Lista negra de Hollywood: Trumbo, de Jay Roach

Solo contra el mundo

Oswaldo Osorio

trumbo

Esta es una de esas historias en la que un hombre está solo contra el mundo. Ese mundo en este caso es Hollywood durante la época de la llamada caza de brujas, cuando cualquiera en Estados Unidos que tuviera o hubiera tenido aun una mínima relación con el comunismo, era sospechoso de traición y excluido del sistema social y económico del país. En el mundo del espectáculo esto se dio con especial saña, y Dalton Trumbo fue la figura más visible contra la que se dio esta persecución.

Este filme es lo se conoce como un biopic, una biografía cinematográfica, un esquema para el que Hollywood tiene ya su sistema y convenciones. En tal sentido, este relato no se aleja mucho de la probada fórmula. De hecho, su director Jay Roach es conocido por comedias juveniles y de vacaciones como las sagas de Austin Powers o Los Fockers. De manera que no hay gran inventiva ni especiales virtudes en la construcción del relato ni en la representación de este personaje y su mundo viniéndosele abajo. Hace justo lo que dicta el manual.

No obstante, el personaje mismo, ese rutilante y traicionero mundillo en que le tocó vivir y las implicaciones éticas e ideológicas de la situación, ya de por sí tienen la suficiente fuerza, interés e intensidad para hacer de esta historia un relato potente y cargado de connotaciones. El talento de Roach está en saber aprovechar estos elementos, por lo que la película adquiere las características de estos componentes, logrando un certero retrato de la Meca del Cine en esa época, de aquella histeria ideológica que obnubiló la conciencia estadounidense y de un hombre inteligente y de convicciones sólidas que le dio una lección al mundo.

Porque lo que sobresale en esta historia es, por supuesto, la personalidad de Dalton Trumbo, un guionista de éxito en los años cuarenta que no hizo lo que casi todos en su país: ocultar y negar cobardemente sus convicciones ideológicas cuando  se polarizó la política luego de la Segunda Guerra. Bueno, él y otros nueve, quienes conformaron los Diez de Hollywood, personalidades de la industria que fueron incluidos en la lista negra creada por el Macarthismo, con la vergonzante complicidad de todos los grandes estudios.

Y si la médula de la historia es el personaje de Trumbo, el vehículo para que esto fuera posible fue la certera interpretación de Bryan Cranston, quien permite una permanente conexión y empatía con el protagonista, aunque también es cierto que no hay muchos matices diferentes que contradigan la versión heroica y apologética que el relato hace del célebre escritor y guionista. Pero eso pierde importancia frente al hecho de que uno siempre agradece a esos personajes de la vida, que luego el arte idealiza y que logran inspirarnos con su actitud y su posición ante el mundo.

 

Magallanes, de Salvador del Solar

La culpa, el olvido, el perdón

Oswaldo Osorio

magallanes

El posconflicto puede ser un proceso tan complejo como la guerra misma. Incluso en el conflicto todo se reduce a lo esencial, la vida y la muerte. Lo que viene después, está lleno de matices e implicaciones, los cuales dependen del papel que cada quien tuvo en el conflicto y la forma como decide afrontar la vida luego de este. En esta coproducción colombo peruana se pueden ver todas estas variables, con fuerza, contundencia y presentadas en una envolvente trama.

En su ópera prima, el actor peruano Salvador del Solar sorprende con un sólido guion, escrito por él mismo a partir de una historia de Alonso Cueto, así como con una dirección precisa y eficaz. En ella un ex soldado y una víctima de abusos del ejército se vuelven a encontrar luego de casi dos décadas. La culpa del uno y la determinación de olvidar de la otra, de nuevo los confronta y, a pesar del deseo del ex soldado de intentar reparar lo que alguna vez hizo, es muy difícil que algo bueno salga de este doloroso encuentro.

En medio de esto, hay una trama en clave de thriller, en la que un secuestro parece ser la solución para ambas partes. No obstante, lo único que empieza a esclarecerse es las verdades de lo que fue la violencia armada interna en el Perú durante dos décadas, y especialmente cómo las principales víctimas fueron de la población civil, que siempre estuvo bajo el fuego cruzado entre la guerrilla y el ejército, que para efectos de la descarnada violencia que ejercieron contra la gente no marcaron diferencia alguna.

Además del drama de los dos protagonistas, la historia también involucra a otro tipo de actores de ese conflicto y posconflicto que dimensionan las variantes y complejidad de estos procesos. Desde el oficial del ejército, que padece una conveniente -y significativa para el caso- pérdida de la memoria, pasando por el ex soldado que aún anhela los tiempos en que podía desbocar su violencia, hasta los agentes del gobierno que prefieren el olvido sobre la legalidad. “Aquí no ha pasado nada”, es una demoledora frase llena de implicaciones, tanto para el relato que cuenta este filme como para la historia reciente del país andino.

Damián Alcazar y Magali Soler interpretan ya conocidos roles en ellos, pero no por eso dejan de ser eficaces y convincentes. El relato mantiene siempre un interés creciente y una zozobra por la suerte de los dos protagonistas, con quienes el espectador se puede identificar por razones diferentes, casi opuestas; todo esto en función de dar una mirada a un proceso que no ha culminado por completo, porque tratar de perdonar, querer olvidar y soportar la culpa puede durar el resto de la vida.

 

Historia con sabor a haikú

Oswaldo Osorio

pasteleria

Hay historias que deciden juntar a excluidos de la sociedad para hablar tanto de ellos como de la sociedad misma. Se refieren a los primeros a través de la relación que van construyendo y a la segunda, generalmente, por contraste con ellos y en fuera de campo, criticando su naturaleza y funcionamiento, denunciando soterradamente su ignorancia e intolerancia. En este filme se unen tres de esos excluidos, un pastelero, una anciana y una adolescente, en una historia sosegada y sutil con lo que quiere decir.

Ver cine oriental siempre será una experiencia refrescante y diferente, porque maneja otros ritmos, otra sensibilidad con la imagen y otra lógica en su visión del mundo y de las relaciones. Todo eso está presente en esta película, en la que estos tres personajes se encuentran en una pastelería y terminan uniendo lazos afectivos por su carácter de excluidos: él tiene un oscuro pasado, la anciana una terrible enfermedad y la joven al parecer problemas económicos y familiares.

El relato está estructurado en dos partes bien definidas, en la primera, además de establecerse la conexión entre los personajes, se hace una bella y sensible mirada al amor y carisma con que se debe cocinar, en este caso un dulce de frijoles rojos. Así mismo, aflora esa siempre atractiva dinámica que se da entre el maestro y el aprendiz de un oficio al parecer minúsculo, pero que cobra significado si se afronta como un arte, casi como una filosofía de vida.

La segunda parte, tiene que ver con los prejuicios de la sociedad frente a los tres personajes, en especial por la enfermedad de la anciana, pero también por el pasado del pastelero y por la marginalidad de la joven. Y lo que en otro tipo de película podría parecer una falla, que este conflicto no se presente con demasiada fuerza ni intensidad, aquí se agradece que pase casi en fuera de campo, solo insinuado por las consecuencias, pues el tono del relato así lo demandaba. Hacer ruido con el conflicto era restarle fuerza a esa sosegada y entrañable relación que se tejía entre los personajes, así como entre estos y las cosas sencillas que los rodeaban.

Porque esas cosas sencillas están presentes en cada momento de la película. Sobresale especialmente la referencia permanente a los cerezos, a sus flores o a cómo el viento mueve sus hojas. La conexión con la naturaleza siempre está presente en el relato, una alusión emocional, estética y minimalista, justo como un haikú. Y ese espíritu se despliega en toda la concepción visual y narrativa del filme, propiciando un ritmo, más que lento, sereno, y unas imágenes sensibles y contemplativas, tanto con la naturaleza como con la cotidianidad de sus protagonistas.

Dos mujeres y una vaca, de Efraín Bahamón

La guerra de los hombres

Oswaldo Osorio

dosmujeres

Las historias sobre el conflicto en el cine colombiano coinciden mucho con los componentes esenciales que tiene esta película: son historias sobre las víctimas (generalmente mujeres y niños), están condicionadas por el fuego cruzado de los actores del conflicto y tratan de reflexionar no solo de la guerra, sino también sobre asuntos que trascienden a la esfera social y personal de los protagonistas.

En su ópera prima Efraín Bahamón se propone desarrollar estos aspectos a partir de un relato con esquema de road movie, en el que los personajes a que alude el título viajan de su finca al pueblo para que alguien les lea una carta. La situación es solo una excusa argumental para hablarnos de estas dos mujeres, una mayor y su nuera embarazada, también para enfrentarlas con el conflicto armado del país y dar cuenta de su condición como víctimas y mujeres, así como de su secreta y sorpresiva participación en él.

Se trata de un relato concebido con coherencia y solidez, así como estructurado y eficaz en su narrativa. Todo en él está definido y desarrollado como dicta el manual. Es por eso que en esos aspectos (narrativa, componentes del relato y estructura), la película empieza con una sugerente idea y dos personajes, para luego ir creciendo como relato y enriqueciéndose en sus connotaciones. Cada nuevo elemento llega en el momento preciso a robustecer y complejizar la historia, cada giro sorprende y avanza la trama hacia la necesaria intensidad en su progresión dramática.

No obstante, el relato en sus imágenes no siempre funciona con la eficacia descrita. Es decir, estamos ante un guion inteligente y bien formulado, pero ante una puesta en escena sin tanta precisión. Tal vez solo sean detalles, como algunas actuaciones que no son consistentes todo el tiempo, o unas líneas de diálogo que pertenecen más al guionista que a un par de campesinas analfabetas, o la muerte desdramatizada de un querido amigo, el caso es que estos detalles afectan la plena solidez de lo visto en pantalla, reflejándose como vacíos en la verosimilitud y fuerza dramatúrgica.

Aun así, lo que finalmente prevalece de fondo es la potencia que guarda la idea general del filme sobre las víctimas del conflicto, sobre la condición femenina y las implicaciones sociales y emocionales de esta situación. A la postre, no se trata solo de dos mujeres que necesitan saber lo que dice una carta acerca de un ser querido, sino que es un relato sobre su relación y la forma como estrechan sus lazos en medio de una guerra de hombres, sobre duras decisiones tomadas que adquieren la forma de oscuros secretos del pasado, o sobre lo que representa una vaca en un contexto donde la composición de la familia se reduce a mujeres, animales y niños.

Te amaré eternamente, de Giuseppe Tornatore

La correspondencia

Oswaldo Osorio

correspondencia

No importa qué tipo de historias o temas aborde Giuseppe Tornatore, todas sus películas están siempre atravesadas por ideas, sentimientos y personajes entrañables. Esto ocurre especialmente cuando habla de amor o desamor, que es el caso de este filme, un relato sobre una singular relación en la que el amor trasciende la misma muerte.

El director de Cinema Paraíso, El hombre de las estrellas y Malena propone su versión de una idea ya conocida en otros relatos (a partir de aquí el texto revela datos importantes de la trama), en la que un hombre, luego de su muerte, continúa en contacto a través de correspondencia con la mujer amada. Posdata: Te amo (John Powell, 2008) lo hizo sin ahorrase romanticismo y melosería, sin que necesariamente se trate de una cinta desafortunada, al contrario, es un buen ejemplar para quienes gustan del cine de romance. Tornatore pone al día la idea al utilizar el video y los celulares, pero además acompaña la historia de amor con una bella y potente metáfora sobre las estrellas y el cosmos.

Es cierto que puede ser difícil estar cómodos con esta historia, porque no cuadra esa rara mezcla de ella entre doble de acción y aventajada estudiante de astrofísica, porque por mucho tiempo el relato se anega en una misma y repetida situación y porque la idea misma de un muerto no querer abandonar a su amada se antoja egoísta y cruel. No obstante, es la idea de fondo la que prevalece, esa intensa y honesta historia de amor, el sentido de pérdida que se hace palpable en cada escena, el romanticismo puro ungido tanto de la cursilería del caso como del refinamiento propio de una pareja de intelectuales.

En La correspondencia, como original y más acertadamente se titula, casi todo el tiempo el relato está siguiendo a Amy (interpretada con entrega y ternura por una Olga Kurylenko que hasta ahora había estado desperdiciada en el cine de acción), quien constantemente se está relacionando con Ed a través de pantallas, cámaras y cartas. Esa interrelación entre los personajes por medios interpuestos es una singular forma de dramaturgia que tiene sus ventajas y desventajas. En el primer caso, resulta una interesante reflexión sobre la imagen y la memoria en los tiempos de la virtualidad y lo digital, además, tiene esa aura romántica y poética de la que siempre están cargadas las misivas de amor en papel (con sobres rojos); en el segundo caso, esta mediación, y con solo un personaje en escena todo el tiempo, resulta por momentos monótona y repetitiva.

Otro protagonista de esta obra es Ennio Morricone, habitual compositor de las películas de Tornatore. Sorprende su capacidad para continuar creado piezas novedosas y precisas para contribuir a las atmósferas del relato, aunque también es cierto que en otras tantas se repite. Pero en buena medida de eso se trata cuando se habla de la obra de unos autores, ya sea el músico o el director, quienes se muestran recurrentes con unos temas, tonos y universos. Le dan vueltas a las mismas ideas y, aún así, siempre dicen cosas nuevas o desde una distinta y reveladora mirada.

 

Taxi Teherán, de Jafar Panahi

¿Realismo sórdido?

Oswaldo Osorio

taxi

Hay películas en las que el contexto y condiciones de su realización son más intensos e interesantes que su propuesta misma. El arresto domiciliario (no salir del país) y la prohibición de no hacer cine por veinte años proferidos contra el famoso cineasta iraní Jafar Panahi, así como su sistemática burla a esta última imposición, son ya circunstancias bien extremas y llenas de connotaciones que superan lo simple y un poco obvio que es su último filme.

El director de El globo blanco (1995) y El círculo (2001) ha fundado su obra en historias que describen con elocuencia la sociedad iraní y no dudan en cuestionar las injusticias del régimen y las tradiciones mismas de su país. A pesar de su condena en 2010, ya ha hecho dos películas co-dirigidas con colegas, una de ellas sobre su propio proceso judicial titulada Esto no es una película (2011).

En esta tercera desafía más abiertamente la prohibición, pues la dirige solo, e incluso la protagoniza. El ardid usado resulta ciertamente ingenioso. Trabaja como taxista y graba a los pasajeros que se suben al vehículo. Con esto se ahorra las locaciones y todo el equipo de producción, reducido a las cámaras dispuestas en el taxi. El carácter del material registrado ya es un poco más complejo, pues la relación entre realidad y ficción, así como entre personajes y personas se mezcla de forma intrigante.

Lo intrigante está en que no se sabe si lo que se está viendo es un documental o una calculada puesta en escena. La naturalidad con que van subiendo e interactuando los pasajeros (al parecer la usanza es compartir el taxi), así como la ilación de los diferentes temas sobre la cotidianidad de la ciudad o las restricciones del régimen, permite una fluidez y continuidad que hacen de la película un relato siempre atractivo y envolvente.

No obstante, cuando se van sumando temas como las reglas impuestas para hacer una película, la discusión sobre la pena de muerte, la falta de libertades, la represiva justicia estatal, entre otros, se hace evidente que todo está en función de una agenda política e ideológica definida por el cineasta y consecuente con la posición crítica que ha tomado en toda su obra. Los diálogos y personajes, entonces, empiezan a verse claramente planificados e, incluso, molesta un poco la obviedad y reiteración de los tópicos y críticas.

Es por eso que, finalmente, la película no tiene nada de sugerente. Lo que empezó como un ingenioso recurso para burlar la prohibición de hacer cine, terminó siendo un tinglado, montado con economía de elementos, para de nuevo retratar esta sociedad y al régimen, pero esta vez sin sutilezas ni la poética propia del cine.

También es cierto que es una película que debe juzgarse a partir de sus limitaciones, las cuales la hacen una obra tremendamente valiente que insiste en la denuncia y el amor por el cine. Eso fue lo que le premió el Festival de Cine de Berlín.  Y eso es lo que, en últimas, quedará cuando la película y las circunstancias de su creación terminen, con el tiempo, siendo una sola cosa.

Todo Comenzó por el fin, de Luis Ospina

Una obra final, una obra completa

Manuel Zuluaga

EL_FRENTE_02016004001015005056_540883638_640

Con viejas técnicas de la casa, Luis Ospina continúa su obra  documental en video, explorando y retratando la vida de artistas reconocidos. Trátese de músicos, pintores o escritores, siempre ha sido consecuente con su manera de representar, no solo la intimidad de estos, con todo lo que implica, debilidades y fracasos; sino además su vínculo con la sociedad, enmarcándolos siempre en contextos que los apabullan y que definen sus actitudes. De allí que su ejercicio como realizador necesite de tanta investigación y trabajo etnográfico, comprometiéndose siempre con los personajes de sus historias,  manteniendo una relación ética que le permita abarcar la totalidad de matices que comprenden estos artistas, y llegando a un nivel de intimidad que se hace evidente con la empatía que tiene con cada uno de ellos.

En Todo Comenzó por el fin, su última película, los métodos y formas son los mismos, división por capítulos, mucho material de archivo, entrevista  a los implicados indirectos del artista, etc. Solo que esta vez el personaje al que se le hace el retrato es un grupo de amigos que tuvieron la iniciativa y la convicción de hacer cine a toda costa, conocidos como “Caliwood” y del cual hacía parte el mismo Luis Ospina. Esta película es una autobiografía de las tres personalidades más destacadas que integraban este grupo: Andrés Caicedo, Carlos Mayolo y Luis Ospina. Sin embargo, lo más innovador en esta película, con respecto a su obra, es que Ospina se expone como nunca lo había hecho, y a pesar de que siempre aparecía como partícipe en sus películas, esta la protagoniza y se expone explotando su figura, para generar una reflexión ambigua  sobre una vida entregada al cine, y su infelicidad por haberse convertido en un anciano senil. Pues de una manera muy autocrítica y tácita, nos entrega imágenes de él desnudo, internado en un hospital, en silla de ruedas, imágenes que hacen contraste con la fuerza y vertiginosidad  de las imágenes de su juventud y de las parrandas de Mayolo y la vida intensa de Caicedo, sugiriendo así que es mejor estar muerto que enfermo terminal.

Así mismo, asume esta película como  una tarea final de representar lo que fueron para el país, comprometiéndose a hacer el retrato de su grupo y su generación, una búsqueda que ya anunciaba en Un tigre de papel (2007); y en ese intento se excede en tres horas y media, algo pretensiosas y aduladoras, que más que un buen ejercicio audiovisual, que resalte sobre las demás de sus películas, termina siendo un archivo útil para los que estudian historia del cine y les interesa la farándula. Para el bien de su obra, espero que con esta anuncie el final de su carrera y marque la conclusión de su búsqueda temática  y autoral.

Siembra, de Ángela Osorio y Santiago Lozano

Un canto triste

Oswaldo Osorio

siembra

El desplazamiento forzado y la marginalidad como consecuencia son de nuevo el tema de una película colombiana. No es un reproche, porque es un tópico que no se ha agotado y cada relato tiene lo suyo. Lo que tiene este es una serie de elementos complementarios, como el conflicto generacional y el duelo, así como una propuesta narrativa y estética que, sin duda, le da fuerza a sus personajes, a su contexto e historia.

El Turco y su hijo viven en un barrio marginal, luego de haber vivido de la pesca en su tierra y de ser desplazados por la violencia. La idea del desarraigo cruza todo el relato y en especial a su protagonista. Pero es un desarraigo que va más allá de haberle arrebatado su hábitat, porque también lo hace con su hijo. Su gran tragedia es que este ya no quiere volver, pues se ha adaptado y adquirido los hábitos del nuevo ambiente. Entonces la ruptura generacional se hace evidente y lo ancestral convive con lo nuevo, en tensión y amalgama al mismo tiempo.

Pero todavía hay una tragedia mayor (y aquí se adelanta un dato importante del argumento), y es que ese nuevo ambiente, que también tiene su propia violencia, acaba con la vida de su hijo. Entonces el relato ahora sí se centra por completo en el Turco, en su dolor y desesperación, porque ya no tiene nada, ni tierra ni familia. Y así se despliega una puesta en escena de este doble duelo, definida por elementos como el gesto oprimido del protagonista, la música con sus lamentos, la lluvia como alegoría y alguna metáfora del sueño.

Es una película con un especial carisma, concentrado particularmente en la figura y el personaje del Turco, un hombre adusto y sensible al mismo tiempo, que lleva siempre consigo la carga de su desarraigo y el deseo por recuperar su naturaleza. No obstante, hay un momento en el relato en que este carisma y personaje pierden el rumbo. En plena velación de su hijo, el Turco comienza un deambular que tal vez se puede explicar conceptualmente, pero desde la lógica argumental y narrativa resulta un poco incomprensible, o al menos inconsistente.

Es una película hecha en un blanco y negro bello y lleno de fuerza, que funciona muy bien con la piel de estos personajes, con el realismo, la poética de algunas imágenes y lo duro de la historia (aunque también es cierto que esta decisión estética se está convirtiendo en un tic del cine actual). Así mismo, la música es un significativo componente de la narración y la cultura que retrata, con esa inevitable mezcla entre lo viejo y lo nuevo, entre la tradición del litoral Pacífico y la alienación de la ciudad (o una nueva identidad, si se quiere), representado esto en los alabaos y los sonidos urbanos.

Es una película que, a un tema que ya es recurrente (tal vez el más del cine nacional), sabe encontrarle un punto de vista que diga algo nuevo y de forma diferente. El blanco y negro, la música, el realismo cotidiano en la puesta en escena y la imponente y fotogénica figura del turco con su pesada carga, son elementos concebidos con inteligencia y encajados entre sí con naturalidad y elocuencia. Es un canto triste a la realidad del país, a las consecuencias de su violencia y a las nuevas realidades que se han dado a partir de ella.