Desierto, de Jonás Cuarón

La cacería en Sonora

Oswaldo Osorio

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Como ocurre con el principio de la navaja de Ockham, tal vez la mejor forma de contar una historia y dar cuenta de un complejo contexto socio político sea hacerlo de la manera más simple. El director mexicano Jonás Cuarón se decide por esta ecuación de simpleza y contundencia a la hora de escribir y poner en escena el relato de unos indocumentados que, mientras son perseguidos por un hombre y su perro, tratan de cruzar la frontera con Estados Unidos.

Eso es todo, un grupo de personas desplazándose de un punto A a un punto B y sorteando obstáculos, entre ellos este sanguinario cazador de indocumentados. Incluso no hay muchos diálogos y, los que hay, están en función de unas situaciones muy puntuales. De manera que no presenta grandes discursos ni hondas reflexiones sobre esa crítica situación que se vive a diario en la frontera, incluso tampoco profundiza mucho en la construcción de sus personajes.

No obstante, esto que podría parecer carencias y defectos en la concepción de la película, en realidad termina siendo su principal virtud. Porque es ese imperativo de la supervivencia, que cruza como único conflicto de principio a fin la historia, lo que realmente lleva a identificarse con estas personas, especialmente con su protagonista, Moisés (Gael García Bernal), de quien con unas pocas líneas nos dicen que es un hombre humilde y justo, pero también pragmático. Es un héroe discreto que bien podría representar a muchos de los latinos que tratan de cruzar el desierto de Sonora hacia la frontera con la tierra de las oportunidades.

El cazador es Sam. Un personaje construido bruscamente para representar toda la acumulación de prejuicios y odios del WASP estadounidense. Si el imperativo de Moisés es sobrevivir hasta que cruce una meta, el de Sam es cazar con saña y cruel precisión todo lo que en aquel desierto se mueva y trate de entrar a su casa, ese país sobre el que cuelga el lema de “América para los americanos”. De nuevo, lo que parece un maniqueísmo, el burdo trazo de un villano de película de consumo, en el contexto de esta historia se puede ver como un contundente recurso para representar los fundamentalismos de una sociedad cegada por la ignorancia y educada por esos lemas reduccionistas y discriminatorios.

Esta película, con esa categórica simpleza en su planteamiento, pero que está cargado de connotaciones sociopolíticas y humanistas, ahora en la era Trump cobra mayores dimensiones, tan alarmantes como significativas. Y eso para quien le interese el cine comprometido y cuestionador de la realidad, pero para aquellos que solo buscan la emoción y el entretenimiento de un buen relato, entonces tienen en este filme una historia enternecedora, directa y potente. Pero como el cine ideal debe contar y ser visto con y desde esos dos componentes, pues en este caso se puede tener una experiencia completa.

La mujer del animal, de Víctor Gaviria

El mal inmutable

Oswaldo Osorio

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Nuevamente Medellín, la marginalidad, la violencia y el realismo son los insumos para la construcción de una película de Víctor Gaviria, y aun así, es una historia y un relato distintos a sus otros tres célebres largometrajes (Rodrigo D, La vendedora de Rosas, Sumas y restas) y a ese -menos difundido- puñado de buenos cortometrajes. Se reconoce su escritura, su mirada y su universo, pero refiriéndose a otros temas, personajes y época, en este caso una dura y conmovedora historia sobre el maltrato femenino ambientada en un barrio de invasión durante los años setenta.

Bien pudo haber sido la historia de El animal, un hombre violento, posesivo y de conducta criminal, pero el relato se decide por mirarla desde Amparo (que son dos en una), aquella joven que este hombre rapta y confina en medio de agresiones y humillaciones.  Pocas veces el punto de vista se separa de ella y con esto asume la posición de la víctima, que no es una sino todas las mujeres en esa situación, y lo hace como este cineasta suele tratar a sus personajes más infortunados, con respeto por su sufrimiento, ternura en su acercamiento y lucidez para crear empatía con el espectador.

En la contraparte está Libardo, cuyo apodo evidencia el hecho de que en él no hay atisbo alguno de humanidad, ni por Amparo ni por ninguna de sus víctimas, tampoco siquiera por su propia familia. Es el mal personificado, sin ninguna leve sombra de compasión o duda, y así permanece de principio a fin, casi sin matices, lo que de cierta manera uniforma el transcurso del argumento. Aunque sin duda es la figura más potente e inolvidable de toda la película y el recurso que, por contraste, carga de fuerza dramática a la protagonista y hace de su situación un contundente alegato contra la violencia de género en particular y contra la arbitraria imposición de la violencia en general. Además, a diferencia de él, Amparo sí se transforma paulatinamente, y al final se evidencia en su gesto las consecuencias del sufrimiento y de su endurecimiento ante la vida.

No menos violento y arbitrario, es ese régimen de silencio, miedo y complicidad de todos los testigos de aquel agresivo sometimiento, lo cual se suma a la casi total ausencia del estado o de cualquier referente de orden legal o hasta moral. Es un universo de precaria civilidad y de supervivencia construido veraz y minuciosamente desde el diseño de arte y la dirección de actores. Especialmente en este último apartado se evidencia el grado de madurez y eficacia que ha alcanzado Gaviria con lo que es tal vez el más significativo aporte de su método al cine nacional. Su trabajo con actores naturales es la base de sus historias y expresión, así como una herramienta de investigación y praxis del cine que ya ha hecho escuela.

En esta cuarta película amplía su mirada de la ciudad de Medellín, esta vez reconstruyendo el mundo moral sobre el que se erigieron muchos barrios de la periferia de la ciudad. Aquí Víctor Gaviria mira al pasado y al que bien pudo ser el origen de los personajes y la violencia que luego marcaron a esta sociedad, enfocándose en los seres más vulnerables en esas situaciones, la mujeres y los niños, y creando con ello, una vez más, un estudio antropológico y también histórico, una denuncia sin panfletarismos que hoy es más actual que nunca, y un afinado modelo de cómo podría ser idealmente el realismo cinematográfico.

 

La chica desconocida, de Los hermanos Dardenne

¿Quién tuvo la culpa?

Oswaldo Osorio

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Cuando la muerte irrumpe en una tranquila población francesa, toca de distintas maneras a algunos de sus habitantes y sacude sus vidas con emociones y culpas desconocidas para todos ellos. Como si de un tímido relato de misterio se tratara, resolver la suerte e identidad de la chica desconocida se convierte en una excusa para hablar sobre la conciencia de una comunidad y su contexto social.

Aunque no alcanza la intensidad y complejidad de otras de sus películas (El hijo, Rosetta, El niño de la bicicleta), de nuevo los hermanos Dardenne apelan a una suerte de realismo cotidiano para hablar de la naturaleza humana y reflexionar sobre asuntos sociales que parecen solo estar de fondo, pero que siempre condicionan de manera determinante a sus personajes. Muchas de sus historias están definidas por la tensión entre la marginalidad y los dilemas éticos o morales de las personas, por lo que casi siempre resultan reveladoras en un doble sentido: uno social y el otro emocional.

La diferencia con esta película es que parte de un acontecimiento menos cotidiano que el de sus demás relatos, pues la misteriosa muerte de una joven inmigrante se convierte en la causa del accionar y las relaciones entre los personajes, especialmente de una joven doctora, quien se obsesiona por descubrir la identidad de la chica y su búsqueda es el hilo conductor de la narración y lo que define una trama que propone más giros en las emociones de sus personajes que en el argumento mismo.

El sentimiento que lo cruza todo y los conecta a todos es la culpa. Varios personajes, que de alguna forma tuvieron que ver o se vieron tocados por esa muerte, lidian de distintas formas con ese sentimiento, ya sea buscando una forma de resarcirse, confesándole a alguien su culpa, soportando el remordimiento o simplemente tratando de hacer lo correcto, aunque ya fuera muy tarde.

Y todo esto contado como en clave de thriller, uno muy singular, porque no está condicionado por los tics y recursos que este género usa enfáticamente, pero sí contiene sus principales elementos, como el personaje que investiga un crimen, la serie de sospechosos, el misterio por el culpable y el progresivo descubrimiento de pistas que van arrojando luz sobre los acontecimientos. Es un drama realista al que el esquema del thriller le sirve de recurso para contar una historia y confrontar la ética, sentimientos y emociones de todos sus personajes.

Como trasfondo, hay un comentario acusador sobre el asunto de los inmigrantes en Europa, un problema siempre ligado a la marginalidad y la delincuencia, una situación que los define como ciudadanos de segunda, mientras que los de primera, y no todos, por supuesto, solo se ven afectados cuando los ven caer a su lado. Este relato mira de cerca uno de esos episodios, y se propone evidenciar qué tanto y de qué manera esos privilegiados son afectados por aquellos que no son del todo gente y que llegan por miles al viejo continente.

Luz de luna, de Barry Jenkins

Little, Chiron y Black

Oswaldo Osorio

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Es común ver la marginalidad social tratada por el cine, pero en esta película se le suma la que es producto de la discriminación por lo que parecen ser las preferencias sexuales del protagonista, así como una suerte de auto marginación debido a su comportamiento. Con esta triada de desventuras, se acerca en cierta forma a ese exceso de calamidades con que el filme Precious (Lee Daniels, 2009) reblandeció al público en su momento, no obstante, en esta cinta hay una mesura y sutileza que finalmente consigue crear una fábula triste y conmovedora.

Dividida en tres momentos de la vida de este héroe marginal, el relato lo sigue de cerca en su adversa existencia: pobre, sin padre, sin amigos, con una madre drogadicta y un ensimismamiento, casi un pavor ante el mundo, que hace de él un ser en extremo vulnerable, fácil de compadecer y arrancar emociones de compasión. Es mucha calamidad concentrada en un pobre muchacho y en una sola vida. El problema es que cuando una historia apela a esta acumulación de desventuras, corre el riesgo de parecer forzada en su drama, artificial en su trama y facilista en sus capacidades para tocar los sentimientos del espectador.

Luz de luna (Moonlight, 2016) se tarda mucho en demostrar que no está hecha del todo así (aunque ciertamente algo de eso hay). Su trama se mueve con parsimonia y sin sobresaltos, porque se concentra, sobre todo, en ese tempo que dicta la personalidad de su protagonista, su eterno silencio, su sempiterna actitud dubitativa, ese temor permanente que hace que parezca más un animalito asustado que un saludable niño, adolescente u hombre. Casi todo lo que hay fuera de su mundo de silencio y recelo representa una amenaza.

Es la intimidad que, a la larga, logra sentirse con este personaje lo que le da hondura a una historia que parece hecha de lugares comunes sobre la marginalidad y la intolerancia: pobreza, drogas, bullyng, discriminación y desamparo. Pero el relato consigue que, luego de la persistencia en su acercamiento y la mirada compasiva sobre este personaje, esas desgracias solo sirvan de excusa para entender su universo interno e identificarse con él. Sin trampas emocionales muy evidentes ni siendo obvios con su angustia y sufrimiento.

Y así, con una mezcla entre un tratamiento realista de la puesta en escena y algunas imágenes bellas fotográficamente o potentes en su concepción expresiva o poética, la película arma un sólido arco dramático y existencial que toma un rumbo que, aunque inesperado, en definitiva no sorprende, porque ese segmento final, el del niño hombre, termina siendo consecuente con toda esa vida de vicisitudes y temores que el argumento ha expuesto, pero también con una callada y obstinada firmeza de carácter que lo define tanto como sus miedos.

Tal vez pueda verse como una película que hace un doble juego, el primero, más dudoso, es el de buscar una empatía y emotividad fácil a fuerza de esa acumulación de desventuras; pero el segundo, más honesto y difícil de conseguir, es el de construir un personaje con un paisaje emocional profundo y complejo, pero definido con sutileza y economía de recursos. Y es este segundo componente el que hace la diferencia con tantas otras películas sobre las mismas temáticas y personajes.

Un camino a casa, de Garth Davis

Un origen y dos vidas

Oswaldo Osorio

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Nada más descorazonador que un niño perdido en una ciudad con millones de habitantes y a miles de kilómetros de su casa. Con este planteamiento argumental, a prueba de estoicos emocionales, arranca una historia que, además, está refrendada por la advertencia inicial de “Basada en hechos Reales”. Así que no hay pérdida, tanto para ser varias veces nominada a los premios Oscar como para no dejar un ojo seco en cada sala de cine donde se presente y, de paso, recoger buenos réditos en la taquilla.

Este parece un encabezado burlón y despectivo ante un relato manipulador y sensiblero, pero si bien en parte ese es el objetivo, pues algo de eso tiene el filme, tampoco hay que despreciar de tajo una historia porque está hecha de un material cargado de emociones, así como de situaciones en las que es difícil no identificarse con su protagonista y hacer fuerza de principio a fin por su destino.

El caso es que se trata de un épico viaje emocional contado en dos actos, el primero, da cuenta de la desgracia del pequeño Saroo, quien tiene que lidiar con un insondable y abusivo mundo con tan solo cinco años. Es una parte realizada con eficacia narrativa, belleza en las imágenes y un equilibrado manejo de lo emocional sin acercarse mucho al tono de pornomiseria. El único problema es que parece un deja vu con ¿Quién quiere ser millonario? (Danny Boyle 2008), y más lo es cuando en el segundo acto aparece el mismo actor, Dev Patel, haciendo también de joven redimido y salvado del mundo de las calles.

El segundo acto es, entonces, ya el joven Saroo viviendo en Australia con su familia adoptiva. Paradójicamente, aunque es menos intensa emocionalmente y casi nada atractiva en su argumento, esta parte resulta de mayor hondura y complejidad en la construcción de los personajes y en las implicaciones de sus cuestionamientos sentimentales y sicológicos.

Se trata de una pregunta eterna y universal, connatural del ser humano, y es sobre conocer sus orígenes como condición para definir la identidad propia. Por eso, independientemente de lo equilibrado, feliz y realizado que parecía estar Saroo, ese componente esencial le faltaba a su existencia, lo cual lo lleva a una espiral de frustración, angustia y desesperación que prácticamente lo convierte en otra persona.

Es como si hubiera empezado otra película, porque todo en ella cambia, lo cual, visto en perspectiva, es un contraste que la enriquece y amplifica esa historia de vida que allí se está contando. Y aunque el título en español torpemente sugiere el final (el original es Lion), de todas formas es una de esas películas en las que, aunque es fácil de predecir casi todo lo que va a ocurrir, lo importante es el viaje, el emocional, el geográfico y el que hace la narración.

Publicado el 19 de febrero de 2017 en el periódico El Colombiano de Medellín.

 

Toni Erdmann, de Maren Ade

El padre absurdo

Oswaldo Osorio

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Una forma tan eficaz como pasmosa para desarmar la racionalidad, la automatización y el culto a la productividad de la sociedad actual bien puede ser combinar el absurdo, el ridículo y el humor. Winfried lo sabe, y lo aplica como antídoto contra la infelicidad en medio de la cual parece vivir su hija. Mientras lleva a cabo su cometido, conduce al espectador por un relato   desconcertante en su propuesta dramatúrgica y en la relación entre los personajes, así como impredecible en su argumento.

Inés trabaja como ejecutiva de una corporación, parece llevar una buena vida, hasta que su padre la visita por sorpresa y empieza una suerte de asedio contra la normalidad y la rutinaria vida de su hija. En un principio, es difícil leer el tono del relato, pues parece un incómodo drama sobre esta relación filial. Pero paulatinamente, esas situaciones incómodas y absurdas que protagoniza Winfried, ahora transmutado en Toni, se empiezan a tornar divertidas y hasta hilarantes.

No hay una trama convencional, solo esa sucesión de situaciones en la que Toni irrumpe en el mundo de Inés de forma cada vez más insólita, con actos absurdos, insuflados por una gran personalidad y que alcanzan a sorprender y divertir a todos, salvo a su hija. Es como una terapia de choque contra una vida que no se disfruta en esa vertiginosa carrera de los compromisos corporativos.

Sin embargo, el vacío parece ser compartido por ambos. Pero si bien la hija se descifra fácil a partir de esa alienación por la competitividad capitalista, con la cual fácilmente se pierde el verdadero sentido de la vida; en el caso de Toni todo es incertidumbre y ambigüedad, no se sabe bien si es un transgresor social o un viejo desorientado y en crisis por la muerte de su perro y la distancia con su hija.

Es un personaje complejo e impredecible, y sin duda la razón por la que esta producción entre Alemania y Austria sea una pieza original y estimulante, que sostiene permanentemente la atención y la curiosidad por el futuro de sus protagonistas, eso a pesar de sus casi tres horas de duración.

Luego queda claro que todos estos encuentros y desencuentros entre padre e hija, toda esta sarta de situaciones insólitas, ridículas, embarazosas y graciosas, es un viaje emocional que experimentan ambos personajes, tanto individualmente como en su relación. Todo tal vez para aventurar una definición de lo que es la felicidad y cuál es el sentido de la vida, o incluso para evidenciar que esa triste y racional mujer no es tan distinta de su díscolo e irreverente padre.

Talentos ocultos, de Theodore Melfi

Un triunfo sin sobresaltos

Oswaldo Osorio

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El cine siempre será un poderoso instrumento para guardar la memoria, para revisitar la historia cada que sea necesario y, con ello, recordar luchas o valores de la humanidad que no debería perder de vista el presente. Esta película, en buena medida, parece haber sido hecha con esas intenciones, y su objetivo esencial lo consigue con claridad y eficacia, sin embargo, como relato, aproximación al tema y propuesta dramatúrgica, resulta de una elementalidad apenas soportable.

Cuenta la historia de tres mujeres negras que, a principios de la década del sesenta, hicieron parte del equipo que apoyaba a la NASA con los cálculos matemáticos para mandar a los primeros hombres al espacio. Desde la escena inicial, cuando un policía trata de intimidarlas pero termina escoltándolas a su trabajo, ya se sabe cómo será el resto de la película: una tibia demostración de la adversa situación de la gente de color a causa de la segregación racial, seguida de pequeñas victorias morales gracias a su talento y representadas de forma harto complaciente, cuando no condescendiente.

Es cierto que, como se sugirió con la reflexión inicial sobre la memoria, puede ser un efectivo vehículo para dar a conocer, sobre todo a las nuevas generaciones, una situación que se vivió hace apenas medio siglo y que ahora es impensable. No obstante, eso acaso la deja como una película con un cierto valor didáctico y aleccionante, lo cual no es nada despreciable, pues si el cine es útil para enseñar algo valioso y si alcanza a emocionar y ser edificante con sobresalientes historias de vida, pues ya estaría salvado por su “valor de uso”.

Pero el cine también es un arte y una compleja forma de representación, llena de recursos y posibilidades (que es lo que se supone premian todos estos certámenes, con los Oscar a la cabeza, que ha ganado o en los que ha sido nominada esta película). En ese sentido, resulta una cinta tremendamente predecible, y no tanto en su gran final, que igual ya por la historia o al menos por el trailer todos conocen, sino en sus recursos narrativos y dramatúrgicos: cada giro y cada situación están trazados con aburridora claridad por esa agenda aleccionadora con que fue concebido todo el filme. Es que ni siquiera la historia de amor le falta a este calculado relato.

En el contexto histórico de la guerra fría, de la carrera espacial y de la lucha por los derechos civiles y de las mujeres, esta película lo reduce todo a unas cuantas anécdotas y al sentimentalismo de unas situaciones de las que las tres heroínas salen fácilmente victoriosas y enaltecidas. Es decir, todo un rico y poderoso material histórico e ideológico desperdiciado para solo capitalizar su componente anecdótico y sensiblero.

Publicado el 5 de febrero de 2017 en el periódico El Colombiano de Medellín.

 

Vivir de noche, de Ben Affleck

El criminal de las buenas maneras

Oswaldo Osorio

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El cine de gánsters se asienta sobre una paradoja en relación con su público: a pesar de las acciones moralmente reprochables de sus personajes, el espectador suele sentirse identificado con los protagonistas y secretamente espera que se salga con la suya. En esta película esa paradoja se ve acentuada con las características del personaje central, pues se trata de un hombre aplomado, sensible, libertario y hasta romántico.

Es la cuarta película como director del actor Ben Afleck, y en ninguna ha decepcionado. Tal vez en esta última (Live by night, 2016) sorprende menos por tratarse de una variación de otro proyecto suyo: Atracción peligrosa (The Town, 2010), pues ambos son thrillers protagonizados por criminales, ladrones de banco en una y gángsters en la otra, con una historia de amor de por medio y la singular personalidad del protagonista, algo así como un malo bueno.

Joe Coughlin es un criminal irlandés de Boston que es reclutado por la mafia italiana para dirigir, en plena época de la Prohibición, las operaciones en un pueblo de Florida. En términos argumentales, el filme sigue la estructura propia del género, esto es, la lucha criminal por hacerse al poder y mantener el control de los negocios ilegales sobre otras facciones, criminales o institucionales. Pero la historia cuenta con las variaciones necesarias que toda película de género requiere para hacer alguna diferencia con las demás.

Más interesante y compleja resulta esa contradicción entre la personalidad del protagonista y las acciones que acomete por su oficio. Es el dilema de un hombre que, en esencia, es noble, pero que inevitablemente tiene que recurrir a la crueldad para desempeñar el rol que decidió para su vida. Todas sus buenas maneras, su ecuanimidad y lo amoroso que es con sus parejas terminan siendo cuestionadas por la sucesión de crímenes y bajezas, porque matar a un hombre siempre será matar a un hombre. Pero Coughlin dice que es tan fácil como apretar un gatillo.

Aun así, sentados en la butaca, queremos que le vaya bien a este criminal, ya por la paradoja mencionada al principio, por el particular carácter de este gánster o porque tal vez nunca nos había caído tan bien Ben Affleck en un papel. Faltaría ver si Hollywood, donde pocas veces el crimen paga, le perdonará a este “buen hombre” sus acciones.

El relato sabe equilibrar muy bien la trama de acción de una película de gánsters con esta ambigüedad moral de su protagonista, que le da mayor profundidad y textura a las situaciones y a  la relación entre los personajes. Incluso, de fondo, la historia también tiene un discurso que alega contra los prejuicios raciales, culturales y sociales, lo cual contribuye a que no sea solo una cinta de mafiosos matándose entre sí, sino una película con todo el atractivo del cine de género, pero con algo de hondura y seso como para no sentir que apenas se está a merced del vaivén de una trama.

Manchester junto al mar, de Kenneth Lonergan

El hombre con el corazón roto

Oswaldo Osorio

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El sufrimiento y las adversidades emocionales son en buena medida la materia prima de los relatos de ficción. Con tal material se crean dramas o melodramas de intensidad variable y argumentos que lo aprovechan para construir sus giros, progresiones narrativas y sorpresas. Aunque el argumento de esta película es un material recurrente en muchas historias de este tipo, propone sustanciales diferencias en la forma en que construye su relato y en el tono de la dramaturgia que elige para su puesta en escena.

Durante los primeros minutos, el relato se concentra en presentar y describir a su protagonista, Lee, un conserje lacónico y ensimismado, que puede estallar con violencia en cualquier momento, un hombre un poco patético que da la idea de tener algo quebrado por dentro. Cuando recibe la noticia de la muerte de su hermano, suceso que parece el conflicto central del filme, paulatinamente entendemos que en el fondo al director le interesa más contar la historia de Lee y explicar las razones de su peculiar estado de ánimo.

Para lograr esto, resulta fundamental el sistemático uso del flashback, que reconfigura la estructura narrativa alternado el presente con el pasado, donde el presente es el drama de la muerte del hermano y el pasado es todo ese iceberg de emociones que subyace en la trágica vida de Lee. Además, una parte esencial del conflicto del presente es la relación entre Lee y su sobrino, así como las decisiones sobre el futuro de este.

Pero como en toda historia bien construida, esos aspectos necesariamente están relacionados. En este caso, ese pasado, el drama del presente y el conflicto acerca del futuro del sobrino están estrechamente ligados de dos distintas y complementarias maneras: una externa, en la mayoría de las acciones que conforman la trama, a través de todo lo que ocurre en torno a la enfermedad y muerte del hermano; y otra interna, en el tono del relato y la permanente pesadumbre que define las atmósferas, que son determinadas por el personaje de Lee y su afligido espíritu.

La marca fundamental de este relato, en lo que hace la mencionada diferencia, es que, a pesar de los eventuales sucesos de intensidad o giros dramáticos, casi siempre se mantiene sin sobresaltos ni efectismos dramatúrgicos. Puede que a algunos espectadores esto se les traduzca en un tedio narrativo, pero ese tono es el que define la esencia del protagonista y lo que, si bien hay un par de sucesos extraordinarios empujados por la muerte, hace a esta película tan cercana a la vida, a una cotidianidad determinada por la fricción de los altibajos emocionales y las complejas relaciones interpersonales.

Vista en perspectiva, podría antojarse como una colección de golpes de efecto dramáticos en lo que respecta a su argumento, pero el relato y la puesta en escena parecen decir otra cosa, concentrándose en ese universo emocional del protagonista, creando con ello una pieza reflexiva y conmovedora, el callado lamento de un hombre con el corazón roto.