Paterson, de Jim Jarmusch

Todos los días la poesía

Oswaldo Osorio

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Casualmente, antes de la proyección de esta película, que está llena de casualidades, presentaron un cortometraje en el que entrevistan a varios poetas, y cuatro de ellos coincidían en decir que la poesía está en todas partes. Alguno de ellos también decía que solo se necesita que alguien pueda distinguirla y ponerla en palabras. Según esto, la poesía puede, incluso, estar en una caja de fósforos,  y tanto Jarmusch como el chofer de bus que protagoniza su último filme lo saben.

Sobre todo Jarmusch, que con una sólida, estimulante y casi infalible obra, ha sabido encontrar esa poesía que pulula en el mundo en las cosas simples: una conversación tomando café y fumando un cigarrillo, la soledad de un hombre mayor o la rutina de este chofer de bus, a quien lo único extraordinario que le pasa o hace es poder poner en palabras esas cosas que ve a diario y propiciar que trasciendan con su modesto acto creativo.

Paterson vive en la ciudad de Paterson. Es la primera de muchas coincidencias de esta película, la mayoría de las cuales resultan divertidos o encantadores guiños que, en sí mismos, se convierten en poesía en razón del tono sencillo y desenfadado de este relato. Hay otras coincidencias que se pueden antojar forzadas, como el encuentro con la niña poeta y el japonés amante de la poesía. Pero si bien puede molestar su conveniente y artificial inclusión, para efectos de lo que el director quería decir sobre la poesía y su protagonista funcionan perfectamente.

En esta historia la rutina y la poesía son dos opuestos que conviven cotidianamente. Opuestos porque no hay nada menos poético que la rutina ni nada más extraordinario que un buen poema. Por eso, aunque cada día Paterson se levanta, desayuna cereal, maneja el bus, recoge el correo, cena y toma una cerveza, en medio de esa invariable rutina surge el milagro de la poesía, como esa verde hierba que brota de entre las grietas de las losas de concreto en las grandes y grises ciudades.

Además de esta oposición, la esencia y la fuerza de este personaje, y por extensión de la película, también está en su naturaleza como poeta. A diferencia de la mayoría de sus colegas, que se invisten y se autodenominan como tales, Paterson no se considera más que un chofer de bus. Escribir para él es otra de las necesidades vitales que tiene, y lo hace sin las pretensiones del artista tocado por las musas. Tal vez por eso sus poemas y su discreto oficio parecen mucho más sublimes y honestos. También por eso, nunca titubea frente a una página en blanco, aunque se resista a pensarse como poeta.

De nuevo, entonces, Jim Jarmusch nos toca con una historia y un personaje sencillos y corrientes, pero llenos de poesía. Además, con el mérito de hacer el relato de una rutina sin que parezca tediosa. Así mismo, una película sobre la poesía, también es sobre el amor, en este caso una bella y simpática historia de amor, en un segundo plano, pero siempre presente, dándole aliento al poeta y vida a sus poemas.

El ídolo, de Hany Abu-Assad

Más allá del cine

Oswaldo Osorio

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Esta película cruzó medio mundo hasta nuestras salas, no tanto por sus valores cinematográficos, sino más bien por su tema, su aleccionadora historia de éxito y, sobre todo, por sus connotaciones políticas. Y es que tanto la historia en que se basa como el mismo relato, están apuntalados en asuntos que no necesariamente tienen que ver con virtudes artísticas, ya sean musicales o cinematográficas.

En ella se cuenta la historia de Mohammed, quien desde niño, junto con su hermana y dos amigos, trata de forjarse una carrera como cantante. Pero el problema es que no estaba en Nueva York, ni siquiera en El Cairo, sino en Gaza, en medio de la represión y limitaciones impuestas por Israel, así como de la opresión y censura de un régimen conducido por el fundamentalismo islámico.

Podría pensarse que el nombre que se forjó el director palestino Hany Abu-Assad con valiosas y contundentes películas como La boda de rana (2002), Paradise Now (2005) y Omar (2013), sería la razón para que se distribuyera este filme, pero la verdad es que, a diferencia de estos tres títulos, esta nueva película parece hecha por un cineasta corriente y oportunista. Su historia de triunfo y superación, idependientemente de  estar basada en el célebre cantante que participó en el concurso Arab Idol, está planteada y desarrollada con el mismo tono sensiblero y populista propio del famoso reality show internacional.

En término emocionales, el relato está diseñado para tocar las fibras del espectador con recursos la más de las veces fáciles y gratuitos: un personaje entrañable que padece una fatal enfermedad, un tibio amor que sirve de motivación o la solidaridad de los amigos que solo aparece cuando el relato lo requiere. Es cierto que todo esto está estructurado de forma precisa y eficaz, pero no por ello se debe pasar por alto lo manipuladora y efectista que está concebida la puesta en escena y su narración.

Decenas de personas han pasado alrededor del mundo por este popular concurso, pero la particularidad de este participante es su origen y las difíciles condiciones que tuvo que superar para conseguirlo. Pero especialmente, tanto el personaje como la película, consiguen una inusitada trascendencia por las implicaciones políticas. No era un joven el que cantaba, sino todo un país oprimido ante el silencio del mundo entero. No solo es una película sobre una historia de éxito y superación, sino el relato épico y emotivo de una nación victimizada que pudo hacer de este episodio un símbolo de su lucha y dignidad ante la comunidad internacional. Sigue siendo cine, pero no tanto en su valía como un medio de expresión, sino más bien como un vehículo para impactar emocionalmente al gran público.

La defensa del dragón, de Natalia Santa

Tumbar el propio rey

Oswaldo Osorio

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Hay ajedrecistas que abandonan las partidas cuando las ven perdidas. No tienen la paciencia ni la disposición para tramitar y recibir la derrota. No parecen interesados por el fin sino por el juego, pero solo por aquel en el que tienen la expectativa de ganar. Viven como reiniciando la vida, forzando nuevas oportunidades. Eso hace Samuel, el protagonista de esta película, tanto en el juego como en su existencia, la cual parece estancada en ese bucle de reiniciar partidas, a la espera de ganar alguna.

Samuel tiene poco más de cincuenta años, es maestro de ajedrez y padre de una hija de la que poco se ocupa. Junto con dos amigos mayores que él, deambula por la ciudad y por la vida. Juegan, conversan y esperan lo que tal vez nunca va a llegar. Es una sensación de patetismo y declive que permanece con ellos, sobre todo con Samuel, durante casi todo el relato. No es la vida sino un sopor de ella.

Es una vida sin excitaciones, casi inmutable. Por eso, la fuerza de la película está, no tanto en un improbable argumento ni en la intensidad de un drama que no llega a concretarse, sino en la mirada que la directora hace de estos tres hombres y su cotidianidad. Ella sí parece con la sensibilidad y paciencia para percibir y tramitar esa lenta derrota. Y lo hace desde la construcción de personajes, los diálogos y la concepción visual.

Estos personajes están definidos, en principio, por sus oficios: el ajedrecista que ya no compite, el relojero de fina piñonería en un mundo digital y el médico homeópata jugador de póquer. Son personajes determinados más por sus carencias y marginalidad de un mundo que pasa raudo al lado de ellos. También definidos por su relación, una serena amistad guiada tanto por la solidaridad como por su mutuo reconocimiento como almas afines, a pesar de las evidentes diferencias.

Así mismo, los diálogos, que es donde más suceden cosas, se mueven con naturalidad entre los extremos de las nimiedades propias de la cotidianidad y las hondas reflexiones sobre la existencia y las relaciones interpersonales. Y lo mismo ocurre con el universo visual que encierra la parsimoniosa vida de estos tres hombres: es orgánico y lleno de detalles. Hay una suerte de filigrana en las imágenes, los objetos y los movimientos de los personajes que la cámara capta casi siempre con cuidado y desde una necesaria inmovilidad.

Natalia Santa hace aquí una película sobria, madura, aunque tal vez un poco distante emocionalmente, pero también de una tremenda sensibilidad para observar, describir y definir lo que es este mundo de tres hombres mayores que parecen estar en un prematuro crepúsculo de sus vidas. No obstante, siempre deja abierta la posibilidad de ganar una partida, o al menos de empezar otra cada que se les antoje.

Dunkerque, de Christopher Nolan

El relato de la guerra… y nada más

Íñigo Montoya

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No se me ocurre otro director en la actualidad de quien la cinefilia espere más su última producción. Ya ni Tarantino. Nolan, con su impecable, compleja, estimulante y variada filmografía nos obliga a repensar el cine desde cada nueva propuesta que trae: El thriller con Following (1998) e Imsomnia (2002), la fragmentación del relato con Memento (2000), el cine de súper héroes con Batman Begins (2005), la ciencia ficción con Interestelar (2014) y ahora el cine bélico con Dunkerque (2017).

Esta última película es sobre aquel célebre capítulo de la Segunda guerra mundial cuando miles de soldados ingleses son rescatados del asedio alemán. En este caso, la gran apuesta de Nolan está en su propuesta narrativa: en primer lugar, con la alternancia de tres distintos tiempos en el relato, que obedecen a tres momentos y duraciones de ese mismo episodio: una semana de los soldados en playa, un día de los civiles rescatistas y una hora de un piloto.

En segundo lugar, concentrando (reduciendo, también se podría decir), el grueso del metraje en secuencias de acción que tenían como únicos objetivos sobrevivir o rescatar. Estas secuencias, además de verse potenciadas por el suspenso propio de su dinamismo y la alternancia con los otros momentos, con los otros tiempos, resultan especialmente acuciantes gracias a la música de Hans Zimmer, constituida por piezas casi desprovistas de melodías, incluso muchas veces de sonidos salidos de instrumentos convencionales, que transforman el ritmo, el drama y las atmósferas en pura angustia y desesperación, incluso de una forma dudosamente artificial.

Así que, con este juego de tiempos y de montaje, la historia casi limitada a la acción y la enfática banda sonora, la experiencia de la guerra que nos propone este gran director es visceral y emocional, aunque en un sentido inmediatista, es decir, el impacto de la guerra no está presente en personajes sólidamente construidos ni en sentimientos o emociones hondos o complejos.

Es otra forma de crear un relato bélico, y una no solo valida sino de gran intensidad y pericia cinematográfica, cargada de momentos e imágenes tan inolvidables como épicos y grandilocuentes. No obstante, a la luz de muchas de sus películas, que nos desafiaron la ética, la emoción y el intelecto, tal vez dudamos un poco con este planteamiento tan directo y casi primario. Es como si, parafraseando aquel viejo refrán, haya habido mucho cine y pocas nueces.

Norman, de Joseph Cedar

Un buen nadador

Oswaldo Osorio

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Hay un tipo de personas en la vida que no tienen nada y son expertos en ninguna cosa, pero aun así, solo armados de labia y habilidad para las relaciones personales, consiguen lo que sea, o al menos creen hacerlo. Esta es la historia de un hombre así, un ser patético y fascinante al mismo tiempo, que lleva al espectador hacía distintos y contradictorios tipos de sensaciones y emociones.

El hombre es Norman Oppenheimer y el contexto en que se mueve es el Nueva York de los grandes negocios de la comunidad judía. Norman es un hombre ahogándose haciendo señas  en el vasto mar, así lo describe su sobrino ante los imposibles planes que aquél hace para entrar al círculo íntimo de los poderosos. La metáfora es clara y angustiante, como en principio parece ser la vida de Norman, pero justo lo más estimulante de este relato es cómo se va develando su participación en una maraña de relaciones e intenciones ocultas, todo en función de unos intereses económicos.

Incluso Norman es el más misterioso y enmarañado de todos. Su insondabilidad es uno de los atractivos de este personaje, y por extensión, de la película misma. Aunque ese puede ser uno de los fallos de la historia, pues nunca se sabe bien lo que está pasando, porque Norman parece viviendo en un mundo de suposiciones y hasta de ensoñaciones de triunfo y reconocimiento. Nada se dice con claridad ni nunca se muestran todas las cartas.

Entre tanto, casi todo el tiempo se siente pena por el protagonista y se busca alguna bocanada de sentido en tal entramado de relaciones e intereses. La ambigüedad en esas relaciones y la hipocresía en esos intereses aumentan el grado de desorientación, y aun así, no impele a desprenderse del posible destino de este particular hombre, interpretado por un renacido Richard Gere.

No es una película especialmente atractiva desde lo visual ni lo narrativo, solo por momentos intenta algunas soluciones creativas a una trama donde lo que importa son personas conversando (incluso por teléfono), lo cual no es suficiente. No obstante, tal vez todo eso era innecesario, porque ese castillo de naipes afilado que Norman construye, y que amenaza con venirse sobre él, progresivamente resulta de suficiente interés para aguardar un final que terminará siendo sorpresivo y tocado por una inesperado sentimiento hacia este patético hombrecito.

Brian Moser en el Festival de Cine de Jardín

El cineasta que descubrió a Colombia

Oswaldo Osorio

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Una de las funciones esenciales de un festival de cine es destacar o rescatar obras a las que difícilmente el público general tendría acceso. Es por eso que en un evento como estos, la formación de públicos empieza por la curaduría de una serie de películas y la selección de unas muestras especiales significativas cinematográficamente. Para este segundo Festival de Cine de Jardín, que se realiza entre el 20 y 23 de julio, además de una docena de títulos relacionados con el tema de la tierra, habrá una muestra de la obra del documentalista Brian Moser.

Ese tema tan amplio, la tierra, será desarrollado cinematográfica y académicamente desde tres líneas: territorio en conflicto, medio ambiente y cosmogonías. La obra de Moser, que se centra en la exploración y estudio de las comunidades indígenas americanas, tiene títulos orientados hacia estas tres distintas líneas. Este documentalista inglés, que también es geólogo y fotógrafo, llegó a Colombia a finales de la década del cincuenta y, junto con el antropólogo Donald Tayler, se dedicó a conocer y documentar distintas regiones del país donde hubiera grupos indígenas amenazados por la presencia del hombre blanco.

Casi veinte años antes de que la emblemática serie de televisión nacional Yuruparí, de Audiovisuales, diera a conocer estas comunidades en los años ochenta, ya Brian Moser había llevado sus cámaras a la selva amazónica y a la Sierra Nevada de Santa Marta, no solo para registrar las costumbres y visión del mundo de los indígenas colombianos, sino para poner en evidencia todos los problemas que los acechaban como pueblos ancestrales, ya sea por el contacto con la civilización occidental, la disminución de su territorio invadido por la explotación económica de los colonos o la evangelización de distintas iglesias.

Es así como en Pira-paraná (1960) registra de la vida cotidiana de los indígenas Makuna, casi al borde de la desaparición; así como lo hizo en Los últimos cuiva (1970). En La guerra de los dioses (1971) da cuenta de cómo los evangelizadores crean misiones o colonias religiosas en la selva con el único fin de despojar de sus creencias a los indígenas e imponerles su fe; en su serie Antes de Colón (1993), con las películas Invasión, Conversión y Rebelión, hace un profundo análisis del estado de los pueblos indígenas en toda América y del choque contra la sociedad occidental y sus afanes de progreso.

Y si bien el cine de Brian Moser es esa especie de escasa joya del cine rescatada por este festival, el evento cuenta con otro grupo de películas que abordan este tema capital, desde clásicos del cine como Fitzcarraldo de Werner Herzog, hasta título actuales como La sal de la tierra (Win Wenders) o Un asunto de tierras (Patricia Ayala); esta mirada también se desarrollará a partir de un seminario en conferencias y conversatorios con invitados como Brigitte Baptiste, Alfredo Molano, Wiliam Ospina y Gustavo Wilches.

Se trata de un Festival de cine con un tema que lo toca todo, una oportunidad para ver películas, pero también para reflexionar sobre el pasado y el presente del país y el mundo, todo a partir de un hilo conductor definido por la frase “con los pies en la tierra”.

Un don excepcional, de Marc Webb

Una vida normal

Oswaldo Osorio

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Vivimos en un mundo en el que se le trata más mal que bien a quien es diferente, incluso no importa si esa esa diferencia es un don excepcional. Por eso, el conflicto de fondo de esta película parte de la intención de proteger a una niña de las consecuencias que su condición de genio de las matemáticas le pueda acarrear en el mundo real. A partir de esta intención, el relato desarrolla una historia inteligente y reflexiva, llena de momentos emotivos y divertidos.

La historia empieza con el primer día de escuela de la niña, una escuela normal, donde, por supuesto, ella se aburre. Entonces de inmediato aparece el dilema de la educación que debe tener Mary: ¿Una convencional en la que socialice y desarrolle actividades propias de su edad o llevarla a una escuela para niños superdotados, y con ello separarla del mundo y enfatizar su diferencia frente a los demás? No hay una respuesta fácil para esta cuestión y todo el relato construye una serie de dramáticas situaciones y confrontaciones que toman partido por una u otra opción.

Cada parte se define claramente casi desde el principio. De un lado, su tío, que quiere que tenga una vida normal; mientras del otro, la abuela, quien insiste en canalizar su potencial. Esta confrontación se hace mucho más evidente cuando es llevada a los estrados judiciales. Así que lo que parecía un drama familiar toma visos de court room movie. Planteado así, parece un antagonismo demasiado básico, casi maniqueo, y la forma como presentan a la abuela, una mujer distante e impositiva, no ayuda mucho.

No obstante, ambas partes asumen esta confrontación de manera tan racional y civilizada, así como desprovista de rencores y bajezas, que el drama de este conflicto se desarrolla más a nivel de las ideas y los argumentos, antes que de las emociones ciegas y lesivas. Otra cosa es cuando el conflicto toca a Mary, puesto que, necesariamente, por su edad y a despecho de su desarrollo intelectual, ciertos sentimientos y emociones la abruman y sobrepasan su desamparo de niña huérfana.

Aunque no necesariamente sea una historia del todo predecible, este es un personaje y un conflicto recurrentes en el cine. Cada película lo soluciona de manera distinta, pero suelen tener en común el tono emotivo y ese dilema entre la normalidad y el cerrado mundo de la academia.  Así se puede ver con la película de Jodie Foster, Una mente brillante (1991), en busca de Bobby Fishcher (Steven Zaillian, 1993) o hace poco en la de Morgan Matthews, A Brilliant Young Mind (2014).

Sobresale también en esta película sus diálogos lúcidos e inteligentes, que no solo se refieren al conflicto y las situaciones en cuestión, sino que proponen unas ideas claras y reflexivas sobre la vida, la visión del mundo y las relaciones entre las personas. Con esos diálogos, tejiendo ese difícil conflicto y la seria confrontación de las partes, el relato se hace fluido y envolvente, haciendo de este filme una obra entrañable emocionalmente y estimulante intelectualmente.

 

Okja, de Joon-ho Bong

La conciencia dormida

Nataly Erazo O.

Escuela de crítica de cine

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Creíamos estar al frente de una cándida película asiática cuyo poster promocional prometía fantasía y dulzura. La silueta de una mascota gigante halada por su pequeña dueña parecía ser un homenaje a Miyazaki y su Castillo Vagabundo.

Empieza la cinta en un bosque idílico y sus protagonistas rebasan la ternura y la complicidad entre un animal y su humano, o entre un humano y su animal. Pero ya la sinopsis nos advertía algo, y entonces miramos con recelo cada paso y cada toma, como quien se come a cucharadas un helado que espera nunca terminar.

Okja es un cerdo de inmensas proporciones creado en un laboratorio,  y llevado a las montañas de la capital de Corea del Sur como parte de un experimento. La multinacional cárnica regresa diez años después para comprobar los resultados de su prueba, y de paso arruinar la vida de Mija, su única y mejor amiga.

El animal trofeo es llevado a Estados Unidos y la pequeña lo sigue sin pausa y con determinación para buscar su liberación. En el camino la cruza un grupo de animalistas, y así se desenvuelve una película entre un humor extraño, una realidad distópica pero cercana, y el nada tácito mensaje de ecología y respeto entre especies.

Bong Joon-ho, el director coreano, ya nos había demostrado su inventiva para la ciencia ficción en The host donde un monstro, también resultado de una mutación genética, se tomaba la ciudad de Seúl. En esta pieza estaba claro el rol del antagonista, y la mirada de enojo del espectador estaba bien ajustada a las desproporciones de la bestia.

Sin embargo, para esta entrega, el realizador  pone su acento en la inocencia de los animales y la tiranía del hombre, y convierte su obra en un panfleto activista que logra desmoronar las más fuertes convicciones, y robar lágrimas de compasión y culpa.

Okja no solo abre el debate sobre el papel del séptimo arte como instrumento pedagógico y promotor de causas, sino que propone una nueva discusión sobre las plataformas de circulación y comercialización del cine. Puristas y defensores de la gran pantalla, de la magia del proyector y el silencio de las salas, no han menguado su molestia ante la decisión del director y sus productores de lanzar en simultáneo la película en Netflix.

El 28 de junio figuraba en los teatros, pero también en la comodidad de los computadores, el título de esta cinta. Y así se reinventaba el papel del espectador, y las rutinas que se tejen en los últimos años para los cinéfilos.

La tecnología, el confort y el individualismo, nuevos códigos para entender las tendencias no solo de los hacedores de cine sino de sus consumidores.

Por lo pronto, la aparición de Okja en Nexflix sirve para enfrentar su principio y fin en la soledad del hogar, desatar el llanto sin prejuicios,  ponerle pausa cuando sea necesario, tomar aire, y en definitiva, ajustar la dieta.

La leyenda: La historia del verdadero Rocky, de Philippe Falardeau

Érase un pobre sangrador

Oswaldo Osorio

THE BLEEDER

El boxeo es el deporte más frecuente en el cine y la saga de Rocky es la más popular de la industria (otra cosa es que la cinefilia prefiera a Toro salvaje). Por eso esta nueva obra es un referente importante para este tipo de películas y está llena de sentido por fuera de lo que cuenta entre su título y los créditos. Es una vuelta de tuerca a esa historia de Rocky que empezó en la vida real, se volvió cine y luego continuó en la realidad, para terminar de nuevo como película, es decir, otro ejemplo de ese doble espejo reflejándose ya habitual en la historia del cine.

El director canadiense Philippe Falardeau (Profesor Lazhar, 2011) cuenta la historia de Chuck Wepner, ese boxeador de segunda en el que se inspiró Silvester Stallone para escribir Rocky (1976). Y como ocurre en la mayoría de películas sobre este deporte –probablemente por eso es el predilecto del cine- su historia tiene que ver menos con los combates en el ring que con el drama personal de un hombre carismático pero lleno de defectos y con una vida marcada por los altibajos.

La supervivencia económica, la irresponsable actitud para con su familia, los delirios de fama y los vicios son una carga muy pesada para un deportista que debería concentrarse en su carrera. Y justo en el contrapunto entre estos dos aspectos, esto es, el peso de la vida y el éxito en el deporte, es en lo que se marca la diferencia entre lo que le interesa contar a una película que. Como Rocky, pretende complacer a un público amplio (y de paso ganarse tres de los principales Oscar de ese año) y otra que busca explorar las posibilidades dramáticas de un personaje sin hacer concesiones edificantes.

Sin que necesariamente esto signifique denostar la película de Stallone, porque efectivamente tiene sus virtudes en el retrato que hace de este boxeador mediocre, también hay que tener en cuenta que es un retrato definido por la corrección política, la idealización de una victoria pírrica y la conveniencia de terminar la historia en uno de los picos emocionales de la vida de este boxeador.

Falardeau, en cambio, desplaza el deporte a un segundo plano, no maquilla la ambigua moral del protagonista y lleva su historia hasta las últimas consecuencias. Con esto consigue un personaje más dimensionado, lleno de contradicciones y por el que se sufre honestamente, más allá de las victorias que pueda o no tener en el ring. Así mismo, continuar el relato después del célebre combate con Mohamed Ali, traslada el conflicto de la emoción fácil que produce una contienda de boxeo al cuadrilátero de la vida, del resto de la vida, donde el amor, la familia y la supervivencia son más importantes que un cinturón de campeón.

La leyenda: La historia del verdadero Rocky (The Bleeder, 2016) es, además, un bello ejercicio de hacer que el cine se parezca al viejo cine (el de celuloide), esto debido a la ambientación de época, los años setenta, y al constante uso de imágenes de archivo. Por eso es una película que transporta a otro tiempo y a la piel misma de un hombre que inspiró toda una saga cinematográfica, y ahora inspira una nueva película que le dibuja sus facciones de cerca, como un hombre y un boxeador más real y complejo, sin la edulcoración de Hollywood.

 

Corazón gigante, de Dagur Kári

El niño adulto

Oswaldo Osorio

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Lo mínimo que se necesita para que nos pasen cosas en la vida es salir de la casa. Pero Fúsi, el cuarentón que aún vive con su madre y protagonista de esta película, parece que no sabe eso, o al menos apenas está por descubrirlo. Cuando es presionado a que vaya a una clase de baile su vida empieza a cambiar, por eso esta historia es la de la transformación de un hombre que, en casi todos los sentidos de su vida, todavía parece un niño.

Aparentemente es un relato centrado en la cotidianidad de un personaje ordinario, como tantos vemos en el cine contemporáneo de autor. Pero en realidad es justo lo contrario, es el relato de una serie de pequeñas cosas extraordinarias que le suceden a este hombre ordinario, como ir a una clase de baile, que una niña quiera su compañía y jugar con él, conocer a una depresiva mujer, planear un viaje a Egipto o cambiar de trabajo temporalmente.

Nada de esto estaba en la vida de Fúsi, hasta que salió de su casa. Pero la apuesta de esta película no es tanto por mostrar que le ocurran estas cosas, sino por la actitud con que él las asume. Básicamente esa actitud es la de un niño adulto, con una mezcla entre ingenuidad y generosidad, lo cual lo hace un ser entrañable y quien despierta de inmediato un sentimiento de simpatía y el deseo de que no tenga problemas y que todo mejore para él.

Por esta razón, todo daría para que fuera la historia de un personaje patético y perdedor, pero como justamente es el relato de una transformación y el acercamiento gentil a un ser esencialmente noble, se trata de la historia de un hombre que prácticamente empieza a vivir después de los cuarenta. Entonces la película nos hace testigos de este punto de inflexión en la vida de Fúsi, y lo hace en ese mismo tono pausado y sin afanes como se mueve por el mundo su obeso y callado protagonista.

Lo que prevalece, entonces, es esa gentileza en el acercamiento, pues a pesar de los reveces que pueda tener Fúsi, no es de esas historias que se ensañan con su perdedor protagonista. De ahí que lo que se puede ver aquí es una suerte de fábula sobre un hombre nuevo, no exenta de momentos patéticos y de crisis, pero abordados con cierta compasión y hasta ternurismo, también con un sobrio sentido del humor, en la medida en que una película islandesa se lo pueda permitir.