Avatar, de James Cameron (2009)

Te veo… nuevamente

Mario Fernando Castaño Díaz

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Volver a Pandora después de tantos años es un viaje alucinante, es increíble sentir cómo Avatar (2009) no ha envejecido un ápice y hasta tiene la fuerza suficiente para conmover al público y competir con producciones actuales, los formatos de proyección que no estaban presentes en nuestro país como el IMAX ahora son una realidad, además su remasterización invita a los que desean vivir una renovada experiencia y a que las nuevas generaciones la disfruten como es debido. Su belleza y sencillez llevan al reencuentro con ese maravilloso mundo que seduce a percibirlo de una manera diferente, y no solo por esto, sino por el mensaje que nos deja paralelo al mundo actual y real en el que vivimos actualmente.

La exuberancia de su belleza, la perfección visual y su aparente sencillo argumento se presta para tratar muchos temas relacionados con la cinta sin hablar directamente de ella, por ejemplo, según el hinduismo, Avatar es la reencarnación de un dios, en este caso Vishnu, desde el mismo título se puede intuir el tema del cómo los seres humanos se visualizan como una raza superior por encima de cualquier ser viviente, pero a la vez brinda la posibilidad de que transmutar la esencia en un ser biológico creado artificialmente sea una nueva oportunidad de redención para la humanidad.

Otro punto difícil de ignorar es el paralelismo con la realidad y este es la depredación de la naturaleza a favor del mal llamado progreso, en donde la misión principal es conseguir a toda costa el tan preciado mineral (unobtanium) que da energía a las naves espaciales y brinda energía a gran parte del planeta Tierra. Su búsqueda y extracción conlleva a la destrucción total de todo rastro de vida incluyendo las comunidades de seres racionales que lo habitan que son los Navi´s, quienes son el foco del problema a solucionar. No podemos entonces dejar de pensar en casos como el de la Carretera Panamericana abriéndose paso con sus monstruosos bulldozers, creando heridas irreparables en el corazón de la selva amazónica a favor de un “mejor futuro para todos”.

Pero Pandora no es una presa fácil, esta luna situada en Alfa Centauri, el sistema estelar más cercano de nuestro Sistema Solar, orbita al planeta gaseoso de Polifemo. Pandora es un exuberante lugar que “es como el Jardín del Edén, pero con dientes y garras” según la descripción del director James Cameron. Su aire es irrespirable para el ser humano, allí la flora es bioluminicente en donde habitan seres hexápodos (6 extremidades) que son de una belleza indescriptible y con características únicas como los Banshees, los viperwolves, los Direhorses o el majestuoso Leonopteryx.

Avatar trata de una manera muy acertada y sutil las creencias de los Navi´s, nos recuerda a las tribus indígenas de diferentes partes del mundo que a pesar de estar tan alejadas unas de otras y no tener ninguna manera (aparente) de comunicarse, guardan un sentimiento de respeto profundo y místico hacia la naturaleza. En ella describen el cómo todo está conectado a través de una gigantesca red global que está debajo de las raíces de los árboles, allí reside una interacción que contiene todo como las neuronas de un cerebro gigante, una energía que los nativos llaman Eywa y que más allá de la ciencia ficción es un concepto que realmente existe y está comprobado por la ciencia, este es el efecto del micelio que actúa como un internet natural que lucha por mantener el equilibrio biológico en nuestro planeta.

James Cameron comenzó con el guion en 1995 y planeaba estrenar su película en 1999, pero pronto advirtió que sus ideas iban más allá que las capacidades tecnológicas de la época podían ofrecer, es por esto que se tomó su tiempo para esperar a que esta se desarrollara de la manera adecuada para que en un futuro el lugar fantástico con todas sus criaturas y habitantes fueran emergiendo desde una nebulosa hasta concretarse en pantalla, teniendo eso sí muy presente que esta luna distante no fuese ajena a los ojos del espectador y que por el contrario estuviese navegando entre lo cotidiano y lo extraño. El resultado en el público fue de opiniones encontradas, sobre todo por el guion, que algunos calificaron como una copia de Dances with wolves (1990), dato que Cameron no negó como fuente de inspiración, pero es innegable el rotundo éxito que sitúa a Avatar como una de las películas más taquilleras y premiadas de la historia del cine, su influencia cambió radicalmente nuestra manera de apreciarlo e impuso un asta muy alta a nivel de producción, la incredulidad subió de una manera rotunda a los ojos del público que se tornó más crítico y exigente.

La banda sonora estuvo a cargo del desaparecido compositor James Horner, quien ya había trabajado con Cameron en Aliens (1986) y Titanic (1997), él fue capaz de transmitir musicalmente la esencia del mundo de Avatar, no sin antes haber creado junto con el diseñador de sonido Christopher Boyes y la etnomusicóloga Wanda Bryant un nuevo idioma que se escucha en los cantos de los Navi`s, al igual que la magnificencia de los parajes, tambores tribales y redobles militares.

Los personajes son el eje principal de la historia, pero también lo es la treta, en donde la tecnología se enfrenta a la ciencia, esto formaliza una estrecha y tensa relación en sus diferentes objetivos. Se crean entonces estos avatares que como unos espías se inmiscuyen dentro de la cultura de los Navi`s para ganarse su confianza, extraer información que lleve a los humanos a conseguir el tan anhelado mineral y de paso llevarse a todas sus formas de vida por delante sin importar las consecuencias, en esta historia los villanos somos nosotros los humanos, una verdad que no se aleja de la realidad, retratándonos como los devastadores supremos que somos.

Peter Jackson, director de la saga cinematográfica de El Señor de los Anillos (2001 – 2003) y El Hobbit (2012 – 2014) se refiere al término “suspensión de la incredulidad”, en donde el espectador, por medio del tiquete de entrada al cine, inicia una especie de contrato ficticio con el director de la película, quien se compromete a brindar una experiencia en la cual todo lo que se percibe en pantalla es real y a la vez el público cumple con su parte al aceptar como una verdad absoluta todo lo que este experimente, Avatar lo logró, sin duda alguna, e incluso fue más allá. Ahora James Cameron ha vuelto a recorrer un largo camino al crear la segunda secuela de la saga que pretende ser parte de seis en total, es el turno entonces de Avatar 2: El camino del agua. La Caja de Pandora vuelve a abrirse y su reto es invitarnos a sumergirnos en una nueva aventura, hacer un segundo pacto que pretende suspender nuevamente nuestra incredulidad por el tiempo que dure la película, porque después de todo hay que ver para creer.

 

Indiana Jones: El Ulises contemporáneo

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Simón Carmona Lopera*

En todas las sociedades sus sistemas de creencias y valores representan un pilar fundamental en su cultura e identidad; puesto que estos demuestran el imaginario e ideología de dichas civilizaciones junto a la cosmovisión del mundo que los rodea, y las aspiraciones, los sueños y los ideales de las personas que los conforman. Para la representación y comunicación de estos aspectos psicosociales de sus culturas, las sociedades recurren a la creación de leyendas e historias que representan todo este conjunto de ideas de dicha civilización, especialmente encarnada en la figura mitológica del héroe, quien llega a representar el concepto del ser “perfecto” que cada sociedad posee, plasmada en un solo ser humano.

En este trabajo se llevará a cabo la comparación entre dos héroes, dispares entre sí, pero que a su manera desempeñan la misión de representar a las sociedades de las que provienen y a las culturas de las que son producto; este análisis tiene el propósito de entender qué quieren decir sus historias sobre las civilizaciones que los vieron nacer, y por qué estas son como son y qué reflejan de la psicología social de las culturas que hacen parte. Estos héroes son: Ulises e Indiana Jones.

Las leyendas son parte esencial de la humanidad, esto debido a que son la representación de la compresión del mundo dada en diferentes culturas y sociedades, pero además por ser la encarnación de los ideales y la psicología interna de los individuos que las conforman. “Más que credos explícitos, lo que las películas reflejan son tendencias psicológicas, los estratos profundos de la mentalidad colectiva que -más o menos- corren por debajo de la dimensión consciente” (Kracauer, 1947 pág. 14). Así Kracauer nos da a entender cómo el arte (en especial el cine) plasma la psicología de la sociedad de la que proviene de la manera más eficaz e impactante. Es por esto que películas consideradas como puro entretenimiento sin propósito, como lo es Indiana Jones y los buscadores del arca perdida (Spielberg, 1982), pueden ser comparadas por los clásicos literarios que tiempo atrás influenciaron y representaron a las masas, como La Odisea. de Homero.

Pero, ¿por qué comparar unas obras tan diferentes entre sí? Hay dos motivaciones detrás de esta decisión. La primera, radica en que, en ambas historias, los héroes deben llevar a cabo un viaje, donde parten de un punto A, atraviesan distintos periplos y llegan a un punto B. La segunda, es que al estar tan separadas en el tiempo y pertenecer a culturas tan opuestas entre sí, nos muestran la psicología de las sociedades que concibieron los relatos, y también cómo estos mismos influenciaron y moldearon la psique colectiva de sus respectivas épocas y lugares.

Parafraseando a Slavoj Zizek, en su Manual de cine para pervertidos: “el cine es el arte más perverso de todos, debido a que es el único arte que no nos dice qué desear, sino cómo desear” (Zizek, 2005). Esto muestra cómo las obras artísticas (centrado en este caso en el cine) influyen en la psique de sus espectadores y afectan su manera de entender el mundo y sus deseos, por lo cual, al analizar el arte, se analiza a su vez a las sociedades que lo rodean.

Con base a lo anterior, el primer paso será analizar los viajes realizados por nuestros héroes y descubrir qué desea comunicar sobre el mundo. En La Odisea, Ulises lleva veinte años alejado de su hogar desde que partió a la guerra de Troya. Su objetivo desde que esta terminó es regresar a Ítaca con su amada Penélope y su hijo; en esta ocasión y a diferencia de la mayoría de los héroes, el viaje de Ulises no es desde su mundo ordinario hacia el mundo extraordinario, sino al revés, parte del mundo extraordinario, e intenta regresar al mundo ordinario; el porqué de que el viaje de Ulises sea planteado de esta manera puede tener muchos motivos, entre estos está la idea de la importancia que los griegos daban al núcleo familiar, y cómo desde su percepción cultural, los hombres honrados y respetables han de tener por delante de todos los placeres del mundo a su hogar y su familia.

Pero ese no es el único detalle a resaltar en La Odisea, también se debe hablar de las condiciones del viaje. Si pensamos a profundidad, Ulises nunca escogió que todo ello le sucediese, él no quería ir a la guerra de Troya, en donde tuvo que observar morir a sus amigos y compañeros; y de igual forma, las peripecias que sufre en La Odisea no son elección suya, él no quiso comer el ganado de Apolo, pero es castigado por los actos realizados por sus compañeros de viaje y paga el precio siendo abandonado en la isla de Circe por diez años; viaja al hades solo por designio de los dioses, y todos los lugares que recorre son previamente trazados por alguien más (en especial los dioses) y, aun así, debe esperar atrapado en esa isla hasta que, finalmente, Zeus le permite volver a su hogar y solo por intervención de Atenea.

Todo esto termina convirtiendo a Ulises en una víctima del destino y del capricho de los dioses; pero en este caso el motivo de ello es más evidente, puesto que para la cultura griega no había nada ni nadie por encima de las divinidades, tenían un gran respeto y temor a sus deidades y es por ello que sus leyendas giran en torno a estos seres de inmenso poder, en donde cualquiera que los desafíe será cruelmente castigado, como sucede con Prometeo.

En cambio, ¿qué ocurre con Indiana Jones? Pues bien, a diferencia de Ulises, Indy parte desde el mundo ordinario al extraordinario, dejando atrás su aburrida vida de profesor de arqueología para vivir trepidantes aventuras a través del mundo, ¿esto a qué se debe? La respuesta es sencilla, Indiana Jones es concebido durante la sociedad contemporánea, el ser humano tras la revolución industrial está cansado de su vida rutinaria, las máquinas y los medios de producción han deshumanizado a las personas, y poco a poco las ha ido encerrando en un diminuto puesto de trabajo condenándolas a repetir la misma acción mecánica una y otra vez, todo el mundo desearía poder lanzar por la borda su trabajo e ir a explorar el mundo, vivir experiencias que les han sido negadas por las deudas y el horario laboral, y sentir esa libertad que les ha sido robada, teniendo desorbitantes aventuras como las de nuestro querido arqueólogo; es por esto que a pesar de que si Indy no hubiera realizado su aventura, el final hubiera sido el mismo, ya que los nazis hubiesen muerto de igual forma por el arca perdida, pero esto se debe a que, siguiendo la filosofía de la road movie, lo importante nunca fue el arca, nunca fue ganarle a los nazis, si no la gran aventura que se vivió para conseguir estos objetivos, porque lo que importa es esa ruptura de la cotidianidad y la rutina.

Sumado a esto, se debe hablar de la condición del viaje, el profesor Jones no fue obligado a enfrentar a los nazis, él mismo quiso y rogó por hacerlo, porque a diferencia de Ulises, él si quiere ser alejado del hogar con el propósito de hallar un objeto arqueológico invaluable, no está a merced de ningún dios o fuerza sobrenatural que lo obligue a viajar más allá que su propia voluntad; todos estos detalles responden otra vez a las nuevas ideologías del hombre moderno; con pensadores como Nietzsche o Albert Camus, y momentos históricos como el renacimiento, el teocentrismo de los griegos fue cada vez más dejado de lado (a pesar de aun existir la religión) y se dio paso a un claro antropocentrismo, ahora los dioses no son el centro de todo y se le da la posibilidad de escoger al ser humano y apropiarse de su destino.

Vale la pena también analizar un tema cada vez de mayor relevancia en la actualidad, el rol de la mujer en ambas historias. En La Odisea Penélope juega un rol importante en la historia, pero de manera pasiva. El papel de Penélope se basa en darle tiempo a Ulises y esperar hasta la llegada de este, por ello se dedica a coser y descoser el sudario para Laertes, a la vez que rechaza y apacigua a todos los pretendientes de su mano y le jura lealtad a Ulises. Si bien Penélope está ayudando a Ulises en su misión, nunca actúa directamente, se limita a esperar a su esposo para solucionar todos los problemas del hogar, siendo completamente dependiente de él y sin poder actuar por sí misma ni tomar decisiones, siempre relegada a la sombra de Ulises. Penélope es la representación de la castidad y la fidelidad al matrimonio, para la sociedad griega, la mujer no podía jugar un papel activo en la misma, puesto que era vista como poco educada y de baja reputación, las “buenas mujeres” debían ser sumisas ante sus esposos, jurarles lealtad eterna y no actuar si no es bajo el permiso del hombre de la casa.

En cambio, Marión sí llega a jugar un papel activo en la Buscadores Del Arca Perdida, o al menos al principio. Marión es presentada como una mujer empoderada, ruda e independiente, la primera vez que aparece en pantalla vence a un hombre en una apuesta de tomar copas, y más de una vez la vemos ayudar a Indy a derrotar a los nazis, al menos hasta el segundo acto donde se convierte en el estereotipo de la “damisela en peligro” capturada por los nazis, esperando a ser rescatada por el héroe. Si bien, como lo expuesto anteriormente, la mujer aún necesita de la ayuda del hombre y queda como solamente un acompañante, por fin se le empieza a dar un rol más activo y participativo a lo femenino en las historias, resultado de los cambios culturales que empezaron a vivirse desde la década de los años sesenta a nivel mundial, fenómenos sociales como el movimiento hippie, la contracultura, la reclamación de derechos de las personas LGBTIQ y la búsqueda de la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer en la sociedad y el rol que ambos juegan, haciendo que por fin las mujeres se empiecen a alejar del papel de “la damisela en apuros” y demuestren una rudeza e independencia en las narrativas modernas, ya visto en personajes como Ripley en la saga de peliculas Alien, o Samus Harán en la saga de videojuegos Metroid, por mencionar algunos ejemplos, aunque aún siga siendo un tema que requiere aún hoy en día de más trabajo, esfuerzo y desarrollo.

Ya analizados los viajes y las acompañantes, llega la hora de hablar del eje central de estos mismos: los protagonistas. Curiosamente Ulises e Indiana Jones son tan contrarios como similares entre sí, debido a que son opuestos en personalidad e idénticos en concepto. ¿A qué me refiero con esto? Simple, empecemos por el héroe griego. Ulises es noble, educado, sabio, fuerte y glorioso, es perfecto; inclusive en la misma obra llega a ser puesto casi en el nivel de un dios, pero ¿por qué es tan perfecto? ¿No lo hace eso un personaje plano y vacío? En realidad, sí, pero tiene todo el sentido del mundo que lo sea; el hecho de que sea así es porque Ulises representa la aspiración máxima de la sociedad, los atributos del héroe son los valores dados por la sociedad griega que se consideraban ideales: amor por la familia, honradez, desempeño en el combate, sabiduría, modestia, etc. La mezcla perfecta entre soldado y filósofo. Y el hecho de que el protagonista de La Odisea posea estos atributos es con el fin de inspirar (en su momento) a las personas para intentar ser como él, seres por encima de la media que representan un ejemplo a seguir en la sociedad. Ulises es perfecto porque ese era el propósito del arte griego en su época de esplendor, tal como explica Aristóteles en La Poética dice lo siguiente sobre el trabajo del poeta al crear sus protagonistas:

(…) la tragedia es una imitación de personajes mejores que el término medio de los hombres, nosotros debemos seguir el ejemplo de los buenos pintores de retratos que reproducen los rasgos distintivos de un hombre, y al mismo tiempo, sin dejar perder la semejanza, pintarlos mejores que lo que son. De igual modo al poeta, al representar a los hombres rápidos o lentos en su ira, o con similar debilidad de carácter, deben saber cómo dibujarlos como tales, y a la vez como hombres excelentes, según Agatón y Homero han representado a Aquiles. (Pág.16)

Curiosamente, lo mismo ocurre con Indiana Jones, solo que de forma distinta. Indy no es un ser de luz ni mucho menos, es un hombre mujeriego, sarcástico, a ratos demasiado intrépido y hasta desconsiderado en cierta medida, está claro que no es un santo y los griegos seguro hubiesen reprochado muchas de sus actitudes. Pero para la sociedad norteamericana de los años ochenta, Indiana es todo aquello que aspiraban a ser. Es un conquistador, no se deja mandar por nadie, es intrépido, carismático, encaja de maravilla con los valores de la sociedad estadounidense de la década, cuando todos querían ser exitosos, valientes, seductores y mucho más; Indy lo representa a la perfección, y aun hoy en día no podemos evitar admirarlo (cabe recalcar la dirección por parte de Steven Spielberg para crear esta aura de magnificencia en el personaje).

Y es que también Indiana Jones es el aventurero perfecto, recoge la grandiosidad de Ulises; la inteligencia de los personajes de Julio Verne, como el geólogo Lidenbrock y el intelectual señor Fog; el conocimiento de la selva de aventureros anteriores, como Allan Quatermain, en Las Minas Del Rey Salomón (1950); y la picardía del bandido Han Solo en la saga de Star Wars (siendo interpretado también por Harrison Ford). Todos estos aspectos heredados de sus antecesores convierten a Indiana Jones en el máximo aventurero que marcó un antes y un después en el cine de aventuras, al igual que hizo Ulises en su momento en la literatura.

A manera de conclusión, Ambas obras han sido analizadas y comparadas entre sí, a través de este ejercicio, se ha podido evidenciar como en las obras artísticas, hasta en los más mínimos detalles, se pueden vislumbrar aspectos sociológicos de las sociedades de las que provienen, puesto que todo producto artístico y cultural está sujeto a la psicología de la civilización de la que proviene, incluso en aspectos ligeros se evidencian los cambios sociales que han sucedido a lo largo de la historia, desde como la revolución industrial ha modificado los ritmos y aspiraciones de la masa trabajadora, hasta como los movimientos sociales de contracultura buscan subvertir las ideas preconcebidas de la identidad de género y la participación de las minorías en los estratos sociales. Es por esto que merece analizar toda obra audiovisual desde diferentes perspectivas, como por ejemplo un aparato de representación y formación social, así, realizaciones cinematográficas, consideradas como un simple y banal entretenimiento como las películas de Indiana Jones, tienen algo que decir sobre nuestra identidad como sociedad, y nuestra manera de pensar y comportarnos, permitiendo inclusive compararlas con grandes clásicos de la literatura como La Odisea, convirtiendo a Indiana Jones en el Ulises de los tiempos modernos, el Ulises contemporáneo.

 

* Estudiante de la carrera de Cine del Instituto Tecnológico Metropolitano (ITM).

 

Referencias Bibliográficas

Aristóteles. La poética. U de Chile. Chile.

https://www.philosophia.cl/biblioteca/aristoteles/poetica.pdf

Kracauer, S. (1947). De caligari a Hitler una historia psicológica del cine alemán. Paidós Ibérica. Barcelona. http://www.panoramadelarte.com.ar/archivos/Kracauer_Siegfried_De_Caligari_a_Hitler_Historia_psicologica_del_cine_aleman.pdf

Zizek, S. (2005). Manual De Cine Para Pervertidos.

Amparo, de Simón Mesa Soto

Una mujer en un mundo de hombres

Oswaldo Osorio

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Esta película también se pudo haber titulado Madre, como el anterior corto de este cineasta que dirige con esta su ópera prima. La razón es porque la primera idea, sentimiento e historia en las que parece centrase Amparo gira en torno a la figura de una madre. No obstante, entre la aparente simpleza de su trama y el posible distanciamiento de su dramaturgia, hay otros aspectos de gran fuerza y serias connotaciones de contexto.

La trama y el conflicto central se resumen en la pequeña pero difícil odisea de Amparo por conseguir el dinero que evitará que a su hijo se lo lleven para el ejército. Es un planteamiento sencillo, pero inmenso para las posibilidades de una madre soltera y asalariada que lo “único que tiene en la vida son sus hijos”. En su concentrada y casi obsesa forma del relato y la cámara de seguir y mirar fijamente a esta mujer, de forma sutil pero contundente, van apareciendo toda una serie de capas, temas y problemáticas que exigen la lectura atenta del espectador.

Las llamadas “batidas” a finales de los años noventa en Medellín (como en toda Colombia) dan cuenta de esa práctica de un país en guerra de buscar su carne de cañón en los más jóvenes y de las clases bajas, una misma lógica que solo prefiguraba lo que apenas unos años después sería la nefasta directriz de los fasos positivos. De ahí a exponer la corrupción de un ejército que tiene en la guerra su oxígeno vital, solo hay de por medio algunas escenas y los rostros burlones o impenetrables de algunos militares.

Pero más allá de una condición económica adversa, una sociedad que poca compasión tiene para con su condición de madre soltera y una institucionalidad que impone su degradación ética, lo que parece más sistemático en la vida de Amparo es su lucha y resistencia contra un mundo dominado por hombres, con todo lo impositivo y depredador que pueda ser, más aún unas décadas atrás. Este mundo de hombres solo se ve en los ojos y los gestos de una Amparo que recibe una tras otra pruebas de abuso y desdeño por parte de ellos, pues resulta evidente la decisión estética, con toda su carga de sentido, de que la cámara casi siempre se quede con su rostro y deje a todos esos hombres fuera de campo.

Claro, esta decisión también hace más evidente otro gesto formal que se pone de manifiesto en la puesta en escena y en la actuación de la protagonista, y es el mencionado distanciamiento dramático, una especie de sequedad emocional y mutismo que desemboca en una suerte de desdramatización, la cual tiene en su escena final un culmen que hace incluso cuestionar la lógica de la situación, pues puede resultar extraña la (no)reacción de esa madre. Por eso es una película para la que hay que sintonizarse con el código que propone, que es la de un realismo más cerebral y formalista, que difiere en mucho de aquel propio del realismo social o del de un director como Víctor Gaviria.

Una película como esta hay que celebrarla, de un lado, porque confirma la promesa y trayectoria de un director que tiene una visión personal y algo qué decir; y también porque es de esas propuestas que, a partir de una trama simple y eficaz, sugiere otra serie aspectos que potencian su fuerza y sentido.

C’mon C’mon, de Mike Mills

Johnny ya no vive aquí: la orfandad… ah, y Nueva York

David Guzmán Quintero

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 ¿Algún día una buena película en blanco y negro podrá ser reconocida como una buena película por las grandes masas, a pesar de ser en blanco y negro? Constantemente grandes películas de los últimos años, como Roma (2018) o la filmografía de Béla Tarr, han sido víctimas de un prejuicio masivo, un calificativo que va algo como: “esas películas de cuatro horas en las que nadie habla.” Ello tiene que ver con que el blanco y negro dejó de ser “aceptable” en algún punto (a partir de los ochenta, más o menos). Ya el color no es una herramienta narrativa de eventual uso, es un requerimiento, por lo que no le damos a una película el beneficio de la duda y pensar en si tal vez el blanco y negro tiene una función expresiva particular en equis relato. Es tan así que, aunque El abrazo de la serpiente (2015) se sirviera del blanco y negro para realzar la belleza en las texturas de la vegetación selvática del Amazonas, fue todo un lío hallar una distribuidora que tomara la película.

En fin, todo lo anterior fue algo que pensé mientras veía C’mon C’mon (2021), pero no es su caso.

Ahora sí, lo que nos atañe.

Mike Mills se ganó cierto afecto por algunos sectores de la audiencia con Mujeres del siglo XX (2016), que es una suerte de collage de algunos eventos (aleatorios, en alguna medida) protagonizados por una madre que intenta sacar adelante a su hijo adolescente. Es la madre contra la adolescencia (fiesta, drogas, alcohol, amores). Ahora hace una película, tal vez igual de optimista, pero ya es el padre (que en la película le llamamos “tío”, pues el verdadero padre se mantiene al margen del argumento y solo es traído a colación en flashbacks) contra la infancia de Jesse, que, aunque maduro en algunas partes, en otras, con sus berrinches y caprichos, se suma a la interminable lista de niños puestos en pantalla con el único propósito de que nos disgusten y que los jóvenes cada vez se sientan más convencidos de que no quieren tener hijos.

¿Recuerdan cuando Barton Fink entra por primera vez a la oficina de Jack Lipnick y este le exige una película que tenga un romance o un niño, un huérfano? Bien, Mills le hizo caso al señor Lipnick. Al parecer, Mike Mills quiso retratar una línea directa que atraviesa al tío Johnny (que perdió a su madre, que es la misma de Viv, madre de Jesse) y a Jesse, que teme volver a casa, pues no tiene buena relación con su madre. Esta línea es realzada por un alter ego de Jesse, que interpreta a un huérfano por las noches. La razón de ser de esto desemboca en un diálogo que tiene Jesse con Johnny cerca al final de la película, esta escena tiene el mismo propósito de los testimonios que se atraviesen esporádicamente en la película y el jazz nostálgico de la música extradiegética: hacer del relato una sensiblería empalagosa.

Parece que después del Guasón, Joaquin Phoenix necesitaba un papel que pudiera preparar en una tarde. Y no, no es un mal papel, solo que, si alguien quiere ir a ver la película buscando un personaje tan impactante como su Guasón, es mejor que no pierda el tiempo, pues Mike Mills en lo que nos introduce es un relato insignificante, sin ningún grado de importancia en alguno de sus acontecimientos, ni siquiera en los familiares, que podrían haber tenido una trascendencia de verdad. Sin embargo, por la mitad de la película, mientras ven un cepillo de dientes que canta, Johnny pierde de vista a Jesse, el niño desaparece, Johnny lo busca, pregunta por él, pero, de repente, Jesse sale y asusta a Johnny. Uf, qué alivio, todo fue un truco, por poco la película se pone interesante. Y es que, si bien es un drama íntimo que se desarrolla al interior de una familia, primero, nada está condensado, y segundo, estas dos ocasiones en las que se pierde Jesse, están arbitrariamente puestas allí para generar tensión en un relato completamente plano.

Sin embargo, sabemos desde el principio que la estadía de Jesse con el tío Johnny es temporal, que eventualmente tendrá que volver y afrontar la vida con su madre. Cuando llega la hora, afortunadamente, el tío Johnny tiene un monólogo que justo leyó en Facebook y lo alienta a reconocer y aceptar sus estados de ánimo. Si tan solo la publicación le hubiese salido al tío Johnny una hora antes, C’mon C’mon habría sido un gran cortometraje.

Bien, esta parece una película sobre las dificultades de ciertos niños para adaptarse, ¿no? Pues, no tan rápido. Mike Mills le da un peso importante al espacio, a la ciudad, a Nueva York. Nos la muestra constantemente mediante el juguete de moda: el dron. Directores como Kenneth Brannagh en Belfast o el mismo Mills en C’mon C’mon han insistido vehementemente en el uso estrafalario de este para planos aéreos incorporados a regañadientes en una película y poco responden al desarrollo congruente de una estética. Pero esta Nueva York tampoco se condensa, por un momento es una íntima como la de Manhattan (1979), en otro es la eléctrica de Shadows (1959).

(A propósito de Shadows, a Mills no le vendrían mal algunos Cassavettes si es que quiere seguir por esta línea familiar. Si algo nos enseñó Cassavettes fue una forma ética —o sea, estética— de abordar la intimidad, la camaradería, la familia, la crisis. Y es que todo parte del interés. Cuando un director está interesado en lo que cuenta, hace Una mujer bajo la influencia; cuando no, hace C’mon C’mon).

Probablemente el primer párrafo de este texto sí tiene una razón de ser después de todo. El blanco y negro es un arma de doble filo. Por un lado, es verdad que las buenas películas a blanco y negro son descartadas de antemano por el público más amplio, sin embargo, este prejuicio de decir que una película a blanco y negro en estos tiempos ya es cine arte o algo así, hace que se privilegie un cine (muy mal llamado) intelectual, y un Mike Mills opte por creer que puede hacer una película completamente banal, pero que adquiere valor artístico por desaturar la imagen fortuitamente.

Dos documentales colombianos:

Cicatrices en la tierra y Entre fuego y agua

Oswaldo Osorio

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Nunca se habían estrenado tantos documentales colombianos en la cartelera como en los últimos años. Lo que antes era un imposible, pasó a eventuales excepciones, hasta ahora que puede llegar a ser un tercio de los estrenos nacionales. Es así como, con una semana de diferencia, llegaron a salas (alternas, por supuesto) Cicatrices en la tierra, de Gustavo Fernández, y Entre fuego y agua, de Viviana Gómez Echeverry y Anton Wenzel, películas que, muy concentradas en sus personajes, revelan de distinta forma una Colombia profunda, con sus conflictos y diferencias.

Cicatrices en la tierra acompaña a cuatro excombatientes de las Farc durante cuatro años luego del acuerdo de paz. Es un concienzudo trabajo que busca entender lo que ha sido una de las más importantes transiciones en la historia de nuestro país, encarnada en tres hombres y una mujer. Para ello los mira de cerca y se gana su confianza, mientras los recuerdos, las historias y las emociones van surgiendo y quedando registradas con naturalidad por la cámara. Por eso el espectador termina atrapado entre el sentir y la vivencia individual y un contexto que de alguna manera también lo afecta.

De ahí que este documental sea tanto una radiografía de emociones humanas como de un proceso lleno de esperanzas y adversidades. De los testimonios y la nueva cotidianidad de estos excombatientes, entre líneas, se puede leer una necesaria convicción de lo que hacían, la ilusión de una vida mejor y cierta frustración por un futuro incumplido. Por eso, una de las virtudes del documental es la gran diversidad de aspectos y matices que propone, porque este no es un relato de absolutos ni de claridades históricas o ideológicas, es la compleja red de razones y sin razones que se conjugan en un proceso que es lo que no debió haber sido.

Por otra parte, Entre fuego y agua tiene siempre en el centro de su narración a Camilo, un joven afro que es el hijo adoptivo de un apareja de indígenas quillasinga. En esta descripción, en la que convergen dos etnias y culturas, ya está planteado el gran conflicto de la película, que empieza, al menos en el relato, con el deseo de Camilo por encontrar a su madre biológica. Pero ese conflicto, nos damos cuenta paulatinamente, existe desde su infancia, y el trabajo del documental es darnos a conocer todas las connotaciones de esta desazón y búsqueda de identidad en que anda siempre inmerso su protagonista.

Pero además de Camilo, el documental se asegura de darle protagonismo también a la cultura y normas de esta comunidad indígena y a la laguna de La Cocha, pues tanto ese entorno humano como el geográfico son siempre el contrapunto al malestar de este joven, y ese contrapunto es el que le da vida a un relato que trasciende el mero problema de identidad de este joven y sabe explorar con sutileza otros temas, como la cosmogonía indígena, las relaciones familiares, la problemática territorial, los prejuicios o la connatural necesidad de conocer qué nos define y a dónde pertenecemos.

Realismo cotidiano en el cine colombiano

Las coordenadas de una narrativa alternativa

Oswaldo Osorio

 Este texto hace parte del libro Lecturas sobre la luz: Ensayos críticos sobre cine colombiano, publicado por Cinéfagos.net y la Revista Kinetoscopio y compuesto por diez ensayos que fueron el resultado final del proceso de formación de la Escuela de crítica de cine de Medellín.  

 lecturassobre

Uno de los más importantes preceptos de la crítica de cine es tener presentes los diferentes cánones a los que se ajustan las películas, es decir, no juzgar un filme desde un canon o modelo al que no pertenece. A buena parte del cine, sobre todo el de entretenimiento y de género, se le aplica como canon la narrativa clásica o el paradigma aristotélico de los tres actos y el conflicto central, por ejemplo. Otro canon puede ser el realismo social, conocido también como realismo crítico, al cual pertenece una significativa tendencia del cine latinoamericano de los años sesenta y setenta, un cine comprometido con su contexto socio-político.

El cine colombiano ha sido eminentemente clásico en su narrativa y, cuando ha tratado de dar cuenta de la problemática realidad del país y sus conflictos, el realismo social ha estado presente desde la época de José María Arzuaga y Julio Luzardo. No obstante, para el siglo XXI, en esta cinematografía han surgido algunas alternativas a estos dos cánones, sin que tampoco quiera decir que sean predominantes. Este surgimiento se ha dado por varias causas, como el aumento exponencial de la producción nacional, una nueva generación formada en las escuelas de cine y la influencia de diversas tendencias y autores ahora más accesibles por vía de los festivales, la formación de los cineastas en el exterior  o las distintas plataformas de distribución del cine mundial.

Uno de estos cánones alternativos, el más visible sin duda, es el de un tipo de realismo que está un poco en las antípodas del social: el realismo cotidiano. No es nada nuevo ni exclusivo del cine colombiano, por supuesto, ya el Nuevo Cine Argentino desde finales de la década del noventa lo tiene como su impronta, así como buena parte del cine de autor de sus vecinos  Chile y Uruguay o del cine internacional en la obra de  cineastas como Abbas Kiarostami, Hou Hsiao-Hsien, Richard Linklater, Mike Leight, Aki Kaurismaki o los hermanos Dardenne.

Se han referido a él como un “nuevo realismo”, pero esto será solo en relación con el social, porque lo cierto es que un realismo con estas características ya se encontraba en muchos de los títulos de la Nueva Ola Francesa o en el cine de un John Cassavettes. Las principales señales de este cine, entonces, son la desaparición de un conflicto central o fuerte, una narración de tiempos muertos o que no hace avanzar la historia, el protagonismo del espacio en el relato y el héroe clásico desdibujado en favor de un personaje ordinario que muchas veces es interpretado por un actor natural, por lo que se pueden hacer difusos lo linderos con el documental.

La primera película colombiano con estas características fue El vuelco del cangrejo (Óscar Ruiz Navia, 2010), y luego de ella, se ha producido alrededor de una veintena de títulos que contienen, en mayor o menor medida, los mencionados elementos que definen al realismo cotidiano, además de otros, como el carácter elusivo de las posibles connotaciones y significados del relato, el frecuente uso del plano secuencia o las largas tomas, la disminución de los diálogos al punto de casi suprimirlos en algunos casos, el distanciamiento tanto en la actuación como de la subjetividad del punto de vista y la predilección por finales no conclusivos.

 

Héroes, no actores y personas

De todos estos factores, el que se presenta con más consistencia en estas películas es el de la ausencia del héroe clásico, o dicho de otra manera, su protagonista es una persona ordinaria, quien, además, en la mayoría de los casos afronta situaciones ordinarias, y esa ecuación del “doble ordinario” es lo más alejado que hay de la narrativa clásica y, especialmente, del cine de entretenimiento. También este elemento es lo que propicia muchas de las características de este tipo de realismo, por eso está en todas las películas, sin excepción.

En la película de Ruiz Navia un hombre llega a La Barra, un poblado costero del Pacífico colombiano y, luego de instalarse, solo deambula por la playa, mientras la mayor parte del tiempo el espectador no sabe bien cuál es su motivación e intención, apenas en algún momento del relato tal vez se puede intuir su huida por una pérdida amorosa y lo que parece ser una búsqueda interior. No se sabe mucho de él y en aquel lugar, salvo por las distintas relaciones que entabla con algunos lugareños, no le ocurre nada más que el habitar aquel espacio pasajeramente. La cámara observa su errancia y su mutismo, pero guarda distancia. Incluso pueden resultar más cercanos los personajes secundarios, la niña y Cerebro, principalmente, porque el protagonista es un enigma con ruido de olas, un hombre común que no busca ser el héroe de nada.

Como igualmente no lo buscan los protagonistas de todas estas películas, que por no mencionarlas en su totalidad, se referenciarán solo tres: La Sirga (William Vega, 2012), Cazando luciérnagas (Roberto Flores Prieto, 2012) y Nacimiento (Martín Mejía Rugeles, 2015), tres obras que son en las que más se evidencia este tipo de personaje. En la primera, una joven llega huyendo de la violencia y se instala en casa de su tío, instaurando rápidamente una rutina doméstica hasta el final de la película cuando se va de allí; en la de Flores Prieto, el personaje interpretado por Marlon Moreno casi que dormita su existencia mientras cuida unas salinas al lado del mar; y en Nacimiento, una mujer tramita el día a día de su embarazo en el sopor del calor, la espesura y el incesante sonido de fondo del río y el monte.

Los tres son personajes condicionados por su entorno y circunstancias. Están aislados del mundo y su bullicio, y aunque tengan personas cerca, los caracteriza su parquedad y ensimismamiento. No tienen un conflicto inmediato (bueno, al celador le aparece una hija a mitad del relato), aunque sí tal vez un malestar de fondo, sobre todo la joven de La Sirga, que se mantiene a distancia del conflicto armado. Pero estos filmes se ocupan es de esa situación inmediata, en la cual prima su condición de personas ordinarias sumidas en una cotidianidad sin giros ni sobresaltos, incluso cuando el celador se acopla a su hija, retoma una nueva y llana rutina. Mucho menos están presentes las “hazañas dignas de elogio” que reclama el héroe clásico, a lo sumo una colección de gestos y acciones solo admirables dentro de los paradigmas de una vida modesta y austera; igualmente, la “fuerza o valentía” propias de aquel tipo de héroe también están ausentes de estos personajes, quienes incluso suelen antojarse más bien vulnerables y timoratos frente a sucesos externos a su propio ser y cotidianidad, aunque lo más probable es que las historias que protagonizan nunca los someterán este tipo de pruebas.

Incluso a algunos de estos personajes podría ubicárseles dentro de la figura del anti héroe, aunque solo en una de las posibles acepciones que tiene este término, que puede ser visto, por un lado, como alguien que protagoniza actos heroicos pero por motivos y con métodos distintos a los del héroe clásico, aun con conductas cuestionables o reprochables; y por otro lado, está el anti héroe definido por no tener las características del héroe, esto es, sin belleza, nobleza, habilidades o atributos extraordinarios. Este último es el que corresponde a muchos de los personajes del realismo cotidiano, como se puede ver en películas como Crónica del fin del mundo (Mauricio Cuervo, 2012) o La defensa del dragón (Natalia Santa, 2017). En la primera, un jubilado medio amargado y su hijo desempleado transitan sus vidas como seres ordinarios y casi grises, el uno mirando con desencanto el pasado y el otro con ansiedad el futuro; mientras en la segunda, un ex ajedrecista arrastra su tedio y escaso quehacer diario entre las penurias económicas y sus variados defectos personales.

De personajes como ellos está lleno el mundo entero, de hecho, podría decirse que son mayoría, pero estos se ganan el apelativo de anti héroes, porque protagonizan unas películas, mientras no, por ejemplo, el tendero de la esquina. Y es en esta combinación, que es del todo improcedente para la narrativa clásica y el cine de entretenimiento, donde se encuentra parte de la esencia de este realismo cotidiano. Por otro lado, aunque son personajes que hipotéticamente representarían a la mayoría, o al menos a una colectividad, no están concebidos de tal forma por estos relatos -como sí ocurre en el realismo social- pues están imbuidos en su individualidad y universo particular, sin querer representar ni ser modelo de ningún otro ser humano.

Ahora, una característica que suele estar muy unida a este tipo de personaje y que, de hecho, en muchas ocasiones lo determina, es la frecuente presencia en esta narrativa de actores no profesionales y actores naturales, los cuales se diferencian en que los primeros son personas sin ninguna formación que actúan porque tienen cierta habilidad natural para hacerlo, mientras que los segundos, que tampoco tienen formación, se interpretan a sí mismos, ayudados por el debido direccionamiento y ensayos con los cineastas. Estas figuras se pueden ver con claridad en toda la obra de Iván D. Gaona o en la película Los nadie (Juan Sebastián Mesa, 2016). Además, existe un concepto que va más allá de los actores naturales, y es el personaje – persona, que es un actor natural que no solo se interpreta a sí mismo y a otros como él: los campesinos de Los retratos (Gaona, 2012), por ejemplo, sino que la persona es el personaje mismo, como ocurre en Porfirio (Alejandro Landes, 2011), en la que Porfirio Ramírez, un hombre a quien una bala de la policía lo dejó paralizado, protagoniza su propia historia en este filme de Landes.

Tanto los unos como los otros son parte fundamental de buena aparte de estas películas, aunque tampoco son condición, ya sea porque los actores son profesionales, como en La defensa del dragón, o porque se combinan ambos tipos, con formación y sin formación, como ocurre en Gente de bien (Franco Lolli, 2014). El caso es que estos actores no profesionales y naturales hacen parte de una tradición que viene desde el realismo social y que se remonta al neorrealismo italiano y hasta el realismo socialista de los formalistas soviéticos. Su presencia suele dar una mayor autenticidad a los personajes y una filiación más directa con el universo representado. Por eso en Los nadie se entiende de forma tan contundente las ansias y pulsiones de esa generación que dibuja y a ese tipo de joven urbano que vive a Medellín con tanta voracidad como fastidio. Sin estos actores, su presencia, sus modos y su jerga, ese universo que recrea esta película, tan vívido como marginal, se habría visto artificial o menos eficaz en su representación. Igual ocurre con Porfirio, para ese hombre y ese actor atrapados en una silla de ruedas, la cotidianidad del uno es la del otro, y el esfuerzo para cada acción y sus gestos son los mismos para ambos, por lo que casi se pierde la posibilidad de identificar qué es real y qué puesta en escena.

 

La imagen-acción y la imagen-tiempo

El otro gran aspecto que determina al realismo cotidiano y que es la mayor ruptura con la narrativa clásica, es la desaparición, o cuando menos el debilitamiento, del conflicto central. El conflicto es la oposición de fuerzas o de voluntades en la narración. La tensión entre estas o el intento del protagonista por resolverlo es lo que desencadena las acciones, crea la intensidad dramática y hace avanzar la historia. Esto es la base del principio de causalidad, que representa la lógica suprema del clasicismo cinematográfico. Pero si el conflicto no existe o está en la periferia de la trama, si es centrífugo, como propone Carolina Urrutia, entonces cambia por completo la naturaleza del relato. La mayoría de las películas del cine aquí referido tienen esta característica de forma plena, como Señoritas (Lina Rodríguez, 2014), o parcialmente, como ocurre en la segunda película de esta misma directora, Mañana a esta hora (2017), en la que el conflicto fuerte aparece, pero muy avanzado el metraje.

En Señoritas el espectador es testigo de la vida cotidiana y social de su protagonista, sus hábitos domésticos, las frecuentes salidas de rumba o las conversaciones triviales con sus amigos. “Nada sucede” durante casi toda la película, o sea que no hay historia en su concepción clásica, porque en estos casos poco se puede hablar de un argumento. Es más un encadenamiento de situaciones, la vida sucediendo, además narrada sin tomar solo los picos dramáticos o argumentales, como lo hace habitualmente el cine. Y eso que en esta cinta siempre están pasando cosas, aunque sean banales, porque hay otras, como El vuelco del cangrejo, Porfirio o Cazando luciérnagas, que están colmadas de tiempos muertos, pues la ausencia de ese conflicto central o fuerte deviene en el privilegio de ese presente continuo del que habla Sandra Cuesta, desatendiendo la síntesis temporal propia de la narrativa clásica. Por eso Porfirio mira largamente el techo, así como el celador de las salinas y aquel hombre en La Barra pierden su vista en lo ancho del mar. Entonces la presencia de estos personajes en el relato pasa de la imagen – acción a la imagen – tiempo, porque no tienen un problema inminente qué resolver, de ahí que el discurrir de acontecimientos en el relato cede el paso a una suerte de lento transcurrir contemplativo.

De manera que la experiencia del espectador es, por fuerza, diferente. Ya la conexión no es con lo que les pasa o sienten estos personajes, sino con la forma como están percibiendo su entorno y cada momento, es a lo que Bettendorff y Pérez llaman realismo sinestésico. De acuerdo con esta idea, se puede sentir el bochorno en la casa de Porfirio, quien se mantiene en bermudas y sin camisa; o el aislamiento y soledad del celador en esas salinas; o el viento en la cara del otro hombre frente al mar. El cine se experimenta de una manera distinta, lo cual requiere otra disposición, más cerebral si se quiere, para captar el posible sentido de ese tipo de experiencia; o también sensorial, pero por la línea de la sinestesia, no de los estímulos inmediatos y constantes con que suele marcar sus ritmos la narrativa clásica con todos sus giros y golpes de efecto sonoros, visuales y de montaje.

Esta experiencia pasa necesariamente por la concepción visual y cinemática que se desprende de esta propuesta narrativa, donde la cámara fija, las tomas largas, la contemplación y el plano secuencia asumen la identidad estética de las películas. Esto quiere decir, por un lado, que el tempo que tiene esta narrativa es determinante para definirla, y por otro, que el espectador se debe ajustar a esta nueva temporalidad y asumir sus dinámicas. Así por ejemplo, debe estar dispuesto a experimentar y entender los extensos planos, la más de las veces fijos, de la mujer embarazada de Nacimiento solo yaciendo en medio del sopor de la ruidosa naturaleza que la rodea. Unos planos necesarios para establecer ese vínculo entre esa madre y su entorno lleno de vida. Igualmente, el plano secuencia es un recurso que alarga aún más la duración de las imágenes, incluso llegando a casos extremos, como cuando en Señoritas la cámara sigue durante casi ocho minutos a su protagonista mientras camina una noche por las calles vacías. Son ocho largos minutos, apenas viendo a una mujer de espaldas y escuchando su taconear, que definitivamente cambian los paradigmas de lo que puede ser el cine, o también, que hace cuestionar la relevancia o necesidad de tales decisiones estéticas y narrativas.

 

Lejos del personaje, cerca del espacio

Esta forma de narrar suele estar unida a una mirada a esos personajes y universos que también marca sus diferencias frente a los cánones hegemónicos. Es una mirada definida por una suerte de distanciamiento, un abordaje más objetivo que subjetivo de esas emociones y sentimientos que el relato pone en juego. Ese distanciamiento es pautado por la pasividad y estatismo de la cámara, así como por una marcada parquedad de los personajes. Películas como La Sirga y Sal (2018) de William Vega, o El vuelco del cangrejo y Nacimiento son protagonizadas por personajes abstraídos y de pocas palabras, a quienes la cámara casi que espía o persigue a distancia. Lo que piensan y sienten ellos no podría describirse con precisión. Se conocen sus circunstancias generales, así como algunas motivaciones básicas, pero toda esa filigrana o expresividad emocional que se puede captar en el otro cine no es posible aquí, al menos no de forma certera. Al espectador le toca suponer o tratar de conectarlos con los elementos insinuados por el entorno.

De este aspecto deviene otra de las características de esta narrativa, y es la naturaleza elusiva y sugerente del sentido o significado de la historia. No se trata del didactismo propio de la narrativa clásica, en la que al final queda clara la idea, el tema y la moraleja de las películas, en las que leer entre líneas es posible con cierta facilidad, solo conectando imágenes, ideas y elementos. A estas películas no les interesa tanto ser explícitas con su premisa: No se sabe a ciencia cierta de qué escapa o qué busca el hombre de El vuelco del cangrejo; tampoco lo que expresamente quiere decir Lina Rodríguez con su personaje de Señoritas, quien se parece en mucho a la protagonista de Segunda estrella a la derecha (Ruth Caudeli, 2019); así como esa cotidianidad de padre e hijo en Crónica del fin del mundo parece hablar de un malestar con la vida y el país, pero difícilmente habrá consenso en cuál pueda ser la mejor o más precisa lectura. En las películas con narrativa clásica sí suele haber consenso, pero en estas hay muchas posibilidades en sus posibles sentidos, así como diversos niveles de interpretación.

Un último y definitivo aspecto del realismo cotidiano es el protagonismo que gana el espacio como sujeto mismo del relato, elemento expresivo y que determina el significado de la historia. Y no se está hablando aquí en el sentido que se presenta en el cine de género, donde las películas que pertenecen al western, las court room movies o la ciencia ficción, por ejemplo, sus tramas y personajes son demarcados de antemano por el Viejo Oeste, los estrados judiciales o un planeta lejano, respectivamente. En este caso se trata de unos espacios y lugares que son casi abordados como una entidad por el relato, tanto en su conexión con los personajes como en su presencia y preeminencia ante la cámara.

De todos estos filmes en lo que mejor se puede ver esto es en Nacimiento, El vuelco del cangrejo, en los de William Vega y en los de Flores Prieto, Cazando luciérnagas y Ruido rosa (2014). En este último, un hotel de tercera y una inédita Barranquilla, nocturna y lluviosa, envuelven la historia de amor de sus protagonistas, dos viejos cuya apariencia está sintonizada con los desvencijados y raídos espacios que se roban el atractivo visual de la película. El contraste, entonces, se hace evidente: el distanciamiento del relato ante los personajes y su mutismo, frente a la rica estética de las paredes derruidas, las habitaciones atiborradas de objetos, el derroche de color y hasta el neón. Igualmente, Nacimiento es más la historia de un hábitat denso en vegetación que una improbable trama de quienes lo habitan, en El vuelco del cangrejo La Barra tiene un conflicto más fuerte y visible que ese supuesto protagonista que la recorre, La Sirga tiene el título del espacio mismo en que se desarrolla el relato, y en Cazando luciérnagas los escasos personajes siempre aparecen diminutos ante la vastedad de las salinas y el mar.

Una consideración final que se debe anotar en relación con el realismo cotidiano, es que en algunos casos surgió en reacción al realismo social, como ocurrió con el Nuevo Cine Argentino, que ya no quería contar más historias de la dictadura; pero también ese distanciamiento del que se habló antes, suele alejarlo del interés por asuntos políticos, ideológicos o contextuales. Estos tópicos no suelen caber dentro de estas historias intimistas y cotidianas o sus personajes ordinarios con conflictos periféricos. No obstante, en Colombia, por su conflictiva y problemática realidad, es más difícil abstraerse de ese contexto, por lo que en algunas de estas películas es posible encontrar la combinación de los dos tipos de realismo en una unión orgánica y elocuente. Eso que llaman amor (Carlos César Arbeláez, 2015) y X500 (Juan Andrés Arango, 2016), tienen en común esta combinación y el hecho de estar compuesta cada una por tres historias que se entrelazan en el relato.

En la película de Arango, la línea argumental que se desarrolla en Colombia tiene que ver con las bandas criminales al servicio del narcotráfico y las temidas casas de pique en Buenaventura, al tiempo que cuenta la historia de sus tres jóvenes personajes con algunas de las características del realismo cotidiano. En el caso de la película hecha en Medellín, sus historias están definidas por la marginalidad y la violencia, por lo que prima el tono del realismo social que es tradición en esta ciudad, pero parte del talante de su puesta en escena y concepción de los personajes están alineados con esa narrativa de la que se ocupa este texto.

Para terminar, hay que decir que este no es, por supuesto, el cine que más ve el público colombiano, todo lo contrario, al grueso del público, ese que está acostumbrado y disfruta de lo entretenidos e impactantes que pueden ser los recursos y esquemas de la narrativa clásica, le causa mucha dificultad, cuando no aversión, ver este tipo de películas aquí trabajadas. Es por eso que este cine está más cerca de los cinéfilos y del público de festivales, e indefectiblemente pertenece al territorio del cine de autor. Es por eso también que entre este puñado de filmes hay algunos de los mejores títulos que ha producido el cine nacional recientemente, así como unos tantos nombres de cineastas sobresalientes y aun prometedores, la mayoría de ellos jóvenes.

Osorio, Oswaldo (Compilador). Lecturas sobre la luz: Ensayos críticos sobre cine colombiano. Vásquez Editores, Medellín, 2021.

Clara, de Aseneth Suárez Ruiz

Dejar de morderse la lengua

Oswaldo Osorio

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Toda película es hija de su tiempo, tanto en su naturaleza creadora como en sus temas y posibilidades. Este filme se alinea con la actual tendencia del documental autorreferencial, con los cuestionamientos sobre la identidad de género y con el momento en la vida de la protagonista cuando ya no teme a que ciertas verdades sean reveladas. En este escenario y contexto propicios, la directora crea una obra intimista en su historia, reivindicadora en su tema de fondo y catártica para su personaje y la propia autora.

Recientemente, en el cine colombiano varias cineastas se han preguntado por sus madres, padres o abuelos y la relación con ellos: Carta a una sombra y The Smiling Lombana (Daniela Abad, 2015, 2018), Home: el país de la ilusión (Josephine Landertinger, 2015), Amazona (Clare Weiskopf, 2017), Después de Norma (Jorge Andrés Botero, 2019), Como el cielo después de llover (Mercedes Gaviria, 2020), Del otro lado (Iván Guarnizo, 2021), Las razones del lobo (Marta Hincapié Uribe, 2020).

Son tantas películas que se requirió un párrafo, pero era necesario mencionarlas para dar cuenta de esta fuerte tendencia discursiva a la que llega con su aporte Clara (2022). Coincide con las demás en esa inmersión en la historia familiar, en el carácter protagónico de la propia directora, en la revisión del pasado y la confrontación ante el lente y el micrófono de sentimientos y emociones que no se habían puesto de manifiesto o que se reviven para el relato, muchas veces con una incómoda cercanía para el espectador, que aquí hace de mirón con la anuencia de la cineasta.

Clara es la madre de Aseneth, la directora, quien, además, busca poder ser madre también. Por eso es una historia que se orienta hacia el pasado de la madre como el gran conflicto central, la relación entre ambas y la posible condición de madre de la propia autora. Son tres direcciones que se trenzan en un relato envolvente y cargado de interés, eso a pesar de ser una historia tan personal, tan privada.

A despecho del afiche, en el que se sugiere la vitalidad de una mujer mayor practicando un deporte, la de Clara parece una vida de amarga resignación a causa de la censura y casi represión a la que fue sometida por la sociedad y su propia familia, esto por una relación homosexual que sostuvo durante seis años. Por eso, lanzar jabalina a los casi setenta años y aceptar confrontar el pasado en el documental de su hija es una suerte de reinvención y saldada de cuentas con la vida para una mujer (que es muchas mujeres) que fue víctima del prejuicio moral y la cancelación social.

La directora, por su parte, está de principio a fin de la película en un protagonismo menos evidente en la imagen, pero más integral en su presencia: en la concepción del documental, la narración, la mirada, las preguntas y la subtrama de su ilusión de ser madre, la cual conecta emocionalmente con toda la historia que nos viene contando, una historia de evocación de su infancia, de reconstrucción de su madre y su familia, de reclamo por lo injusta que fue la vida con Clara y de hacer de su intimidad un relato universal al que por fin le llegó el momento de poder ser contado.

Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson

Our love is alive, and so we begin…

Cristian García

Escuela de crítica de cine de Medellín

lp

Licorice Pizza (2021) es una película atípica dentro de la filmografía de Paul Thomas Anderson. En sus anteriores películas las heridas de sus personajes los condenan a la soledad, a la súplica no escuchada, a la desazón de lo que pudo haber sido, a una puerta que se abre a la redención –y no necesariamente se cruza-; la fragilidad de sus almas los impulsa a lanzarse obstinadamente a la tragedia. Claro que hay rarezas como la alucinante Inherent Vice (2014), una película que, por ahora, resulta incomprensible para mí. Pero que aún conserva la ruina y corrupción como algunos de sus temas. En su nueva obra, el director estadounidense se decanta por un aire optimista, nostálgico y esperanzado. La jovialidad yace en el espíritu de los dos protagonistas de Licorice Pizza.

La historia ocurre en Los Angeles en los años setenta y trata sobre la relación entre Gary Valentine (Cooper Hoffman), un exitoso actor infantil y estudiante de secundaria, y Alana Kane (Alana Haim) una chica diez años mayor que él que no tiene claro qué hacer con su vida. Ahora, si bien la película anterior de Anderson también se centraba en una relación de pareja, no tardaremos mucho en reparar que la relación en Licorice Pizza difiere mucho en su naturaleza y contexto a la de Phantom Thread y, además, en la formalidad cinematográfica con que el director estadounidense la narra.

En la primera escena se da el esperado “meet cute” -propio de las películas románticas del tipo chico conoce chica- entre los protagonistas: Gary está a punto de tomarse la foto escolar y Alana trabaja para el fotógrafo. Su interacción inicial consiste en que Gary, con una confianza en sí mismo envidiable, invita a salir a Alana y la reacción incrédula de ella ante la invitación a cenar de un adolescente. Esta conversación inicial hace evidente la “química” de este par de actores debutantes, en solo unos segundos dotan a sus personajes de rebeldía, personalidad, seguridad y candidez. Son personajes llenos de vigor. La respuesta de Alana a la invitación es inicialmente una negativa que se tuerce hacia un “tal vez” sobre el final de su interacción y nosotros, al igual que Gary, sabemos que esta no es la última vez que se verán.

El filme se impulsa sobre este primer encuentro hacia la inexperiencia, la rebeldía e ingenuidad propias de la juventud, para alzarse en un tono juguetón y nostálgico que abraza el relato. Y hablando de nostalgia, dado el contexto de tiempo y lugar, resulta imposible no relacionarla con Once Upon A Time In Hollywood (Tarantino, 2019), con su espíritu de “hangout movie” que recorre una ciudad glamurosa y libertaria. Así pues, la época, lo jovial, la importancia de la música y los personajes irreverentes hacen que ambas películas se hermanen en espíritu. Aunque, a diferencia de como se hizo con Cliff Booth en Once Upon A Time In Hollywood, no se hace tanto énfasis en manejar despreocupado por la ciudad escuchando los hits de la radio, sino en el correr. Por medio de constantes travellings veremos a Gary y Alana correr. Corren juntos y a su encuentro, y más allá de ser una consecuencia de la ausencia de gasolina que padece la ciudad en ese momento, es una forma de desvelar su afecto. Puesto que cuando corren con mayor intensidad es cuando ven que el otro está en peligro o necesita ayuda.

Ahora, si bien la relación inicia con el empuje terco del vigor juvenil, también es cierto que transita las amarguras y decepciones propias del amor y, ya que estamos, de crecer, de ser más consciente del mundo. La intromisión de otros intereses románticos, los líos laborales y los encuentros con adultos pueriles suponen obstáculos que derivan en desilusiones y revelaciones. Bien sabemos que los caprichos momentáneos no son ajenos al romance juvenil; de modo que la relación también es un constante va y viene que por momentos roza la rivalidad. La finalidad de la relación es incierta, Gary y Alana no se establecen como novios, ni siquiera como amantes, pero no por ello es una relación a la que le falte el juego de sus egos, los celos y lo pasional.

Como mencionaba anteriormente, los encuentros y desencuentros de la pareja se ven entrelazados con los adultos que conocen en distintas circunstancias. Todos son delirantes. Algunos peligrosos, otros son estrellas embriagadas que no pueden olvidar sus viejos días de gloria; otros te llevan a ser la “tercera rueda” cómplice de una pareja oculta. El cúmulo de todos estos encuentros puede dar la sensación de que la trama principal se descuida, que deambulamos de situación en situación de manera arbitraria sin un hilo conductor fijo, que estos encuentros son una especie de estorbo para nuestro interés de ver interactuar a los protagonistas; pero al final, ya sumados todos los pequeños relatos de estos encuentros, podemos mirar atrás y ver que estas anécdotas definieron de una forma u otra las facetas de la relación entre Gary y Alana.

El peligroso encuentro con Jon Peters (Bradley Cooper), por ejemplo, deriva en la realización de Alana de no querer más esta senda de “aventuras de niños” y la llevan a fijarse en otro hombre buscando madurez y conciencia social y política por el mundo. O los constantes cambios de trabajo de Gary dan cuenta de inestabilidad social y personal. Es decir, son anécdotas, sí, pero subyacen deseos que no son tan claros para los protagonistas. Exponerse a lo mundano de la vida puede revelar lo que somos y lo que deseamos.

Cabe resaltar que algunas de estas anécdotas dan cuenta más del contexto de la ciudad o de una industria (como la del cine o la venta de colchones de agua) que de la relación en sí. No obstante, estos temas subyacentes no son abarcados con mucha profundidad. A lo sumo son ecos, señales de prácticas del mundo del entretenimiento, el show business, o se resumen en indicadores de tendencias y creencias de la época. Y es que no podemos dejar de considerar que algunas de estas anécdotas bien pueden responder al mero capricho del guionista. Anderson bordea otros temas, pero sabe bien que la fuerza del relato está en Alana y Gary.

Para los que nos gustan películas previas del director como Boogie Nights (1997), Magnolia (1999) y There Will Be Blood (2007), es comprensible que echemos de menos un Paul Thomas Anderson más cruel, trágico, que lleva a sus personajes a la inevitable autodestrucción o a la redención catártica y que, al hacerlo, nos estremece con relatos fascinantes. Licorice Pizza, por su parte, es más optimista, conserva el entusiasmo de la pareja sin dejar de lado los desencantos de las relaciones y del mundo. Licorice Pizza es como una primera cita de adolescentes con alguien que nos gusta: torpe, emocionante, incoherente, caprichosa, musical, imperfecta. Pero, si entras en su juego, al llegar a casa y reparar que tenemos una sonrisa socarrona, es claro que hemos vivido algo que sabemos vamos a recordar por mucho tiempo, o para toda la vida.

Hilo de retorno, de Erwin Goggel

La vigencia de un relato

Oswaldo Osorio

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No es posible hablar de esta película sin referirse a Retratos en un mar de mentiras (Carlos Gaviria, 2010), pues se trata de una nueva versión que comparte un material base y propone algunos cambios, unos más sustanciales que otros. Aunque un espectador que no tenga fresco el recuerdo de la primera puede que crea estar viendo la misma película, lo cierto es que sí es evidente esa diferencia de miradas que hace más de una década llevó a la decisión entre director y productor de hacer cada uno su propia versión.

La historia de Gaviria da cuenta del viaje de dos primos desde Bogotá a un pueblo del Caribe, luego de la desmovilización de los paramilitares, para reclamar las tierras de las que su familia fue desplazada. La falacia de este proceso está en el centro de ambas versiones, pues lo más concreto de esta historia es su denuncia de esa violencia que permanece arraigada en los campos de Colombia luego de estos acuerdos, ocurrió entonces con los paramilitares y sucede ahora con las FARC.

Esta vez aparece Goggel como director, su película dice que está basada en un guion original de Carlos Gaviria y las diferencias más importantes que propone son dos: la primera, es el énfasis que hace en el punto de vista de la joven Marina (Paola Baldión) y le resta protagonismo a su primo Jairo (Julián Román). La consecuencia de esto es un significativo cambio de tono del relato, el cual resulta más serio e introspectivo, recalcado por las reflexiones en off de Marina, así como por la música, ahora de Santiago Lozano, más sosegada y evocadora.

La segunda, es un poco más espinosa, porque puede poner en cuestión el sesgo ideológico que cada director le quiso dar. En Hilo de retorno, en principio, se hace más evidente la relación de esta familia con la guerrilla, razón por la cual fueron asesinados y desplazados por los paramilitares. No obstante, en unas escenas adicionales del final, Marina, entre gritos, cuestiona esa relación. Pero, pasando por encima de matices, es posible pensar que violencia es violencia y que las víctimas siempre van a ser esas que están entre el fuego cruzado de los actores armados. Esa ha sido la historia de este país durante décadas y el cine nos lo recuerda constantemente.

Tal vez lo que le pesa más a esta versión es que, luego de once años en que el cine nacional ha incrementado el nivel en su factura, a estas imágenes se les nota el paso del tiempo. Pero de todas formas, se agradece la segunda oportunidad que tiene esta historia, la cual mantiene la fuerza y vigencia de las premisas que propone acerca de la violencia y el conflicto en Colombia, independientemente de los cambios entre la una y otra.

Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson

De amores esquivos

Oswaldo Osorio

licorice

Unir relatos de juventud con su contextualización en épocas pasadas es una certera garantía de evocadora y entrañable nostalgia… aunque sea nostalgia ajena. Uno de los mejores directores (para muchos el mejor) de las últimas décadas en Estados Unidos, Paul Thomas Anderson, crea con esos elementos su película más cálida y desenfadada, por no decir la más ligera. Para bien o para mal, hace un coctel (o una pizza) con una base sólida pero aderezada con heterogéneos componentes que pueden o no funcionar.

Corre el año de 1973 y Gary, un aventado y emprendedor quinceañero, conoce a Alana, una joven diez años mayor que él, y se crea entre ellos una conexión con los altibajos propios de la amistad, la juventud, la diferencia de edad y el amor no correspondido. La película no propone un argumento convencional, sino que la historia es más bien la aventura de esta relación, dispersa en una serie de actividades que desarrollan los protagonistas.

Para ella es una historia de amistad, mientras que para él es una historia de amor, y entre tanto concilian esta diferencia pasan el tiempo juntos, sobre todo, tratando de hacer dinero. Por eso es que este doble componente, el afectivo y el vocacional, puede definir la percepción que se tenga de ellos y de la película.

En el primer caso, su elusiva y agitada relación es, sin duda, la premisa que más le importa a su guionista y director. Su empeño para desarrollarla comienza con la elección de una pareja de actores cuyo aspecto y actitud forjan ese gran carisma que tiene su relación, la cual se manifiesta en el permanente juego de seducción oculto siempre tras un insostenible desinterés, la tensión romántica alternada con desprecio, los celos encubiertos, el gozo de pasar el tiempo uno al lado de la otra y la convicción –de él, de ella y de los mismos espectadores– de que terminar juntos parece inevitable.

Por otro lado, hay algo de repelente en esta pareja, no solo por lo odiosos que pueden ser tanto entre ellos mismos como con quienes los rodean, sino que, de fondo, lo que siempre los mueve es el interés propio y la constante búsqueda del beneficio material. Él permanentemente está buscando crear empresa, aun por medios poco éticos; mientras que ella, básicamente, es una arribista, lo dice agritos claramente en una línea de diálogo, eso a pesar de su –no muy convincente– conciencia política del final.

Por último, aunque no es necesario que una película tenga un argumento, sino que puede estar compuesta por una sucesión de situaciones, como ocurre en esta, resulta más difícil lograr una cohesión entre todo el material. Sucede en este caso, pues parece que se alarga innecesariamente y hasta le sobran secuencias enteras (como toda la de Bradley Cooper), eso sin contar los momentos o giros gratuitos y hasta inverosímiles, como el arresto de Gary o la escena del camión en reversa.

Entonces, a pesar de no ser una obra redonda y contundente como otras de su filmografía (Boogie Nights, Magnolia, Punch-Drunk Love, Petróleo sangriento) Paul Thomas Anderson nos entrega una pieza con un especial magnetismo en sus imágenes, sus personajes y en esa esquiva historia de amor que termina por definir todo el relato. Es una película juguetona, con humor inteligente, más adolescente que adulta y, en definitiva, entrañable.