Foxcatcher, de Bennett Miller

Cómo comprar una mascota y una medalla

Íñigo Montoya


Las películas sobre deportes suelen ser relatos de superación o periplos de asenso y caída. Las dos opciones terminan por ser predecibles y repetitivas. Por eso fue una sorpresa ver cómo esta historia no cae en lo uno ni lo otro, aunque tiene de cada opción un poco. De ahí que resulte una película intrigante en el rumbo que va a tomar y que pone en juego unas situaciones e ideas que rara vez están en la ecuación usada para este tipo de cine.

Es la historia de un millonario que hace de mecenas de un grupo de luchadores, en especial de un medallista olímpico en quien centra sus esperanzas de ganar otra medalla dorada, para el deportista y, sobre todo, para él mismo, que fungiría como entrenador. Hasta aquí tenemos una premisa que no se sale mucho de los esquemas enunciados atrás y, hasta cierto punto del relato, así avanza la trama durante un buen tramo, sometiendo al espectador un poco al tedio de lo obvio y predecible.

Entonces este par de personajes comienzan a mostrar su verdadera naturaleza: el luchador, su falta de carácter y voluntad para obtener lo que supuestamente quiere con tanto fervor; y el millonario, sus vicios y pusilanimidad siempre cubiertos por la gruesa cortina de su cuenta bancaria. Pero lo más llamativo de la historia, y al tiempo lo más turbador, es la relación que se establece entre los dos, la cual pasa del agradecimiento del deportista a su mecenas y la admiración de este por aquel, a una situación de sometimiento del joven (aunque el filme se mostró muy tímido, por no decir cobarde, cuando evitó las connotaciones sexuales) y luego de una tensión que llegó hasta el repudio total.

Cuando el hermano del luchador entra más plenamente en escena como entrenador del equipo, como el único personaje aplomado y noble, todo el relato se convierte en una sucesión de situaciones incómodas y tensionantes que este hermano trata de catalizar. Pero lo que ocurre es que se enfatizan más la conformación de estos tres personajes, consiguiendo con esto una intensidad dramática cargada de diversas emociones, que el director sabe muy bien capitalizar en un relato que no termina de sorprender e impactar hasta el último minuto.

Birdman, de Alejandro González Iñárritu

¿La virtud está en el artificio?

Oswaldo Osorio


No pretendo negar el indudable ímpetu dramático de los filmes de Alejandro González Iñárritu, ni la fuerza de sus personajes o la intensidad que consiguen sus historias gracias a los recursos narrativos que utiliza. Todas esas características están presentes en sus cinco largometrajes. No obstante, a pesar de estos adjetivos, tampoco implica que necesariamente haya una especial virtud en estos elementos, los cuales, si se miran detenidamente, evidencian una cierta tendencia al artificio y el efectismo.

Y no es que no pueda haber artificio y efectismo en el cine, al contrario, buena parte de la industria está basada en ellos y funcionan de maravilla, pero otra cosa es que estén presentes en películas que pretenden abordar unos temas y personajes serios y cargados de realismo, como las de González Iñárritu. Ese artificio empieza por la misma concepción de sus historias y personajes, un amasijo de elementos cruentos y extremos: desahuciados, trágicos accidentes, adictos, venganzas, asesinatos premeditados y al azar, y un largo, truculento y sórdido etcétera.

Birdman no tiene tantos excesos y se concentra en un solo personaje y en una premisa clara y sólida: una vieja estrella de Hollywood que se quiere reinventar haciendo una obra de teatro, y con ello demostrarle al mundo, y a sí mismo, su valía. A partir de esta premisa, efectivamente el director crea el inquietante retrato de un hombre y sus batallas internas, determinadas por el pulso que se da en la vieja confrontación entre arte e industria, así como las repercusiones que esto tiene en la valoración que se hace de los artistas según opten por lo uno o lo otro.

Sus inseguridades como hombre, padre y actor son puestas de manifiesto de forma lúcida y angustiante en cada escena y recurso de la película, empezando por esa voz de sí mismo que retumba en su interior, la cual resulta tan contundente como -claro que sí- artificial y efectista. Por eso tal vez lo mejor y más honesto de este filme no es tanto esa suerte de esquizofrénico desdoblamiento del personaje central, sino la manera como los demás personajes lo reflejan y contribuyen a complementar la premisa del relato. Porque una buena forma de conocer a alguien es observar sus relaciones con los demás y cómo estos lo perciben. Además, de paso, ese coro de personajes también evidencia sus voces y demonios internos.

Pero mi reparo con este filme es que, para dar cuenta de este personaje y su premisa, González Iñárritu recurre a sus viejos trucos, que subrayan sobremanera lo que quiere decir o extorsionan las emociones del espectador. No están aquí las peripecias narrativas de sus tres primeras títulos (las rupturas -muchas veces gratuitas- de la linealidad narrativa en Amores perros, 21 gramos y Babel), pero sí ese falso plano secuencia, que a veces es ideal para respaldar al personaje o una situación, pero otras solo es pura vanidad técnica; por otro lado, están la hija en rehabilitación, el posible embarazo, los excesos de aquel actor del método y ni qué decir del par de giros forzados -y muy complacientes- del final, todo lo cual es constatación de su necesidad de crear el drama desde afuera, a partir de elementos extremos, artificios y efectismos.

St. Vincent, de Theodore Melfi

El gruñón y el inocente

Íñigo Montoya


Una película divertida y entretenida pero predecible y complaciente. Es una lástima cuando uno se encuentra con esta contradicción, producto de una calculada combinación entre un cine inteligente y prometedor, pero desarrollado con recursos gratuitos y facilistas, que además apelan a lo más elemental de las emociones del espectador.

La historia parte de un esquema conocido,  pero que en ocasiones ha dado para unos relatos originales y de calidad. Este esquema es el encuentro entre dos contrarios que terminan, no solo conviviendo, sino además con unos estrechos lazos afectivos: de un lado, un viejo gruñón, empobrecido y políticamente incorrecto, y del otro, un inteligente pero inocente niño de buen corazón y que siempre sigue las reglas.

El esquema da para una divertida y emotiva trama llena de humor (visual y negro), sentimentalismo, aventuras, dramas y pilatunas (porque el viejo a veces se porta como un niño y el niño a veces tiene la madurez de un viejo). En el camino, se desarrollan los conflictos de un lado y de otro, lo cual contribuye a que se fortalezca la relación. Todo está muy bien puesto en esta cinta y el esquema funciona perfectamente, pero el espectador siempre está un paso delante de la trama. Poco sorprende y nada nuevo dice.

Esta sensación es subrayada por la presencia de Bill Murray, quien se ha convertido en la última década en un actor de culto, eso a pesar de que casi siempre en sus protagónicos tiene el mismo registro, esto es, el viejo antisocial y de gesto siempre desganado que carga en una mano un trago y en la otra un cigarrillo. Así lo estamos viendo desde que empezó sus colaboraciones con Wes Anderson (Rushmore, Viaje acuático, Los excéntricos Tenembaum, Moonrise Kingdom), pasando por Perdidos en Tokio, hasta las Flores Rotas de Jarmush.

El francotirador, de Clint Eastwood

Dios, patria y familia

Oswaldo Osorio


Hay una dualidad constante en el cine de Clint Eastwood, por una parte, la frecuente presencia y casi apología de la violencia, el uso de la fuerza y un subido patriotismo de derechas; pero por otra, una inclinación por historias donde prevalece el humanismo y con personajes que, aun en medio de la violencia, tratan de tomar partido por la libertad y la justicia, incluso por la ternura.

En El francotirador (American Sniper, 2014) está presente esta dualidad. La historia de Chris Kyle, sus misiones en Irak, la leyenda que se creó en torno suyo y las repercusiones que tuvo la guerra en su vida, son relatadas por Eastwood en este filme, además con ese pulso firme y lucidez que lo han convertido en el último gran maestro del cine clásico de los Estados Unidos.

Por momentos parecía que iba a ser una de esas tantas películas sobre la ocupación del ejército estadounidense a países del Oriente Medio, de esos himnos a la guerra y al imperialismo que ha hecho, por ejemplo, Kathryn Bigelow (Zona de miedo, La noche más oscura), concebidos sin ninguna duda ética ni ambigüedad ideológica en sus personajes o en el punto de vista del relato frente a la ocupación o a la guerra misma.

Algo de eso hay en esta película, porque la mitad de ella se concentra en el thriller bélico, planteado incluso de una manera esquemática: reducir la guerra a la confrontación entre tres hombres. De un lado, un valiente soldado y bienintencionado patriota y padre de familia; y del otro, un “carnicero” que lidera la resistencia y su letal francotirador (tampoco es el primer, ni el mejor, duelo de francotiradores que vemos en el cine). En esta parte el director aplica del manual las formas más básicas -y eficaces- del drama bélico y del cine de acción.

Sin embargo, el contrapunto a esta parte, hecha sobre la plantilla del cine bélico comercial de Hollywood, está en la mirada más de cerca que plantea el relato acerca del personaje, sobre todo cuando no está en el frente, y especialmente cuando departe con su familia. De forma sutil, pero angustiante y conmovedora, se dibuja el contraste que hay entre ese héroe de guerra con el hombre que luego se ve en casa, quien ha heredado una permanente tensión y que parece haber perdido su tanto capacidad para vivir en familia como para disfrutar del estilo de vida por el que se supone ha combatido todos esos años.

Y no solo es el retrato de otro soldado con traumas de guerra, porque Clint Eastwood (apoyado en la interpretación de Bradley Cooper) es capaz de darle la vulnerabilidad y humanidad que contrasta al compungido hombre vestido de civil con ese guerrero protector que se puede ver en Irak. Es la misma persona pero con una actitud casi opuesta en un lugar y en otro. Le cambia el gesto, la voz, la expresión corporal y hasta la seguridad en sí mismo y en lo que cree.

Es entonces cuando se evidencia que no es otra película bélica ni una apología a la guerra o a la violencia, pues el relato pone de manifiesto en este filme esos dos aspectos que más atrás este texto le reclamaba a otros de su tipo: En primera instancia, se puede ver cómo duda el personaje frente a esa cruenta realidad y su sentido (aunque nunca lo dice explícitamente), y en segundo lugar, se aprecia la forma en que el punto de vista de la película es un claro cuestionamiento a la guerra y a esa forma de patriotismo.

Disconnect, de Andrew Stern

Peligrosas conexiones

Un relato compuesto por tres historias que apenas se tocan en su argumento, pero que componen una trama orgánica por el tema en común que comparten. Este tema tiene que ver con algunas de las nuevas prácticas sociales en la era de la conexión a la red y sus consecuencias. Un adolescente a quien le hacen matoneo vía Facebook, una periodista que investiga el mundo de las páginas eróticas y una pareja que pierde su dinero cuando son hackeadas sus cuentas. Es un intenso thriller con tres caras, pero también un estudio de personajes y la cruda radiografía y cuestionamiento a una sociedad cuyas relaciones y funcionamiento nunca volverán a ser lo mismo después de que internet se convirtió en el principal motor por medio del cual funcionan. USA – 2012.

La teoría del todo, de James Marsh

Aplicando el esquema

Íñigo Montoya


El esperado biopic sobre el célebre científico Stephen Hawking resultó ser ni más ni menos que eso, un biopic. Es decir, como casi todas las biografías cinematográficas, esta se ciñó a las reglas del género: elegir dos fulgurantes momentos de la vida del biografiado en cuestión para empezar y terminar, mezclar en un rítmico equilibrio la vida personal con la profesional, en lo posible no ser controversial y poner en escena los aspectos más llamativos (aunque no sean los que mejor la definan) de esa vida que están contando.

Con esto no necesariamente estoy denostando esta película, pues para eso son los esquemas, para aplicarlos de la mejor forma posible, y en esta ocasión así se hizo. Es una cinta bien contada, informativa o emotiva cuando lo tiene que ser. Es una buena película para las grandes audiencias que quieren ver cine con “contenido” pero tampoco pensar demasiado.

Es como una buena película de televisión para domingo por la tarde, que se hizo con lo que había: los esquemas de un género y un personaje que se prestaba para contar una agradable fábula sobre un hombre sobresaliente con una historia de superación.

La película pudo hacer algo más intenso y complejo si le ponía un mayor énfasis a otros aspectos, por ejemplo: a los dos triángulos amorosos que apenas si fueron tímidamente insinuados, pero en últimas optó por no contrariar a ninguno de sus protagonistas, que aún viven, y crear un relato de esos que tanto les gusta a los que otorgan los premios Oscar.

Dos días y una noche, de Jean-Pierre y Luc Dardenne

Por la solidaridad

Oswaldo Osorio


Una mujer con problemas emocionales, en el contexto de una Europa en crisis, es el punto de partida de los hermanos Dardene para crear otra de sus reveladoras historias, de sólidos personajes y con ese realismo cargado de gran elocuencia que los caracteriza. Se trata de un duro drama en el que se pone a prueba las capacidades de una actriz (Marion Cotillard), la solidaridad de la gente y la vigencia de dos de los cineastas más importantes de las últimas décadas.

Nacidos en Bélgica pero con buena parte de su obra realizada en Francia, los Dardenne llevan tres décadas dando lecciones de lo que es el realismo en el cine, un realismo eficaz narrativamente, con economía de recursos, de gran fuerza en la construcción de personajes y complejo a la hora de explorar las honduras de las emociones, así como los contextos sociales y culturales. Todo esto se puede constatar en películas como Rosetta (1999), El hijo (2002), El niño de la bicicleta (2011) y en general en toda su filmografía, compuesta por tan solo diez títulos (además de tres documentales).

Dos días y una noche se refiere al fin de semana que tiene de plazo una mujer, quien es madre de dos hijos, para visitar a sus dieciséis colegas y convencerlos de que voten para que ella conserve su trabajo en lugar de recibir una prima de mil euros. Es una situación extrema y un poco rebuscada, hay que decirlo, pero esto se pasa por alto cuando luego se entiende que es solo una excusa para hacer un minucioso estudio de personajes y reflexionar sobre la ética, la solidaridad y la situación social y económica de Francia.

Apenas saliendo de un estado depresivo, esta mujer, con el apoyo de su marido, tiene que afrontar esta dura tarea de la que depende el sostenimiento de su familia. Su delicada situación emocional hace que su estado de ánimo fluctúe ante tan dura y, por momentos, vergonzosa empresa. Toda la fuerza dramática del relato recae sobre este personaje y la convincente interpretación de la Cotillard, mientras que ese fluctuante estado dicta los distintos ritmos narrativos y emocionales por los que atraviesa la película.

Así mismo, cada visita a un colega funge como un giro diferente en lo que parecía un argumento condenado a ser monótono. Aunque en principio solo hay dos opciones, apoyarla a ella o elegir el bono, vemos luego cómo se abre todo un universo de posibilidades y sentimientos de acuerdo con la posición de cada uno de ellos: culpa, agresión, compasión, recriminación, compromiso social, egoísmo, fraternidad, impotencia, en fin, toda una serie de matices que le permite a los Dardenne trascender lo que parecía una trama simple hacia un complejo retrato y reflexión de la condición humana y una situación social específica.

Es una fortuna que aún lleguen a nuestra cartelera las películas de esta dupla de cineastas, porque representan lo mejor del cine mundial y siempre contienen dos de las principales virtudes del cine: el realismo y el humanismo.