Armero, de Christian Mantilla

Melodrama sin catástrofe

Iñigo Montoya

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Más de tres décadas después, se realiza la primera película de ficción sobre la tristemente célebre catástrofe en la que la erupción del Nevado del Ruiz conllevó una avalancha que arrasó con el municipio de Armero. La producción es apenas poco más que modesta y con cuestionables recursos tanto en lo cinematográfico, como en los efectos utilizados y en su definición como cine de catástrofe, y aun así, tuvo un sorprendente buen recibimiento por parte del público en su primera semana, en la que fue vista por casi cien mil espectadores.

El gran problema de esta película es que desatiende por completo las reglas del esquema esencial del cine de catástrofe, las cuales le hubieran asegurado al menos una solidez en términos argumentales y narrativos. Y ese esquema dice que en el primer acto del relato se presenta a varios personajes representativos en su diversidad de la comunidad de la que hacen parte, para luego, durante el largo segundo acto y después del hecho catastrófico, seguir su drama, ya sea uno a uno o reunidos como grupo, mediante el cual luchan por su supervivencia, que es el conflicto supremo en cualquier historia; para en el tercer acto, dar cuenta de los sobrevivientes finales y hacer una resolución abierta.

Los guionistas de esta película, en cambio, solo escogen a dos personajes y los trenzan, durante el primer y segundo acto, en un melodrama trillado y sin interés sobre el conflicto de no poder tener hijos. La catástrofe la dejan para el clímax y rápidamente en la resolución dan cuenta de lo que les pasó a esos dos protagonistas con los que difícilmente pudo haber alguna empatía. En otras palabras, nos cambian todas las posibilidades dramáticas y de tensión de un drama de supervivencia ante una catástrofe, por un melodrama largo y sin mucho impacto.

En medio de eso, hay una denuncia puesta en escena de una forma más bien burda y obvia, en la que los políticos de turno, y hasta el cura, cargan con las culpas de una tragedia que se pudo evitar. Así mismo, es inevitable reparar en los efectos especiales utilizados para representar la catástrofe, los cuales, si bien resultan apenas comprensibles para el bajo presupuesto con el que contaba la producción, de todas formas, para los estándares del cine que vemos ahora en esta era digital, realmente se antojan más bien precarios, cuando no por momentos inverosímiles o toscos.

Mother!, de Darren Aronofsky

La casa tomada

Oswaldo Osorio

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Hay películas que no permiten ser juzgadas con certeza y de inmediato como buenas o malas, que no es posible reducirlas a esos dos extremos e, incluso, decidir si en últimas nos gustó o no. Hay piezas, como esta, con la que Darren Aronofsky dividió al público del Festival de Venecia entre abucheos y aplausos, que desconciertan, para bien y para mal, por lo que lo mejor es asumir una posición ante ella tan ambigua como el mismo sentido y calidad de la película lo es.

Aronofsky en su corta filmografía (este es su séptimo largometraje) ya nos ha acostumbrado a ese sentimiento de perplejidad que deriva en duda sobre las cualidades de su obra. Ocurrió con Pi (1998), La fuente (2006), El cisne negro (2010) y Noé (2014). Solo parece haber consenso con Réquiem por un sueño (2000) y El luchador (2008). Pero independientemente de las posiciones encontradas, lo cierto es que se trata de un cineasta con una obra inquietante, provocadora y llena de virtudes, aunque no necesariamente consistente.

Mother! (2017) empieza con el esquema de la “casa tomada”, incluso flirteando con el de la “casa embrujada”. Por eso surgen las dudas sobre la naturaleza e intención de lo que estamos viendo. No se sabe bien si es una amenaza real lo que se cierne sobre el personaje de Jennifer Lawrence o es el jugueteo engañoso de un drama sicológico, como ocurre con El cisne negro, por ejemplo. Pero lo que sí es muy real y efectivo emocionalmente es la presencia de esa familia de intrusos que se salen de control y llenan de desesperación y zozobra a la protagonista y, de paso, a los espectadores.

Porque hay dos cosas que se mantienen firmes en ese, a veces, absurdo e inconsistente universo que construye aquí este director: nunca el relato sale de esa casa y el punto de vista siempre está con ella, esta mujer que termina siendo víctima del egoísmo de su esposo, de una casa que se comporta como una entidad enferma y de los mismos excesos y efectos de un Aronofsky, quien la somete a las situaciones más estresantes, extremas y hasta inverosímiles, para provocar todo tipo de sensaciones y reacciones en el espectador: miedo, sorpresa, fascinación, aburrimiento, perplejidad, emoción, desorientación…

La historia está planteada en dos grandes actos: el primero, es cuando esta familia se toma la casa y el relato inicia un envolvente y eficaz crescendo dramático que logra una sólida y contundente intensidad, todo a partir de una precisa concepción de los personajes y el planteamiento y desarrollo de una situación dramática de indudable fuerza e impacto. El segundo, es tan chocante como indescifrable. Un pandemónium se apodera de la casa tras el éxito del poeta, y lo que viene en adelante solo es posible entenderlo a partir de cábalas sobre el sentido alegórico o metafórico de aquella excesiva y bizarra situación.

Una posible interpretación tiene que ver con esa relación entre el artista y su musa, lo cual quedaría claro con lo que sucede en la primera parte, cuando se explica que ella reconstruye la casa de su marido para que este pueda crear; así mismo, y de manera tan explícita como simbólica, al final cuando (advertencia de spoiler) ella le ofrece su corazón y con él un nuevo inicio.

En este mismo sentido, tanto el primero, pero sobre todo el segundo acto, se refieren, en buena medida, a ese estado de obnubilación y casi pérdida de humanidad y sensibilidad del artista, primero por la adulación de un admirador y, luego, por la literal adoración de la masa tras su éxito. Su vanidad y enajenación con la fama lo hacen olvidar de lo importante, de lo que lo condujeron a ser lo que es: el amor, su esposa, su musa y hasta su hijo.

El cataclismo del segundo acto también se puede relacionar claramente con la sociedad del espectáculo, la necesidad de doctrinas redentoras y la búsqueda desesperada de –falsos- mesías. Esa casa es el mundo y allí se libran, literal y simbólicamente –otra vez-, las más feroces batallas, con toda la lógica cruel y absurda que tiene la guerra y las luchas de poder guiadas por oposición de creencias, y donde la madre puede ser tanto la víctima como la voz de la razón que nadie escucha, silenciada por el estruendo del odio, las facciones y la violencia.

Y así, esta película, y sobre todo su segundo acto, podría prestarse a numerosas interpretaciones (hay una que dice que el poeta es Dios, la casa la tierra y la madre la naturaleza). Pero esto puede ocurrir ya mirándola en perspectiva, porque al momento de experimentarla, todo es confusión y desazón. La pregunta aquí es por lo procedente o eficaz que sea querer utilizar este grado de simbolismo y extravagancia para comunicar una idea. Aunque no hay que desdeñar en ningún momento la fuerza emocional y expresiva que en esta película tiene el extrañamiento, la provocación y el efectismo.

Pero en definitiva, es el cambio de un acto a otro lo que más desorienta de este filme, en especial lo gratuito que podría antojarse el segundo. Parecen dos películas distintas, aunque no en su concepción visual y narrativa, áreas donde Darren Aronofsky se muestra tan ingenioso y expresivo como siempre. Es puro cinetismo, creación de atmósferas, tensión en la puesta en escena e imágenes sobrecogedoras.

 

Amor.com, de Stéphane Robelin

Cyrano 2.0

Oswaldo Osorio

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Una comedia francesa siempre será refrescante en medio de la oferta primaria y de mal gusto proveniente de Hollywood en cabeza de un Adam Sandler o una Amy Schumer. Por lo general, el humor galo es sofisticado e inteligente. Por eso esta no es tanto una comedia de carcajadas como sí de una estimulante gracia, una comedia de enredos que apela a los resortes básicos del esquema, pero que sabe bordear la línea de la transgresión e, incluso, del velado referente a uno de los personajes y relatos más célebres de la literatura francesa.

Guardadas las proporciones, se trata de un Cyrano de Bergerac en la era de las citas por internet. Así que ya el locuaz y romántico hombre no habla en las sombras debajo del balcón de la dama, mientras ella embelesada mira al tonto y apuesto galán, sino que este hombre se oculta tras el anonimato de las páginas de citas por internet. De manera que tenemos a un anciano descubriendo el mundo de las ciber-citas, pero, a la hora de dar la cara, manda al joven que le enseñó a manejar el computador.

Como es una comedia de enredos, resulta que el joven es el novio de la nieta del anciano y este no sabe que lo es, así como ella tampoco sabe lo que traman su abuelo y su novio. Pero más allá de los posibles apuros en que se metan los protagonistas por las mentiras y ocultamientos que generan la lógica de la comedia, al relato parece importarle más la reflexión en torno al amor: la pérdida irreparable, los contrastes entre la atracción física y emocional, el romanticismo o las relaciones de pareja.

Así que con esta puesta al día y sutil variación del célebre narigón, esta comedia divierte y entretiene de forma amena e inteligente. Incluso llega un momento en que la trama roza los cuestionamientos morales en torno a la posibilidad de una pareja de tres o de las relaciones amorosas con grandes diferencias de edades. Sin embargo, cuando parecía ser más atrevida en sus planteamientos y personajes, finalmente (alerta de spoiler) termina asentándose en la normalidad del amor y las relaciones, es decir, siendo complaciente con el gran público.

 

Game of Thrones

Dos defectos de la séptima temporada (Con spoilers, obviamente)

Gloria Isabel Gómez

Escuela de Crítica de Cine

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Hace años, cuando comencé a ver Game of Thrones, quería que Jon Snow tuviera un romance con Daenerys, pero siempre creí que era solo una ilusión de fanática y que en la lógica de la serie eso no sucedería. Sin embargo, en la séptima temporada pasó, y no fue el único acontecimiento que sorprendió a todos los espectadores.

Esta temporada tuvo algunos aciertos pero fueron superados por dos grandes defectos:

Desde que en el último episodio de la sexta temporada Varys fue y volvió de un continente a otro en menos de media hora, comenzó a gestarse lo que este año sería un desastre episodio tras episodio: el desequilibrio. Cada serie tiene un tempo y un ritmo particular que construye durante cada entrega. Game of Thrones nos acostumbró a que las distancias entre un lugar y otro eran vastas e inmensas. Pero esta vez, los personajes y los cuervos iban y volvían a su antojo durante el mismo episodio, lo que restaba coherencia narrativa a la serie, llenándola de vacíos argumentales.

Cuando un espectador tiene herramientas visuales previas de un universo ficticio se vuelve más sagaz, se concentra más en los detalles: Por eso las cadenas con las que sacaron al dragón del agua fueron más protagónicas que la impresionante secuencia en la que ese mismo dragón cae del cielo, se desangra y muere. Por esa misma razón, todos nos preguntamos ¿Por qué Sansa y Arya no acudieron a Bran para resolver su disputa? ¿Cómo es que Gendry vio que el oso tenía ojos azules a esa distancia y en medio de una tormenta de nieve? En una de las escenas eliminadas de esta temporada, Sansa visita al Cuervo de Tres Ojos para esclarecer las intenciones de Little Finger. Si se grabó, fue porque los guionistas sabían que sería poco lógico que la conversación no sucediera, pero se descartó* para generar sorpresa durante el episodio final.

El otro defecto de esta temporada es que fue demasiado complaciente. A pesar de las fastuosas escenas de batallas y combates ningún personaje de las familias importantes (Lannister, Stark, Targaryen) sufrió afectaciones serias durante los seis episodios (la muerte del dragón impactó más a los espectadores que a la misma Daenerys). Dramáticamente, esto pone a la serie en aprietos. Es posible que el hecho de que los capítulos ya no estén basados en los libros publicados por George R. R. Martin tenga mucho que ver. Los guionistas se han liberado totalmente del canon oficial de la saga y esto inevitablemente afecta la versión televisiva.

También está claro que el presupuesto de cada episodio aumentó ostensiblemente: Dragones en primeros planos, la aparición de Nymeria y los extras que participaron de las batallas son algunos ejemplos. Un amigo me dijo: “Esta temporada fue más de los productores que de los guionistas”, y tiene razón por las formas obvias en las que economizaron con diálogos: tiempos, recorridos y escenas que hubieran hecho de esta una temporada grandiosa.

A medida que avanzaba la temporada, el nivel de complacencia se unió cada vez más al desequilibrio ya mencionado: Nos alegramos porque Bronn y Jamie sobrevivieran al ataque de Daenerys con los Dothraki, pero nos decepciona que hayan salido del lago como si nada, y peor aún, que hayan llegado a King’s Landing con facilidad. Olenna confiesa haber asesinado a Joffrey y nos complace que sea soberbia y tenga una muerte tranquila, pero nos cuestiona el porqué Jamie no la atacó más ferozmente después de conocer esa información (Porque por más blando que se haya vuelto el personaje, él es el Kingslayer).

Como espectadora, terminé esta temporada con dos sensaciones contrarias: la alegría por los personajes que se reúnen, se aman y sobreviven, pero la decepción por la historia que los llevo a ello, tan comprimida en siete episodios que no le hace justicia a esa premisa prometida: “Winter is here”.

* HBO no ha publicado los videos con las escenas eliminadas pero Isaac Hempstead Wright contó algo sobre la escena en cuestión.

Publicado originalmente en: https://elcinesana.wordpress.com/

La sargento Matacho, de William González

Esa cosa bandolera

Oswaldo Osorio

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La historia nacional siempre ha sido una deuda del cine colombiano, y especialmente hay unos episodios o temas que han debido abordarse desde hace mucho tiempo y con mayor frecuencia. Uno de ellos es el de los llamados bandoleros en la época de la Violencia. Esta película paga una cuota de esa deuda al contar la historia de Rosalba Velasco, alias La sargento Matacho, un relato convincente en su puesta en escena que propone una singular mirada de la guerra desde esta particular mujer.

Lo que más llama la atención de esta historia, por supuesto, es la naturaleza de su protagonista, no solo por el hecho de ser mujer, con todo lo que esto implica, como se verá, sino también porque, inicialmente, es una víctima, pero que luego deviene en victimaria. Esa ambigüedad moral y lo que podría verse como una justificación de sus acciones y su actitud, de alguna manera la hace un personaje más complejo y atractivo. Aunque también se puede cuestionar su construcción y el insólito papel que desempeñó en este conflicto.

Después de presenciar la muerte de su esposo a manos de las fuerzas oficiales, Rosalba comienza a hacer parte de la resistencia que los liberales instauraron en el campo, lo que subsecuentemente terminará siendo el nacimiento de la guerrilla en el país (véase Canaguaro, de Dunav Kuzmanich). Primero, se arroja de frente a la guerra por su cuenta, impulsada por el deseo de venganza; y después, termina siendo reclutada por los grupos armados y hasta siendo la pareja de varios de sus jefes, incluso quedando embarazada varias veces.

Hasta aquí puede ser claro lo que ocurre con esta mujer y su contexto, no obstante, el relato se ve condicionado por un aspecto que lo cambia todo y que se puede leer de distintas formas: resulta que la  sargento Matacho, como fue bautizada por arrojada y sanguinaria, es presentada como un ente que no habla ni puede tener algún contacto emocional con nadie. Esto se puede ver como una consecuencia de la despersonalización por el trauma de la guerra o también que lo que parecía ser ese personaje complejo y atractivo, termina siendo un monigote unidimensional que solo reacciona en circunstancias extremas.

Es por eso que es el coro de personajes que la rodea y sus circunstancias, son lo que mueve la historia y plantea sus ideas sobre el conflicto y este significativo periodo de la historia del país. Ella, en cambio, parece quedar reducida a un objeto, ya de ese mundo machista (el de esta cultura y la época) o de la guerra misma; o incluso un objeto del mismo argumento y de la narración.

En otras palabras, esta película puede ser vista como el intenso relato de una mujer arrastrada a la espiral de la guerra, o también como la historia que reposa sobre un ambiguo personaje que es presentado como una cosa (una víctima convertida en aguerrida victimaria), pero que termina siendo otra (excusa argumental y objeto unidimensional usado por su entorno machista).

La sensación que queda, entonces, es la de una película acertada en su puesta en escena, la recreación de una época y su contexto, una mirada reflexiva al interior del conflicto y un coro de actores y personajes que hacen funcionar tanto el relato como la historia. Pero por otro lado, esa protagonista, que sirvió de hilo conductor para que todo esto sucediera y con la que el espectador se identifica casi todo el metraje, en retrospectiva parece solo eso, un hilo fino al que hay que inventarle una interpretación en los sucesos, sin dimensión ni matices, un animalito que solo sirve para matar y para parir… Aunque ya a partir de esta última contradicción se podría empezar a escribir otra crítica de la misma extensión.

 

 

 

El discípulo, de Kirill Serebrennikov

La biblia parlante

Oswaldo Osorio

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Con la combinación entre religión y sexo siempre se podrá crear polémica, un discurso efectista y unos dramas llamativos. Es cierto que en esta película no solo se contraponen aspectos sexuales a un sermón cristiano fundamentalista, pero por ahí empieza la cosa: cuestionando los bikinis, la homosexualidad y las clases de educación sexual. Por eso, esta historia puede ser tan pertinente en los debates que propone como gratuita y sensacionalista en sus mecanismos argumentales y dramáticos.

Un adolescente se convierte en un ferviente creyente y lector de la biblia. Tanto las personas en su colegio como su propia madre, empezarán a padecer un acoso y persecución por parte de este joven, quien esgrime, con literal vehemencia, las consignas de las santas escrituras. Pero lo que al principio se revela como un personaje potente y un relato lleno de posibilidades en su complejidad ideológica y dramática, termina siendo una agotadora reiteración de una situación y personaje que, finalmente, se antojan monolíticos y forzados en busca de un efecto.

Aunque es cierto que uno de estos efectos son las lecturas y alusiones que se pueden hacer al contexto de la Rusia y el mundo actual. De un lado, pone en evidencia lo peligroso, arbitrario y hasta absurdo que puede ser el radicalismo religioso, y más aún, tomar al pie de la letra el sentido de los libros sagrados. De otro lado, se infieren comentarios y cuestionamientos sobre este país, del que es conocido la homofobia estatal, su inclinación dictatorial y hasta un atávico antisemitismo aún latente en la sociedad.

Pero uno de los grandes problemas de la película es la gratuidad y unidimensionalidad con que es construido su protagonista. En él solo vemos un instrumento amplificador de los pasajes bíblicos para confrontar a una sociedad que, por demás, no es religiosa en un gran porcentaje, y menos todavía cristiana. Nunca es posible conocer los matices de este joven, tampoco sus motivaciones ni el real sentido de lo que busca más allá de una simple y conveniente locura mística. Incluso termina por ser inconsistente hasta en su mismo fundamentalismo, cuando el guionista lo pone a levantar criminales calumnias contra alguien.

Sin embargo, este efectismo en su personaje y en el tratamiento del tema está conducido por un potente sentido de la puesta en escena, tanto en la fuerza interpretativa de sus actores y la tensión permanente que hay entre los personajes, como en el cinetismo y expresividad que hay en sus imágenes y en la forma como la cámara logra sumergir al espectador en este intenso (aunque artificial) drama. Porque se trata de una película con una premisa poderosa y llena de posibilidades ideológicas y dramáticas, pero termina por agotarse en la reiteración sin matices ni profundidad y en la presentación de debates fáciles y provocadores.

 

 

La torre oscura, de Nikolaj Arcel

El niño con el toque

Íñigo Montoya

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Generalmente los relatos de fantasía proponen dos mundos paralelos que se cruzan o chocan. Los habitantes de uno pasa al otro y se da la confrontación. También hay magia, poderes que sirven tanto al bien como al mal y uno de esos mundos está en riesgo. Esta película tiene todo eso, pero como sucede siempre en el cine de género, lo importante es la forma como presentan y combinan estos elementos para conseguir una obra novedosa y de calidad.

Si no la novedad, al menos la acertada combinación que logra esta cinta es la pareja de héroes que quiere salvar a los distintos mundos del universo de un personaje oscuro y poderoso. Un niño, a quien creen loco y perteneciente a nuestro mundo, neoyorkino para más señas, atraviesa un portal que lo lleva al mundo del villano y lo une con un pistolero que también combate a este hombre.

El contrapunto entre el apasionamiento y optimismo del niño con el derrotismo y negativo deseo de venganza del pistolero, mantiene la atención del espectador en su cruzada por salvar el universo, esto a fuerza de valentía, ayuda mutua y combinación de conocimientos y habilidades en los dos mundos, en los cuales, alternadamente, estarían perdidos el uno sin el otro.

Se trata, pues, de una entretenida pieza, creada a partir de personajes carismáticos, incluyendo al mimo villano, llena de momentos emotivos, ingeniosos, divertidos y llenos de acción. Un choque de mundos y realidades que siempre será estimulante para el espectador que gusta de la aventura y la fantasía.

Rodrigo D y la Cinemateca de Medellín

Por la memoria fílmica

Oswaldo Osorio

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Es probable que Rodrigo D: No futuro, de Víctor Gaviria, sea si no la más, una de las más importantes películas del cine colombiano. Las razones son muchas: la forma como descubre una parte de la ciudad y un universo marginal inéditos en el cine nacional, el uso de un método de trabajo e investigación que tiene como base el realismo y los actores naturales, el visceral uso de la música, su audaz propuesta alejada de la narrativa clásica y su inclusión en la selección oficial del Festival de Cannes.

Por esa importancia es que Proimágenes Colombia y la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano acaban de hacerle un proceso de restauración que, además, le dará una nueva vida en el formato digital (se hizo junto con otros tres cortos del director: Los habitantes de la noche, La vieja guardia y Los músicos). Esta labor de recuperación y restauración de la historia fílmica del país, que ya se ha hecho con el cine silente, la obra de Carlos Mayolo o la de Dunav Kuzmanich, evidencia la consciencia que ya existe acerca de la importancia de los archivos como parte esencial de la memoria nacional.

Lo significativo de esta cinta y su recuperación resultó ser ideal y de gran fuerza simbólica para presentar, el pasado 25 de agosto, la Cinemateca Municipal de Medellín, una necesidad por la que el gremio audiovisual estuvo reclamando e impulsando hasta que fue posible encontrar la voluntad política para ponerla en marcha. La Cinemateca, además, será precisamente dirigida por el cineasta Víctor Gaviria, de quien es conocido no solo su interés en el cine por hacer películas, sino que siempre se le ha visto como un gestor de la cultura cinematográfica, especialmente a través de los festivales que dirige y organiza.

El emblemático Teatro Lido, que será la sede inicial de la Cinemateca, casi llenó sus 1200 butacas para presenciar este nacimiento de la esperada entidad del cine antioqueño y la reencarnación al digital de su obra más importante. Ver Rodrigo D después de más de un cuarto de siglo de estrenada (1990) fue constatar tanto lo significativo de esos factores enumerados en el primer párrafo como la certeza del vital papel que cumple el cine como parte de la memoria de una sociedad.

Esa ciudad de Medellín que mira Víctor Gaviria a mediados de los ochenta, es una sociedad escindida, y en ella se revela un universo marginal marcado por la desesperanza de una generación que veía negado su futuro, los unos por vía de una suerte de nihilismo punk y los otros porque siempre están de cara a la muerte en su dinámica delincuencial como consecuencia de un mundo sin oportunidades.

Es un relato que sigue con la vitalidad y relevancia de hace casi tres décadas, con la furia del punk y el metal dándole voz a una generación sin expectativas de vida, así como con el espíritu de un cine que prescinde del argumento clásico y del uso de la acción como gancho, porque prefiere ser consecuente con ese universo atropellado y caótico que empezaba a explicar la oscura noche que estaba a punto de cubrir a esta ciudad.

Iván D. Gaona

Un cineasta

Oswaldo Osorio

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El título de cineasta siempre está asociado a los directores que han realizado al menos un largometraje. Y aunque Iván D. Gaona ya dirigió su ópera prima, la película Pariente (2016), mucho antes se había ganado el crédito de cineasta, esto a fuerza de una sólida obra constituida por una serie de cortometrajes que revelaron a un autor dueño de una particular y sensible mirada a un universo que había sido ignorado por el cine nacional. Gaona es el invitado especial del Festival Pantalones cortos, organizado por la Corporación Dunav Kuzmanich, y todas sus películas se podrán ver esta semana en la ciudad de Medellín.

Esta obra empezó con los cortometrajes Tumbado (2005) y El Pájaro Negro (2008), pero es con Los retratos (2012) con el título que se dio a conocer por su larga lista de premios y participación en festivales. En esta bella y divertida película una anciana, que vive en el campo, se gana en una rifa una cámara que toma fotografías instantáneas. El encuentro de ella y su esposo con este artefacto empieza por el extrañamiento y termina en la fascinación de ver su imagen y posar para luego mirarse. Es un relato intimista y espontáneo, que da cuenta de una anécdota cargada de connotaciones en relación con ese entorno rural, con la cotidianidad y con reflexiones sobre el fenómeno de la imagen misma.

Hay en esta historia un personaje llamado Completo, quien es el que le enseña a los ancianos a manejar la cámara. A Completo lo vemos en todos los cortos y en el largometraje de Gaona. Incluso hay un cortometraje titulado con su nombre y protagonizado por él. Este dato es muy significativo porque es uno de los tantos aspectos que nos habla de la unidad del universo que propone este director santandereano. Un universo donde el color local del campo es dibujado con elocuencia a partir de detalles y gestos sutiles y cotidianos.

En sus demás trabajos, El tiple (2013), Naranjas (2013), Forastero (2014) y Volver (2016), ese color local y esos personajes prevalecen y dan cuenta de una dinámica de provincia donde la cotidianidad es potenciada por la sinceridad y fuerza de las emociones y de las relaciones interpersonales, pero también por esa violencia latente, ya sea sugerida o explícita, que está siempre de sonido de fondo en los campos del país.

La mencionada unidad de ese universo adquiere un acabado mayor con su largometraje Pariente, una de las pocas películas que habla abiertamente sobre el paramilitarismo en Colombia, pero lo hace entre las gruesas líneas que traza sobre aspectos que le interesan mucho más este cineasta, como el amor, la música, lo cotidiano, el contacto entre las personas y ese color local que nos revela un mundo inédito en las representaciones audiovisuales del país.

Churchill, de Jonathan Teplitzky

El poder obsoleto

Íñigo Montoya

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Casi por consenso se considera a Wiston Churchill, el Primer ministro de Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial, como el político más importante del siglo XX. Su liderazgo y experiencia fueron decisivos para llevar a la victoria a los Aliados frente a los alemanes en este definitivo momento histórico de la humanidad.

A pesar de eso, nunca se había hecho una película sobre su figura vista por fuera de los textos que él mismo escribió, y menos aún, se había concebido una mirada tan poco generosa y de un acercamiento íntimo como hombre en medio de sus labores como figura pública. Lo más cercano había sido la serie de Netflix, The Queen (2016), donde aparece como un importante personaje secundario.

El argumento de esta película solo toma unos cuantos días ante de la célebre Operación Overlord, la cual planificó el desembarco en Normandía el Día D. Lo primero en que se afana el relato en mostrarnos a un viejo y tozudo político que se enfrenta a los dos grandes comandantes de la Gran guerra (Eisenhower y Montgomery), no solo con caducos argumentos, sino expuesto a que lo dejen por fuera de las grandes decisiones.

De manera que la película se concentra en ese momento crítico cuando el hombre más poderoso del mundo se ve desorientado, ignorado e irascible. Es un dramático contraste que el director sabe capitalizar emocionalmente de cara tanto al personaje como al espectador. Así mismo, pone en evidencia con esta situación la vulnerabilidad de la vejez, las veleidades del poder y, en un contexto más amplio, el cambio histórico que daba las formas de hacer la guerra.

No es, entonces, una película sobre la guerra, ni sobre la historia, tampoco acerca del poder mismo, sino sobre la tragedia particular de un hombre insigne y poderoso en un momento crítico de su carrera. Es un contundente retrato privado y doméstico de un célebre líder, por lo que esta mirada distinta cambia por completo la historia, y por eso la hace relevante, intensa y conmovedora.