El hombre de acero, de Zack Snyder

Un Supermán más complejo y desconocido

Por: Oswaldo Osorio


Esta nueva versión de Supermán supera a todas las anteriores, pero a costa de parecerse a Batman. Esta paradoja parte de la naturaleza misma de los personajes, pues de los súper héroes de las publicaciones de DC Comics el murciélago es el único que tiene cierta “oscuridad” (que no fue explotada sino después de las versiones de Tim Burton), porque casi todos los demás, especialmente el Hombre de acero, están definidos por una ingenuidad y corrección política que es lo que los ha hecho, al menos en estos tiempos, menos atractivos que los héroes de la Marvel: X-Men, El Hombre Araña, Iron Man, Hulk, Thor, etc.

Por otra parte, detrás de esta nueva película está Christopher Nolan (y su guionista David S. Goyer), responsables de la última trilogía de Batman, que es, sin duda y casi por consenso, el más alto nivel al que ha llegado la adaptación de un cómic al cine. El problema es que Nolan haya querido repetir la fórmula en El hombre de acero, seguramente para darle la profundidad y complejidad sicológica que nunca ha tenido (al menos en cine), entonces le da una infancia con problemas de identidad, lo pone a recorrer el mundo en el anonimato y lo enfrenta con dilemas morales y sicológicos inéditos en este personaje.

Es cierto que con esto el súper héroe y su historia ganan hondura y resultan más atractivos, pero pagando el precio de perder un poco la identidad que históricamenteha tenido. Además, todo ese esfuerzo se pierde un poco cuando en la trama se cruza Lois Lane y El Planeta, pues la candidez e ingenuidad propia del cómic original afloran nuevamente. Y al parecer eso se verá más en la ya anunciada segunda parte, cuando el Clark Kent periodista sea también protagonista.

Pero esta película, además de la concepción de la historia y del personaje, tiene otro importante componente: el diseño visual y las secuencias de acción. En esta parte ya entra a figurar es el director Zack Snyder, quien con cintas como 300, Watchmen y Sucker Punch ha demostrado su habilidad para crear universos visuales cargados de fuerza épica, así como secuencias de acción definidas por la precisión y la grandilocuencia.

Y efectivamente, en El hombre de acero se pueden ver estas virtudes del director, y la película de principio a fin es un espectáculo visual y sonoro que, en general, deja satisfecho a cualquier fanático del cine de acción y de superhéroes, pero también es cierto que es más el ruido estéril (visual y sonoro) a la hora de todo esto ser significativo para la trama, y eso se ilustra muy bien con la confrontación final, un tedioso combate que es tan gratuito en su desarrollo como en su resolución.

De todas formas estamos frente a un Supermán, aunque cambiado,  inédito, y esto se debe a que detrás de él están los realizadores más habilidosos del momento en este tipo de cine. Así que la clave para disfrutar esta película es no ser muy severos con ella, porque está fundada en unas contradicciones entre su forma, fondo y la tradición del personaje que no admiten muchas exigencias de rigor y solidez.

Después de la tierra, de M. Night Shyamalan

El miedo no existe

Por: Oswaldo Osorio


Tal vez lo peor que le ha pasado al director M. Night Shyamalan es haber iniciado su carrera con unas películas impactantes y muy exitosas: El sexto sentido (1999), El protegido (2000), Señales (2002), La aldea (2004). Y es que desde entonces la crítica se ha ensañado contra casi cualquier cosa que haga, desde la bella fábula de La dama en el agua (2006), pasando por las más desdeñadas –El fin de los tiempos (2008) y El último maestro del aire (2010)–, hasta llegar a esta última cinta, que tampoco ha sido bien recibida.

Pero si se reflexiona sobre esta filmografía (exceptuando El último maestro del aire que hace parte de una serie), todas sus películas están hechas con los mismos elementos: historias envolventes y bien contadas, un gran sentido para crear y manejar el suspenso y el misterio, un concepto visual, aunque convencional, es inteligente y sugestivo, y de fondo una suerte de moraleja, esencialmente humanista, que por poco evidente y a veces compleja no parece tal.

Es probable que sea, justamente, Después de la tierra (After Earth, 2013) la película que tenga más simplificados dichos elementos. Esto tal vez se debe a que parte de un argumento del mismísimo Will Smith, estrella y productor de la cinta, y también porque se trata de una película de género, en este caso una mezcla de ciencia ficción y cine de aventuras. Sobre todo este último por lo general tiende a limitar sus historias a un esquema básico, como en este caso, que se trata solo de ir de un punto A hacia un punto B.

Una forma de verla es como esa película simple y prácticamente diseñada para el lucimiento del hijo de Will Smith, Jaden Smith, quien es el principal protagonista y, es cierto, no termina por convencer del todo. Pero también podría ser vista como lo que en esencia es: una historia de ciencia ficción y aventuras que cumple a cabalidad con su objetivo y, por lo tanto, resulta un filme bien hecho, atractivo visualmente y muy entretenido, un filme que sabe manejar las fortalezas de estos dos tipos de cine, como el ingenio en el diseño de producción y las alegorías de base futurista en el caso de la ciencia ficción, y los ritmos cambiantes del relato cuando combina las atmósferas de tensión con las escenas de acción, como es propio del cine de aventuras.

Pero si vamos más allá, por más que Shyamalan haya querido ser cómplice de Smith en beneficio del hijo de éste, el director de origen indio se sostiene en su ley y conserva su universo, pues en el fondo se trata de una fábula en la que un joven se hace hombre mientras atraviesa un desconocido mundo y es acechado por una bestia. En medio de esto, se desarrollan una serie de ideas y sentimientos como la culpa, la difícil relación entre padre e hijo, la pérdida de la inocencia y la dura misión de hacerle frente al miedo.

No se trata de una obra maestra, pero es que M. Night Shyamalan nunca le ha apuntado a eso. Sus películas se basan claramente en los dos principales objetivos del cine de Hollywood, esto es, emocionar y entretener. Lo que pasa es que, al parecer, muchos no han podido salir del gran impacto que les produjo el final de El sexto sentido y se resienten cuando este inteligente y honesto director no les da más de lo mismo.

La comedia en Hollywood

Casi siempre más asco que risa

Por: Oswaldo Osorio


La mejor comedia de Hollywood históricamente ha sido cosa de judíos: Todo empezó con Chaplin, quien luego de dos décadas cedió su reinado cuando el cine habló, y fueron los hermanos Marx los que dominaron las pantallas durante los años treinta. La década siguiente no tuvo un reinado tan definido, si acaso príncipes disputándose el trono, como Los Tres Chiflados o Abott & Costello. Los cincuenta y parte de la década siguiente son del genio de Jerry Lewis y luego le recibe la corona Mel Brooks. Y el final de los setenta y todo el decenio siguiente son del trío de directores Zucker-Abrahams-Zucker (¿Dónde está el piloto?, Súper secreto, ¿Dónde está el policía?)

Desde mediados de los noventa han sido los hermanos Farrelly, con su humor la más de las veces de mal gusto y escatológico, el que más éxito ha tenido, lo cual se puede ver en películas como Loco por Mary (1998), Irene y yo y mi otro yo (2000) o Pase libre (2011). Aunque este tipo humor no es exclusivo de ellos, todo lo contrario, es el que está presente en la mayoría de comedias de Hollywood, como si su gran tradición definida por los nombres citados en el párrafo anterior se hubiera perdido.

Una de las tantas razones para que se haya impuesto este tipo de humor que aborda frontal y explícitamente asuntos en especial relacionados con el sexo y la escatología es, paradójicamente, que ya no existe censura, la cual hasta muy avanzada la década del sesenta estimulaba a guionistas y directores a ser cada vez más originales e ingeniosos. El cine de Billy Wilder (La comezón del séptimo año, Una Eva y dos Adanes, El apartamento) es el mejor ejemplo de esa sutil y brillante burla a la censura.

Ese humor más bien vulgar y con mentalidad pueril se puede ver en las incontables comedias que apelan a dos esquemas que se imponen: el de las películas adolescentes, que tiene en la colección de American pie (1999 – 2012) a su más representativo modelo; y el de parodias sobre cine, en las que es condición haber visto ciertos taquillazos de Hollywood para que su humor funcione, como ocurre con la saga de Scary movie (2000 – 2013) o con Una loca película épica (2007). El ingenio y la originalidad no están presentes en esta clase de cine, porque son como una seguidilla de sketechs del tipo Saturday Night Live, que es, guardando las proporciones, como el Sábados Felices gringo.

En contraste a este humor siempre se podrá anteponer, no solo el de su cine clásico, sino el del cine inglés (como, por ejemplo, el de los Monty Phyton –La vida de Brian, El sentido de la vida– por mencionar solo lo mejor y más conocido), un tipo de humor que difícilmente se podrá ver en Hollywood, definido por la fina ironía, los referentes culturales como parte de su materia prima, el refinamiento en el lenguaje en contraste con los exabruptos del mensaje y, entre otros tantos recursos, el deadpan, ese tipo de humor que es presentado sin cambiar las emociones, el tono de la voz o la expresión corporal.

Y tal vez no es que no haya quién lo haga, sino que más bien no hay quién lo consuma, al menos no en masa, que es lo que más importa de acuerdo con las leyes de mercado que necesariamente se imponen en la Meca del cine. No obstante, sería equivocado afirmar que esta transformación del humor en Hollywood es un asunto de mercado, porque las comedias que hacían los citados en el primer párrafo, más otros tantos como Billy Wilder, Preston Sturges, Howard Hawks o Ernst Lubitsch, fueron películas con éxito comercial y, al mismo tiempo, con un humor inteligente y sugestivo, incluso abordaban temáticas significativas.

Entre ese humor ramplón tan común en Hollywood y el más sofisticado que casi nunca se ve, hay un grueso de películas que se encuentran en un tibio nivel que no alcanza a ser ni el del cine de mal gusto pero tampoco el de comedias memorables, aunque están mucho más cerca del primer tipo. Allí se encuentra casi todo el cine hecho por los actuales astros de la comedia de Hollywood: Jim Carrey, Ben Stiller, Adam Sandler, Steve Carell, Jack Black y Will Farrell.

Ese es puro cine de consumo, apenas con escasos destellos y casi siempre olvidable. Es más un humor de chistes o situaciones muy puntuales que comedia física y de tramas bien elaboradas en su comicidad. Así mismo, hay muy poco humor verbal a la manera de aquel chispeante e ingenioso que se hacía en la época de las screwball comedies en los treinta y parte de los cuarenta: It Happened One Night (Frank Capra, 1934), His Girl Friday (Howard Hawks, 1940), To Be or Not to Be (Ernst Lubitsch, 1942).

Las excepciones a este nada halagüeño recorrido por la comedia de Hollywood se pueden encontrar –aunque también se encuentran en decadencia– en ciertas comedias románticas (Cómo perder a un hombre en diez días, La cruda verdad, 500 días con ella, Simplemente no te quiere) o en esporádicas cintas que apelan a la originalidad o a la fina incorrección política, como Zombiland, Superbad, Ted o ¿Qué pasó anoche? Esta última incluso consiguió hacer una segunda parte tan buena como la primera, aunque en la tercera, sin decepcionar por completo, se olvidó del esquema que le dio éxito –tratar de reconstruir y reponer lo hecho en una noche de juerga extrema–  y remató la saga con un opaco brillo, contribuyendo así a la crisis en que ahora, y desde hace mucho,  está sumido el humor inteligente en Hollywood.

El gran Gatsby, de Baz Luhrman

Pobre hombre rico

Por: Oswaldo Osorio


Tal vez lo mejor que se puede hacer con una adaptación cinematográfica es olvidarse del libro. Una adaptación es una nueva lectura, la del director. Y cuando se trata de uno con un estilo visual y narrativo como el de Baz Luhrman, lo ideal es no apegarse a la lectura que alguna vez uno hizo, sino más bien dejarse llevar por la nueva propuesta. Esta suerte de advertencia es porque puede que a muchos esta versión les parezca chocante, pero para otros sin duda será una experiencia original y estimulante.

Este texto tomará partido por la segunda opción, porque esta cinta está hecha con elementos similares a las deslumbrantes y frenéticas tres primeras películas de este director australiano: Bailando en tu piel (1992), Romeo+Julieta (1996) y Moulin Rouge (2001). De Australia (2008), es mejor no hablar. Nunca.

Con El Gran Gatsby asistimos a la transformación de un personaje, pero no tanto por las cosas que le pasan –que es lo usual en toda historia– sino por la forma como el relato lo va develando. Gatsby ya es lo que es, una gran fachada y un mito urbano que guarda unos secretos, pero son la mirada y la narración de Nick, el primo/amigo/escritor, las que van paulatinamente desmontando esa fachada y desentrañando el mito, jugando con el enigma y aumentando en intensidad dramática a medida que revela información, hasta llegar al hombre, a su verdad.

Lo que vamos descubriendo de este hombre es que protagoniza una historia de amor, pero también la historia de un vacío existencial. En el primer caso, se trata de un amor sublimado e inacabado, en el segundo, es la vida de un “pobre hombre rico”, como se le ha dicho tantas veces también al Ciudadano Kane. Ambos aspectos están estrecha y amargamente ligados, porque la plenitud material es contrarrestada por el vacío afectivo. Por eso él nunca está completo. Pero lo que es peor, cuando consigue completarse (al obtener el amor de Daisy), lo estropea por querer perfeccionarlo.

Como gran escenario para la vida de este hombre, está la Nueva York de los años veinte. Porque esta película también es el retrato de una época, caracterizada por su esplendor y optimismo, por sus excesos y su confianza decadente en lo material, la cual rayaba con lo vulgar. Y son justamente estas características de las que se vale Luhrman para darle patente de corso a su desbordante estilo visual –y musical–, un carnaval azuzado por el montaje y el color que, cuando pudo, supo aprovechar el 3D para aumentar el vigor del espectáculo.

Pero si bien hay un frenetismo en lo visual y musical, en el relato del drama se toma su tiempo, incluso también para presentar a su protagonista. Pacientemente lo va acomodando todo y el drama va cobrando una intensidad inesperada, hasta culminar con una grandilocuencia en las emociones que solo pueden ir en dirección de la tragedia. Y así es como nos lleva Baz Luhrman hacia un delirante e intenso recorrido por la vida de un hombre y por el espíritu de una época.

Psicosis: La obra maestra de un mirón

Por: Estefanía Herrera Agudelo

Marion Crane, una joven secretaria, roba 40.000 dólares a un cliente de la oficina donde trabaja. Comienza la huída de la ciudad, maneja por horas y mantiene el temor de ser atrapada. Cansada, decide descansar en el Motel Bates, un lugar manejado por Norman, un aparente hombre indefenso…

Hitchcock en las películas, al igual que Dostoievski en los libros, sugería, gracias a  las experiencias estéticas que sufre el espectador al entrar en relación con el objeto mirado, los despeñaderos presentes –ocultos, pero latentes– de la psicología humana. Y es así precisamente como se muestra Psicosis (Psycho, 1960), como una obra maestra de las borrascas humanas; vista y recordada por miles, sólo comparable a Lo que el viento se llevó y Casablanca, como diría Albert Solá (2006, p.217).

Psicosis no fue un film ligero, tanto en su proceso de producción como en sus etapas de creación. Fue una película tremendamente cuidada desde su guión y puesta en escena, dirección, fotografía y banda sonora, cuidada con celo.

Sin duda alguna su guión (una adaptación de Joseph Stefano tomada de su homónima en novela Psycho de Robert Bloch) está cuidadosamente pensado. La adaptación de la idea (un hombre trastornado con complejo de Edipo, como se miraría escuetamente desde un psicoanálisis silvestre) hasta la elaboración del argumento y el guión literario, fueron pensados –incluidas las efectivas modificaciones en la apariencia de los personajes y en algunas formas estilísticas y narrativas que funcionan diferente para los medios visuales–  para ser un producto profundo pero con una amplia capacidad de inundar mercados.

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Video arte y experimental en Medellín

O la historia que está por escribirse

Por: Oswaldo Osorio


Aunque cada vez pasa menos, a esta ciudad todo ha llegado con retraso. Desde mediados de los años sesenta Nam June Paik y Wolf Vostell creaban las primeras obras de video arte, mientras aquí sus pioneros aparecieron veinte años después. No obstante, sin todavía contar con más de dos o tres videoartistas, a mediados de los años ochenta Medellín se convirtió en el centro de esta actividad a nivel nacional y comenzó lo que parecía ser un prometedor panorama.

Una muestra audiovisual organizada en 1984 y la presencia de obras en video en el IV Salón Arturo Rabinovich, sirvieron como precedente para la más importante muestra que hasta entonces se había hecho, no solo en la ciudad sino en todo el país, la I Bienal Internacional de Video Arte del Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM), realizada en 1986 y en la que participaron 132 obras de doce nacionalidades.

Si bien un puñado de artistas locales participó en este evento, como Marta Elena Vélez, Juan Guillermo Garcés o Luis Eduardo Maya, es la figura de Javier Cruz la que sobresale como el más activo y constante durante estos primeros años. Ya desde antes de la Bienal exploraba las posibilidades del video, incluso con la muy novedosa imagen creada por medio de un computador, o también llegó a realizar acciones (como enterrar un televisor) y video instalaciones.

El video arte y la video instalación, entonces, comienzan a tener una especial acogida por parte de la prensa y los artistas, quienes vieron en dicho evento un estímulo para incursionar en este medio, no solo por lo que pudieron hacer y mostrar sino, más importante aún, por los referentes que conocieron. Este estímulo se vio refrendado en 1988 con la segunda versión de la Bienal, la cual contó con una organización aún más ambiciosa, una muestra mayor y la realización de talleres a cargo de video artistas extranjeros.

Participaron en esta Bienal videoartistas  que serían habituales como Javier Cruz, Luis Eduardo Maya y Veronique Mondejar (artista francesa radicada en Medellín y gestora de algunas de las bienales), pero disminuyó su participación a favor de una apertura de la muestra hacia el documental y la ficción. Hay que tener en cuenta que en esta época el video era algo diferente al cine y por eso el formato era el que se imponía en esta comunión de categorías, sin importar que el lenguaje del documental y la ficción fueran más cercanos al del cine convencional que las exploraciones visuales y sonoras propias del video arte.

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Hitchcock: el Maestro del Suspense, el maestro de las audiencias

Por: Estefanía Herrera Agudelo

“Dales placer, el mismo que consiguen cuando despiertan de una pesadilla”.

Alfred Hitchcock

El Maestro del Suspense no convivió con tribus indígenas ni comunidades africanas, tampoco salió a los barrios marginados a interactuar con las personas para comprender mejor las realidades sociales que debía proyectar en la pantalla y que debían servir de conciencia colectiva. Sin embargo, fue un gran etnógrafo del cine, de los mejores que pudo haber existido, comprendía las audiencias mejor que cualquiera, sabía qué querían, cómo lo querían y a qué hora del día. Hitchcock fue un observador minucioso, un etnógrafo encubierto, un etnógrafo de la intuición.

Para contextualizar un poco, Hitchcock, que tuvo dos grandes épocas en su cine -la inglesa y la americana- demostró, a lo largo del desarrollo de éstas, ser un genio de la taquilla, un genio que vendía porque entendía qué pasaba con la gente allá afuera. Toda su visión de la realidad la utilizó para atraer a la gente a ver su celuloide, para hacer una carrera a cuenta de grandes clásicos cinéfilos y taquilleros.

Hitchcock era inteligente: observaba lo que la gente quería, se lo proyectaba en una historia y se lo vendía. La gente le pagaba a Hitchcock para que le contara de qué estaban hechos. Basta con ver el éxito comercial de clásicos como Blackmail, The 39 Steps y The Lady Vanishes (dentro de la inglesa, por mencionar algunas) y de Rebecca, North by Northwest y Strangers On a Train (dentro de la americana –con Selznick y la Warner, exceptuado el desastre de la Transatlantic– por mencionar algunas otras). En el estreno, sus películas venían acompañadas de inmensas filas de personas ansiosas por ser asustadas y que, muchas veces, lamentablemente, no alcanzaban a conseguir su butaca para el miedo.

Ahora, para agregar dramatismo, cabe decir que, cuando el argumento de la película lo requería, Mr. Hitchcock hacía unas pequeñas exigencias a sus exhibidores y a su público. Durante la exhibición de Psicosis, en cada una de las entradas de los teatros donde se proyectaba, se leía el siguiente anuncio: ‘Nadie, pero ABSOLUTAMENTE NADIE, será admitido al teatro después del comienzo de cada presentación de PSICOSIS’.

Ahora, la pregunta que se hace uno es ¿por qué hacer filas eternas en un teatro sin butaca segura y, además de todo, por qué aguantar las exigencias de un director que me dice la hora a la debo usar el tiquete por el que acabo de pagar? Todo es muy claro, el dueño de la exigencia era Alfred Hitchcock, y a Hitchcock se le cree y se le obedece. Porque él sabe desde dónde arma sus crímenes y patrañas. Lo sabe porque entiende al que le habla, y eso no lo hace todo el mundo. Eso lo hace Hitchcock y los etnógrafos. Etnógrafos que miran y participan y que después, sacan sus conclusiones y las aplican en algún producto o acción. Hitchcock entonces era un etnógrafo.

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En trance, de Danny Boyle

¿Olvidar o recordar?

Por: Oswaldo Osorio


Es mucho el buen cine que hemos visto gracias a Danny Boyle. Él es uno de esos directores que ha encontrado el equilibrio entre un cine entretenido y colorido pero también, casi siempre, complejo y con inventiva visual y narrativa. Desde sus inicios con Tumbas a ras de tierra (1994) y Tranispotting (1996), hasta sus dos últimas cintas ¿Quiere ser millonario? (2008) y 127 horas (2010), este director inglés ha demostrado que ese doble carácter propio del cine entre arte e industria no es irreconciliable.

En trance (Trance, 2013) podría decirse que está más del lado de la industria que del arte, no porque sea una película hueca y desechable como la mayoría de productos de cine para el consumo, sino porque se impone su carácter de cine de género, en este caso el thriller sicológico. De manera que toda la cinta está en función del gran enigma a resolver que proponen todos los thrillers, y para hacerlo aplica los recursos característicos del género: el crimen de por medio, la intriga, el suspenso, el ocultamiento de la información, las sorpresas, etc.

El enigma en esta historia es la ubicación de un valioso cuadro que ha sido robado, pero la historia empieza a dar señas de que no es nada predecible cuando nos dice que el lugar donde hay que buscar no es físico sino que está en la memoria de un hombre. Entonces empieza una ardua y tensa búsqueda materializada en seis personajes y unas cuantas locaciones, pero que realmente se desarrolla en la mente de un hombre y es guiada por una hipnoterapeuta.

Así que con estos elementos el director ya tiene unos ingeniosos recursos para hacer un thriller diferente, en el que el espectador siempre pierda en ese juego que constantemente hace para tratar de predecir lo que viene en la historia. Porque aquí la lógica son los caprichos sicológicos del recuerdo y el olvido, a lo que se suma la capacidad de manipulación de la hipnoterapeuta y la desconfianza que reina entre los seis personajes, que puede dar lugar en cualquier momento al engaño y la traición.

Sexo, acción, violencia, intriga y suspenso. Esta película tiene todos esos elementos propios de un cine muy comercial, propicio para el gusto del gran público. Pero sería limitado ver solo esto en ella, pues de fondo se pueden identificar unos móviles y relaciones mucho más complejos. El deseo de olvidar enfrentado a la pulsión de recordar es un asunto que le da profundidad a la trama y a sus personajes, así como los límites de la codicia que cada uno maneja y un confuso e indefinido triángulo amoroso. Y así, es posible encontrar matices en el argumento y filigrana en los personajes que trascienden los básicos tics de cualquier thriller.

Sin embargo, es un thriller con grandes e inesperadas sorpresas, por eso no se puede ahondar en estos matices y esa filigrana, a riesgo de contar las sorpresas. Baste entonces con recalcar que se trata de la nueva estrega de un director estimulante e inteligente, que pone a pensar con sus historias y siempre es sugerente con sus imágenes, superando con su trabajo la discusión sobre si el cine es un arte o una industria.

Alfred Hitchcock (1899 – 1980)

El Maestro del suspense, el Genio del crimen, el Asesino insistente.

Por: Estefanía Herrera Agudelo


Hitchcock y El McGuffin

Aclaración: La intención, bajo ninguna circunstancia, es presentar un tipo de apología empalagosa al genio británico sino, por el contrario, exponer con profunda gratitud algunas de las estéticas narrativas y estilísticas que introdujo; en este caso, el poderoso McGuffin.

Es clave decir que Hitchcock, desde sus primeros films, tenía algo muy claro: derivar las experiencias estéticas que sufre el espectador al entrar en relación con el objeto mirado (el objeto del suspense) en agudos problemas psicológicos que, sin duda alguna y mediante un proceso casi parecido al padecimiento, derivarían, una vez finalizada la mirada al film, en vastísimos problemas filosóficos.

Esta posibilidad de experiencia (una experiencia de profundo compromiso con la historia, generado a través de la tensión) se vivificó fuertemente con Blackmail (1929) cuando, con la introducción del sonoro y gracias a la nueva posibilidad de ejecutar diálogos, expresaría contenidos –en su mayoría triviales–  que disfrazarían lo que verdaderamente se estaba cocinando en la trama: el riesgo del incidente que se espesa en la atmósfera.

Así entonces, el presagio de un incidente a punto de estallar y una palabra impertinente en el momento preciso, dejan ver, sin más, las formas reales de relación a las que nos enfrentamos corrientemente, que son, en síntesis, formas llenas de rodeos.

De esta manera Hitchcock, según lo sostenía Truffaut tras las conversaciones con el maestro, hacía extraño el contenido más trivial (1974), convirtiendo objetos de un regular uso cotidiano a los cuales convencionalmente se les ha atribuido una característica ciertamente ‘buena’ o ‘indefensa’, e incluso ‘débil’, en objetos intensamente perturbadores que, usados para fines insospechados, plantan miedos genuinos que te calan hasta la médula: miedos naturales como el de sentir la muerte en tu casa, oculta entre las fibras de una soga en un baúl o mezclada con la blancura de un simple vaso de leche que descansa en el refigerador. Hitchcock entonces dualiza los objetos, los despoja de efectos moralizantes y los vuelve potencia. Porque Hitchcock es eso; potencia pura.

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Estrella del sur, de Gabriel González Rodríguez

El callejón de la marginalidad

Por: Oswaldo Osorio


Las historias sobre la marginalidad en el cine colombiano tienen que ver con la violencia, o al menos es así desde Rodrigo D. La película de Víctor Gaviria revelaría esos universos de barriada que se escapan a la autoridad e institucionalidad, más en la actualidad con toda esa violencia que ha sido inoculada en la sociedad luego de décadas de conflicto.

Estrella del sur es un filme que se enmarca en este contexto, y aunque tiene una historia que parece que ya hemos visto varias veces, incluso en la televisión, lo importante es la forma en que su director consigue recrear ese universo a partir de una convincente puesta en escena, la construcción de los personajes y el trabajo con los actores.

Aunque el relato tiene un claro protagonista, hay otros cuatro personajes secundarios con gran fuerza dramática y con sus propios conflictos, que incluso compiten en intensidad con el del rol principal, y a todos ellos los une un problema mayor, definido por la hostilidad de ese contexto social, donde las fronteras invisibles, la violencia entre grupos de jóvenes y la intimidación a la comunidad por parte de grupos armados, hacen parte de la vida cotidiana del barrio.

Lo que más estremece y desorienta de esta realidad que dibuja la película, es que no parece haber una razón clara para toda esta violencia, es decir, no es un asunto ideológico o de manifiestos intereses económicos y menos de confrontación entre facciones políticas, sino que parece que, simplemente, la violencia es una imposición de ese universo marginal, ya sea por elección, como ocurre con el antagonista; por sentido de supervivencia, como se puede ver en el personaje del Enano; o por imposición, que es el caso del protagonista, quien es obligado a ser un piñón más en esa máquina de coacción y muerte.

Ante este panorama, el optimismo no parece una opción. Lo veíamos hace poco en la descorazonadora Silencio en el Paraíso (Colbert García, 2012), y ahora aquí, donde se enfatiza más la idea de falta de oportunidades, incluso del prejuicio, cuando se trata de estos jóvenes que provienen de esos sectores marginales. Por eso los anhelos del protagonista de ser piloto, se truecan sin piedad por el papel de soplón de los violentos. Aunque al final (y aquí advierto que lo cuento para quienes no la hayan visto), conviven necesariamente la derrota y la esperanza, por un lado se ve la eterna consecuencia del desplazamiento, y por otro, el sueño de que la vida debe continuar, y nada mejor para hacerlo que un paseo a la costa.

Así que estamos ante una cinta colombiana que parece que nos cuenta una historia conocida, pero la verdad es que por la fuerza y contundencia que este joven director consigue con el drama que construye y con esos duros y sólidos personajes, lo relevante aquí es que nos obliga a comprender ese universo, porque para eso es el cine, para que conozcamos las emociones y los sentimientos casi de primera mano, como si viviéramos esa realidad sin vivirla, y eso ya es bastante para un país tan injusto e indolente.