Canción de Iguaque, de Juan Manuel Benavides

De la sanación espiritual

Oswaldo Osorio

iguaque

Dicen que el cine sana, y esta colateral función del sétimo arte se potencia con películas que tienen como tema la sanación misma y que hacen de ella la lógica que articula su discurso y recursos, como ocurre en esta propuesta de Juan Manuel Benavides. Pero el problema es que un relato no se puede concentrar tanto en su objetivo de fondo al punto de descuidar la solidez y pertinencia de los medios usados para ratificarlo. Esto es lo que sucede con esta película, la cual, a pesar de sus virtudes en diversos aspectos, termina flaqueando en la narración y el tono que requerían su tema.

Es la historia de Roble, un hombre que aparentemente tiene una vida espiritual y centrada en los valores de la naturaleza y alejado del consumismo. Pero cuando conoce a Xue, una mujer citadina y de clase alta, su mundo comienza a transformarse y se revela quien verdaderamente es, un ser débil de carácter, conflictivo y que arrastra unos traumas de infancia que tienden a reflejarse en su comportamiento.

Vista en perspectiva, la película tiene claro su arco narrativo y dramático, así como ese objetivo final, el de la sanación espiritual. No obstante, es cuando se miran sus elementos constitutivos y los procedimientos y resortes usados para construir ese arco que evidencia unos recursos gratuitos, cuando no inconsecuentes. El primer resorte es, por supuesto, la llegada de Xue, que no solo es la forma más obvia de poner en conflicto a su protagonista, sino que resulta artificial su naturaleza de chica de sociedad jugando a ser jipi (¿Dónde parquea su mercedes mientras tanto?).

Igual de artificial y gratuito es el detonante que usan para crear el conflicto entre la pareja. La mano del guionista se ve groseramente cuando pone y quita a un tercer personaje para inventarse el drama que luego será la base del resto de la película: la mano herida y el abandono de Xue. De la misma forma, se “saca de la manga” a una especie de chamán que los espera a la salida del hospital donde no los atendieron por falta de EPS, y lo mismo sucede cuando, casualmente, él llega a la casa de la mujer que finalmente lo someterá al último proceso de sanación.

Lo que sí sabe aprovechar muy bien esta película son las posibilidades del paisaje y la naturaleza para construir una atmósfera visual bella y estimulante, además de consecuente con su tema e historia. Aunque de nuevo cae en excesos y artificios con su banda sonora, la cual está siempre recalcando lo natural y ancestral, cuando no lo melodramático, porque los recursos del melodrama también intervienen en el relato y con ello se distrae del tono contemplativo, espiritual y sosegado que procura sostener y le es más afín, pero que en últimas se desdibuja ante tanto elemento gratuito y forzado.

Las series de televisión

¿El nuevo cine o el cine reciclado?

Oswaldo Osorio

series2

Que el mejor cine se está viendo en la televisión, es una afirmación que se origina en el buen momento por el que está pasando la producción de series en la actualidad. No obstante, es una idea más provocadora que justa, no solo frente al cine alternativo e independiente, sino también en relación con lo que realmente puede estar ofreciendo de novedoso o elaborado este producto audiovisual que, sin duda, ahora es un verdadero fenómeno mediático y un atractivo formato para consumir historias en distintas plataformas para una nueva y creciente audiencia.

Los relatos por entregas para un público masivo tienen su antecedente más destacado en la obra de Balzac. Pero muy pronto el cine, con su progresiva popularidad a medida que avanzaba el siglo XX, hizo de los seriales la televisión aún no inventada, especialmente para el público más joven. Ya desde la segunda década de esa centuria, existían series como Fantomas (1913) o Los peligros de paulina (1914), que iniciaron una tradición del cine por entregas semanales que continuaría con una predilección por el western y, en las décadas del treinta y cuarenta, con los célebres seriales de súper héroes y personajes provenientes de los cómics, como Superman, Batman, La sombra, Dick Tracy y Flash Gordon, entre muchos otros.

Pero con la popularización de la televisión en los años cincuenta, las series pasan del cine a este nuevo medio y hacen carrera legendarios títulos como I Love Lucy, Alfred Hitchcock presenta, Dimensión desconocida, Star Treck, MASH y una larga lista que se convirtió en el campo de batalla de la lucha por las audiencias entre las tres grandes cadenas estadounidenses: NBC, CBS y  ABC. Cruzando el Atlántico, la BBC de Londres también consolidó una tradición de producción en esta línea que tuvo una importante difusión e impacto en la audiencia de América Latina.

Una nueva televisión

El punto de inflexión, no solo de las series, sino del negocio y la producción televisiva en general, se da paulatinamente en la década del noventa, cuando la televisión por cable empieza a marcar la diferencia en sus contenidos en relación con la televisión abierta. El caso paradigmático y exitoso de esta transformación es el canal HBO, con series como Los Soprano (1999), Six Feet Under (2001) o The Wire (2002), en las cuales los temas, los personajes y su tratamiento resultaron una verdadera novedad para la televisión. Aunque en realidad, podría decirse que este medio, antes pensado para un público genérico y familiar, se liberó de límites y censuras, invirtió en los valores de producción, buscó audiencias nicho y retomó de la tradición cinematográfica muchas de sus características, empezando por la expresividad de su lenguaje.

Todos estos factores, sumados a la accesibilidad de las nuevas plataformas, como la televisión por demanda, el internet y Netflix, han dado para que se esté hablando de una nueva Edad de oro de la televisión. Pero claro, se trata de una idea que solo toma en cuenta esta suerte de élite televisiva que son las prestigiosas series de los grandes canales (de televisión abierta, cable y online), pero el grueso de la parrilla de la pantalla chica sigue siendo una producción donde reinan los contenidos superfluos, estandarizados y sedientos de cualquier gota que le puedan exprimir al rating, a cualquier precio.

Un nuevo punto de inflexión se ha estado experimentando en los últimos años, especialmente luego de la popularización de Netflix, y por extensión con el consumo de series vía online. Además de la supresión de los cortes comerciales (que tiene una significativa incidencia en la construcción dramatúrgica de los relatos), el gran cambio cualitativo en relación con la televisión tradicional es que ya el espectador no tiene que esperar un día y un horario para poder ver cualquier contenido, sino que tiene a su disposición toda la temporada de una serie, para verla cuando quiera y en la dosis que se le antoje.

Esta posibilidad ha traído consigo una especie de nuevo comportamiento adictivo hacia el consumo de estos productos audiovisuales, pues al no haber límites, hay quienes ven una o varias temporadas de un tirón en un fin de semana. Aunque luego se les venga una larga resaca de abstinencia mientras se estrena la nueva temporada, pero una resaca que pueden aliviar con otra de las tantas series disponibles, igual o más adictivas.

Cine en televisión

La gran oferta y facilidad del consumo doméstico es la base de esta Edad dorada, pero esa disponibilidad de contenidos necesariamente tuvo que estar respaldada por unas características que también hicieran la diferencia con otras épocas de la televisión: el tipo de contenidos, apelar a los géneros, invertir en la producción y la complejidad en la construcción de los personajes y relatos son las más sobresalientes.

Y efectivamente, ver series como  Twin Peaks, Vikings, Juego de tronos, True Detective o Sense 8 es como estar viendo el mejor cine pero en la confortabilidad y la autonomía del hogar. No obstante, este “nuevo cine”, en buena medida, lo que ha hecho es traer los contenidos y valores de producción de la pantalla grande a estas plataformas contemporáneas, por lo que, de cierta forma, se puede antojar reciclado y recurrente para un público más cinéfilo, aunque no para una nueva y cada vez más joven audiencia, que se sorprende y disfruta con esta novedosa ráfaga de contenidos que puede ver desde la cama o el sofá.

A pesar de las innegables cualidades de muchas de estas series, también es necesario cuestionarse por los ingredientes en que basa su popularidad, y hay tres que llaman especialmente la atención, por ser proclives a enganchar de forma fácil y hasta sensacionalista a cualquier espectador: la violencia, el erotismo y los villanos como protagonistas. La más exitosa serie del momento, Juego de tronos, es el mejor ejemplo de esto. En un inventario rápido de los títulos más populares del nuevo milenio, se podría constatar que la mayoría tienen al menos dos de estos tres componentes.

Pero más allá de esta cuestión, así como de la mala manera en que muchas series terminan desfigurándose con el exceso de capítulos y temporadas, esta forma narrativa se está imponiendo con gran fuerza en la cultura popular como un producto intermedio entre el cine y la televisión, con los mejores valores y ventajas de uno y otro medio. Y en este nuevo fenómeno no hay que olvidar el importante papel que las redes sociales están cumpliendo, tanto publicitando las series como en la construcción de un discurso hipertextual sobre sus temas, personajes y universos, lo cual hace que estos relatos no sean solo lo que encierran los cuatro lados de una pantalla, sino una apropiación de los contenidos nunca antes vista, y en eso, especialmente, radica su mayor triunfo sobre cualquier otra forma de contar historias conocida hasta ahora.

Publicado en agosto de 2017 en la revista Visor, No. 7, de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad Pontificia Boliviariana.

La boda, de Stephan Streker

De la tradición y la injusticia

Oswaldo Osorio

boda

Es sabido que, en pleno siglo XXI, en muchas culturas aún se conservan prácticas y costumbres atávicas que, al menos por lo que a Occidente se refiere, van en contravía de las lógicas establecidas sobre asuntos como derechos humanos, autodeterminación o condición de género. En esta película belga se hace evidente eso porque las tradiciones de unos y la lógica civil de los otros coinciden en la historia de una joven que quiso hacerle frente a esta contradicción.

Zahira tiene 18 años y debe someterse a un matrimonio acordado, como lo dicta la tradición del país de origen de sus padres, Pakistán, aun cuando se encuentran en Bélgica. A pesar del auténtico amor que hay en su familia, con sus padres, sus dos hermanas y, especialmente, con su hermano, la imposición del matrimonio con un desconocido de Pakistán no está en discusión, sin importar las insistentes negativas de la joven por hacerlo.

El énfasis del relato está, precisamente, en ese contraste cultural y emocional que se revela en esta familia y, particularmente, en la situación de la joven, quien tiene la mentalidad de una ciudadana occidental, pero está atrapada y condenada por la tradición de su pueblo. Es como si su casa fuera un enclave del Pakistán ancestral en la Bélgica del siglo XXI. Y en ese sentido, esta es una de esas historias que verdaderamente cobra mayor fuerza cuando aparece esa leyenda que le anticipa al espectador que la película está basada en hechos reales.

No obstante, por más fuerte que sea el conflicto de esta joven y por más que se ponga en evidencia esta contradicción cultural, y sobre todo, con su impactante final, es un relato que termina siendo un tanto plano, un trámite para contar una anécdota de la que ya se prefigura su desenlace desde los primeros minutos. Es cierto que trata de plantear unos argumentos e ideas con fuerza, como el discurso de la hermana sobre la inevitabilidad de la injusticia, pero finalmente todo en su puesta en escena y desarrollo del relato termina siendo demasiado convencional y correcto.

Es una obra con un tema revelador e impactante, sin duda, pero el cine debe ser siempre mucho más que un argumento, y eso es lo que se echa de menos en este relato, que hay más anécdota que cine, y para conocer anécdotas, mejor leemos el periódico, que fue de donde el director sacó esta historia.

Cezanne, de Danièle Thompson

El rechazado de los rechazados

Íñigo Montoya

cezanne-and-i

Películas sobre la pintura y los artistas siempre serán atractivas para el cine, más aún si se trata de épocas y movimientos tan fotogénicos como el Impresionismo. Pero la historia de Paul Cezanne, por más que se haya cruzado con este célebre periodo de la pintura, parece tener más diferencias que aspectos en común con los protagonistas del movimiento y sus contemporáneos Manet, Renoir, Pissarro o Degas.

De hecho, esta no es la historia sobre la pintura y un pintor, sino sobre una amistad, y es la que cultivaron durante casi toda su vida este artista y el afamado escritor Émile de Zola. La narración va y vuelve en el tiempo para dar cuenta tanto de los fuertes lazos que los unieron en la niñez y juventud, como de la manera en la que se fue menoscabando su amistad en la vida adulta y la vejez.

En ese sentido, por más que ese recurso de alterar el orden de la historia en la actualidad sea más un gesto de pretendida modernidad, en este caso funciona para entender la naturaleza de la relación entre estos hombres y la forma en que una larga amistad puede deteriorarse con las vicisitudes de la vida, pero mantener su esencia a fuerza de una historia en común y la, a veces, inexplicable lealtad que profesan las amistades de vieja data.

Y aunque se dijo que es la historia de una amistad, el leitmotiv del argumento y la relación es el énfasis que el relato le pone a la desventurada vida, como persona y artista, de Paul Cezanne. Pero sobre todo, a ese carácter, muy difícil de llevar por cierto y definido por la tozudez, que fue el que lo condujo a marcar la diferencia entre sus colegas, quienes si bien tuvieron todo el éxito y reconocimiento que buscaban, terminaron –incluyendo al mismo Zola- por entregarse al gusto mercantil y popular, convirtiéndose finalmente en esa Academia que antes combatían.

Cezanne, en cambio, fue el artista que definió el paso a la siguiente era del arte, al cubismo, la abstracción y las vanguardias. Por eso esta película, aun siendo muy dura con su protagonista, termina argumentando y validando la fuerza personal y artística de un pintor que supo soportar ser el rechazado de los rechazados.

El seductor, de Sofia Coppola

Sustancia o estilo

Oswaldo Osorio

seductor

¿Qué ocurre si a un armónico mundo constituido solo por mujeres entra un hombre? Esta es la premisa de la historia de este filme y de la novela de Thomas P. Cullinan en que se basa. Lo que ocurre es que esa armonía desaparece y salen a flote conflictos y emociones de diversa índole. Claro, sucedería lo mismo si fuera un mundo de hombres con una mujer, pero en este caso es significativo que la directora sea Sofia Coppola, por toda la comprensión y sutileza que ha demostrado en su obra para con los universos femeninos.

Esa relación se puede demostrar claramente si se compara esta versión con la que hizo de la misma obra, en 1971, Don Siegel con Clint Eastwood (sí, los mismos de Harry el sucio), toda llena de acción y con el énfasis puesto en el intruso. Dos miradas a una misma historia que bien podrían servir para comparar esas diferencias entre lo masculino y lo femenino en distintos sentidos. No se puede decir que una es mejor que otra, solo tan diferentes como los hombres lo pueden ser de las mujeres.

Tampoco se puede decir que la una sea para ellas y la otra para ellos, porque ambas tienen cualidades que se pueden disfrutar dependiendo de lo que se busque en una película. La de Siegel derrocha en visceralidad y sexualidad lo que la de Coppola en creación de atmósferas y sutileza. El problema es que tanta atmósfera y sutileza corre el riesgo de quedarse apenas en un ejercicio estilístico, algo que ya se le había visto en una película como María Antonieta (2006).

Es por eso que lo más sobresaliente de esta película tiene que ver con aspectos formales, desde la perfecta locación, una mansión algodonada por la exuberante naturaleza del Sur en plena guerra de secesión estadounidense; pasando por el cuidado casi preciosista de la fotografía, especialmente en el manejo de una sugestiva y delicada iluminación y de unos cuidados encuadres; hasta las interpretaciones de un grupo de actrices y un actor que supieron entender la delicadeza que proponía esta puesta en escena.

Es por eso tal vez que Sofía Coppola obtuvo en Cannes el premio como mejor directora, porque es en la forma como está dispuesto, se ve y funciona este micro universo (nunca cruzan la cerca de la propiedad) en donde se encuentran las virtudes cinematográficas de este filme, no tanto en la forma del relato y las implicaciones éticas, emocionales y hasta históricas que podría tener este argumento.

Sin duda se trata de una bella y sutil película, un relato al que, escarbando un poco más, se le podrían hacer lecturas en torno al empoderamiento femenino o a las complejas consecuencias de la tensión sexual. No obstante, el estilo parece preponderar sobre la sustancia, y en ese sentido, también depende del tipo de espectador que prefiera lo uno o lo otro, aunque lo ideal sería, siempre, que una película pudiera tener ambos componentes.

Siete cabezas, de Jaime Osorio Márquez

Ni cine de género ni de autor

Íñigo Montoya

foto_-_siete_cabezas

El páramo (2011) es una de las películas más destacadas que se han hecho en Colombia en los últimos años, esto bajo el criterio del buen equilibrio que consigue entre un cine que logró conectar con un público amplio y sus cualidades cinematográficas reconocidas por la crítica en general. Es una película que juega hábilmente con la atención del espectador, insinuándole que se trata de una historia de horror, pero que poco a poco y con precisión va transformando el relato en un thriller sicológico.

Con Siete cabezas este director parece que quiso permanecer en ese territorio atmosférico del horror, la tensión y el thriller sicológico, pero esta vez ya no pensando tanto en los esquemas y recursos del cine de género sino más bien en los gestos y la contención del cine de autor. Porque también esta historia se desarrolla en un apartado lugar (un parque natural), sometido a extrañas y amenazantes fuerzas que parecen acechar a sus protagonistas.

¿Pero quiénes son los protagonistas? ¿El callado y misterioso guardabosque o la mujer embarazada y su esposo que se encuentran realizando una investigación? El punto de vista pasa de un lado a otro y por eso resulta difícil identificarse con alguna de las miradas: la bióloga que parece sospechar algo y sobre quien el relato trata de insinuar que se cierne un peligro o el ambiguo guardabosques, que no se sabe bien si es víctima o victimario, y tampoco termina convenciendo esa explicación de la condición que padece, la cual es del todo contraria, por lo extrema y singular, a ese tono realista y de cotidianidad que plantea todo el relato.

Entonces el director hace un doble juego con el relato y el espectador, donde ese tono propio del cine independiente o de autor (silencios y planos largos, ausencia de un conflicto evidente, imágenes sugerentes y acciones triviales) se contradice un poco con las imposturas del cine de género,  con los efectismos de la música, las falsas pistas y la aparición de un extremo motivo desestabilizador que padece el protagonista.

De manera que la película no termina siendo ni cine de género, porque no consigue los efectos del cine de horror o del thriller, ni tampoco una historia que diga algo significativo o potente de sus temas y personajes. Es cierto que consigue crear una atmósfera de extrañeza y opresión, pero eso solo es el ambiente propicio para que sucedan o nos cuenten unas cosas que nunca pasan ni nos dicen.

El viaje, de  Nick Hamm

Las dimensiones del diálogo

Oswaldo Osorio

viaje

Para dialogar se necesitan dos, pero también una oportunidad para hacerlo. Esta película es sobre esa oportunidad histórica que podía acabar con una guerra civil de cuatro décadas en Irlanda del norte. La premisa inicial es muy básica: poner a conversar a dos enemigos, y la acción lo es más todavía: comparten un viaje de tan solo 84 kilómetros en un carro, y aun así, el director logra un relato dinámico, tenso, complejo y reflexivo.

Es el año 2006. Ian Paisley, ministro protestante y líder del Partido de la Unión Democrática, y Martin McGuiness, ex combatiente y líder del Partido Republicano Sinn Fein, son dos extremistas con una posición irreconciliable sobre al conflicto, sus razones y su odio frente al otro. Si bien estaban sentados en la mesa de negociaciones, estas poco o nada avanzaban ante los radicalismos de ambos bandos. Solo un arriesgado plan, mediado por el gobierno inglés, podía ser la esperanza para algún acercamiento.

El viaje que emprenden estos dos hombres no solo es el recorrido hacia un aeropuerto, sino también hacia las diversas posibilidades de un diálogo entre dos opositores que, de entrada, ni siquiera quieren conversar. Así que son las palabras y los argumentos donde se encuentra el drama, la acción, la construcción de personajes y el contexto de esta historia. Una interlocución que va desde la negación de la comunicación, pasando por la hostilidad y las recriminaciones, hasta la eventual empatía y la circunstancia de poder ver en el otro a un hombre con sus razones y no a un enemigo mortal.

El accidentado diálogo entre los dos líderes consigue exponer las distintas posiciones y puntos de vista de este conflicto, incluso reconstruir los momentos más críticos de esta confrontación. Es posible entender el radicalismo del predicador que reprocha todos los actos de violencia y terrorismo ejecutados por el IRA; así mismo, la necesidad de los insurgentes de obtener su libertad y derechos pagando el precio moral que exige una guerra; pero también, y sugerido con sutileza, la secreta urgencia de ambos por acordar la paz por el bien de todos.

Pero tal vez lo más duro de esta película es que, en últimas, a pesar de conseguir finalizar un conflicto largo y fratricida, no es una historia sobre la reconciliación, sino sobre política. Tal vez la reconciliación y el perdón llegarán paulatinamente a mediano o largo plazo, pero el mecanismo que logró un acuerdo fue la política, esto es, una negociación del poder. Es por eso que deja un sabor agridulce este histórico episodio, pues lo que se consiguió fue por intereses de poder inmediatos, pero también se consiguió porque dos hombres pudieron acercarse y conversar.

Esta historia resulta muy significativa en la coyuntura política que vive Colombia actualmente. Aunque ya está firmado el tratado de paz con la guerrilla, aún hay una incomunicación de los extremos que lo atacan y lo defienden. Son voces gritando desde orillas opuestas y que se desatienden mutuamente. Tal vez al país le falta eso que propone esta película: crear la oportunidad para que los hombres, y no las ideas radicales, se acerquen a hablar, aunque sea de sus intereses, pero buscando el bien común.

Blade Runner 2049, de Denis Villeneuve

Las lágrimas de los androides

Oswaldo Osorio

bladerunner2049

Es una osadía creativa y un riesgo económico hacer, 35 años después, una segunda parte de una de las películas más emblemáticas de la ciencia ficción y uno de los más grandes filmes de culto de todos los tiempos. En 1982 la cinta de Ridley Scott cambió este género cinematográfico, que andaba en peligro de infantilización con Star Wars, y lo hizo desde su propuesta estética, la complejidad en sus planteamientos éticos y su conexión con el cyberpunk.

Esta segunda parte continúa la historia, veintiún años después, con un cazador de androides (Blade Runner) que no tiene un trabajo tan simple como el de su antecesor, Richard Deckard, quien tenía que “retirar” a cuatro “replicantes” y solo hacia el final vislumbra ese componente humano de estos seres sintéticos, esbozando con ello la cuestión ética de los sentimientos de los replicantes que estaba planteada desde el texto de Philp K. Dick, autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?

En esta segunda entrega, en cambio, de su protagonista, el agente K, de entrada sabemos que él mismo es un replicante y un Blade Runner, entonces en adelante todo es ambigüedad, tanto para para el agente como para el espectador, pues él y los otros seres que no son humanos están cargados de una serie de gestos y necesidades que se mezclan con el automatismo e insensibilidad de su naturaleza artificial.

Pero lo que hace más de tres décadas empezaba ser una reflexión ética novedosa y compleja sobre la inteligencia artificial, ahora sorprende muy poco porque ya estamos harto familiarizados con este tipo de personajes. Incluso, en esta película de Villeneuve, esa ambigüedad del androide con sentimientos termina siendo más bien un confuso comodín que juega con el espectador, pues nunca se establece bien los límites de la combinación humano – máquina, y en ese caso todo vale.

De otro lado, la base de la trama es, en esencia, simple: buscar a un niño que puede ser la clave en esa relación entre humanos y androides. Además, apela al esquema de ponerle perseguidores al perseguidor, y de esta forma mantiene dinámica esa trama y la provee de giros sorpresivos. Y todo esto se desarrolla en ese particular tono propuesto por la primera entrega, que es lo que resulta más atractivo de este título, un tono que tiene que ver con el pesimismo y oscuridad propios de las distopías y de la estética cyber punk, con la música de Zimmer y Fisch  que se inspira en la célebre banda sonora de Vangelis, con la sombría carga de un oficio condicionado por la muerte y, sobre todo, con esa pesadumbre causada por los dilemas de identidad personal y emocional de una máquina que parece un hombre.

De ninguna manera esta entrega es decepcionante frente a esa obra maestra que la precede, y ciertamente propone un giro adicional a esa cuestión ética sobre la inteligencia artificial (ese giro es la naturaleza y la identidad del niño). Pero sin duda ya han pasado muchas películas bajo el puente del primer Bade Runner, que no permiten que este nuevo título sea algo más que un estimulante émulo de aquella fascinante y aún vigente pieza de Ridley Scott.

Mother!, de Darren Aronofsky

De cómo preservar la vida… En filmes muertos 

Diana Carolina Gutiérrez – Escuela de crítica de cine 

mother_TIFF_2040

Entre odiado, docto confundidor de audiencias y laureado director de obras magnas se encuentra Darren Aronofsky con su última película Mother! (2017), extraña mezcla entre drama habitado por el suspenso y thriller psicológico mal logrado. Sin embargo, al osado Aronofsky lo han puesto junto al surrealismo místico de Jodorowsky o la grandeza cinematográfica de Lynch y Polanski. Surge en este sentido una pregunta fundamental para la crítica cinematográfica: ¿Hasta qué punto es válido, aceptable, viable, romper las tramas al espectador de tal manera que queda una desazón desestructurada?

Si se miran sus antecedentes como director, hay un asunto con los juegos psicológicos, como en La fuente de la vida (2006) o el Cisne Negro (2010) donde los personajes se debaten entre la cruda realidad y un “otro-mundo” imaginado en el cual se represa el inconsciente; mismo caso, más lisérgico, es el de Requiem for a Dream (2001).

Esa presencia de la complejidad de la psique humana se ve también en Mother! Una pareja -él, escritor y ella, ama de casa entregada a su marido y a forjar su hogar- son cuestionados por la repentina visita de dos desconocidos que misteriosamente se van inmiscuyendo en la vida del matrimonio, siendo bien recibidos por el escritor, pues ve en lo desconocido la posibilidad de creación, ocasionando en su mujer un constante malestar. Sin embargo, su esposa, carente de satisfacción en algunas especificidades y él, volando en un mundo absurdo falsamente poético, llevarán el estado de calma hogareño a un caos confuso, cruento y desmedido.

Es necesario hablar de la dirección de fotografía y dirección de actores para plantear de manera exacta una postura negativa sobre el planteamiento dramático del filme. Es claro que la historia se cuenta más desde ella que desde él; los constantes close ups de su rostro, los escorzos desde su visión y la cámara tipo thriller siguiendo todas su acciones por la casa nos dan falsas sensaciones de una película de terror que no va a consumarse.

¡Esto no está mal!, sin embargo, son esos close ups y seguimientos los que plasman una sensación de confusión premeditada, forzosa, como si le dijeran al espectador: ok, es momento para que le mire los pezones a Lawrence mientras le transmite la sensación de que algo malo va a pasar, y nada pasa y se ve en pantalla un recorrido vacuo por una sala vacía donde explotan el ícono por el ícono, nada poético, nada profundo, nada que cuente más y se va sintiendo quien mira como un idiota paranoide.

Si bien hay movimientos hacia detalles con asociaciones que pasan de lo físico a lo mental (una grieta en la pared que lleva a una idea, agua que se asocia con delirios), poco a poco todo se va haciendo difícil de creer, y no a la manera de Dogville (2003) que plantea un absurdo creíble, sino soso, arrastrándose cuadro por cuadro.

Hay una falencia constante culpa de los tiempos manejados para cada escena, pues gran cantidad de planos no dan el tiempo suficiente para generar la verosimilitud de extrañeza que se quiere generar con la mujer, ni para demostrar cómo surgen las ideas literarias en el hombre; más bien parece que el escritor se agarrara de una musa repentina que le trae como vómito su mejor texto en un pedazo de pergamino a la antigua. Asimismo, el caos o la muerte llegan de la nada -aunque esto es entendible para la sensación de absurdo dramático que el director propone- y no se sabe si atrae tal espectáculo o si es por completo falaz.

El asunto de la metáfora con la feminidad desde las heridas y la sangre, la presencia de la mujer/madre y la sensibilidad propia de la misma es de resaltar en el filme. En ella habitan fantasmas mentales que cumplen la función de generarle frustración matrimonial, presión y autoexilio donde ella misma teme que su hogar ideal sea un hogar-pesadilla, y su paraíso, condena dentro de esas situaciones sin aparentes causas lógicas que se van haciendo más cruentas, y en parte termina por sostenerlas un buen montaje sonoro, no su fuerza dramática, aunque esbocen cortísimos instantes lúcidos.

Los desconocidos a la casa son al relato como las preguntas incómodas al hombre, ese cuestionamiento que arranca lentamente un pedazo de nosotros, y si desgajan el primer pedazo, probablemente desgajen hasta los huesos -¿Cómo preservar la vida?- Le pregunta el escritor a su esposa, pero ni su literatura, ni sus acciones difíciles de digerir conservan la escasa vida del filme.

Entre tramas mal anudadas, este híbrido parece sembrar en el espectador la importancia de entregarse en cuerpo y alma al proceso creativo que es tan humano, aunque a veces vencido por la vanidad propia de la estrella y la banalidad oriunda del fan; solo queda, sin embargo, un desasosiego fílmico regurgitado. Y si hablan de poetas, hay que cerrar con una frase de Huidobro que le queda demasiado bien a esta peliculita: Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas! Hacedla florecer en el poema. En esta película, claramente, lo único que florece son desiertos de palabras.

Barry Seal: solo en América, de Doug Liman

Con Dios y con el diablo

Oswaldo Osorio

barryseal

Con tanta producción en cine, televisión y hasta en plataformas como Netflix sobre el narcotráfico en Colombia, y en especial sobre la figura de Escobar, resulta refrescante y más atractivo ver una película que propone lo que muchos, desde este lado del problema de la droga, han insistido en tener también en cuenta: que este asunto debe ser mirado en doble vía, tanto desde los productores como desde los consumidores.

Aunque esta película va más allá, mostrando que no solo se trata de consumo, sino también de corrupción, aun en el más alto círculo del país del norte. Y esta historia, justamente, da cuenta de un punto en común y de enlace entre uno y otro universo: Barry Seal, el piloto estadounidense que, en los años ochenta, trabajó simultáneamente para el Cartel de Medellín y para la CIA.

Este filme es el recuento de esos agitados años, cuando los carteles de la droga estaban consolidándose, aunque aún no eran un gran problema, en cambio la Guerra fría todavía determinaba la política mundial. Entonces el relato que proponen aquí Tom Cruise y el director Doug Liman, no solo son las aventuras de un aguerrido y ambicioso piloto que trabajaba para Dios y para el diablo, sino que, adicionalmente, plantean una cuestionadora mirada a la política estadounidense, ya desde sus agencias de inteligencia así como del gobierno mismo.

Y tanto la estrella de Hollywood como este director de acción lo hacen no sólo decorosamente sino que consiguen una película inteligente y entretenida. El personaje logra tener una dimensión más allá de los lugares comunes del mero héroe de acción. Aunque es cierto que conserva muchos de los gestos propios de todos los heroicos roles de Cruise. Pero hay que reconocer que, con mayor frecuencia, este actor ha optado por papeles que, como este, son más ambiguos en sus planteamientos éticos y en sus capacidades como héroe: Jack Reacher, Al filo del mañana, Oblivion, La guerra de los mundos, Colateral.

La presencia de esta película en nuestra cartelera también tiene un componente extra cinematográfico, más ligado con el aspecto industrial del cine y, específicamente, en su relación con la ciudad de Medellín, pues fue una de las primeras producciones que apeló a los beneficios de la segunda Ley de cine y a los incentivos adicionales que esta ciudad está otorgando para promocionarse como escenario de rodajes. La experiencia fue muy positiva, según Juan David Orozco, Director de la Comisión Fílmica de Medellín: Trajo un gran flujo de dinero a la ciudad (más de seis mil millones), se reafirmó como buen destino de rodajes internacionales y hasta le dio un giro al tema del narcotráfico, poniendo el reflector en la participación culposa de los agentes externos.