Un jefe en pañales, de Tom McGrath

Cine infantil para adultos

Oswaldo Osorio

the boss baby

Ahora el cine infantil suele no ser solo infantil. Muchas películas tienen la capacidad de funcionar perfectamente para los niños de distintas edades, pero también resultar estimulantes y cargadas de connotaciones para el público adulto, aun para el más exigente. Eso es lo que sucede con películas como El gigante de hierro, Toy Story, Monsters Inc, Up, Los Croods, Ralph El demoledor, Intensamente o el cine de Miyazaki, por solo mencionar algunos ejemplos.

Igualmente ocurre con esta película (The Boss Baby, 2017), de Dreamworks Studios y basada en el libro ilustrado de Marla Frazee. Se trata de la historia del nuevo bebé que llega a un hogar donde ya hay un niño, quien se siente desplazado por su nuevo hermano. Pero además, (advertencia de spoilers) es una trama de espionaje, pues en realidad el bebé es una especie de ejecutivo que tiene una misión en la competencia que hay entre la Corporación de bebés y la de cachorros.

Así que, como las buenas películas, esta tiene un doble conflicto que le da mayor significación y complejidad: el interno, que es la contienda entre “hermanitos”, y el externo, que es la disputa entre las dos compañías. Aunque mencionado así, solo se trata de las líneas argumentales, pero en el fondo, cada conflicto está cargado de unas implicaciones más complejas que plantean cuestionamientos y reflexiones de tipo sicológico y social.

De un lado, está esa metáfora de la que parte el relato (que es la que propone el cuento original) y que habla de ese tirano en que se convierte un bebé cuando llega a demandar todo el tiempo de los padres, así como el consecuente desplazamiento al que se ven sometidos los demás hermanos, lo cual no puede menos que traer frustración y resentimiento en ellos. De otro lado, propone, si no una crítica, al menos un cuestionamiento por la forma en que muchas personas han cambiado su sentido y naturaleza “paternal”, de los niños hacia los animales, en este caso perros, pero también se aplica a los gatos.

Estos planteamientos, por supuesto, están de fondo, y cada espectador, dependiendo de su edad y su interés en la interpretación de las películas, podrá comprender y reflexionar en diferentes niveles. Sin embargo, ese elaborado y polisémico fondo no es obstáculo para desarrollar una historia tremendamente entretenida y divertida, sembrada de momentos ingeniosos y chistes inteligentes y llenos de referentes cinematográficos, musicales y de la cultura popular que cada quien capta a su medida de atención y conocimiento.

Las grandes productoras se han dado cuenta de que puede ser más rentable una película que funcione para los dos públicos, porque eso garantiza que toda la familia le pague boleta. Además, podrá ser bien tratada por la crítica, lo cual le puede dar una vida que vaya más allá de la coyuntura de su exhibición en cartelera.

Nuestra hermana pequeña, de Hirokazu Koreeda

Familia y flor del cerezo

Oswaldo OsorionuestrahermanaUna historia sin conflicto aparente, sin sobresaltos, sin un único protagonista, sin un tema evidente, sin giros argumentales y, aun así, es una historia encantadora y envolvente, de una sutileza casi hipnótica, en la que se llega a aprender tanto de la cotidianidad y el espíritu de la cultura japonesa como solía hacerse con las películas de Yazujiro Ozu. Un cine donde las relaciones sociales, los lazos familiares, el disfrute por la comida y la armónica relación con el contexto inmediato no produce más que sosiego y admiración.

Hirokazu Koreeda es un director que ya habitualmente cuenta con el aval de los prestigiosos festivales en los que se ha destacado, empezando por Cannes. Por eso es posible que en estas latitudes se tenga noticia de él y hasta lleguen sus películas a nuestras carteleras. Otros títulos suyos, como Nadie sabe (2008), Milagro (2012) o De tal padre tal hijo (2013) giran en torno a los mismos temas, en especial las relaciones filiales y el miedo o las consecuencias de la desintegración de la familia.

La diferencia con Nuestra hermana pequeña (2015) es que aquí no hay toda esa serie de sucesos dramáticos y hasta rebuscados que alimentan los filmes citados (madres que desaparecen, niños que cruzan el país para buscar un hermano, cambio de bebés en un hospital). Aquí lo dramático ya está en un distante pasado (muertes, divorcios, infidelidades, abandonos) y solo quedan cuatro hermanas que tratan de convertirse en una feliz y amorosa familia, a despecho de las decisiones de sus padres.

Toda la historia, entonces, es sobre la llegada y acople de una joven de quince años a la casa de sus tres hermanas medias tras la muerte del padre de todas. Una historia que se ha visto demasiadas veces, pero que normalmente se explota dramáticamente a partir del choque de personalidades o las dificultades de la recién llegada para encajar. En esta, en cambio, la joven no solo llega a ajustarse armónicamente, sino que se convierte en motivo de alegría y satisfacción para sus hermanas.

Este planteamiento permite concentrarse en otras posibilidades, tanto de estos personajes como de la comunidad a la que pertenecen, distintas a las altisonancias del drama de las emociones. Incluso, como siempre, llama mucho la atención esa suerte de distancia emocional que siempre se evidencia en esta cultura. A pesar de los fuertes sentimientos que se van estrechando, todo contacto afectivo se soluciona con una inclinación y, si acaso, hacia el final alcanza a haber algún abrazo. No obstante, es en los detalles y en las acciones donde se demuestran estas profundas emociones entre los personajes: preparar licor de ciruelas, compartir una comida, dar un paseo por un túnel de flores de cerezos o decidirse por la familia antes que por una dudosa relación sentimental.

Se trata, entonces, de una bella y delicada película que no le hace concesiones a las convenciones de una narración convencional, a las tramas rebuscadas, a los giros sorprendentes o al furor del drama emocional, pues confía en sus personajes y en esos sutiles sentimientos que va construyendo a partir de su cotidianidad, de las pequeñas acciones y de un amor mutuo que no requiere de exaltadas manifestaciones para que cualquier espectador se identifique con su fuerza y su pureza.

T2 Trainspotting, de Danny Boyle

Veinte años y nada

Oswaldo Osorio

t2

La diferencia entre tener veintitantos años o cuarentitantos es que, en el primer caso, no existe el remordimiento, porque está toda la vida por delante no hay mucho qué mirar hacia atrás. Por eso Trainspotting (1996) es libertaria e irreverente, un grito de excitación por la vida en medio de la irreflexibilidad y la inconsecuencia; T2, en cambio, reúne a los mismos cuatro personajes, pero ya con más de cuarenta años cumplidos y la certeza de no tener aún nada en la vida, por eso la película es un lamento de amargura y frustración, aunque con la misma o mayor visceralidad que su antecesora.

Cuando Renton vuelve a Edimburgo, veinte años después de traicionar a sus amigos, los busca impulsado por una mezcla de culpa y nostalgia. Pareciera que nadie ha cambiado, ni siquiera él, están en la misma suciedad sin futuro que cuando jóvenes, pero justamente esa falta de cambio es lo que más pesa, y esta situación transforma por completo una historia que tiene casi los mismos ingredientes de la primera parte: amistad, drogas, violencia, delincuencia, repudio al sistema y oportunidades para la traición.

Ante tales circunstancias, el relato cubre con una sombra de patetismo a sus personajes. No obstante, por lo poco que ha cambiado su situación y naturaleza, de nuevo la trasgresión e irreflexibilidad se toma la trama. Víctor Gaviria dice que la delincuencia podría verse como el último recurso de resistencia de los marginados por la sociedad. Ya adultos, y aún sin nada que perder, estos cuatro hombres buscan tratar de salvar algo de ese desastre de vida, de quitarle a la sociedad ese pedazo que les ha negado. El problema es que nunca dejan de ser conscientes de la edad que tienen, del tiempo desperdiciado y de todas las cosas que han perdido.

Además, nunca olvidan lo que vivieron dos décadas atrás. Y tal vez lo mejor de la película es esa conexión que mantiene con la primera parte, con el pasado, el cual se remonta, incluso, a cuando eran niños. Ese vínculo es el leitmotiv de esta nueva historia, lo que la motiva y le da sentido, tanto a esa nostalgia de una vieja y salvaje a mistad, como a la frustración de ver que nada ha cambiado y, al parecer, poco queda de esa amistad.

Entonces las imágenes, las vivencias y hasta la música de la primera cinta aparecen como ese paraíso perdido: “Eres un turista en tu propia juventud”, le dice Simon a Mark. El mismo Danny Boyle resulta siendo turista en su vieja película, incluso dentro de T2 reconstruye el relato de aquella, volviendo a su origen, cuando esas vivencias de cuatro gamberros eran solo los garabatos de un adicto a la heroína en una hoja.

En T2 también están esas potentes, poéticas e ingeniosas imágenes que dan cuenta de los estados alterados de la mente por vía de la droga, como pocos directores lo han hecho. Sigue trepidante en su ritmo narrativo, pero detenido por momentos con el drama de estas cuatro vidas desperdiciadas. Por eso la amistad y las pupilas dilatadas, luego de veinte años, son ahora cambiadas por la zozobra de una vida sin futuro y el dilema de traicionar o ser traicionado.

 

El cielo esperará, de Marie-Castille Mention-Schaar

Las hermanas reclutadas

Oswaldo Osorio

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Hace apenas unos meses pasaba también por la cartelera del país una película titulada Camino a Estambul, la cual tiene el mismo tema de esta cinta de Marie-Castille Mention-Schaar, esto es, el reclutamiento del que muchos jóvenes europeos, especialmente mujeres y en Francia, están siendo víctimas por parte de activistas musulmanes para cometer actos terroristas o para viajar a Siria a unirse a la Jihad islámica.

Parece un poco inverosímil esta situación, pero tan cierta es como grave el problema que está comenzando a ser para las autoridades y las familias que no saben muy bien qué hacer. Y si Camino a Estambul se embarca con una de las madres de estas jóvenes a una peligrosa aventura para tratar de rescatarla, en El cielo esperará se centran más en la situación de las jóvenes y la relación con sus familias.

De forma inteligente, el guion toma a dos jóvenes para representar el problema en dos etapas distintas, pues mientras a Sonia ya la tienen captada y empieza en proceso de resistencia a la “desprogramación”, a Mélanie se le ve apenas cuando comienza todo el proceso de conversión al islam y a su causa. Son dos historias que prácticamente nunca se cruzan, porque suceden en tiempos distintos, pero el relato pasa de una a otra con naturalidad y buen sentido del ritmo, provocando una constante desazón por la inmanejable situación con estas jóvenes.

Hay un tercer personaje, la madre de Mélanie, en quien la mirada de la película se posa de forma silenciosa y compasiva, acompañándola en su consternación por la pérdida de su hija. Su presencia en el relato en principio es confusa, porque no es fácil ubicarla en la línea temporal de la narración, pero luego se va ajustando, como todo en esta cinta, a ese rompecabezas producto de un desconcertante problema del que todos tratan de entender cómo sucedió, cómo solucionarlo y cómo evitarlo.

La película también parece querer ser muy didáctica en cuanto a los métodos y argumentos que usan los reclutadores, poniendo en evidencia la vulnerabilidad de las jóvenes precisamente en esa etapa de su vida, cuando el mundo fácilmente puede parecer una amenaza y tienen la necesidad de encontrar su identidad y un sentido de pertenencia, en este caso a una religión, a una causa o hasta a un hombre. Esto no lo encuentran en la familia, tampoco en su “sociedad infiel y materialista”, por lo que aquel discurso idealista y extremo cala tan bien en muchas de ellas. Y todo lo hacen por el bien supremo de ganar el cielo, para ellas y para sus familias.

A causa de ese didactismo, se trata de un filme un poco expositivo, pero no por ello exento de una fuerza dramática que transmite de forma contundente ese sentimiento de impotencia, sobretodo de los padres, ante esta situación; así mismo, hace evidente las incertidumbres y vacíos sociales y existenciales a los que se enfrentan los jóvenes de este tiempo en el que, justamente, tienen solucionado todo el asunto material.

Ghost in the Shell, de Rupert Sanders

El alma en un armazón

Oswaldo Osorio

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Que la propuesta visual, argumental y ética de esta película sea de tal nivel y elaboración, es solo otra prueba de lo sorprendente que es la versión original, Ghost in the Shell, realizada en anime veintidós años antes por Mamoru Oshii y basada en el manga de Kazunori Itô. Y si bien la experiencia de esta versión de Hollywood con actores sigue siendo estimulante y llena de connotaciones, todo de lo que habla ya es un viejo cuento del cine visto muchísimas veces, de mejor o peor manera, desde Blade Runner (1982).

Es decir, lo que hace más de dos décadas era pura vanguardia en cuanto a las visionarias predicciones de la  tecnología y a los cuestionamientos éticos de su uso, ahora es un mundo posible y un tema recurrente del cine de ciencia ficción. No obstante, justamente uno de las principales aciertos de esta nueva versión es lo apegada que es al anime original, al punto de calcar muchas de las escenas y hasta de conservar cierto estilo de la época, lo cual es más evidente en la arquitectura, los ambientes, los carros y las armas.

Y esto es un acierto porque es conocida la propensión de Hollywood por alterar las historias originales con fines comerciales a partir de cambios que faciliten la comprensión y complacencia del gran público. Hay algunas variaciones y adiciones (como darle dos madres a la Mayor, que si bien le da fuerza a la historia no deja de ser una concesión al sentimentalismo), pero la historia sigue conservando su oscura y compleja visión de un mundo en el que es posible combinar el cuerpo humano con partes cibernéticas para reemplazar las dañadas o solo por hacerle mejoras.

¿Pero que pasa cuándo el “alma” (ghost en inglés) está definida por la consciencia contenida en el cerebro, pero todo el resto del cuerpo es un armazón de circuitos y material sintético? ¿Qué ocurre cuando los labios no sienten un beso o no se puede degustar una cerveza? Es una vuelta de tuerca del dilema ético acerca de la creación de la inteligencia artificial y de la posibilidad de que esta tenga consciencia de su existencia o desarrolle emociones. En este caso hay alma y emociones, pero no un cuerpo que las disfrute, ni tampoco una conexión y equilibrio entre el cuerpo y el espíritu.

A estos cuestionamientos éticos, que repercuten intrínsecamente en la sicología de la protagonista y, con ello, la dimensiona más allá del arma de matar para lo que fue creada, se le suma una trama policiaca y de corrupción que mueve la historia argumentalmente, pero que, además, complementa esos cuestionamientos con una crítica al poder y a la falta de escrúpulos que las corporaciones  de tecnología pueden llegar a tener en un futuro no muy distante, especialmente por su capacidad de producir inteligencia artificial, de poder ser dioses de alguna forma.

Una megalópolis de impetuosos rascacielos, con deslumbrantes imágenes y avisos luminosos (¡Oh, Blade Runner, cuánto te debe el futuro!) donde serpentean estos héroes y sus antagonistas (terroristas, por supuesto) en medio de construcciones desvencijadas, antros y sucios callejones. Un conjunto que visualmente resulta fascinante y cargado de fuerza y estilización estética, un universo de personas con unos pedazos de tecnología incrustados en sus cuerpos que cuestionan la identidad de todos, una vida de máquinas que son personas y de personas que, tal vez, sueñan con ovejas eléctricas.

Perros, de Harold Trompetero

Sarna y Misael

Oswaldo Osorio

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El problema es que la gente del cine no le tiene paciencia a Trompetero. Además, tienen una mirada selectiva de su obra, se olvidan de títulos suyos como Diástole y sístole, Violeta de mil colores, Riverside y Locos, pero siempre tienen presente –y le reprochan- que hizo El Man, El paseo y otra tanta de comedias de consumo. Se niegan a aceptar que un director puede hacer ambos tipos de cine, pasando por alto que, al fin y al cabo, desde su niñez el séptimo arte ha sido arte e industria, aunque casi siempre por separado.

Para quienes le tienen paciencia, esta nueva película es lo que se podría esperar de un director que conoce el medio cinematográfico y sus posibilidades expresivas, un director que no le teme a los extremos (de hecho, ¡El Man es un extremo!) en los que se puede llevar a una situación límite a un personaje e, incluso, a un espacio. Este es el caso de Misael y la cárcel en la que fue confinado luego de asesinar a un hombre, y donde es sistemáticamente sometido a violencias y vejaciones.

Tal vez el detonante del conflicto más evidente pueda parecer un poco gratuito o recurrente, esto es, la agresión inicial de Misael al jefe de guardias y la consecuente fijación de este por el nuevo preso, no obstante, es una situación dramática desarrollada con fuerza y coherencia a lo largo del relato. Es una relación en permanente tensión, ambigua, cruel y grotesca, que aísla más a su protagonista y potencia su consternación por el problema que verdaderamente lo está corroyendo: la separación de su familia y la imperativa necesidad de que su hijo conozca sus motivos.

El catalizador para que Misael sobrelleve este par de conflictos es una perra que vive en esa cárcel de pueblo, Sarna. Se trata de un particular y hábil recurso de los guionistas para acompañar la transformación del protagonista y servir de leitmotiv -que en ningún momento resulta inverosímil- para propiciar muchas de las situaciones, e incluso para hacer analogías y relaciones, tanto en torno a la situación de Misael en aquel ominoso lugar como a su abandono afectivo.

Pero hay que aclarar que lo que en su visión externa es una historia cargada de violencia y degradación, definida por el acabado y los gestos de un realismo sucio, también es el viaje trágico de un hombre común sitiado por su destino. No estaba en su naturaleza cometer aquel crimen, pero sus adversas circunstancias así lo determinaron. Tampoco dejar de ser amado por quienes creía estar defendiendo con sus acciones, pero su sino dictaba que lo uno venía con lo otro. Para ajustar, y como una suerte de justicia poética retorcida y cruel, en la cárcel sí encontró quien quisiera estar con él.

Esa cárcel sucia y escabrosa, con todo ese animalario cumpliendo su respectivo papel como en todo penal, es otro protagonista del relato, mientras la fotografía es cómplice de su ambiente amenazante y sofocante. Allí, y con su relato enfático y visceral que sigue las desventuras de su apaleado personaje, Trompetero crea una pieza fuerte y agresiva, que visita las miserias humanas en el peor de los escenarios y a través de un hombre olvidado de la fortuna.

 

 

 

Silencio, de Martin Scorsese -A favor-

Sometimes silence is the deadliest sound

Manuel Zuluaga – Escuela de Crítica de cine

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Pantalla en negro, se oye la voz áspera y juvenil de Martin Scorsese que dice al protagonista de su película con cierto tono agresivo: “Los pecados no se redimen en la iglesia, se redimen en las calles, se redimen en casa, el resto es cuento y tú lo sabes…“ Así  inicia Malas Calles, tercer largometraje de su carrera, estrenado en 1973. En contraste, el inicio de Silencio, su nueva película. Pantalla en negro, se oye el ambiente de una selva lluviosa, de repente, un silencio total y un título gigante, inicia el film.

La primera, en la Nueva York de los años setenta,  trata sobre un aprendiz de gangster que se ve envuelto en problemas por los atrevimientos de sus amigos, a quienes busca proteger como acto de redención ante dios. La segunda, trata sobre el esfuerzo inhumano de dos posiciones, por un lado, el de los peregrinos de la iglesia católica en Japón, y por el otro, el de los líderes japoneses que buscan exterminar esta empresa. Ambas enfrentadas por un acto de fe, y en la que cada personaje vive su propio acto de contrición en la búsqueda por mantenerse firmes en sus objetivos, y que el proceso no les desbarate la fe.

Las dos escenas mencionadas, dan muestra de los intereses que rondan la obra scorsesiana, redención y sentido espiritual; ambas presentes a través de recursos narrativos acertados, y sobre todo, de una posición personal clara. El italoamericano en algún momento de su vida quiso ser sacerdote y esto ha influido en su obra, tanto como para Bergman influyó que su padre fuese un pastor luterano represivo.

Esta vocación fallida, hace presencia en cada una de sus películas, pero en Silencio, retoma de una manera más explícita sus inquietudes de fe, rescatando la tenacidad del ser humano por continuar, por cumplir sus propios objetivos, como un asunto de fe en sí mismo. Es decir, su interés está en presentar unos personajes que en el fondo no se traicionan, sino que avanzan con convicción, y esta llega por mandato divino. Ya en Kundum (1997), exploraba esto, cómo los seres humanos somos capaces de anteponemos a situaciones  infranqueables, cómo un pequeño Dalai Lama debe regir un mundo espiritual y soportar la invasión china al Tíbet.

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Silencio, de Martin Scorsese -En contra-

Cuando el alma interfiere

Santiago Colorado – Escuela de Crítica de cine

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Lo primero que hay que entender es que esta no es una película compleja. Si bien su título se refiere a la difícil cuestión de creer o no en un dios silente, este tema solo es abordado en un par de escenas y únicamente a través los pensamientos del protagonista, sin que esto intervenga en sus acciones; quedando así relegado a un segundo plano y dando paso a otros tópicos más importantes en el relato. En ellos, Scorsese pareciera desarrollar un escabroso dilema, pero en realidad lo único complejo allí son las situaciones que se presentan, mas no el tema como tal; y aunque claramente las decisiones que deben tomar los personajes son complicadas, eso no hace que ellos lo sean.

Más que una reflexión compleja, esta cinta es una exploración sobre la inmutabilidad de las creencias. Y aunque esta tesis puede ser tan válida como cualquier otra, su planteamiento restringe la diversidad propositiva de la película y el conflicto obliga a que los personajes se encasillen en una posición u otra, para luego desacreditar dicho conflicto y terminar concluyendo que nadie puede cambiar su fe. A pesar de las complicadas situaciones de la película, al final ninguno de los personajes sufre un cambio ideológico, y aunque no siempre tiene que haberlo, esta homogeneidad se torna un poco inverosímil y hace que los personajes sean menos interesantes.

De igual manera, otro importante inconveniente es el innegable maniqueísmo que hay en el tratamiento de la historia. Aunque hay varias ocasiones en que se intenta comprender el punto de la vista de los líderes japoneses, al final esas intervenciones terminan siendo una mera fachada para disimular el favoritismo de la película hacia el protagonista y la constante villanización de quienes piensan diferente a él. Todos los argumentos de la película llevan a concluir que los líderes japoneses son ‘los malos’ y todas las manifestaciones cristianas terminan encontrando su redención; de nuevo, tornando el discurso de la película en algo un poco inverosímil y, sobre todo, situándolo en una amañada y categórica posición que termina afectando la percepción de lucidez y claridad de la película.

Y es que aunque la religiosidad de Scorsese le sirve de combustible a la cinta, a la vez parece que afecta la claridad de sus elementos. Un ejemplo particular es el montaje: extrañamente, en esta oportunidad resalta como otro desacierto por sus tendencias experimentales y preceptos facilistas (como el uso innecesario de flashbacks). Aquí la edición no sólo sacrifica la continuidad en favor del ritmo sino que compromete los cimientos básicos de claridad narrativa. Shoonmaker pareciera agotar su característica más distintiva como editora haciendo una cierta mezcla entre Goddard y Malick que, más que innovadora o necesaria para el la película, termina siendo una distracción.

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Aquarius, de Kleber Mendonça

Doña Clara contra el mundo

Verónica Salazar

Escuela de Crítica de cine

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El cáncer. El apego. La rutina. Son algunos temas que ya hemos visto miles de veces en el cine y en otras formas de arte, a veces con una carga emocional tan saturada que nos atormenta, o peor, nos aburre. Aquarius (o Doña Clara, como fue traducida), el segundo y más reciente largometraje de Kleber Mendonça, trata estos temas, así como las relaciones humanas (porque, a fin de cuentas, ¿quién no lo hace?) y los cambios en la vida. Una película que se destacó en los festivales de cine más reconocidos, desde Cannes hasta el FICCI y que ahora vemos en apenas dos salas de la ciudad.

Cuenta la historia de Clara, la última residente de Aquarius, un edificio vetusto que una constructora brasilera pretende demoler. Posicionada como su último obstáculo para emprender el proyecto de construcción, Clara hace todo lo que puede para quedarse en su adorado apartamento. Aquarius nos regala una historia sencilla con un detalle encantador: una protagonista que representa toda la situación, y en algo más de dos horas la desarrolla de la mano del conflicto con la constructora.

Dirigida por Kleber Mendonça Filho, recordado por Neighboring Sounds (2012), y protagonizada por la siempre impecable Sonia Braga, la película se vale de referencias al arte brasileño que la ambientan como la música, que a pesar de recurrir a Queen, incluye a Roberto Carlos, Mateus Alves y Villa-Lobos y la ubican en el tiempo. Hay un guiño a Gabriela (1983) con una escena de Sonia Braga duchándose en la playa, y hasta podríamos remitirnos también a Doña Flor y sus dos maridos (1976).

El filme se divide en tres partes: (1) El cabello de Clara, (2) El amor de Clara y (3) El cáncer de Clara, y cada una relaciona diferentes aspectos de su vida que encajan en la estructura. Es un recurso útil para dividir las fases del conflicto y ayuda a entender mejor la historia, y a Clara, esa mujer de 65 años que sobrevivió al cáncer de seno, enviudó y sistematizó su vida con exactitud, y que, aparentemente por terquedad o por un inmenso apego, no está dispuesta a vender su apartamento, que también representa su vida, transformando este conflicto, finalmente, en su cáncer.

Aquarius es la pelea de Clara con Diego (interpretado por Humberto Carraño), el líder del proyecto de la constructora; su abuelo, el dueño; sus hijos, quienes quieren que ella ceda; y el cambio de su comodidad por nuevas costumbres. Al principio de la película la entrevistan, pues es una conocida crítica de música ya jubilada, y ella afirma no tener problemas con la música en medios digitales, lo que nos indica que lo que le molesta no es el cambio ni lo nuevo, sino romper con el sistema que ella misma estableció.

El contraste de las épocas tratadas en la producción —años 80 y actualidad— es pertinente, bien referenciado (no faltan los carros escarabajos y topolinos, y los colores vivos en la fotografía) y no confunde. Ayuda mucho a entender la historia de Clara, de dónde viene, y le agrega emoción. Pero hay un pecado: la duración. La trama se plantea, se estanca, y vuelve a revivir en tres grandes momentos. Posiblemente este estancamiento se aproveche con fines narrativos, para hacer el final aún más emblemático, o simplemente podría ser un recurso de relleno.

Sin embargo, algunas de los planos largos aportan a la descripción de una forma muy interesante: los movimientos de cámara que persiguen a la protagonista, desde lejos, muestran el contexto y se acercan a ella, presentándola como la dueña del espacio, lo habita con propiedad y se desenvuelve en este casi que con autoridad. Ella es en la medida que se relaciona con el contexto, de lo contrario se siente inerte.

Es una producción ambiciosa que logra, finalmente, su cometido. Desarrolla varias temáticas con fluidez, atrapa a pesar de un ritmo que no es constante y alcanza a sensibilizar, especialmente sobre el apego y hasta toca algunos dilemas morales, siempre de la mano de Braga, que parece que fuera el motivo para realizar la película. Se nota que es hecha con minucia y el resultado, sobre todo, satisface.