Amor rebelde, de Alejandro Bernal

Una nueva vida en un obtuso país

Oswaldo Osorio

amorrebelde

El amor siempre está poniendo pruebas, pero unas son las de tiempos de guerra y otras las de tiempos de paz. A Cristian y Yimarly, una pareja de desmovilizados de las FARC, le ha tocado vivir y superar las unas y las otras. Esta película da cuenta de ello, y lo hace con cierto sentido dramático, como deberían contarse la mayoría de las historias de amor.

Este documental llega a sumarse a muchos otros que se han hecho sobre el conflicto y el posconflicto en Colombia y que no habrían sido posibles de no ser por la firma del acuerdo de paz con las FARC en noviembre de 2016: La mujer de los siete nombres (Daniela Castro y Nicolás Ordóñez, 2018), La niebla de la paz (Joel Stangle, 2020) y Del otro lado (Iván Guarnizo, 2021), son solo algunas y por solo mencionar los más elocuentes; estos son documentales que, junto con el de Bernal, hacen evidente la inhumanidad del conflicto colombiano, las esperanzas depositadas en la desmovilización y las dificultades de una paz que han querido hacer trizas.

Porque cuando películas como estas revelan el contraste entre la paz y la guerra en unas zonas y unas personas que antes no habían conocido otra cosa distinta al conflicto, resulta mucho más absurdo e indignante que haya quienes estén en contra de los diálogos, que no son solo los políticos de derecha, sino todos esos ciudadanos, la mayoría citadinos que nunca tuvieron contacto con la guerra, que votaron en contra del tratado en ese infausto referendo.

Entonces, ver vidas reconstruidas como las de esta pareja, dan una esperanza de que las condiciones de este país pueden mejorar. Porque ese viaje que hacen ellos y su relación durante este relato, no es otra cosa que la materialización de una oportunidad que antes no tenían y que se las dio el tratado. De ahí que lo que más sorprende de este documental es su capacidad para retratar, en cuatro años que duró su rodaje, la transformación de Cristian y Yimarly. Ambos, peros sobre todo ella, empezaron siendo unos jóvenes vivaces e ingenuos en relación con ese mundo exterior (el de la paz), pasaron por el entusiasmo del nuevo hogar y de llevar su relación con mayor libertad, hasta terminar como una pareja de adultos conformando una familia y asumiendo nuevas responsabilidades.

Con algunos gestos propios del periodismo, en especial en las entrevistas iniciales en el campamento guerrillero, pero luego con la tozudez y paciencia que requiere todo documental que busca dar cuenta de un complejo proceso y de una historia de largo aliento, su director construye su relato jugando con la administración de la información y con los puntos de vista para enfatizar esos picos dramáticos connaturales a toda historia de amor y a este difícil camino de la reinserción a la sociedad civil.

La guerra, la paz, el amor y el país en que vivimos. Se me ocurren pocos conjuntos de temas tan atractivos como estos para que al público nacional le interese una película. Aun así, sabemos que hay muchos colombianos a los que no les interesa el cine nacional, y menos el documental, eso lo puedo entender, pero que tampoco les interese la paz del país, eso sigue desafiando mi razón y cualquier tipo de humanismo.

El hombre que vendió su piel, de Kaouther Ben Hania

La obra impredecible

Oswaldo Osorio

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Usar el propio cuerpo para crear una obra es uno de los asuntos más polémicos del arte contemporáneo, y no estoy hablando del body painting o del performance, que, en últimas, es arte efímero, sin consecuencias definitivas para el cuerpo; me refiero a artistas como Orlan, quien transforma su cuerpo con cirugías plásticas, o a Sterlac, quien lo interviene con diversos dispositivos. ¿Pero qué pasa cuando el cuerpo convertido en obra no es el del propio artista y se convierte en mercancía para el mundo del arte?

Esa es la premisa de esta película, la cual no es una descabellada ficción, sino que está inspirada en una obra de Win Delvoye, quien tatuó a un hombre y lo “vendió” a un coleccionista en 2008 (el hombre tiene el compromiso de posar una vez al año en una exposición). La directora tunecina Kaouther Ben Hania, la misma de La bella y los perros (2017), toma este episodio y a los cuestionamientos en la esfera artística le suma otros políticos y éticos, en tanto el tatuaje se le hace a un refugiado sirio y la imagen en cuestión es una visa Schengen (esa con la que se puede entrar libremente a Europa).

La primera discrepancia en esta situación es la diferencia que hay entre objeto y sujeto, pues con el primero se puede hacer cualquier cosa y con el segundo, por más que medie un contrato de propiedad, interviene la conciencia de este sujeto, su libre determinación, por no mencionar su conducta y los problemas que arrastra consigo. En otras palabras, es una obra impredecible que se posee solo parcialmente.

La otra discrepancia es el asunto político y ético. El artista lo puede ver como una declaración política sobre la mayor facilidad con que circulan las mercancías en comparación a los seres humanos en el mundo actual, pero otros pueden verlo como el oportunismo y la explotación de la necesidad de un hombre que está en la peor de las condiciones, la de un refugiado, esto es, una persona que lo ha perdido todo, empezando por su propio hogar.

Hay una tercera implicación, esta vez emocional, pues este hombre – obra, por su condición de refugiado, también pierde a su novia, incluso este conflicto interno es mucho más fuerte en él que sus dilemas como obra propiedad de otros. Aun así, el relato da constantes golpes de banda contra cada uno de esos conflictos: el artístico, el ético, el político y el amoroso. Por eso la historia patina largamente en ellos, para bien y para mal, pues como narración puede resultar anegada y tediosa, pero como como un cuestionamiento, tanto reflexivo como un poco cínico, sobre estos asuntos, se antoja muy atractiva y estimulante.

En un mundo hondamente estratificado, donde hay ciudadanos, incluso regiones enteras, de segunda y tercera, y en el que el peso de la materialidad y la circulación de mercancías están en el tope de esta jerarquía, películas como esta buscan poner en evidencia tan arbitraria situación, pero además lo hacen con riqueza de matices y planteando preguntas para sembrar en el espectador inquietudes que tal vez no tenían.

La noche de la bestia, de Mauricio Leiva-Cock

…y el día más importante de nuestras vidas

Oswaldo Osorio

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La pasión por la música y la amistad pueden ser lo único que salve la vida en los aciagos momentos de la adolescencia. Esos dos elementos son los ejes centrales de esta historia que relata aquel día en que Iron Maiden dio un concierto en Bogotá y dos jóvenes hicieron todo lo posible por estar en él. De esto resulta una película desenfadada y entrañable, llena de detalles que logran construir un universo donde la amistad, la familia, la ciudad y la música son protagonistas.

No se trata de una historia con temas habituales en el cine colombiano ni tampoco de un relato convencional. Son pocas las películas nacionales que hablan desde el punto de vista de los jóvenes, y menos cuando lo hacen desde su cotidianidad, tal vez un poco intrascendente y aburrida. Pero al centrar la mirada en ese día tan especial para ellos y en la intimidad de sus relaciones, hace que su historia cobre importancia, tanto dramática como en su capacidad de ser representativa de su generación.

En cuanto al relato, se trata del esquema de la aventura de un día, donde en principio todo gira en torno a su pasión por el metal y a ese objetivo supremo de estar en el concierto de “la mejor banda del mundo”. Por eso, gran parte de las acciones se resumen a un deambular por la ciudad mientras llega el momento tan esperado. De ahí que no haya una trama clásica y lo que capta la atención es la serie de episodios que viven los dos jóvenes ese día, y los hay de todo tipo: divertidos, dramáticos, reflexivos, conflictivos, patéticos y emotivos.

Aunque casi todo lo que dicen es metal por aquí y Maiden por allá, en medio se filtran constantemente los matices y contrastes de su amistad, así como la forma como lidian con sus problemas familiares y las carencias y ansiedades que se desprenden de ellos. Ya sea una madre melancólica y rezandera o un padre alcohólico, ellos tratan de lidiar con esto de distintas formas, tienen su música y el uno al otro, incluso hasta una suerte de padre sustituto para ambos, ese viejo metalero que siempre cuenta la misma historia.

Si bien la pareja de jóvenes siempre está en primer plano, en el segundo no faltan la ciudad de Bogotá, con toda la vistosidad de su arte urbano, que hace de coro griego visual junto con esos gráficos que constantemente rayan la pantalla; y también, por supuesto, está el metal, el de Iron Maiden, necesariamente, pero igualmente el de bandas colombianas como La Pestilencia, Agony, Masacre, Vein y Darkness. Ese permanente contrapunto visual y sonoro enriquecen tremendamente la película y le dan una identidad propia. Hay que resaltar también el uso de las imágenes de archivo que hacen alusión a aquel célebre concierto de 2008, con ellas se logra darle brío y legitimidad al relato.

Salvo por algunos pasajes en que la puesta en escena no es tan orgánica ni verosímil (como la atrapada del ladrón afuera del concierto o cuando los arresta la policía), en general la película sabe construir un universo con la fuerza y el carisma de un relato generacional, un relato divertido y con un encanto cómplice hacia estos queridos muchachos y su odisea de un día.

¿Hacia dónde van las historias de terror?

La incertidumbre del miedo en una fantasía distópica

Mario Fernando Castaño Díaz

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Desde épocas que se pierden en la memoria del tiempo, el hombre ha ido cultivando sus miedos, basados en la negación que trae el silencio al final de la vida, en el enfrentamiento de su propia mortalidad. La pregunta de qué hay al otro lado de este plano ha alimentado esperanzas, creencias y mitos que han ido evolucionando desde antes de que existiera la escritura. En la antigüedad los cambios climáticos obligan a los primeros hombres a migrar y observar los patrones de la naturaleza para poder sobrevivir. La llegada de las estaciones, las actitudes de sus presas, los cambios de la luna y las estrellas, el momento oportuno para cosechar, eran vitales.

Los pocos con capacidad de observación y paciencia que podían predecir estos fenómenos fueron llamados por sus comunidades como sabios, magos, chamanes, taitas, personas que veían más allá de lo aparentemente obvio, que tenían el poder de la magia, ver señales en lo evidente, un don con el que se puede manipular incluso a la naturaleza misma a la vista y fe de sus creyentes. Las sustancias psicotrópicas extraídas de las plantas sirven como puente para invocar o evocar estas energías, entidades que, si no se manejan con experiencia y sabiduría, pueden traer a nuestro mundo terrenal demonios y encarnaciones de la maldad misma.

La religión se encarga, entonces, de establecer un orden a su manera, alimentándose del bestiario extraído de las diferentes mitologías, estableciendo un orden y hasta escalafones para el bien y el mal, definiendo un lugar para el cielo y el infierno. Como era de esperar, el arte entra en escena con la materialización de nuestros miedos a través de la pintura y las historias a voces quedan atrapadas en la literatura por medio de la imprenta en textos sagrados elaborados por los primeros escribas. Ya la palabra y la verdad pertenecen a los más sabios, a los letrados, a los poderosos, el resto de las historias es visto como herejía y más tarde será castigado por la Santa Inquisición como satanismo.

Más adelante, llega el terror gótico con sus castillos encantados, fantasmas, vampiros, hombres lobo y toda esta estética del romanticismo oscuro, hasta que aparecería el padre del terror gótico, Edgar Allan Poe, posando los miedos dentro de la psique en donde mora el mayor de los monstruos, nosotros mismos. Estos miedos serían más tangibles con la llegada del cine, en donde se mostraban ya visualmente las fatalidades humanas que eran el reflejo mismo de una nación entera como fue el caso del Expresionismo Alemán. Ya el cine de los años treinta se alimenta nuevamente de esos monstruos antiguos que no tardarían en ser reemplazados en los años cincuenta por invasiones extraterrestres o insectos mutantes, esto fruto de la amenaza atómica.

Posteriormente, en la década de los sesenta y setenta, junto con el fin del hipismo, llegan monstruos humanos como Norman Bates en Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) o Michael Myers en Halloween, (John Carpenter, 1978), contrastando con posesiones demoníacas como en El exorcista (William Friedkin, 1973), un monstruo real en Jaws (Steven Spielberg, 1975) y hasta uno espacial con Alien (Ridley Scott, 1979).

Ya el cine hace de las suyas siendo testigo y cronista de los cambios culturales y sus tendencias hasta el día de hoy, viéndose altamente beneficiado por una madurez que se refleja en la belleza oscura que algunas cintas del género nos presentan. Pero viene la pregunta de cara al futuro, ¿qué pasará entonces con estas historias que nos helaban el cuerpo, será que ya nada nos asusta? ¿Será que ese monstruo es la realidad misma por la que atravesamos en esta era de evidente cambio, con sus paradojas, preguntas, incertidumbres y demonios que todo esto encierra?

Las historias de terror han mutado nuevamente y ya no caben los espantos de antaño, estos son vistos ahora con cierta simpatía, ya ni la oscuridad que esconde la mano bajo la cama nos intimida, solo lo hacen los monstruos que habitan en lo más profundo de nuestras mentes, es allí donde moran esos demonios que, de vez en cuando, salen de sus cuevas para recordarnos los frágiles que somos al enfrentarnos a este gran cambio que es un antes y un después en la historia de la humanidad.

Ya asuntos tan cotidianos y aparentemente banales se convierten en el horror mismo, como la incertidumbre económica, las enfermedades, tanto físicas como psicológicas, la pérdida de nuestros seres queridos, la inseguridad, la devastación inminente de nuestro planeta y una nefasta realidad en donde se escuchan y se ven noticias cada vez más cercanas que dan cuenta real de la maldad humana. La vida tiene cada vez un menor valor, esos son los nuevos monstruos, y el cine, la literatura, los cómics y los videojuegos ya han percibido este gran cambio.

Nos están recordando que las distopías de las que nos hablaban no estaban tan erradas o fantásticas y es acá donde la ciencia ficción se une al terror actual al evidenciar nuestras debilidades como la dependencia tecnológica en 2001: Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1979), el confinamiento en Alien (Ridley Scott, 1979), la abstinencia al licor en El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), la violencia intrafamiliar en El hombre invisible (Leigh Whannell, 2020) o en la novela y recientemente adaptada a serie televisiva, Apocalipsis (Stephen King, 1978) en donde se implanta un virus mundial llamado El Capitán Trotamundos, estas historias de hace tan solo unos cuantos años, eran dentro de sus códigos, señales evidentes de lo que vivimos en el presente, sus historias son campanazos en la noche, aullidos en el bosque, gritos desgarrados que nos advierten lo que está por venir. La realidad nos lo muestra al evidenciar nuestra fragilidad al desaparecer solo por unas cuantas horas de nuestras pantallas las principales plataformas de redes sociales, el mundo colapsó en su vulnerabilidad.

Sin embargo, como seres humanos que somos, necesitamos de la fantasía y también de la sala oscura para alejarnos de los demonios reales que están a la vuelta de la esquina. Afortunadamente aún existen y permanecen las historias que son tan valiosas por estos días oscuros, es necesario entonces el hechizo de las brujas, los colmillos de un vampiro en nuestra garganta, el mordisco de un zombie o un hombre lobo, es vital el zarpazo de Freddie Krueger al final del callejón y que nos lleve a soñar nuevamente con recuperar la magia que lograba que nuestros ancestros se estremecieran de miedo placentero al escuchar las historias de monstruos y espantos que se contaban en medio del fuego de una apacible fogata o en la finca de nuestros abuelos, el sabor del miedo, la adrenalina que nos hace conscientes de nuestra presencia y de lo afortunados que somos de estar vivos en medio del caos.

Igual y sin importar lo que suceda, siempre prevalecerá incólume la frase lapidaria del maestro del terror cósmico Howard Phillip Lovecraft, “La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido.”

 

Cine confinado

theguiltyOswaldo Osorio

A propósito del estreno de The Guilty (Antoine Fuqua) en Netflix, se podría hacer un repaso y reflexión de un tipo de relato que, si bien ya era conocido, se potenció con la pandemia y el confinamiento. Este cine fue la respuesta que muchos encontraron para rodar en medio de las limitaciones propias de la crisis de salud pública mundial: una sola locación, uno o unos cuantos personajes y economía de recursos cinematográficos a la hora de la puesta en escena.

La película protagonizada por Jake Gyllenhaal, aunque es el remake de una cinta danesa de antes de la pandemia, aprovechó la premisa simple de un policía que atiende llamadas en la línea de emergencia para hacer este “cine confinado”, un cine que, por sus características, permite (y exige) el lucimiento de los actores a falta de secuencias donde las acciones, los desplazamientos o el cambio y descripción de situaciones y espacios pueden ocupar mucho tiempo del relato, el tiempo más cinemático, claro.

Netflix y Pablo Larraín fueron los primeros en buscarle salida (o aprovechar) el confinamiento cuando, a muy poco de iniciada la pandemia, crearon Hecho en casa (2020), una serie de 17 cortometrajes realizados por cineastas de todo el mundo y convocados por este director chileno. La mayoría fueron historias de un solo personaje o, cuando más, una familia, encerrados en su casa o apartamento. Se destacaron las historias de Paolo Sorrentino, Maggie Gyllenhaal y del mismo Larraín.

Se pueden mencionar también tres películas que, además de ese único espacio y los pocos personajes, tienen como característica común que se trata de historias de afroamericanos que reflexionan sobre su condición en la sociedad estadounidense: en Malcolm & Marie (Sam Levinson, 2021), una pareja habla y discute largamente sobre amor, cine, feminismo y racismo; en Una noche en Miami (Regina King, 2020) en una habitación de hotel se reúnen Mohamed Alí, Jim Brown, Sam Cooke y Malcom X para hablar de lo que es ser un hombre negro de éxito en plena época de la lucha por los derechos civiles en la década del sesenta; y en La madre del blues (George C. Wolfe, 2020), Viola Davis despliega sus dotes en ese estudio de grabación de los años veinte, con el tema racial presente casi en todos los diálogos.

Como estos hay múltiples ejemplos, como la francesa Oxígeno (Alexandre Aja, 2021), contada toda desde una pequeña capsula en una nave espacial; Solos, la serie de Prime en que cada capítulo interviene un solo actor; la española El hoyo (Galder Gaztelu-Urrutia, 2020); y hasta en Colombia se hizo El baño (Harold Trompetero, 2020).

Se trata de un cine minimalista, donde el actor o los pocos actores se echan casi todo el relato al hombro, lo cual puede volverse tedioso o limitado en sus posibilidades expresivas, como en The guilty, donde solo vemos hablar y hablar por teléfono a este policía, y si bien hay picos dramáticos y giros sorpresivos, todo depende de los diálogos de un solo personaje y de las escasas opciones visuales para mostrar esto. Consecuentemente, en estas películas el cine puede ser menos cine, es más texto y muchas veces termina pareciendo teatro.

 

Tantas almas de Nicolás Rincón Gille

Colombia distópica

Oswaldo Osorio

tantasalmas

En Colombia los ríos y la violencia están trágicamente ligados. El río de las tumbas de Julio Luzardo (1964) nunca se ha detenido con su ominosa carga y largamente conecta con este río en el que don José busca a sus hijos en esta película silenciosa, bella y luctuosa, donde los muertos no tienen paz y tampoco dejan en paz a los vivos.

El director Nicolás Rincón Gille ya venía preparando el tema y el universo que nos descubre en esta ficción con su trilogía documental Campo hablado, compuesta por En lo escondido (2007), Los abrazos del río (2010) y Noche herida (2015), tres películas que viajan a lo profundo de las experiencias y el dolor de las víctimas del conflicto armado colombiano, todos ellos campesinos y en diferentes momentos de su estado de pérdida y resiliencia.

En esta historia, el oficio de pescador de don José cobra otra macabra y angustiosa dimensión en el gran fresco de esa Colombia distópica que Nicolás Rincón Gille recrea. No es ya un río de peces, sino el vertedero de un país sin Estado. Es como si fuera un mundo que acaece en un oscuro futuro, solo que en este territorio ya se vive desde hace décadas, aunque se recrudeció especialmente en la nefasta época del paramilitarismo (la historia se desarrolla en 2002). Fueron un mundo y una época dominados por el capricho de las armas y la coacción de las listas negras.

La película, en principio, está contada como una suerte de “river movie”, donde este viejo pescador atraviesa esa región ahogada por las prohibiciones y los miedos. El amplio formato de la imagen se ajusta a la horizontalidad del río y el murmullo del paisaje acompaña los largos silencios de este hombre de voz queda, que escasamente habla. Esa inmensidad visual y rivereña se imponen como una imposibilidad en la búsqueda de ese cuerpo que le falta a este afligido padre, porque es imperativo que su hijo no sea un alma en pena más como tantas hay por aquellos lares, sufriendo la eternidad inconclusa y asustando a sus victimarios.

Cuando don José abandona el río, se adentra en un espacio aún más distópico, el de un pueblo con la mirada clavada en piso, por el miedo, el secretismo y ese paraestado siempre vigilante y amenazador que se adueñó de sus calles. Pero nada de esto es un obstáculo para una de estas tantas víctimas que no se resignan a dejar de buscar a los suyos y, si acaso lo hacen, no se resignan a no quedar con alguna mínima constancia material de su pérdida. Porque los muertos solo están muertos cuando hay un vestigio de su desaparición.

Con esta obra, Nicolás Rincón Gille nos sumerge en un contexto que, aunque no lo parezca, muy pocas películas han tocado, y mucho menos con la intensidad y detenimiento con que esta lo hace, mostrándonos a este padre que es todos los padres víctimas del conflicto, así como esa ausencia de Estado que le cedió buena parte del territorio a todo tipo de violencias y volviendo a registrar a este río nacional por el que, desde hace décadas, flotan y bajan los muertos sin alma de este país.

Publicado el 20 de septiembre de 2021 en el periódico El Colombiano de Medellín.

Viejos, de M. Night Shyamalan

La potencia de la variante Tiempo

Oswaldo Osorio

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Comienzo con una advertencia de spoilers, porque no es posible escribir de esta película sin contar sus sorpresas y asombrosos giros. Esto ocurre con algunas de las películas de Shyamalan, empezando por El sexto sentido (1999) y La aldea (2004), donde la premisa del relato se funda en un gran misterio que solo poco a poco se va develando, adosado con nuevas revelaciones que aumentan hacia un final que puede ser más sorprendente todavía o que termina desinflándose en la decepción, ya le ha pasado lo uno y lo otro.

La historia de Viejos (Old, 2021) parte de una lógica de cine fantástico, pero se desarrolla más como un thriller, donde la intriga, la tensión, el suspenso y las sorpresas están acechando al espectador en un intencional plan de su guionista y director para que su relato nunca decaiga ni sea previsible. Todos los recursos, tanto los ingeniosos como los más tramposos se desempeñan aquí para lograr su objetivo. Y efectivamente lo logra, por lo que no se trata del todo de un ataque a estos recursos, pues esa es la naturaleza de este tipo de cine y, por lo general, el espectador lo agradece, pues esas sensaciones son la principal motivación para ver estas películas.

La premisa de la película que no pueden conocer quienes no se la han visto (aunque el trailer, como siempre, torpemente la revela en líneas generales), es tan simple como contundente y llena de posibilidades: unos turistas llegan a una playa donde empiezan a envejecer aceleradamente y de la que no pueden salir. La historia está inspirada en la novela gráfica Sandcastle, de Pierre Oscar Levy y Frederik Peeters.

Pero si uno no sabe nada de esto (que es como debería entrar todo espectador a cualquier película, en especial las que incuban misterios y sorpresas), la experiencia que ofrece este relato es realmente emocionante. No es fácil narrar una historia en la que a cada momento haya un giro más sorprendente que el otro y no se sepa hacia dónde va la trama. Es cierto que todo el relato, la construcción de personajes y la puesta en escena se amañan, incluso a veces gratuitamente, para conseguir este efecto, pero si se acepta que este es el código de la película, verdaderamente se pueden disfrutar las emociones y sensaciones que proporciona.

En medio de estos aspectos relacionados con el género, hay grandes temas de fondo que permiten dimensionar más la historia, como el paso del tiempo, las enfermedades, las degradaciones que llegan con la vejez, la relación del cuerpo con la mente, los prejuicios sociales y la ética de la ciencia en su afán por mejorar la vida.

Pero si bien estas son lecturas que se pueden hacer entre líneas y que si se juzgan con rigor pueden surgir muchos cuestionamientos, lo cierto es que no son el propósito central de la película, el cual se concentra en el tensionante relato de misterio que constantemente está estimulando y poniendo a prueba las emociones del espectador, y en eso M. Night Shyamalan sigue manteniendo su habilidad y talento.

Suspensión, de Simón Uribe

Las vías de la muerte y la traición

Oswaldo Osorio

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El Noticiero CM& desde hace más de un año tiene una sección llamada “El elefante blanco de todos los lunes”. Allí se da cuenta de esas grandes obras inconclusas que pueblan el país, tanto en importantes ciudades como en apartados y olvidados lugares. Un país que tiene la vergonzosa capacidad de proporcionar cada semana material para una sección así, solo prueba la rampante corrupción e inoperancia estatal que lo define. Este documental toma uno de estos casos y lo potencia inteligentemente con su mirada reflexiva, panorámica y en retrospectiva.

El bello puente curvo que se topa con la selvática montaña solo es la punta más visible del verdadero elefante blanco: la trunca variante San Francisco-Mocoa, una vía que el Putumayo necesita desde hace más de medio siglo para remplazar al llamado “Trampolín de la muerte”, una de las carreteras más peligrosas del mundo, la cual une a este departamento con Pasto, su única salida a la red vial nacional.

Apuntalado en imágenes de archivo, tanto de las tragedias ocurridas como de las condiciones de la vía desde hace décadas, el documental recorre la historia y el territorio para indagar sobre las particularidades geográficas e idiosincráticas de esta zona del piedemonte andinoamazónico. La sofocante selva y las inclinadas montañas son el paisaje que cruza con dificultad este relato para comprender esa tierra inhóspita pero poblada de colombianos que ya no creen en las promesas del Estado.

Aunque evidentemente es un documental de denuncia, el valor cinematográfico de esta película está en su inmersión en este paisaje definido por estas dos vías, la de la muerte y la de la traición estatal. La vocación contemplativa de su fotografía y de la narración le permite al espectador experimentar esta tierra y sus improbables caminos, con toda la exuberancia de la naturaleza siendo retada por el ser humano, quien, a pesar de tener todas las ventajas de dominar, gracias a su tecnología, termina siendo vencido por sus debilidades: la ambición, la corrupción, la incompetencia y la desidia.

La fuerza y honestidad de los testimonios que consigue esta obra entre los habitantes de la zona, solo es comparable con la contundente realidad de esas imágenes que contrastan la imposible vieja vía con la fallida obra que reluce interrupta entre las montañas. Además, saben acompañar todo esto con el trágico coro de las catástrofes sucedidas en 1991 y 2017. Porque no solo se trata de la inoperancia para mejorar la calidad de vida, sino también para prevenir las amenazas contra la integridad de los pobladores.

Así que estamos ante un documental que denuncia, pero que también dibuja un fresco de una región que no es la Colombia oficial, que apenas aparece eventualmente en las noticias cuando una avalancha arrasa a su capital o cuando un lunes cualquiera aparece ese puente punzando el costado de una montaña en la que no hay carretera alguna.

Llanto maldito, de Andrés Beltrán

El drama y el terror tocando realidades juntos desde la fantasía

Por: Mario Fernando Castaño Díaz

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El cine de terror es un género que ha ido evolucionando constantemente y a pesar de haberse convertido en algo justo para el mero entretenimiento, se ha acercado cada vez más a lo que siempre ha sido, arte y este, al estar ligado a la fantasía también lo hace con la realidad que es el lugar en donde verdaderamente moran nuestros miedos.

Esto es algo que ha sabido entender y plasmar en su primera película de este tipo el director Andrés Beltrán, quien es el responsable de dirigir la segunda temporada de la aclamada serie de Netflix, Distrito Salvaje. Desde hace tiempo le atraía la idea de dirigir una cinta del género del terror y se embarcó en la tarea de escribir el guion, pero luego de varios intentos decidió contar con el apoyo del guionista español Anton Goenechea, esto porque el considera que las películas de miedo durante algún tiempo se han concentrado en lo efectista y no en el contenido, algo que afortunadamente ha ido cambiando.

La historia en la que se inspiró Beltrán luego de una ardua investigación viene de las profundidades del bosque nariñense con una entidad fantástica llamada Tarumama y según cuenta la tradición es un ser femenino que queda embarazada por el arcoíris, pero pierde a su bebé en las aguas del río, como respuesta este ser llora a su hijo mientras roba a los que se pierden en el bosque. Su apariencia es una anciana con patas de cabra y su historia nos lleva inevitablemente a la leyenda de la Llorona, que es un mito muy popular no solo en México sino en varias regiones de Latinoamérica.

Óscar (Andrés Londoño) y Sara (Paula Castaño) son una pareja que quiere salvar su matrimonio luego de una crisis familiar y decide alejarse de la ciudad con sus dos hijos internándose en una cabaña (que, por cierto, fue construida cerca al Parque Nacional Natural Chingaza, Colombia, por el equipo de producción), en medio de la profundidad de un bosque que casi es otro personaje, evocando todo su frío y húmedo misterio, allí habita Tarumama y ella no necesita alterar una paz desde su plano paranormal, ésta de hecho ya estaba viciada desde lo real, a pesar de las buenas intenciones.

La cinta obtuvo diferentes galardones y ha sido seleccionada para estar en SITGES el Festival Internacional de Cine Fantástico de Cataluña en el Blood Window Showcase de Cannes 2021. La productora colombiana Dynamo ha sido la responsable de este logro y ya tiene en su haber diferentes producciones de éxito reconocido con series como Distrito Salvaje, Narcos o Frontera Verde.

¿Pero qué hace que Tarumama, como es llamada la cinta a nivel internacional, esté llamando la atención hacia nuestro país? Una de las razones es la impecable producción, en la que su fotografía logra que lugares comunes, cotidianos y hasta agradables cobren un sentido contrario y amenazante, apoyado por su inquietante sonido en medio de la música compuesta por el músico Felipe Linares, quien imprime una atmósfera que nos recuerdan al compositor Alan Korven en El Faro o La Bruja, de Robert Eggers, en donde lo que prima no es la melodía propiamente sino sonidos que en conjunto transmiten una atmósfera inquietante, una efectiva fórmula que impusieron películas como Jaws (1978) o Alien (1979) en la que menos es más al no mostrar la criatura, pero sí sugiriendo su constante presencia, incluso a plena luz. Otro punto a tener en cuenta es la cuota actoral, que logra algo que muy pocas cintas de este género consiguen, la empatía con el espectador. Llanto Maldito juega con los diferentes clichés del género, pero los procesa y los expone con resultados inesperados y todo esto con el uso mínimo de jumpscares y sangre excesiva.

Quizás el pronto reconocimiento que ha obtenido Llanto maldito en la crítica internacional se deba a la esencia de la historia, en donde el equilibrio que existe entre el terror y el drama se va decantando en cuidadosas dosis, logrando que se erice la piel y conmueva el corazón al mismo tiempo. De alguna manera, y a pesar de estar fuera de la ciudad, los personajes se encuentran encerrados en medio de sus temores, algo que puede ser muy cotidiano para diferentes familias por estos días, y no es el temor al monstruo que está tras la puerta o debajo de la cama, es uno más real que se materializa en los terrores que pueden tener las personas al no considerarse buenos padres, al fracasar su matrimonio y, en sus hijos, al afrontar la realidad de que estas parejas se separen. De alguna manera, Tarumama con sus actos da un mensaje intrínseco a no descuidar a los hijos en medio de las crisis familiares y, si esto pasa, ella se los llevaría.

Llanto Maldito ha demostrado que las películas de terror pueden cumplir con su cometido de colocar sus fríos dedos en la espalda, pero también de entrar en la mente del espectador cuando toca problemáticas sociales que lleven a la reflexión y al cuestionamiento. Invita también a que producciones como esta alejen al espectador de la percepción errada de que “están tan bien logradas que no parecen de este país” y los acerque, por el contrario, a sentir orgullo por la realización de un trabajo autóctono de calidad.

Minari, de Lee Isaac Chung

La nacionalidad mestiza

Oswaldo Osorio

minari

El llamado “sueño americano”, cuando ha sido retratado por el cine, tiende a ser agridulce, cuando no adverso. Hasta Charles Foster Kane y el gran Gatsby mal terminan sus vidas a pesar de haber tenido el mundo en sus manos en algún momento. Para los inmigrantes el panorama suele ser menos halagüeño, solo habría que recordar, entre muchas otras, In America (Jim Sheridan, 2004). Por eso esta película sobre unos inmigrantes surcoreanos resulta tan querida y agradable, porque, aunque los problemas no faltan, el énfasis está en ese cariñoso e íntimo retrato que de esta familia hace su director.

Basada en la vida del mismo Lee Isaac Chung, la película cuenta la historia de esta joven familia que decide radicarse en una granja de Arkansas. A pesar de la reticencia de su esposa, este hombre está convencido de alcanzar ese sueño americano convirtiéndose en granjero. Si llega a cumplirlo o no es menos importante que la dinámica familiar que la trama y su puesta en escena recrean para un espectador que, seguramente, siempre estará más pendiente del que parece ser el conflicto central, que no es otro que los obstáculos que se le presentan a la familia para conseguir el éxito.

Y mientras la atención está en ese posible éxito o fracaso, casi inadvertidamente, como un contrabando argumental y dramático, los íntimos y triviales sentimientos y situaciones de esta pareja y sus dos pequeños hijos van haciendo mella en las emociones del espectador. Hay amor, ternura, solidaridad, humor y, por supuesto, esperanza, cercada por el miedo y la ansiedad, pero allí está siempre, sobre todo conservada a buena temperatura por el padre.

Y cuando ya bastante fuerza estamos haciendo por esa familia y tanta buena empatía tenemos por ellos, todo esto se potencia con la llegada de la abuela desde Corea. Es una anciana liberada del arquetipo de la dulce y condescendiente abuelita, porque llega como un tifón, sobre todo para la vida del niño de siete años, pues resulta ser una vieja malhablada, irónica y hasta “maloliente”, pero tremendamente divertida y liberadora. Este personaje es ese contrapeso que no permite que el relato termine siendo solo la bonita historia de una tierna familia lidiando con sus problemas.

De fondo, siempre está el drama de vivir en tierra extranjera, pero no por asuntos políticos o de discriminación (y en esto vuelve la película a marcar la diferencia), sino en las inevitables disputas domésticas e individuales por la identidad. Casi permanentemente está presente la tensión entre esos dos mundos a los que pertenecen, por lo que, en últimas, no hacen parte plenamente de ningún lado. Tal vez ese exilio a la remota granja de Arkansas pueda verse como una forma de huir de esa dicotomía.

La clave y solución de este dilema, de esta problemática nacionalidad mestiza, probablemente esté en ese apio de agua (Minari en coreano) que aparece al final, y en la abuela, claro. Porque la identidad suele sostenerse más sólidamente con lo que hay atrás que con lo que hay adelante. Aunque esta película lo que muestra es esa transición a la que millones de inmigrantes se ven sometidos y que puede durar varias generaciones, hasta que a la postre solo quede, tal vez, un fenotipo y toda su cultura engullida por Ronald McDonald y el Coronel Sanders.