sutileza y la funcionalidad el mejor vehículo para hablar de esos temas tan solemnes y esenciales.

Así mismo, esa sencillez está presente en el tono en que está planteado el relato, un tono cruzado por el romanticismo y la melancolía, que no por la tristeza, porque a pesar de la ominosa amenaza de la muerte que lo determina todo en esta historia, su visión es de una sosegada felicidad, casi rebajándose al optimismo.

Entonces, el amor y la muerte, que deberían ser contrarios, pero que tantas veces se presentan como uno solo, le dan vida a esta sutil y bella película, dirigida por un cineasta que sabe hablar de estos temas y recreada con unas imágenes igualmente sencillas pero cargadas de poesía.


Muestra Caja de Pandora 2011

El futuro del cine colombiano

Por: Oswaldo Osorio


La riqueza del cine colombiano no está solo en el concepto ya limitado de cine, sino en uno más amplio y diverso: el audiovisual. En este sentido, no solo estamos hablando de los largometrajes de ficción que se proyectan en las salas de cine, pues con el audiovisual el espectro se expande a la producción en video y a otros formatos y categorías como el cortortometraje, el mediometraje, el documental, el experimental y el video clip.

El XII Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia, que se realizará entre el 7 y el 11 de diciembre, es un festival temático, que en este año se ocupará de México y el cine sobre su revolución. Por esta razón, cada año este evento “viaja” a distintas partes del mundo, pero sin olvidar lo que se está haciendo en Colombia. De ahí que la Muestra Caja de Pandora es esa presencia del audiovisual nacional en el festival.

Se trata de una selección de lo mejor que se ha producido en el país durante el último año, con una duración no mayor a cincuenta minutos y en las categorías de ficción, documental, experimental y video clip. Para conseguir esto, se hace una convocatoria en todo el país a la que respondieron dos centenares de trabajos y se seleccionó una treintena, la cual es complementada con las mejores obras de otras muestras nacionales.

El resultado de esta selección es algo que apenas si está insinuado en el cine colombiano, esto es, una inmensa diversidad de temas y propuestas narrativas y estéticas que evidencian la vitalidad y las búsquedas en las que andan, principalmente, los jóvenes realizadores del país, es decir, los futuros cineastas colombianos.

Y es que esta muestra tiene como criterios esenciales para su selección la originalidad, el rigor y el riesgo, cualidades que son incluso puestas por encima de la factura, porque lo que debe importar es lo que los autores puedan decir con los medios expresivos del audiovisual, no tanto lo bonito que se vea la imagen gracias a un gran presupuesto o a lo último en tecnología.

Por eso se podrán ver en la muestra trabajos realmente originales y audaces en su propuesta como Él, ella y nosotros (Mateo Betancur), Así de simple (Andrés Montoya), Incorpórea (Rossana Uribe), Parking Lot (Álvaro D. Ruiz), Ella y la implosión (Sebastián López Borda), Ensayo de banda (José Leonidas Rendón), entre otros.

Así mismo, algunas con una sobresaliente madurez  en su visión y realización  como Movi-dos (Felipe López), Un juego de niños (Jacques Toulemonde), Anatomía de un mártir (Miguel A. Oliveros), Mu Drua -Mi tierra- (Mileidy Orozco Domicó), El otro lado (Yizeth Bonilla), Yo tengo la casita (Nicolás Guarín y René Palomino), y más.

Todo el talento y la heterogeneidad de nuestro país audiovisual están representados en estas películas. Algunas duran solo un minuto y nos pueden revelar todo un universo, otras le ponen imágenes a una canción y resultan ser una fascinante experiencia estética. Y así, se podrán ver una a una durante dos maratónicas jornadas nocturnas afuera del Cementerio de Santa Fe de Antioquia, observadas por un millar de vivos que cada año hacen de este uno de los mejores santuarios del audiovisual nacional.

Silencio en el Paraíso, de Colbert García

Las oscuras sendas del país

Por: Oswaldo Osorio


Por más que se haya hablado de un tema, abordarlo desde una nueva perspectiva podrá decir algo inédito o ahondar más en él. Esta cinta es sobre el más grande escándalo del gobierno de Colombia de los últimos años. Pero en lugar de encarar de entrada y explícitamente el crimen de estado en cuestión, el relato prefiere sugerir sus horribles consecuencias por vía de la construcción de una historia y unos personajes que le dan un rostro más humano a tal injusticia y crueldad.

Es por eso que esta película, inicialmente, está planteada como una historia sobre la marginalidad: Un barrio periférico de Bogotá, un pobre joven pobre que perifonea publicidad para sostener a su familia y la delincuencia que asfixia a todos con sus extorciones. Entre los truhanes y la falta de oportunidades, todo está servido para que tanto el protagonista como otros jóvenes del barrio sucumban ante la voracidad de un país tan corrupto.

Bueno, pero también está el amor. Un amor concebido en las fronteras opuestas a la guerra sucia que se ejerce a diario en Colombia. Es un amor ingenuo, tímido y romántico. Además, parece ser la única razón que alegra el día, el único motivo para vivir y soñar, hasta para cambiar súbitamente el semblante. Pero esta promesa de amor solo sirve para hacer más dolorosos los acontecimientos que se avecinan.

Con estos elementos, el relato construye un personaje y un universo ricos en detalles, sólidos y que logran que el espectador se identifique fácilmente con ellos. Y justamente es en el conocimiento orgánico y cercano de esta realidad donde se encuentra la novedad en el punto de vista.  El trágico destino final de estos jóvenes y sus familias se mencionó y denunció infinidad de veces, en los medios principalmente. Pero conocerlos de cerca, saber de sus sueños y afectos, eso solo lo consigue el cine con películas como esta.

El componente político y de denuncia en esta cinta solo puede sospecharse hacia el final, cuando estalla dolorosamente ante la cara del espectador, cuando se revela la ignominia de una práctica asesina y corrupta amparada por el Estado. Por lo demás, vemos una emotiva y casi pintoresca historia de amor y sobrevivencia, todo guiado de la mano de un personaje que se antoja tan real como entrañable.

A pesar de algunas inconsistencias (como la forzada relación entre el protagonista y la mujer que contrataba jóvenes), esta cinta tiene la virtud de saber armar un relato que, a partir de situaciones más o menos cotidianas en la vida de un joven que habita un barrio marginal, consigue crear un relato fluido y con una tensión solo insinuada, pero que nunca decae. Porque no hay en esta película furibundos discursos ideológicos, muy a pesar de que termina siendo una devastadora denuncia política.

Con un tratamiento realista en la puesta en escena y la fotografía, y con una cámara que sabe cuándo estar en la soltura del hombro y dónde ubicarse para conseguir un buen encuadre, esta película sigue de principio a fin a un joven que bien puede representar todo lo bueno y lo malo de este país. Lo bueno estuvo siempre en él y lo malo en una de esas oscuras sendas por las que se ha encaminado Colombia.

La versión de mi vida, de Richard J. Lewis

Una vida para contar

Por: Carlos Guillermo Mora Aucú


En el mundo del cine es muy común que directores lleven la literatura a la pantalla grande y lograr atrapar la atención de los espectadores, removiendo en ellos sentimientos, emociones y, de vez en cuando, sacarles una que otra carcajada.

Esto ocurre con el libro La versión de Barney, escrita por Mordecai Richler y publicada en el 1997. Una novela cómica en la que situaciones del personaje protagónico tienen similitud con algunas experiencias del escritor, como el haber conocido a Mann Florencia, la mujer de la cual se enamoró en vísperas de su primer matrimonio con su primera esposa, Catherine Boudreau, y de quien, años más tarde, se divorció para casarse Mann Florencia.

El libro que aún tiene gran éxito, sobre todo en Italia, es llevado a la pantalla grande con el nombre de La versión de mi vida, película dirigida por Richard J. Lewis y protagonizada por Paul Giamatti en el papel de Barney Panofsky, un judío que, a modo de recuerdos, nos cuenta sus triunfos, sus fracasos, sus amores, sus desilusiones y sus reservas. Un personaje que lleva al espectador a mirar más allá de lo que se puede ver, pues le permite esculcar entre secretos, afectos y resentimientos, alegrías y tristezas, de un pasado que va marcando el curso de su vida.

Por el título se tendería a creer que es una película de superación personal, pero no, tiene una narrativa que muestra situaciones cotidianas de una manera emotiva, entretenida. Posiblemente quienes vean la película sentirán afinidad con la vida de Barney, un personaje que no es un superhombre a quien todo le sale bien, así como los que estamos acostumbrados a ver en la mayoría de las películas, esto sin el ánimo de juzgar, ya que son géneros diferentes, pues como dice el dicho “cada quien tiene lo suyo” y cada película te sumerge en un mundo diferente.

Está película logra hacer buen empalme del pasado y el presente para contar una historia en un ir y venir de recuerdos tratando de hacer un balance de la vida misma de un hombre común y corriente que toma buenas y malas decisiones a lo largo de su vida.

La versión de mi vida te acerca a la historia de un personaje que ríe, que llora, que comete errores e intenta repararlos, un ser que simplemente vive, así como muchos actores del diario vivir.

La extraña, de Feo Aladag

Ciudadanas de segunda

Por: Oswaldo Osorio


La mujer en la cultura islámica es una ciudadana de segunda. Esa tesis ya se conocía bien con películas como El círculo, Kandahar, Caramel o La manzana. Pero no por eso esta cinta resulta menos reveladora y contundente al respecto, pues aunque todas las historias estén contadas y todas las tesis hayan sido planteadas, una nueva película sobre lo mismo puede llegar a tener igual o mayor fuerza que la primera, como sucede en este caso.

Todo el relato está evidentemente en función de la denuncia al maltrato y marginación de las mujeres en el contexto islámico, aún cuando estén en occidente. Las férreas reglas de sumisión ante los hombres y los castigos físicos y sociales son iguales en Turquía o en una ciudad europea. Por eso la joven Umay, junto con su hijo, se viven yendo, porque ni con las leyes de protección occidentales ni al amparo del amor familiar están a salvo.

Un atávico asunto de honor es la razón para descargar implacables repudios por conductas que son consideradas naturales en occidente. El absurdo “qué dirán” es el castigo al que toda una comunidad teme, porque nunca se habla aquí de moral religiosa. Se debe suponer que de ahí viene todo ese condicionamiento a la mujer y la configuración de la moral social, pero nadie aquí golpea o desprecia en el nombre de Alá, porque es a la deshonra, basada en un primitivo código de los hombres, a lo que se le tiene miedo.

Pero se podría pensar ¿Quiénes somos nosotros o esta directora austriaca para juzgar la moral de una de las culturas más sabias y milenarias de la humanidad? Eso sería considerar que hay una superioridad moral de nuestra cultura sobre aquella. El problema es cuando, luego, vemos que los motivos del repudio social pueden ser pasados por alto después de “lavar” el deshonor con una transacción monetaria.

Como ya se dijo, muchas otras (y hasta mejores) películas hacen esta denuncia. Pero lo que hay que destacar en esta es que no se limita a poner en entredicho el proceder de una comunidad según sus leyes morales, sino que va más allá y ubica su lupa sobre entidades morales más pequeñas e importantes, como la familia y las personas mismas. Porque Umay no quiere huir de su comunidad, sino que desea que su familia la acepte a pesar de aquella.

De manera que el propósito de la protagonista, más que hacer una lucha de liberación (con lo cual solo bastaría alejarse de ese entorno social), es buscar que sea aceptada con su manera de pensar, y más aún, insiste decididamente en que, al menos su familia, cambie esa mentalidad que los obliga a tornar el amor en odio.

Hasta aquí todo muy bien en esta película. El problema es cuando nos detenemos en la construcción de su historia, la cual, si bien durante casi todo el metraje sostiene una lograda tensión dramática, tiene un par de trucos burdos como si se tratara de un masticado thriller: Empezar con la última escena y el impactante giro del final, fueron recursos como sacados de otra película, porque el tono cuestionador y de fuertes argumentos dramáticos de esta historia, no necesitaban nada de eso. Es algo que en la visión general del filme se puede pasar por alto, pero no deja de ser molesto.