La mujer invisible
Oswaldo Osorio
Cuando se dice que el cine puede ser una ventana al mundo, esa expresión no se refiere tanto al aspecto turístico (lo cual hace muy bien ahora la televisión), sino que se refiere a unas esferas más cercanas que el paisaje o exóticas costumbres. El buen cine, en su compromiso con la verdad, la realidad y el humanismo, nos puede revelar lo más íntimo y profundo de una sociedad, para lo cual solo puede necesitar unos cuantos personajes y una habitación, como sucede en esta película.
Este filme israelí, que es escrito, codirigido y protagonizado por Ronit Elkabetz, cuenta una historia tan simple que uno en principio no entiende qué importancia puede tener eso: una mujer pide el divorcio y su esposo se lo niega. El juicio para dirimir esta situación tarda dos horas en la pantalla y varios años en la historia. Todo esto sin salir del estrado judicial.
Entonces el relato somete al espectador a un reiterativo y desesperante proceso que inicialmente parece muy estéril, pero a medida que avanza la kafkiana situación, atollada en lo que parece solo un tecnicismo jurídico y burocracia procedimental, se empieza a develar la intricada construcción de la sociedad israelí y la religión por la que se rige.
Cuando queda claro que una mujer no puede divorciarse sin el consentimiento del esposo, porque es una ley judía (en un país donde no hay matrimonio civil), es cuando se empieza a dimensionar los alcances de esta sociedad patriarcal y la condición de la mujer, arrinconada por los preceptos religiosos y su desventaja en cuanto a derechos civiles y morales frente al hombre.
Los testigos que van desfilando por el estrado amplían la información sobre las sutiles y complejas relaciones y condicionamientos de esta sociedad: La impuesta sumisión de la mujer ante el hombre, las férreas reglas morales, la gran inferencia de la religión en la vida civil y cotidiana, el deseo de imponer la tradición judía representada en la conservación de la familia aún a costa de la infelicidad individual, y la complicidad de los jueces (que son rabinos) en desatender esas voces que suplican ser liberadas de ese sometimiento.
Viviane es una mujer invisible, tanto ante su esposo en el plano cotidiano y afectivo (razón por la que se quiere divorciar), como ante las leyes del judaísmo, impuestas por hombres y aplicadas por hombres. Aún así la película no es del todo pesimista o desesperanzadora (como tantas que se han visto desde la perspectiva islámica, por ejemplo), pues de ella se destaca la voluntad y determinación de esta mujer, tan inamovible como la ley que combate.
La fuerza e integridad de Viviane Amsalem, firmemente comprometida por conseguir su libertad, es lo que sostiene la atención del espectador en un filme completamente árido argumental y visualmente, pero imponente en ese conflicto que va intensificándose, así como revelador por la ventana que nos abre a lo más íntimo y complejo de esa sociedad en particular.
La locura cruza el oeste
Oswaldo Osorio
Si bien esta película es un western con todas sus condiciones, dadas por el tiempo y espacio donde se desarrolla su historia, así como por unas circunstancias sociales y visuales definidas por ese tiempo y espacio, también es cierto que propone unos personajes y conflictos que no son usuales en el género, lo cual la convierte en una película original, sugerente y reflexiva.
De manera que la hostilidad y adversidades propias del paisaje y la época son lo que dispara el conflicto de fondo y se sostiene como determinante de la trama, pero es el conflicto íntimo de los personajes y sus relaciones lo que marca la diferencia en esta historia, en la cual, luego de que tres mujeres enloquecen, una pareja se embarca en una larga travesía para llevarlas a su lugar de origen donde podrán ser mejor atendidas.
En un tortuoso y peligroso viaje de varias semanas, una mujer valiente y determinada, junto a un viejo que rescató de la muerte, lidian con el cuidado de las tres mujeres enfermas y tratan de darle sentido a sus vidas en un mundo que parece que no tiene nada para ofrecerles. Aunque sus caminos se cruzaron, viajan emocionalmente en direcciones opuestas: mientras ella quisiera establecerse en un lugar y formar una familia, él es un hombre errabundo sin apego alguno por nada en la vida. Este contraste es lo que enriquece su relación y carga de matices a cada uno de los personajes.
Deuda de honor (The Homesman, 2014) está dirigida por el actor Tommy Lee Jones, quien ya había recurrido al western con Los tres entierros de Melquiades Estrada (2005) para contar una historia de un largo viaje, pero el viaje solo es un recurso argumental que está en función de reflexionar sobre asuntos como la dura vida en el oeste norteamericano, el honor, la muerte y la determinación ante una empresa o cometido. Sin embargo, ambas películas también acusan un mismo problema en su relato, el cual a la larga termina por parecer excedido en duración y en los distintos amagues que hace para finalizar.
Pero lo que importa en este filme es lo que le ocurre a la pareja protagónica y las decisiones que toman. Lo que empieza siendo una valerosa misión llevada a cabo por el sentido humanitario de una decidida mujer, termina por ser el compromiso adquirido por un hombre en nombre de lo que es bueno y decente, de lo que es hacer lo correcto, sin que esto necesariamente implique unas virtudes morales en su comportamiento final.
Con un par de conmovedoras sorpresas que aguardan al espectador hacia el final, la película logra un serio estudio de personajes y sus circunstancias. Es una historia que nunca es lo que parece y de la que se puede reflexionar acerca de la condición humana, sin importar lo distante que se encuentre de nuestro aquí y nuestro ahora.
Una mujer es una mujer
Oswaldo Osorio
Esta película se desarrolla en el cruce de dos marginalidades, la de la precariedad económica y la de ser mujer, especialmente marcada por ese contexto de carencias materiales. Paradójicamente, es protagonizada por un hombre, pero es un personaje que funciona más como hilo conductor, casi como una excusa, para poder observar de cerca a varias mujeres y sus adversas condiciones en medio de un mundo violento e indolente, con ellas y con todo.
La niña que es ama de casa y víctima de la violencia doméstica, la mujer dedicada a su esposo y olvidada por su hijo, la madre errabunda que recorre el barrio con la foto de ese muchacho que seguro no volverá a ver, y la mujer solitaria y cuyo único pretendiente es el último hombre con quien cualquiera quisiera estar. Aunque de fondo hay más, es en estas cuatro mujeres que el relato pone su énfasis y lo hace con una mirada tanto comprensiva como condolida.
De hecho, se trata de una historia bastante triste, incluso deprimente, donde los personajes no tienen casi ninguna oportunidad. Pero no por eso es una visión o un tratamiento miserabilista de estos personajes y su realidad. Tal vez esa sea la principal virtud de esta película, que es capaz de hablar de tales carencias y desventuras de una forma honesta y sensible, sin concesiones al sentimentalismo o a la conmiseración.
Probablemente lo que menos funciona es la historia en sí, es decir, la anécdota que articula todo el relato, en la que un viejo deambula con el cadáver de su esposa en procura de darle sepultura. Y es que si bien a partir de dicha anécdota es posible hacer ese mapa de la marginalidad de aquel barrio, de la violencia que hace parte de su cotidianidad y su paisaje, y de aquellas mujeres arrinconadas por ese entorno, muchas veces lo asalta a uno la extrañeza por el rumbo de esa historia y sus situaciones. Es cierto que todo es explicado en su momento, pero para el realismo y la cotidianidad que impera en la propuesta, esa anécdota resulta, si bien no inverosímil, al menos un poco insólita y extrema.
De gran riqueza expresiva y complemento estético para el universo propuesto y los temas tratados es su planteamiento visual. Una cuidada fotografía en blanco y negro acompaña, comenta y comprende aquella áspera realidad, mientras los guiños de color que eventualmente la salpican la ungen de cierto tono poético. Aunque también es cierto que, en algunos pasajes, tanta belleza visual parece contradictoria con tanta fealdad humana. Tal vez sea porque se trata de una película de contrastes, donde el más importante es ese que constata que los peores momentos y las más adversas circunstancias también sirven para sacar lo mejor de las personas.
La realidad con voz universal
Oswaldo Osorio
La relación del cine con la realidad es un asunto de distancias y miradas. Hay unas películas que se alejan mucho y otras que se acercan lo justo, con todas las posibilidades que pueda haber en medio; en cuanto a las miradas, pueden ser diversas: miradas foráneas, comprensivas, compasivas, recriminadoras o voyeristas, entre tantas otras.
El cine de Franco Lolli se define por esa distancia y esa mirada. Tanto esta película como sus dos cortometrajes previos, Como todo mundo (2007) y Rodri (2012), tienen la cercanía de quien hace parte de esa realidad, así como la mirada, no solo de alguien que la comprende, sino de aquel que es capaz de recrearla, con sus detalles y matices emocionales, para revelarle un mundo entero y palpable al espectador a través de sus situaciones y personajes.
Ese mundo es el de las relaciones familiares y la cotidianidad de la clase media alta bogotana. Parece una realidad muy cerrada, pero es un medio ambiente suficiente para hablar de la naturaleza humana, las relaciones interpersonales y la visión del mundo de unos individuos y un grupo social, todo lo cual, en últimas, es de lo que siempre habla el cine más significativo.
En Gente de bien (2015), aunque se trata de la relación entre un niño pobre y su padre con una mujer de clase alta y su familia, el entorno en que se desarrolla buena parte del relato es el de la mujer. Por eso el tema que aparece en primer plano es el de las diferencias sociales y el descontento del niño por su situación económica, que es potenciado por el contraste al que es sometido mediante su interacción con aquellas personas. En este sentido el relato consigue introducir una tensión constante, una amenaza inminente de ese choque de clases, un miedo a que en cualquier momento se romperá esa artificial convivencia e, inevitablemente, la parte más débil (más pobre) llevará las de perder.
Pero si bien parece solo estar de fondo, el tema de la relación padre e hijo tiene un peso igual o más significativo en el relato. Entonces se puede decir que hay un conflicto externo, que es el de las diferencias de clase, el cual se manifiesta en esos roces y contrastes entre los personajes y su condición social; pero hay también un conflicto interno, que está en el traumático acople que tiene que hacer este niño para vivir y congeniar con su padre, para superar el descontento de su precariedad económica y esa suerte de traición al haberlo “entregado” supuestamente para su bienestar.
Aunque estos dos temas y conflictos bien pudieron ser otros cualesquiera, como la relación madre e hijo del primer corto o la impasibilidad de un hombre que es mantenido por su familia en el segundo; porque lo importante aquí es esa posición privilegiada en que este lúcido director pone al espectador, a quien ubica, más que enfrente, al interior de esa realidad compleja y rica en sus matices, y junto a esos personajes con sus emociones más hondas y representadas con entera verosimilitud.
Es una historia y un estilo de pura vocación realista, pero un realismo distinto al que estamos acostumbrados a ver, porque es como si fuera hecho sin esfuerzo, sin subrayar con acciones fuertes o personajes extremos, cercano a la verdad, a una verdad de unas cuantas personas y de un pequeño sector de la sociedad, pero una verdad pronunciada con una voz universal.
Más que la realidad, busco la verdad
Oswaldo Osorio
Luego de dos reveladores y sólidos cortometrajes que recorrieron exitosamente numerosos festivales, la ópera prima de este joven director se presenta como la constatación de que estamos ente un cineasta prometedor, con una obra honesta e inteligente en sus búsquedas por hacer un cine muy personal.
¿Cómo fue esa formación en la escuela de cine en Francia y qué diferencia hay con la que se imparte aquí en las facultades y escuelas de audiovisuales?
Son dos mundos, visiones y posibilidades completamente diferentes. Solo en términos de materiales tenemos es todo lo que uno necesita y, sobre todo, somos seis estudiantes por sección, seis directores, seis guionistas, seis editores, etc. Se entra por concurso, entonces toda la gente que entra ya está muy avanzada, no hay que partir de cero. Por otra parte, los profesores son solo gente que trabaja en el cine de verdad, entonces por ejemplo mi tutor de mi trabajo de grado es Abdellatif Kechiche, que ganó la Palma de oro con La vida de Adel (2013). El que me enseñó a mí a dirigir actores es Philippe Garrel. Es la posibilidad de estar al frente de la gente que de verdad hace cine y eso en Colombia no existe.
¿Se podría decir que la marca de su cine tiene que ver con una suerte de realismo y de naturalismo cotidiano, ese tipo de cine que está funcionando tanto ahora en festivales, en el cine de autor europeo y del Cono Sur? ¿Esa concepción de cine viene de su formación o de algún otro tipo de influencia?
Es difícil distinguir una cosa de la otra, por que como yo viví en Francia, eso de alguna forma lo influencia a uno, pero uno no sabe cómo, no es que por estar allá termine haciendo un tipo de cine, pero mal que bien yo todos los días hablo con franceses, voy a las salas francesas, leo la crítica francesa, para bien o para mal eso termina influenciándolo a uno. Pero desde siempre quise hacer un cine cercano a la realidad, yo no sé cómo cercano, pero, por ejemplo, Scórcese para mí es un cineasta cercano a la realidad, sin ser un cineasta tan realista como Víctor Gaviria; pero Víctor Gaviria no es tan cercano a la realidad tampoco, pues sus actores son reales, pero en el fondo son fábulas, hay algo que va ser fantasía un poco y de pronto viene la poesía. Uno es el producto de lo que ha visto, de lo que ha vivido, de lo que ha sentido, lo que yo sí siento es que mi cine viene de lo que yo he vivido íntimamente y cada vez las películas son menos autobiográficas directamente y cada vez son más personales.
Jorge Rufinelli alguna vez tratando de generalizar el cine latinoamericano decía que la mayoría de historias de este cine tenían que ver con la búsqueda del padre, esa idea está muy presente en su película.
Eso viene del hecho de que yo no conocí a mi papá, él murió antes de que yo naciera y creo que el tema me lo esquivé en los dos cortos anteriores hablando solo de la madre. Como todo el mundo (2007) y Rodri (2013) son sobre mi mamá, pero en Gente de bien (2015) y en todo lo que yo estaba escribiendo desde hace años en Francia hablo de una figura paterna, de un reencuentro entre un niño y un papá. Realmente viene de un inconsciente, de una sensación de infancia, yo no escogí el tema, yo le fui dando forma, y creo que en Como todo el mundo me esquivé esa pregunta porque era un corto, porque no cabía, porque no era el problema y porque lo que yo mejor conocía era la relación hijo madre e hijo. Pero ya no podía contar esa misma cosa, tenía que contarla desde otro punto de vista. Aunque, finalmente, el personaje de Alejandra Borrero en Gente de bien más o menos es el mismo que interpreta mi propia mamá en Rodri y es el mismo de Marcela Valencia en Como todo el mundo. Son personajes inspirados en mi mamá, absolutamente, y el personaje de mi papá está inspirado no sé muy bien en qué, en figuras paternas, en imágenes… el niño soy yo, obviamente.
Sin ánimo de sicoanalizar, pero teniendo en cuenta esa presencia tan fuerte de lo autobiográfico, ¿La idea es tratar de buscar con sus películas unas respuestas o de mostrarle al público esas vivencias?
Ahora me doy cuenta de que miento mucho ante los medios que no son especializados en cine y siempre hablo del público, a mí no me importa el público, o no es que no me importe, pues yo quiero que la gente vea la película, quiero que la gente se identifique, pero el único público que me importa soy yo mismo, yo hago las películas para mí, lo que me daría mucha tristeza es que no haya otra gente que le guste el mismo cine que a mí. Pero entonces yo cuando hago cine lo hago pensando en mí y en que me guste a mí. Es más bien un proceso catártico, casi psicoanalítico. Justamente en Gente de bien empecé un sicoanálisis durante el casting, lo paré durante el rodaje, no lo termine, pero porque sin hacer ese sicoanálisis no terminaba el rodaje, era realmente un proceso puramente terapéutico para lograr rodar la película. Era también una película para salir de ese problema del padre, que no me iba a dejar hacer dos películas, entonces lo afronté como pude, con mucha dificultad, con mucho sufrimiento, espero que la próxima no hable de eso, o seguramente lo hablará de otra forma.
Diablos blancos
Oswaldo Osorio
No comparto el entusiasmo desmesurado que ha despertado esta película. Entiendo que el material con se ha construido y los temas que aborda son imponentes desde lo visual y lo espacial, así como significativos en tanto sus contenidos y relevancia ecológica, etnográfica y humanista. No obstante, la percibo como una película con una planificada agenda ideológica, un relato que se conduce por unos causes sin sorpresas, así como una historia, temas y personajes que reconozco de muchos otros filmes y textos. Tal vez esto último no debería ser un reclamo, de no ser por las expectativas creadas por la fuerte campaña que se le hizo como reveladora de un Amazonas inédito o como la primera película contada desde el punto de vista de los indígenas.
La pericia cinematográfica e inteligencia para abordar sus temas que caracteriza al director de La sombra y del caminante (2005) y Los viajes del viento (2009) están también presentes en esta película. Se trata de un relato basado en los diarios de los primeros exploradores que recorrieron la Amazonía colombiana, el alemán Theodor Koch-Grunberg y el estadounidense Richard Evan Schultes, a quienes esta historia les pone una cita con un chamán en dos momentos distintos de su vida.
Este es el primer gran -y recurrente- tema propuesto por el filme: el encuentro entre dos mundos, con todo lo que ello significa, desde el choque de culturas y mentalidades, pasando por la denuncia de los males causados por los unos a los otros, hasta la posibilidad de empatías y aprendizajes mutuos. Es un choque en el que se le da más la voz a los indígenas que a los “diablos blancos”, al menos en el sentido de definir lo que son y culpar a su contraparte. Para conseguir esto, se opta por argumentar con incesantes diálogos cargados de acusadores discursos. Es un relato que pocas veces guarda silencio, con lo que esto implica en términos cinematográficos y en detrimento de ese gran escenario en que se desarrolla.
Narrativamente se trata de una suerte de road movie (ajustada a la selva) en la que un hombre hace un recorrido, casi idéntico, dos veces en su vida, en similares circunstancias y en busca de la misma planta sagrada. La narración se nutre del contrapunto y los paralelismos entre un viaje y otro, entre un tiempo y otro, lo cual unas veces resulta revelador pero otras tantas redundante.
Y si bien dentro de este esquema el argumento prácticamente se reduce al viaje y a la expectativa de encontrar la planta, el peso del relato está en los personajes y la relación que establecen entre sí, condicionados por la búsqueda de conocimiento y por ese universo lleno de sabiduría y misticismo que es la selva. Esta relación se confronta, tambalea y por momentos entra en armonía, pero en definitiva es a través de ella que la película despliega sus ideas sobre las visiones del mundo, la subjetividad del conocimiento y la devastación del Amazonas y las culturas indígenas.
Es una película pretenciosa, en el buen sentido del término, empezando porque logra casi todo lo que pretende, tanto en su propósito de trasmitir con sus imágenes ese avasallador paisaje, como por la sistemática denuncia con la que insiste durante todo el metraje y sus reflexiones sobre la espiritualidad y el conocimiento.
Es una película que, me he dado cuenta, está funcionando muy bien con los espectadores más jóvenes, quienes “aprenden mucho de ella” y se les presenta como “mágica” (las comillas es porque cito afirmaciones de algunos de esos jóvenes a los que considero inteligentes y con criterio). Sin embargo, para este crítico de cine, que tal vez está empezando a envejecer y que ha visto demasiadas películas, no le dijo nada nuevo ni diferente. Más bien me quedo con el Amazonas de La tierra de los hombres rojos (Marco Bechis, 2008), más actual y combativa; o con la de Kapax del Amazonas (Miguel Ángel Rincón, 1982), tan divertida por su ingenuidad y tan elocuente por lo no dicho y por su abuso de arquetipos; o con la selva de Werner Herzog, más visceral y menos didáctica.
Señores
COMUNIDAD DE CINÉFILOS Y CINEASTAS DEL PAÍS:
Desde hace cinco años la Corporación Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia se ha polarizado en dos grupos (corporados de Santa Fe y corporados de Medellín), en torno a la existencia o no del Festival de Cine Colombiano de Medellín, que realizamos siempre la última semana del mes de agosto, y que arribaría este año 2015 a la versión Décimo Tercera. A un pedido de la Alcaldía de Medellín, a través del Subsecretario de Cultura Ciudadana, para presentar el proyecto de este año, la gerente, que hace parte del grupo de Santa Fe, contestó, sin consultarle al director ni al grupo de coordinadores, que en el 2015 la Corporación no haría el Festival de Cine Colombiano.
En torno a esta discusión se han ido acumulando prejuicios, equívocos y roces de lado y lado, pero sobre todo se ha impuesto la idea, de parte de algunos corporados de Santa Fe, de que la solución a todos los problemas de la Corporación saldrá de los Administradores de Empresa, un grupo que con su “pensamiento de administradores” ha querido meter en cintura racional al “espíritu del Festival”, haciendo predominar sus decisiones por encima de las decisiones del director y del grupo de coordinadores.
La confrontación entre los dos grupos llegó este año a un punto de no retorno, por lo que los creadores del “espíritu del Festival”, quienes somos Orlando Mora, Adriana Mora, César Alzate Vargas, Oswaldo Osorio y Víctor Gaviria, hacemos pública a la Comunidad Cultural del país, que ama y admira nuestros Festivales, y hace votos para que su existencia se proyecte en el futuro, nuestra renuncia irrevocable a la Corporación Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia, y anunciamos la intención de constituir una nueva corporación de cine, CORPORACIÓN DE CINE DE ANTIOQUIA. Esta corporación, liderada por nosotros y por un grupo amplio de amigos que nos han acompañado creativamente durante estos años de entusiasmo, comenzará a gestionar la realización de un festival en la ciudad y otro en la región de carácter itinerante, dispuesto a extender el “espíritu del cine” por todos los municipios de Antioquia, en un período de postconflicto en que las imágenes del cine ayudarán, en su medida, a transformar esta guerra social en palabras claras de justicia y entendimiento. Nuestro compromiso será, como siempre lo hicimos en estos quince años anteriores, llevar a estos festivales a los realizadores de cine más importantes de Colombia y del mundo.
Atentamente,
ORLANDO MORA
ADRIANA MORA
CÉSAR ALZATE VARGAS
OSWALDO OSORIO
VÍCTOR GAVIRIA
La guerra cítrica
Oswaldo Osorio
Toda película sobre la guerra es pacifista. Claro, esta sentencia excluye el cine de consumo, que tiende a ser guerrerista y apologético. Pero el cine que pretende ser reflexivo y de base humanista, no puede hacer otra cosa que alegar contra la crueldad y lo absurdo de la guerra. Así lo hace este filme producido entre Estonia y Georgia, el cual se desarrolla en la guerra de Abjazia (1992) y que confronta el sinsentido bélico con la ética irrefutable de un viejo que se halla en medio de ese conflicto.
Se trata de un argumento que ya se ha visto en películas como En tierra de nadie (1995) o Kukushka (2002), en el que dos enemigos, un checheno y un georgiano en este caso, terminan compartiendo el mismo espacio, por lo que la tensión constante y agresiones solo son contenidas por una circunstancia mayor a su odio: Sus heridas y el agradecimiento a un viejo estonio que les salvó la vida, mantienen la fragilidad de un ambiente que amenaza con explotar en cualquier momento.
La cosecha de mandarinas que el viejo y su amigo quieren recoger es la forma en que la historia da cuenta de una cotidianidad perdida y de ese bucólico paraíso que la guerra les arrebató. Por alguna razón que la película no explica (y que tiene que ver con una singular conexión cultural entre estonios y georgianos a pesar de no compartir fronteras), un pueblo de estonios termina en medio de aquella guerra y, aunque muchos se van, otros pretenden continuar con su vida, tomando el té y recogiendo mandarinas.
Pero la esencia de la historia está concentrada prácticamente en una habitación y en tres personajes, los dos enemigos y el viejo. Luego de este planteamiento, que aparece muy pronto en el relato, la verdad es que el asunto se hace bastante predecible, no solo porque es fácil leer los componentes de la situación y la dirección que tomará, sino también porque ya se conocen otras películas así, como las mencionadas antes.
Pero lo predecible solo le quita un poco de la emoción y la tensión que se produce por el roce y el conflicto entre los personajes, porque en esencia se trata de un relato bien construido, con una puesta en escena que hace de la sencillez una virtud, pero sobre todo, una historia de una gran contundencia en sus planteamientos éticos de cara a las arbitrariedades de la guerra y a su poder para trastocar la moral aun de los hombres más nobles y sensibles.
Una condición mínima para un buen relato, para una historia que quiere decir algo significativo sobre la vida o la naturaleza humana, es la transformación de sus personajes, pero una transformación que revele una verdad o el conocimiento al que acceden debido a las circunstancias. Este elemento es el más llamativo al final de la película, el más elocuente en su propósito y por lo que vale la pena ver esta película.