La isla mínima, de Alberto Rodríguez

Lo que hay detrás del suspenso

Oswaldo Osorio


Un thriller es una máquina de suspenso. También de otros recursos como intriga, sorpresas, manipulación de la información, etc. Los buenos thrillers hablan de asuntos serios de la condición humana, su moral y su contexto. La mayoría de películas de este tipo se concentran en lo primero y descuidan o no tienen en cuenta lo segundo. Sin embargo, en este filme ocurre todo lo contrario.

Se trata de una pareja de policías que llegan desde Madrid a un remoto pueblo a investigar el asesinato de dos jóvenes, y se encuentran con que “nadie habla y todos ocultan algo”, como reza el eslogan del poster, lo cual en realidad no es nada nuevo en este tipo de cine. De hecho, es una situación harto recurrida en tramas con estas características. Por eso la novedad aquí no va por vía de la historia o de los componentes del thriller sino de su contexto.

La película preferida de los Premios Goya 2015 ha cautivado tanto al público como a la crítica. Es fácil de entender por qué a la segunda, pero no por qué al primero. Y es que no parece un thriller del que el gran público pudiera sentir una especial atracción, pues no hay una trama novedosa o muy intrincada, ni mayores sorpresas, más bien poca acción y, al final, la resolución del misterio resulta muy desinflada, cuando no decepcionante, para tanta expectativa.

No obstante, su fuerza y atractivo viene de lo que está en el fondo. Empezando por la construcción de la pareja protagónica. Corre el año de 1980 y estos dos policías representan las orillas opuestas del periodo de la Transición española de la dictadura a la democracia. Es decir, el uno es todo lo que podía ser el franquismo: violento, lleno de oscuros secretos, de moral turbia y procedimientos arbitrarios; mientras el otro encarna el espíritu del nuevo régimen: guiado por la legalidad, más sensible ante el trato para con los demás y con una moral más ajustada a esa lógica democrática.

El contrapunto entre ellos y sus respectivas personalidades es lo más interesante y lleno de matices que propone el filme. Esto es complementado por la obligada compenetración y transformación de su relación a medida que trabajan juntos, lo cual ocurre en medio de aquel ambiente hostil para ellos y  donde solo pueden contar con su compañero.

Otro protagonista es el paisaje, complementado por la actitud y naturaleza de sus habitantes. Ese ambiente remoto y desolado se constituye en uno de los elementos que más contribuye a la permanente tensión de la película. Mientras que sus gentes, que “siempre ocultan algo”, pertenecen más al miedo y conservadurismo del viejo régimen que al presente.

El caso es que tenemos un filme en el que los personajes y su caracterización, así como el contexto social y político, resultan mucho más ricos y atractivos que una trama detectivesca en la que el espectador dormita en el tedio de no saber nunca lo que está pasando, teniendo que esperar hasta que, al final, le solucionen de forma insatisfactoria el misterio. Un thriller robusto en sus connotaciones, pero raquítico en su trama y en la originalidad con que usa los recursos del género.

Alias María, de José Luis Rugeles

La ley del monte

Oswaldo Osorio


En medio de las polarizadas opiniones que despierta el proceso de paz llevado a cabo entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC, es muy relevante entender el conflicto desde todos los puntos de vista posibles y con la mirada casi siempre lúcida del cine. Este filme aporta su visión desde un ángulo muy específico y revelador: la vida al interior de la guerrilla y el rol que desempeñan las mujeres y los menores de edad en su modus vivendi y su jerarquía.

María, su protagonista, tiene además ambas condiciones, pues se trata de una joven de trece años que ya parece tener una considerable experiencia en filas, por lo cual le es encomendada una misión, junto con otros dos guerrilleros y un niño más: trasladar al bebé del comandante a otra zona menos peligrosa, aunque cruzando territorios muy riesgosos para ellos.

Como toda película sobre la guerra, esta es un alegato contra ella. Pero aquí la crueldad del conflicto se potencia con esa doble condición de la protagonista, una mujer adolescente que la historia sugiere claramente que no está allí por su propia voluntad. ¿Qué niño dice que quiere ir a la guerra? Por eso el reclutamiento infantil parece ser el principal cuestionamiento de esta película frente al conflicto colombiano. Claro, eso hasta que conocemos mejor a María, la condición de la mujer al interior de las filas y a lo que se exponen si quedan en embarazo.

La paradoja de cuidar al hijo del comandante y tener que ocultar su embarazo porque ella no tiene los privilegios de la mujer de aquel, no solo habla de las desigualdades al interior de un movimiento que empezó siendo de línea socialista, sino que es la motivación de María para renegar de su condición y del estado de cosas al interior de la guerrilla.

Pero tal vez lo que más fuerza tiene en este personaje es esa aparente oposición entre su actitud siempre apocada y temerosa frente a su deseo libertario y todo lo que está dispuesta a hacer para conseguir librarse de aquella desventajosa situación. Esa oposición hace su apuesta por definir a una buena parte de los guerrilleros que se encuentran en filas, muchos de ellos reclutados desde niños y, por tal motivo, condicionados por el implacable sistema jerárquico y por la leyes de la guerra, pero al mismo tiempo, con el secreto deseo de tener otra vida, de haber tenido la oportunidad de elegir el tipo de existencia que hubieran querido.

El relato es un sofocante recorrido por la selva que sabe introducir al espectador, con los recursos del cine, en una atmósfera permanentemente amenazante y hostil. No solo por los enemigos que el grupo con el que anda María se encuentra en el camino, sino también por el inhóspito paisaje, el apabullante zumbido de la selva, las precarias condiciones para dormir y esa cámara siempre “encima” de María, registrando de cerca su sudor, su angustia y desesperación.

Aunque se trata de una historia con unas situaciones y giros que de por sí ya son envolventes, así como  significativos en términos de lo que el director quiere decir sobre y el tema, su mayor virtud está en la forma como construye a su protagonista y las relaciones que establece con los demás. Es por medio de este recurso que la película hace su mayor denuncia y establece la lógica de valores que rigen a estas personas atrapadas en el conflicto, unos valores que oscilan entre rangos extremos, desde la mayor crueldad y arbitrariedad, hasta los más honestos gestos de bondad y solidaridad.

¡Qué viva la música!, de Carlos Moreno

Rauda e irresponsable

Oswaldo Osorio


Una adaptación cinematográfica siempre se va a encontrar en desventaja frente a la obra original, más aún si se trata de una pieza de culto como ocurre con el texto de Andrés Caicedo y su figura misma, como uno de los escritores más queridos y mitificados del país. Es como si el filme de Carlos Moreno haya quedado debiendo desde el principio, por su atrevimiento, como si se tratara de una obra intocable.

Y  efectivamente puede que la película le quede debiendo al libro, pero de entrada, cuando sus realizadores hablan de inspiración y no adaptación, se están desprendiendo de una serie de obligaciones y responsabilidades que son casi siempre exigencia de quienes buscan que el cine calque a la literatura. Pero en este caso, la misma obra y su autor exigían libertad y hasta irresponsabilidad. Por eso la mejor forma de disfrutar esta película es estar más atento a la versión y la mirada que propone Moreno y olvidarse del libro de culto.

La película sigue siendo, por supuesto, el personaje de María del Carmen y su encuentro con la ciudad de Cali, con la música, la rumba y las experiencias vitales. El relato parece episódico y desestructurado, pero podría verse también esto como consecuencia del tipo de personaje y del tono que le quieren dar a la narración: rauda, delirante y ansiosa de comerse al mundo.

También es cierto que con esta propuesta se profundiza menos en la construcción de su protagonista, y que se puede antojar volátil y superficial, pero a la larga esa es la esencia de este personaje, siempre saltando de una cosa a otra, entregada a un hedonismo instantáneo, tan banal como lleno de intensidad. Su periplo por la ciudad y la rumba, y el encuentro con toda una serie de personajes en medio de ello, también conlleva a que el relato sea más sensorial y de estímulos visuales que reflexivo.

Lo reflexivo, con cierto facilismo -pero también cómo no aprovechar los fascinantes textos de la obra- va por cuenta de la permanente voz en off. Entonces el contrapunto entre el texto y las imágenes es la fuerza vital de esta propuesta. Es conocido el talento para concebir imágenes del director de Perro come perro y Todos tus muertos. Hay en su cine una gran capacidad para sacarle provecho a los recursos visuales del lenguaje del cine, creando atmósferas, imágenes llamativas y de impacto sensorial, poéticas y estimulantes.

Este arsenal visual, la descarga sonora por vía del protagonismo del rock y la salsa, así como el ímpetu del personaje y la fuerza de los textos, hacen de este filme una experiencia para aprovechar, no para hacerle reclamos por lo que pudo ser, por un referente de culto, incluso un poco idealizado, que, en últimas, es una obra distinta, que se debe experimentar de forma diferente. Al cine lo que es del cine, y esta película, mirada sin prejuicios, abandonados al espíritu de su protagonista, puede resultar una experiencia cargada de sensaciones e imágenes llamativas y provocadoras.

¡Qué viva la música!, de Carlos Moreno

Por: Perogrullo

¡Qué viva la música! Es pionera, descriptiva de una época de liberación de libido, escrita 17 años luego de que la mujer tuviera la opción de la anticoncepción. Las liberaciones y despertares son post represión, dolor de realismo.

En el caso de su autor describe genialmente el volver a la libido básica, sobrevivir con lo más elemental, en los placeres inmediatos, al momento, sin necesidad de conservar recuerdos o pensar en un futuro. Nos muestra una mujer sin miedos, ni prejuicios, no amoral porque busca su esencia femenina, de por sí un valor, en forma regresiva.

Rechaza a una modernidad y un sistema de valores que le son un tedio, o mejor un calvario, el vivirla con cada una de sus figuras de autoridad, empezando por sus padres burgueses, se acompaña de personajes todos desadaptados en una búsqueda no encontrada: un hermano regresivo buscando el nirvana del vientre materno flotando y sumergiéndose en una piscina, esquizofrénicos, personalidades antisociales, parricidas, resentimientos de siglos que se tornan xenófobos y agresivos.

Andrés Caicedo es pionero, junto con otros, como Stanley Kubrick con La naranja mecánica en 1971, Nagisa Oshima con El Imperio de los sentidos en 1976 y, tardíamente, Oliver Stone y Quentin Tarantino con Asesinos por naturaleza en 1994, quienes tratan el mismo tópico pero con protagonistas y visión masculina. Solo Andrés Caicedo nos muestra desnuda esta libido regresiva, desinhibida, salvaje y brutal a través del sentir femenino, únicamente cotejable con la naturaleza que así como da, lo devora todo.

En cuanto a la película, recoge con gran sensibilidad la visión de Andrés Caicedo de su heroína, la música hace los contrastes entre una burguesía adormilada, rockera, con unas negritudes, habitantes de barrios proletarios que se estremecen, viven, bailan y hasta poetizan, todo un movimiento musical en sus inicios: la salsa. Música, psicoactivos y sexo siempre irán de la mano, este sentir de las profundidades y poder de la libido anticipa una versión del fin no trágico de Andrés Caicedo, en práctica onanista bajo estrangulamiento que eterniza el orgasmo, un trayecto de fin de vida placentero e inesperado.

Gracias a Carlos Moreno y sus colaboradores por brindarnos tan magistralmente una obra con identidad propia, muestra que se coteja con las precedentes y desnuda el poder único de la libido a través del sentir de mujer.

Suave el aliento, de Augusto César Sandino

De amores cotidianos

Oswaldo Osorio


El aumento en la producción y la heterogeneidad ganada en los últimos años por el cine colombiano ha permitido que, cada vez con más frecuencia, sea posible ver historias intimistas y contadas en clave de un realismo que ya no está determinado por los acontecimientos o conflictos políticos y sociales. Esta película tiene esas características, asumiendo ese intimismo y realismo cotidiano con sencillez y tranquilidad, así como con un particular y atractivo sentido estético de sus imágenes.

Son tres historias relacionadas con el amor y el desamor. Podrían ser tres relatos distintos, pues el hecho de que sus protagonistas sean parientes entre sí no tiene relevancia alguna, en la medida en que cada historia se desarrolla sin depender de las otras. Pero además del tema, también las une el tratamiento visual: un blanco y negro sin mucho contraste, con pálidos asomos de algún color, que contribuye al apagado tono emocional del relato y al nublado estado de ánimo de los protagonistas. Igualmente, hay un cuidado tratamiento en los encuadres, con composiciones que buscan el equilibrio y belleza de la simetría, así como el juego con las líneas y superficies de la arquitectura y los espacios.

La quinceañera embarazada que lidia con el egoísmo de su novio, el apocado hombre que carga con el peso de sus fracasados matrimonios y el amor otoñal de una pareja a la que ya no le alcanza el tiempo para un último acto romántico, son las tres historias signadas por el amor y el desamor, por la inconformidad emocional producto de unas circunstancias adversas. Porque no es que no tengan amor, sino que las condiciones en que lo tienen opacan dicho sentimiento, trayendo como consecuencia una frustración existencial y afectiva que se refleja en el mencionado tono apagado del relato.

Ese tono es el que tal vez no funciona eficazmente todo el tiempo. Parece que, por momentos, el relato hace mucho esfuerzo en dar cuenta de esa muda melancolía y sombrío estado de ánimo de los tres personajes. Así mismo, la intensidad e interés que despiertan las tres historias es desigual, mientras la protagonizada por la adolescente tiende a perderse en el drama recurrente y tantas veces visto en el cine y la televisión; el del hombre resulta original y complejo, aunque el exceso de contención del actor que lo interpreta despierta poca empatía; y finalmente, la historia del par de viejos parece ser la más querida por el director y a la que más cuidado le puso, tanto en su concepción como en su elaboración, pues resulta bella, sutil y emotiva.

A pesar de esto, no parece la ópera prima de un director, porque en esta película hay sin duda una madurez visual y narrativa, así como unas búsquedas en trascender la mera anécdota y dar cuenta de unas emociones y estados de ánimo sutiles y complejos, independientemente de que se desprendan de situaciones cotidianas, de pedazos de vida y del amor, que es lo más común y lo más esquivo del mundo.

Güeros, de Alonso Ruizpalacios

Esquiroles de la vida

Oswaldo Osorio


Esta es una película con las contradicciones propias de una obra primera: es llena de frescura pero también pretenciosa, es ingenua y lúcida a la vez, muestra una decidida intención renovadora del lenguaje del cine y al tiempo repite muchos de los ya viejos tics del cine independiente reciente. A pesar de estas contradicciones, o tal vez gracias a ellas, se trata de un filme con fuerza y cierta originalidad, que habla de cosas esenciales y lo hace de forma entrañable.

Tomás es enviado a Ciudad de México con su hermano mayor, Sombra. Junto con Santos, compañero de universidad de Sombra, emprenden una cruzada por toda la ciudad en busca de un viejo rockero, Epigmenio Cruz, a quien escuchaba su padre muerto. Así que los tres personajes, signados por las acucias de la juventud, dentro del esquema de una road movie urbana y con esa misión emocional como motivación, revolotean por el día y la noche de la ciudad, topándose con una serie de personajes, situaciones y sentimientos que hablarán de ellos, de Ciudad de México, así como de ideologías, amores y miedos.

Por lo que se puede ver en esta descripción, hay de todo en esta película, una característica muy común de las óperas primas, que bien puede funcionar en esta obra para darle ese estimulante ritmo durante todo el metraje, pero que también la obliga a forzar una serie de situaciones, ya efectistas (el ladrillo en el parabrisas), innecesarias (el delirante soliloquio de un hombre ante Tomás) o forzadas para cumplir con la cuota de crítica a la inseguridad de la ciudad (el seudo secuestro por parte de un joven delincuente).

Pero en medio de todo esto que duda de sus excesos y poses, hay una fuerza vital y emocional que conecta de principio a fin. La búsqueda del viejo rockero por parte de estos jóvenes es solo una excusa para desarrollar otras búsquedas, de identidad, de afectos filiales y amorosos, de posición ideológica ante el mundo y del padre perdido. De fondo está esa histórica huelga universitaria en la UNAM, otro tema cuestionable en este filme, por su mirada superflua y esquemática. También en ese fondo está el campante racismo en la sociedad mexicana, pero que también se reduce al uso de los términos “güeros” y “nacos” y a una leve pataleta en una piscina.

Este texto inició con el propósito de hablar bien de una película que, en general, se disfruta viendo. Pero, ya siendo un poco más analíticos y racionales con ella, se empiezan a desnudar una serie de posturas  y artificios de los que el mismo director es consciente cuando en un par de escenas revela, no sin cierto cinismo, el elemental esquema de su guion y la taimada intencionalidad de su propuesta y estilo.

Aun así, el espléndido periplo de estos jóvenes resulta casi siempre entretenido, divertido y, sobre todo, emotivo. Un viaje al corazón de una ciudad y de un estado del espíritu, inquieto, desorientado y anhelante.

Siempreviva, de Klych López

Pobres y despojados

Oswaldo Osorio


Los grandes acontecimientos históricos narrados desde la gente del común siempre serán una veta dramática muy potente. La fusión del gran conflicto externo y los pequeños pero intensos conflictos internos, garantizan un relato con un doble interés. Eso es lo que ocurre en esta película, donde los habitantes de un inquilinato son testigos de primera mano de la toma del Palacio de justicia hace treinta años.

A pesar de la fuerza inicial de este planteamiento, hay otro elemento que se roba el protagonismo desde los primeros minutos: la propuesta de puesta en escena. Cada escena está dominada por la milimétrica y coreografiada planificación de un plano secuencia (toma sin cortes), y entre ellos se han ocultado también los empates, dando la sensación de una falsa continuidad temporal, muy bien lograda y con validez estilística, pero tal vez innecesaria dramática y narrativamente.

Junto con el plano secuencia, también se impone el único espacio donde se desarrollan todas las situaciones dramáticas, la zona común del inquilinato (solo muy eventualmente entran a alguna habitación). Entonces estos dos elementos de la puesta en escena determinan toda la dinámica del relato, dándole un acabado más como de teatro que de cine, lo cual cobra sentido si se tiene en cuenta que es una película basada en una célebre obra del dramaturgo Miguel Torres.

Si es cine o es teatro o una equilibrada combinación entre ambos, puede que solo sea una preocupación de los críticos de cine o de un público familiarizado con la leyes de la narrativa. Un espectador más atento se percatará por momentos de que el realismo del cine deja paso a los códigos dramatúrgicos del teatro, pero en últimas, en lo que se concentra la mayoría de espectadores es en cómo asumen los personajes los conflictos y qué emociones se ponen en juego, así como la conexión de esto con la toma del Palacio.

En este sentido, estamos ante un intenso drama que no da respiro y que claramente tiene dos componentes: de un lado, las situaciones del día a día, determinadas siempre por una sofocante precariedad económica, que a veces llega a unos extremos de hacerla tan forzada en beneficio del drama que por momentos cae en el “mercado de lágrimas”; y del otro, la desaparición durante la Toma de la hija de la dueña de la casa. En el primer caso, ese espacio único y la coreografía seguida con pericia por la cámara y el contrapunto dramático entre los seis personajes, mantiene un ritmo e intensidad muy bien logrados narrativa y dramáticamente, lástima que todos los problemas se reduzcan a la falta de dinero.

En el segundo componente, la Toma y desaparición de la hija, el relato adquiere una fuerza que ya se había perdido por la reiteración de las situaciones anteriores. Sin embargo, pronto solo queda la insistente alusión a la injusticia perpetrada en el histórico suceso y el lamento de la madre, dándole de nuevo paso al drama diario de la austeridad material, puesto en entredicho por dudosos y eventuales tonos de comedia, así como por los también momentáneos excesos propios del melodrama.

Cine y teatro, historia nacional y cotidianidad, son entonces las coordenadas en que se mueve este intenso relato, que es a la vez una denuncia y un estudio de personajes, preciso en su puesta en escena y muy estilizado, a veces a su pesar, pues deja muchas dudas sobre esas decisiones formales a priori que condicionaron el sentido final de la historia.

La sal de la tierra, de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado

…y también un animal atroz

Oswaldo Osorio


Cuando el cine reflexiona sobre la imagen misma, los resultados suelen ser fascinantes, incluso sublimes. Y no se trata solo de mirarse el ombligo, sino y sobre todo, de desentrañar el poder que tienen las imágenes para contar y entender el mundo, y de paso dar cuenta de sus mecanismos y procesos, así como de la mirada que hay detrás de ellas, la mirada de esas personas que hablan sobre personas, codificando sus palabras a través del lente de una cámara.

Wim Wenders, el ya legendario autor del (viejo) Nuevo Cine Alemán, ha desarrollado su extensa carrera haciendo casi tantos documentales como trabajos de ficción, y con la particularidad de que casi todos esos documentales han sido sobre artistas y su arte: cineastas, diseñadores de moda, coreógrafas y, sobre todo, músicos de todos los géneros: rock, soul, country, blues y son.

Con La sal de la tierra (The Salt of the Earth, 2014) completa su colección interesándose por un fotógrafo, el brasileño Sebastião Salgado, a quien se acerca apoyado por el propio hijo del fotógrafo como co-director del documental. Se trata del retrato de un retratista, que no solo lo es de rostros, sino también de la condición humana en sus situaciones más adversas: guerras, hambrunas, desplazamientos forzados y ominosos trabajos.

Conocido como un fotógrafo social, el mismo Sebastião Salgado cuenta su historia y contextualiza sus fotografías, las cuales son la materia prima del documental y están siempre de cara al espectador en su expresivo e irreductible blanco y negro. La imagen fija de la fotografía, que es al tiempo una limitación y la potencia del instante congelado, de alguna forma adquiere movimiento con las palabras del fotógrafo, quien además de ampliar ese instante en su contexto social, da cuenta de su concepción y lo que para él representó.

Es un documental, entonces, donde hablan unas fotografías y un artista, pero también apelan a una tendencia, muy actual en este tipo de cine, en la que la subjetividad y el relato en primera persona son igualmente formas de acercarse y explicar una realidad. En este caso se hace por partida doble, pues Wenders lo hace como un admirador de la obra de Salgado, mientras su hijo contribuye en la construcción del personaje desde la intimidad de la familia. De esta forma se obtiene una completa y compleja visión del hombre, el artista y su obra.

Todo esto ya parece suficiente información, contenido y expresión para un documental, pero la película guarda para el final un nuevo mundo, una nueva mirada y una nueva obra. La desazón y el malestar que causan las primeras fotografías, las que dan cuenta de que el hombre es, al mismo tiempo, la sal de la tierra y un animal atroz, luego tiene una sorprendente transformación, cuando este excepcional artista, apoyado siempre en su indispensable e intuitiva esposa, descubre el origen de todo.

Tanta agua, de Ana Guevara y Leticia Jorge

Crecer bajo la lluvia

Oswaldo Osorio


La pubertad puede ser una temporada de lluvia. Un periodo opaco y gris, sin señales de la alegría y entusiasmo que representa la luz del sol. Lucía, la protagonista de esta película, parece que se siente así por dentro, y por fuera que no escampa. En torno a este personaje, a su clima emocional y al atmosférico gira esta historia, un relato tan sencillo como entrañable, que mira la vida desde esta joven, a quien, a su pesar, aún le falta un poco para ser una mujer.

Lucía está de vacaciones en un balneario con su padre y su hermano. Pero la única agua que los moja es la de una irreductible lluvia que no cesa, y no la de la piscina a la tanto ansían entrar. El tedio se apodera un poco de ellos, pero eso sirve para desarrollar la relación entre la joven y su familia. El tosco padre mantiene una ambigua actitud de ternura y tiranía, lo cual lo convierte en un personaje convincente y con sustancia. La relación entre ellos se va construyendo con solidez y un acertado contrapunto entre las tensiones propias de una relación medida por la autoridad y el desenfado propiciado por el cariño y la complicidad.

El relato está planteado en ese tono de realismo cotidiano que tan habitual está siendo ya en el cine del Cono sur. Por la línea de otras películas uruguayas como Whisky (Pablo Stoll, Juan Pablo Rebella, 2004) o Gigante (Adrián Biniez, 20099, estas debutantes directoras entienden la elocuencia de lo cotidiano, de los personajes ordinarios en su accionar pero bien dimensionados a partir de una sucesión de sutiles detalles, episodios, tiempos muertos y diálogos inteligentes pero no forzados.

Ya con este planteamiento, en medio del tedio de la lluvia aparecen otros jóvenes que le van a levantar el ánimo a Lucía. Pero también es posible que la enfrenten con las dificultades propias de la edad, ese complicado momento en que no se es niño ni adulto, un umbral confuso y doloroso que los jóvenes se esfuerzan por no demostrar todo lo que los afecta, lo desorientados que están y las ansias que tienen. Por fortuna las realizadoras decidieron no hacer de la protagonista la típica rebelde, sino que supieron ubicarla en un punto alejado de los lugares comunes, eso a pesar de que resulta muy familiar todo lo que le pasa.

Sin ser corta ni pasar nada extraordinario, esta película da la impresión de que no dura mucho, se ve con gran facilidad, eso tal vez porque desde el principio produce una sensación de empatía con los personajes y de comodidad con la situación. Además, encuentra un buen equilibrio entre el drama propio de esa edad y situaciones cómicas y las emotivas vividas por la joven y su familia. Todo eso la hace una película lograda y honesta, llena de gracia y sutileza.


El hombre irracional, de Woody Allen

La vida, la ética y el asesinato

Oswaldo Osorio


Hay artistas que siempre están haciendo variaciones de la misma obra, incluso muchos de los más grandes, y en lugar de ser una desventaja, puede ser justamente lo que potencia su trabajo. Woody Allen es uno de ellos. Sus personajes, situaciones y universos constantemente se están repitiendo y, aun así, tiene la capacidad de, la mayoría de las veces, decir algo nuevo sobre esos conocidos paisajes emocionales y argumentales.

El hombre irracional (Irrational Man, 2015) es una de esas películas que ya le hemos visto muchas veces, especialmente en la magnífica Crímenes y pecados. Sin llegar al rango de reflexión existencial e intensidad emocional logrado por aquel filme de 1989, en esta plantea una situación similar en torno al sentido de la vida, las implicaciones éticas del asesinato y el amor y el deseo como catalizadores de la tensión entre ambos aspectos.

La película cuenta la historia de un profesor de filosofía que llega nuevo a una universidad y entabla un amorío con una colega y una amistad con una alumna. Su desgano existencial y actitud autodestructiva desparecen cuando encuentra como aliciente para vivir la idea de asesinar a un hombre, sin más móvil que el de hacerle un favor al mundo, pues se trata de un juez corrupto. Este punto de quiebre del personaje y de la historia desemboca en las reflexiones y discusiones éticas y filosóficas que determinarán la relación entre los distintos personajes.

Con Crimen y castigo de Dostoievski como referente en el horizonte, la idea de cometer el crimen perfecto y sin remordimiento alguno, se convierte en el centro de la trama. Y con este planteamiento de fondo, aunque parezca la misma historia de relaciones interpersonales de siempre, en esencia sobre lo que permanentemente se está hablando es sobre el sentido de la vida y la relación entre el bien y el mal, sobre lo que es correcto e incorrecto.

La novedad tal vez está en que estas reflexiones se plantean en el contexto de una comunidad académica, y específicamente de la facultad de filosofía, un mundo que le permite a Woody Allen confrontar la realidad con la teorización sobre ella. Incluso desde muy temprano “despacha” a la filosofía definiéndola como “masturbación mental” y confronta toda su elaborada racionalidad con el momento de la verdad, ese cuando, en la materialidad de la existencia, hay que tomar decisiones éticas y asumir sus consecuencias.

Tal vez para muchos pueda parecer que se repite y que no alcanza el nivel de otros filmes recientes (Matchpoint, Media noche en París, Blue Jazmine), y probablemente tengan algo de razón, pero de todas formas ya ver una película de Woody Allen no es simplemente ir a cine, sino que es como ir a visitar a un amigo, hablar de los temas de siempre, reír con sus viejos chistes y disfrutar de su agradable y estimulante compañía.