Pina, de Win Wenders

Elogio a la danza

Por: Íñigo Montoya


Win Wenders es uno de los directores de culto del cine de los años setenta. Aunque no ha dejado de hacer películas, tan buenas o mejores que las de aquella época, son sus cintas pertenecientes al Nuevo Cine Alemán las que más están en la memoria de la cinefilia.

Hablar del arte y los artistas es uno de sus gustos. En este caso se dejó venir con un documental sobre Pina Bausch y su compañía de danza Tanztheater, de la ciudad de Wuppertal, Alemania. Aunque Pina murió en 2009 y, salvo por algunas imágenes que Wenders deja ver de ella, no la vemos como el objeto presente del documental, sin embargo, ella y sus coreografías son realmente los protagonistas de la película.

Lo que sorprende es cómo el director logra hacer atractiva y envolvente una manifestación artística tan específica, la cual se diría que necesita de una cierta formación para apreciarla y acogerla. No obstante, las coreografías, los espacios que escoge para presentarlas, la siempre novedosa propuesta de cada pieza y el oficio que demuestra esta compañía, hacen que este espectáculo tenga un poder hipnótico hasta sobre el más lego de los espectadores.

La plasticidad, el color, el movimiento y los inenarrables sentimientos que estos bailarines evocan con sus cuerpos, son registrados por la cámara de Wenders. Además, como cereza de este postre visual, se decide por grabarla en 3D, una técnica que, sin duda, aumenta la carga plástica que contienen estas coreografías.

Tan fuerte, tan cerca, de Stephen Daldry

Duelo y memoria por una tragedia

Por: Oswaldo Osorio


El cine sana, decía un grafiti callejero. Es posible que esta película, en parte, esté pensada para eso. En especial para aquellos que están más relacionados con el septiembre 11 y la caída de las torres. Por tal razón, es una cinta que apela mucho a los sentimientos y a las emociones, además desde la perspectiva de un niño, y por eso está muy cerca de ser un relato sensiblero y manipulador, pero su director siempre sabe dónde detenerse para que no pase esto.

Y es que Stephen Daldry, el director de esta película, nunca ha defraudado. Billy Elliot, Las horas y El Lector son su carta de presentación. Todas ellas obras sólidas y entrañables, impulsadas por personajes atribulados y emotivos, que inmediatamente se ganan la simpatía del espectador. Estas mismas virtudes tiene Tan fuerte, tan cerca (Extremely Loud & Incredibly Close).

Basada en la novela homónima de Jonathan Safran Foer, la película nos cuenta el viaje de búsqueda y dolor de un inseguro y neurótico niño luego de la muerte de su padre. El propósito del niño es mantener la presencia de aquél trabajando en el último proyecto que iniciaron juntos, aunque todo termina siendo una excusa para acercarse más al resto de su familia y dejar ir a su padre, así como para salir al mundo y enfrentar sus temores.

Muchas películas se han hecho ya sobre el septiembre 11 y el efecto especialmente en los neoyorkinos, pero esta cinta da una vuelta de turca al concentrarse en aspectos como el duelo y la memoria. El niño que preserva el espíritu de su padre en la aventura en que se embarca y que confronta su dolor hasta llegar al límite de la aceptación, es el vehículo que usa la película hablarnos de estos temas.

El filme plantea esto a partir de una particular estructura, pues no se trata tanto de una historia con una línea argumental convencional, sino más de un relato episódico, enriquecido por flashbacks y con secuencias que, si bien se articulan orgánicamente a la narración, también pueden tener un sentido por sí solas. Lo que las une es la intensa y carismática presencia de su joven protagonista.

No es una película cerebral, sino emocional. Por eso muchos (buena parte de la crítica en Estados Unidos, por ejemplo) la han visto con suspicacia. ¿Pero de qué otra forma hacer este viaje interior hacia los adversos sentimientos que produjo esta tragedia? De ahí que lo importante aquí es identificarse con la desesperada búsqueda de este niño y lo que realmente significa, pero sobre todo, lo que finalmente consiguió y aprendió al final de su travesía emocional.


La invención de Hugo, de Martin Scorsese

Un viejo cineasta con nueva tecnología

Por: Íñigo Montoya


Hace muchos años, podría decirse que toda una década, que Scorsese no es Scorsese. Tal vez Pandillas de Nueva York (2002) fue el último filme de esa estirpe de películas que le dieron prestigio y celebridad. Eran filmes que de forma descarnada y honesta hacían un viaje al interior de la violencia y la espiritualidad de la condición Humana. Taxi driver, Toro salvaje, Buenos muchachos y otras tantas, fueron hechos con esa madera.

Pero el director de Malas calles parece que tiene ya otros gustos, o que tal vez no le interesa más (o se le agotó) ese espíritu áspero y un poco salvaje que antes definía su cine. Y es que aunque recurra a temas y universos conocidos, como lo hizo en Los infiltrados (2006), ya todo parece planeado y artificial, o al menos solo una copia menor de lo que antes había hecho.

Igual ocurre con El aviador (2004) y La isla siniestra (2010), que más que películas suyas, parecen encargos de su nuevo amigo, Leonardo Di Caprio. Y no es que sean necesariamente malas películas, pero son cintas que pudo haber hecho cualquier otro director de Hollywood, porque resultan productos edulcorados y convencionales.

Con La invención de Hugo parece que primó su amor por el cine y su historia. Es sabido que Scorsese es el mayor defensor de la memoria que reposa en el celuloide, así como de los pioneros y maestros del cine. De manera que este sentido homenaje a uno de los mitos de la historiografía cinéfila, el magnífico Georges Melies, es por completo consecuente con sus gustos cinematográficos.

Sin embargo, esta fábula cinéfila termina siendo un encantador homenaje pero una sosa historia sobre un niño huérfano que deambula por una estación de tren y descubre al mago del cine mudo francés. La primera parte del relato es un tedioso seguimiento de este niño por su cotidianidad y la obsesión por reparar un autómata. Es otro “pobre gamín dickensiano” sin carisma alguno que visita uno y otro lugar común.

Cuando descubre al cine y a Melies, el relato gana algo de interés gracias a los referentes cinematográficos y la nostalgia por los pioneros del cine. Sin embargo, no pasa de un bello y divertido recorrido por la recreación de aquellos tiempos y los asombros con las primeras imágenes del cine. El relato sigue siendo soso, el tono sensiblero y su argumento predecible.

Lo que realmente sorprende de esta película es lo menos esperado, la incursión de Scorsese en el 3D. Luego de varios años de ver que el 3D es solo un truco para aumentar las ventas (y el precio) de boletas, sin que casi nadie lo haya asumido en todas sus implicaciones visuales y estéticas, aparece este viejo artesano, apoyado en su director de fotografía, Robert Richardson, y explota en todas sus posibilidades la imagen estereoscópica.

Ver esta  película es asistir a una lección sobre cómo debe ser concebido y registrada la imagen en 3D. Estos viejos lobos de cine se hicieron a cámaras, soportes, lentes y software que antes no habían sido usados para tal proceso y, de alguna forma, reinventaron el 3D. Por fin una película muestra la verdadera diferencia con el 2D y la usa a favor de la imagen, la composición y la concepción del espacio.

Quién iba a pensar que este gran contador de historias nos iba a aburrir con su relato, pero que nos iba a maravillar con argucias técnicas: la imagen digital y la tercera dimensión.

El artista, de Michel Hazanavicius

Antes las películas eran (verdaderamente) grandes

Por: Íñigo Montoya


En El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950), la mejor película que se ha hecho sobre el cine, su protagonista, una olvidada estrella del cine mudo, decía que las películas se habían hecho cada vez más pequeñas, refiriéndose a la grandeza del cine de su tiempo. Con este nuevo homenaje que se le hace al cine silente se corrobora esa afirmación, pues una cinta hecha hoy pero que pretendió ser como las de ayer, solo consiguió un elemental remedo.

¿Que por qué consiguió cinco premios Oscar y se ha hablado tanto de ella? Porque tenía el material con qué promocionarla de forma eficaz y llamativa. Porque se podía apelar a la nostalgia y hasta al esnobismo de quienes asocian el “cine viejo” con el cine de calidad. Además, como se sabe, los premios Oscar son premios a la popularidad y responden proporcionalmente a la inversión que se haga para publicitar la película entre los miembros de la Academia.

Para 1927, cuando llega el cine sonoro, el silente ya estaba en su más alto grado de perfeccionamiento narrativo. Tanto que muchas películas ni siquiera tenían los entre títulos con diálogos o explicaciones. Aún así, no podían ser muy complejas las historias que se contaban, no al menos en comparación con toda la carga de sentido que trajo el sonoro con sus parlamentos y narradores.

Lo que se ve en El artista es un relato que solo usa los entre títulos para algunos diálogos, por lo demás, es la imagen la que cuenta todo, pero eso que cuenta en realidad no es mucho, una simple historia de caída y otra de ascenso que son unidas por el amor. Una historia tan elemental que el espectador a la tercera secuencia ya sabe cómo va a terminar. Sobre todo ese espectador que conoce algo del cine silente o que ha visto películas como Cantando bajo la lluvia o la citada El crepúsculo de los dioses.

Con esa elementalidad en su planteamiento y conociendo estos referentes, esta cinta no tiene por qué entretener ni sorprender a nadie. Simplemente se queda en un ejercicio de estilo que remeda el cine de una época, pero no el gran cine, sino las películas populares que se hacían con poco seso, personajes estereotipados e historias de amor y éxito trilladas.

A ese público que le gustó esta película lo invito a ver el verdadero cine silente, el de Murnau, el de Fritz Lang, el de Stroheim, el de Chaplin o el de Gance, porque El artista solo es una mala mímica, maquillada, llena de nada e inflada por la publicidad de los distribuidores.

Porfirio, de Alejandro Landes

La vida desde una silla de ruedas

Por: Oswaldo Osorio


El cine siempre ha sido dominado por historias que permiten la evasión de la realidad y por narrativas con estructuras definidas, puntos de giro, y conflictos concretos. Sin embargo, buena parte del cine de los últimos años (no el de Hollywood, por supuesto) ha tomado una dirección casi opuesta: habla no solo de la realidad, sino de la cotidianidad, tiene estructuras narrativas difusas, puntos de giro desvanecidos por un manejo del tiempo que es más como el de la vida que como el del cine, y con conflictos aparentemente ordinarios o minúsculos.

Porfirio tiene estas características. Su vocación por retratar la cotidianidad de un hombre en silla de ruedas raya con el documental. De hecho, Porfirio es Porfirio y el drama que vemos en la pantalla es su vida misma. No obstante, todo en esta cinta es evidente que está planificado en cada detalle. Empezando por la fotografía, tanto los cuidados encuadres como el uso de la luz, porque con los unos y la otra se logra una estilización que da cierta belleza a lo que podría verse como fealdad y marginalidad.

Ese relato quedo y la mirada contemplativa pincelan de a poco y con paciencia el retrato de Porfirio y su cotidianidad arrinconada en su limitación. De esta forma, logra adentrarnos a la normalidad de una vida que casi nada tiene de normal. Las rutinas van construyendo con solidez a un personaje con una vida de desencanto y contrariedad, mientras los detalles (como saber cuántos canales tiene una teja, por ejemplo) dan cuenta de los matices de esa rutina.

Es cierto que puede ser una película difícil de ver, que la carga de lo que parece más un documental le pese a quienes estén pensando en una historia y un relato convencionales, pero todos esos tiempos muertos, esas acciones cotidianas (desde bañarse o defecar hasta tener sexo) y esa aparente falta de conflicto, es lo que le permite al espectador entender a este personaje en la callada desesperación de su condición. Solo así ese final inesperado cobra su real significado y con la fuerza requerida.

Si durante casi todo el metraje nos acosa una suerte de malestar e incomodidad por la intromisión en la intimidad de Porfirio, al final, ya más cómodos con la cercanía a la que nos ha obligado el relato, su historia se transforma bajo las connotaciones ideológicas y sociales de su condición y de lo que él quiso hacer para solucionarla.

En esta cinta vemos el documental moldeado por la ficción, pero una ficción que obedece a los tiempos y la mirada del documental, aunque lo desobedece cuando nos ofrece una representación estilizada y un relato parsimonioso que se soluciona magistralmente con una canción final, una canción que obliga al espectador, mientras la escucha, a devolverse y redefinir esa historia que le acaban de contar y ese personaje que acaba de conocer.

El juego de la fortuna, de Bennet Miller

Las batallas contra el sistema

Por:  Oswaldo Osorio


El deporte en el cine es un tema recurrente al que poco le falta para ser un género. De hecho, es posible identificar un esquema general en la mayoría de las películas que abordan este tópico. Esta es una cinta sobre el beisbol, pero nada tiene que ver con ese esquema, todo lo contrario, de beisbol vemos casi nada, porque lo que le interesa a esta historia es contar eso que está por fuera del deporte más amado y de mayor tradición en Estados Unidos.

Y justamente por eso es significativa esta película, porque relata la historia de vida del hombre que cambió el beisbol, pasando por encima de tradiciones centenarias y poniendo en evidencia (nuevamente) que lo que para los fanáticos es amor y pasión, para los dueños del deporte es un negocio en el que el aspecto deportivo se ve doblegado por el mercado y donde el que gana no siempre es el que mejor juega sino el que más tiene.

Billy Beane es el director general de los Oakland Athletics, un equipo chico que siempre estará en desventaja ante los grandes clubes y sus transacciones millonarias. Aunque Billy cree que puede hacer un gran equipo con poco, pero para hacerlo debe romper las reglas y ver de otra forma este deporte. De ahí surge la fuerza de esta historia, porque esos hombres que luchan contra el sistema y que ven lo que otros no, siempre protagonizan historias atractivas, idealistas y con las que el espectador tiende a identificarse y a complacerse, aún sin importar que la empresa fracase.

Así que la batalla que nos presenta esta cinta no es en el campo de juego, sino en las instancias administrativas del beisbol de grandes ligas a principios de este siglo. Es el conflicto entre la tradición de manejar este deporte a partir del supuesto conocimiento que da la experiencia y la intuición, frente a la idea de tomar decisiones con base en lo que dicen las estadísticas y lo trazado por un programa de computador.

Todo esto suena muy aburrido, y más aún si uno no sabe nada de beisbol. Pero no ocurre tal cosa, pues el director (y el mismo Brad Pitt) sabe imprimirle la intensidad dramática suficiente a la lucha contracorriente en la que se embarca este hombre con su asistente. Por eso no necesariamente hay que saber de beisbol, porque se trata de un relato sobre un visionario y su determinación para cambiar el sistema. Y aún así, está muy alejada de ser una melosa historia de superación y camino al triunfo.

No es que se trate de una gran película, pero de acuerdo con sus intenciones y el tipo de historia que cuenta, es un relato construido con solidez, que nos presenta a unos personajes dotados de la fuerza suficiente para creerles e identificarnos con ellos y que plantea una idea de fondo con mucho sentido, la cual habla de esas batallas que se deben de dar en la vida, no importa si la derrota está más asegurada que la victoria.

El árbol de la vida, de Terrence Malick

Una experiencia trascendental

Por: Oswaldo Osorio


El grueso de los espectadores de cine ve películas para que le cuenten historias, por evasión y por puro entretenimiento. Pero este filme tiende a ir en dirección contraria, pues el argumento es más bien vago, en lugar de alejarnos de la realidad nos confronta con nuestra existencia y solo es entretenido para quien esté dispuesto a aceptar estas dos características. En otras palabras, es cine salido de los esquemas, audaz en su propuesta cinematográfica y con peso y profundidad en las ideas que plantea.

El admirado y hermético Terrence Malick, el hombre de solo cinco películas en cuatro décadas –cuál de todas mejor- y el que ganó la Palma de Oro en Cannes con esta cinta, de nuevo sorprende y fascina con una obra llena virtuosismo visual y cargada de preguntas y reflexiones sobre (nada menos que) el sentido de la vida y la naturaleza humana.

A partir de la mirada a una familia, su cotidianidad y sus más íntimos pensamientos, este autor nos ofrece distintos puntos de vista de una introspección, humana y mística al mismo tiempo, que es guiada por las palabras pero potenciada por las imágenes. Desde el amor de la madre, pasando por las pulsiones y dilemas del primogénito, hasta el problemático comportamiento del padre, están presentes los cuestionamientos y reflexiones que Malick hace sobre asuntos tan trascendentales como la vida, la muerte, el amor, el papel del hombre en la sociedad y la relación con Dios.

Ese diálogo que la película establece entre lo terrenal (una cena familiar, por ejemplo), lo íntimo (el niño que contradice con sus actos sus pensamientos) y lo espiritual (la visión del mundo y la comunicación con Dios), no es un diálogo tranquilizador, todo lo contrario, produce en los personajes –y en el espectador- una angustia de fondo y un temor a lo que pueda pasar ante tanto desasosiego.

También de nuevo, Malick somete al espectador al éxtasis y el desconcierto con una descarga de imágenes sobrecogedoras, tanto con la cámara y sus recursos, como en la elección de las formas y cosas que registra. Es una lección de sensibilidad y delicadeza a través de la luz y los encuadres, pero también la creación de unas imágenes imperativas, guiadas por el abuso del gran angular, que da la sensación de plenitud y amplitud de los espacios y los movimientos durante casi todo el metraje.

Además, está esa gran introducción que nos devuelve al origen más remoto de la vida y de la tierra, algo que aparentemente no tiene nada que ver con la historia de esta familia de que nos habla luego, pero la verdad es que los volcanes, los dinosaurios y el cosmos, junto con esa familia, hacen las mismas preguntas: ¿Qué es lo esencial? ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? y ¿Cómo llegamos a esto?

Una experiencia estética y trascendental, eso es esta película, pero es una obra que puede ser difícil para quien la enfrente pensando que verá el cine de siempre, el que tiene bien definido un argumento, el que evidencia claramente un conflicto y el que lleva de la mano al espectador hacia un sentido concreto. Para ver esta película hay que estar abiertos a experimentar otras sensaciones, a hacerse preguntas y a seguirla “observando” luego de que haya terminado.

Los descendientes, de Alexander Payne

Angustia, playa y sol

Por: Oswaldo Osorio


Esta es una de esas películas que muchos espectadores jóvenes acusan de “lenta”. Y es que en ella no pasan demasiadas ni sorprendentes cosas, casi todo el tiempo es solo gente conversando, y no de asuntos interesantes o infrecuentes, sino de su vida cotidiana y sus problemas domésticos. Podría pensarse en ella como una película adulta, porque se concentra más en los personajes que en la historia y porque, por encima de la acción, le interesa la reflexión y hacerse preguntas sobre graves asuntos.

Alexander Payne es un director que con solo un puñado de películas se ha ganado un prestigio en Hollywood. Su cine lo hace con grandes estrellas, temas reflexivos e introspectivos y una vocación de independiente que alcanza a gustar a la crítica y a un público considerablemente amplio. Películas como Elección (1999), A propósito de Schmidt (2002) o Entre copas (2004) así lo demuestran.

El punto de partida de esta historia es una tragedia familiar, pues cuando una mujer queda en coma luego de un accidente, deja a su esposo y dos hijas en una verdadera encrucijada existencial. Sobre todo él, quien es el narrador e hilo conductor del relato, ve cómo todo se derrumba a su alrededor y que realmente no tiene control sobre su mundo.

Para enfrentar esta crisis, este hombre inicia un viaje emocional en el que arrastra a sus dos hijas (y de ñapa a un adolescente que parece tonto, pero que no lo es tanto). Es un verdadero viaje interior: hacia al pasado por vía de sus antepasados, hacia sus hijas y su rol como padre, y hacia su propia identidad por medio del cuestionamiento de su vida.

Por eso la búsqueda del amante de su esposa, que emprende con sus hijas y el amigo tonto, es solo una excusa para encontrar otras cosas más esenciales, esas que deberían llenar el vacío causado por la ausencia de la madre y las que les ayudaría a enfrentar el horror de la muerte. Esas cosas esenciales podrían ser la familia, el amor filial y la identidad.

Todo esto puede sonar un poco cursi y cargado de drama, pero aunque estos elementos están presentes y tienen un peso importante, el tono general del relato tiende a ser desenfadado y hasta con toques de humor. Y este contraste se ve refrendado por ese paisaje hawaiano, -arquetipo de lo paradisiaco- como telón de fondo y geografía determinante de un drama de malestar existencial, infidelidad y muerte.

Paralelo a este conflicto emocional que es la base de la historia, corre otro de fondo sobre la posibilidad de vender unas tierras ancestrales. Todo este asunto que podría ser prescindible, parece tener la función de ilustrar y corroborar la nueva consciencia que toma el protagonista al final de este viaje emocional. Sin embargo, siempre quedará la duda de que la verdadera razón por la que tomó esta decisión haya sido por despecho.

Así que esta película, de argumento errabundo y sólida construcción de personajes, nos invita a presenciar la transformación de tres personas que, para enfrentar una crisis, regresan a lo esencial, esto contado sin exhibicionismos y ni siquiera con mucha intensidad, solo con buen pulso para crear personajes y hablar de la naturaleza humana.