El Color que Cayó del Cielo, de Richard Stanley

Matices de una locura cósmica

Por: Mario Fernando Castaño

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Esta película de 2019 está basada en un relato de 1927 escrito por H.P. Lovecfraft, su adaptación se sitúa en tiempos actuales, pero su color permanece indefinido, misterioso y casi indescriptible.

Escapando del caos urbano una familia se traslada a una casa rural en Arkham, Massachusetts, impulsados por la calma que necesita la madre de la familia para recuperarse de una delicada cirugía. Su nueva cotidianidad se ve alterada por la caída de un meteorito y a partir de allí el entorno comienza a tomar un color que no es definido (de hecho, en el relato original al no poder hacerlo le llaman simplemente “el color”), los animales se comportan y se ven diferentes y tarde o temprano afecta a los integrantes de la familia, de ahí en adelante todo es una espiral hacia la locura.

Su director, Richard Stanley, no había estado involucrado de lleno en una producción cinematográfica desde el año 1996, con La Isla del Dr. Moureau, y ya desde hace tiempo venía con la idea de hacer una adaptación de este relato, un reto muy ambicioso por cierto, ya que varias cintas han intentado dar forma a los escritos de Lovecraft, algunas han logrado arañar la superficie, como En la boca del miedo (1994), The Endless (2018), Event Horizon (1997) o El faro (2019); mientras que otras lo hicieron con nombre propio, como es el caso de Re-Animator (1985). Y es que la idea de contar en imágenes este universo lovecraftiano solo pocos lo han logrado y una de las razones es porque se intenta describir lo indescriptible buscando enfocar la raíz del miedo hacia lo desconocido.

Curiosamente esta producción realizada por SpectreVision, que ya tiene películas que se atreven a dar un giro dentro del género del horror, como son Mandy (2018) o Daniel Isn’t Real (2019). No necesitó de un gran presupuesto y, aunque su CGI (efectos visuales) no es el mejor, la materialización del extraño ambiente, su fotografía, la forma en que el bosque va tomando una oscura presencia, la música con esos sintetizadores ochenteros casi etéreos y, sobre todo, sus efectos prácticos al hacer su aparición las criaturas propias de este subgénero del terror que evocan películas como The Thing (1982) de John Carpenter, nos llevan a aceptar una realidad alterna que solo pertenece a los sueños y pesadillas del padre del terror cósmico.

Uno de los grandes aciertos es el haber unido al equipo de actores a Nicolas Cage, acá él se encuentra en su ambiente y se da gusto al desatar su locura como en la ya citada Mandy o Mom and Dad (2018), pero esta vez de una manera más dosificada, mostrando en principio a un padre abnegado que poco a poco se transforma, literalmente, en un ser desconocido.

Pero lo que definitivamente llama la atención de esta obra, es cómo el conjunto de todos estos elementos se armonizan para definir en imágenes la esencia del mensaje que siempre quiso dejar Lovecraft en sus páginas, y es el de dar a entender a los seres humanos que somos demasiado egocéntricos y creemos tener el poder total de todo lo que nos rodea, incluso de nosotros mismos, aunque en realidad no somos relevantes para nadie, ni para ningún motivo o propósito, somos simplemente una brizna en este vasto universo vagando sin rumbo  a través del cosmos en un pedazo de roca llamado Tierra, un todo habitado por seres que no pertenecen al tiempo por haber estado siempre, somos un sueño que está sepultado en medio de otros sueños olvidados por dioses, convirtiendo nuestras vidas en simples azares de un destino sin sentido o finalidad y que al no tener la capacidad de entenderlo caemos inmersos en una locura que nos devora a sí mismos reduciendo todo hasta la esencia de nuestro ser…simples átomos de colores indefinidos.

The Breadwinner, de Nora Twomey

Un lienzo de sueños pintado con duros trazos de realidad

Por: Mario Fernando Castaño 

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Basada en la novela infantil homónima de 2002 y escrita por la autora canadiense Deborah Ellis, esta película, producida por Angelina Jolie, ha sido dirigida por Nora Twomey y adaptada en formato animado en 2017 por su equipo de animación irlandés Cartoon Studios, responsables de las aclamadas Secret of Kells y Song of the Sea. The Breadwinner ha sido nominada en 2018 al Oscar a mejor película de animación y fue galardonada como mejor película en los Premios Annie, en donde se hace este reconocimiento a las cintas animadas.

Esta historia rompe como pocas los parámetros establecidos en el cine de animación, que está reservado casi que exclusivamente a un público infantil. Si bien muchas películas contienen un mensaje que puede ser interpretado de diferentes maneras según las edades, The Breadwinner o El Pan de la Guerra trata temas que pueden llegar a ser más adultos en el momento en que estos tocan la realidad, una que es muy latente y cruda, que busca identificar al público con ella, sensibilizando hasta los más pequeños al percibir cómo puede ser la vida de un niño en un entorno cultural muy diferente al suyo, envuelto en un relato que no solo es oscuro sino también muy real.

Esta es la historia de una niña afgana llamada Parvana, quien al ver como su padre es hecho prisionero por talibanes, se ve forzada a sacar adelante al resto de su familia, que es conformada por su madre, su hermana mayor y su pequeño hermano. Para ello debe disfrazarse de hombre y así poder continuar con la labor de comerciante que tenía su ausente padre.

El sutil equilibrio del mito es llevado a la pantalla que se comporta como un lienzo de sueños que es pintado con trazos de verdad, reflejando en ellos la cultura de estos pueblos en un lenguaje visual diferente, llevando al espectador dentro de sus analogías y relacionándolas con las duras vivencias de sus protagonistas.

Todo esto sucede bajo el marco dictatorial del régimen talibán en Kabul, Afganistán, en donde la interpretación errónea de sus creencias religiosas, la discriminación de la mujer, la violación de los derechos humanos y la pobreza se convierten en razones de peso para que una convicción pueda lograr grandes cambios, aunque estos sean personales. Una bella mezcla entre fantasía y cruda realidad que lastimosamente va a estar vigente en el tiempo y presente en varias partes del mundo.

Pickpocket, de Robert Bresson (1959)

O cómo recordar el olvido de lo no-ocurrido

Por: Andrés Felipe Zuluaga

Pickpocket

Esta película fue escrita y dirigida en los calores de una revolución histórica del cine, la Nueva Ola Francesa. Discurre la historia de Michel, un joven desempleado con una aparente capacidad de producción conceptual en materia sociológica. Juega a ser un ladrón carterista. Acá Bresson viene con su peculiar expresión del robo de carteras, manos rápidas, planos lentos. Sus personajes, con una consciencia crítica en la mayoría de sus películas, tienen el valor de enfrentarse a un mundo recién modernizado por las industrias capitalistas, aunque ese no sea su más “mínimo” interés en esta película.

Es difícil aprender el arte del carterista, es casi como mágica. Al cabo de unos movimientos ilícitos realizados conscientemente termina en prisión. A la mujer que siempre estaba con su madre, Jeanne, una rubia de cariz tranquilo, sumisa, objetivizada como lo propone una típica sociedad capitalista, de ateísmo reciente, y de heteropatriarcado sin igual. Michel no termina de rechazar su vida de criminal y aprende nuevas habilidades; cuando se entera de que Jeanne está embarazada. Este hecho le hace visibilizar a Jeanne como humano y “enderezar” su conducta hacia un bien social: Al verla sola en un mundo de relaciones de utilidad ilegal como el que proyecta Michel sobre el mundo, participa en la realidad afectiva del otro robado.

Michel asimiló el deber ser de padre y esposo protector. Involuntario desde el punto de vista de la “intención masculina”, puesto que esa “psicodinámica visibilizadora de una relación machista innegable” se le presenta como una posibilidad coherente socialmente (machismo latente, cínico, acrítico e irreflexivo), y hasta cierto punto, descentrado de su matriz de intención principal (El robo, su práctica psico-fisiológica diaria con las manos y su dilema ético).

Por ello no me parece adecuado referir una direccionalidad clara y concisa hacía el feminismo, pero era 1959, sus resonancias se sienten. Quizá juega más con una pregunta existencial intensa que vuelve a los personajes fríos, tan al borde su aburrimiento y su “exceso emergencia de acción” que se vuelcan a lo “ilícito”. O quizá más precisamente el juego de lo extrajudicial y una locura-consciente, cierta capacidad de construir una realidad existencial-conceptual sobre la marcha podría dotar de una cualidad extrajudicial a cualquiera. Pero estos son sueños de postmodernos.

La sexta película de Bresson le deja al mundo entre-pandémico una sospecha respecto a la relevancia, o afección del azar, de lo no planeado, del caos que al fin aceptamos apropiar a nuestra consciencia pre-experiencial de la mañana. Casi adelantándose al olvido de lo no-ocurrido para sumergirlo en sí mismo. El pasado es otra dictadura de la técnica y la vida, lo decía W. Bejamin y Shinji Ikari.

Sumercé, de Victoria Solano

“Cuando será que el pueblo llegue a reinar”

Oswaldo Osorio

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En un país como Colombia el cine de resistencia y denuncia debería ser más frecuente. Con tanta desigualdad social, corrupción política, legislación injusta y crímenes de los violentos es para que cada gran problema fuera un documental. Pero suele presentarse la amenaza de la censura y la supresión por la fuerza, lo cual limita siempre esta vocación en los documentalistas y apenas unos cuantos mantienen ese espíritu del cine del compromiso que alguna vez fue lo que más caracterizó al cine latinoamericano.

Ya Victoria Solano se había aventurado hacia este tipo de cine con su documental 970 (2013), una denuncia contra la resolución que regula el uso de semillas en el país, en detrimento de las semillas de uso ancestral y de los pequeños productores. Ahora, con el lema “Vinieron por las semillas, ahora vienen por el agua”, la directora hace la transición con este nuevo documental a un problema no menos acuciante, el del riesgo en que están los páramos colombianos por regulaciones que, muchas veces, benefician a las transnacionales mineras.

Para exponer el problema de los páramos y los campesinos que habitan las zonas circundantes, Solano les hace seguimiento a tres personajes: Eduardo Moreno, un veterano activista que quiere concientizar a la gente sobre lo que significaría esta gran pérdida para los ecosistemas; César Pachón, un líder campesino que intenta llegar a la gobernación de Boyacá; y Rosita Rodríguez, otra activista defensora de los páramos que trata de apelar a las vías legales.

La mirada que propone el documental guarda un equilibrio entre la cercanía que puede lograr con sus personajes en su cotidianidad y las causas que estos defienden y por las que luchan. Este equilibrio es la base de su propuesta ética y temática, pues con él logra una historia humana pero también de resistencia. Incluso puede llegar a una simbiosis con imágenes de elocuente potencia, como la soledad de una mujer en medio de esa plaza que representa a todo un Estado, o la de un viejo limpiando con su saliva una hoja moribunda, o un fundido a negro justo cuando aparece la primera lágrima.

Con sus tres puntos de vista, el relato da cuenta de diferentes formas de lucha y va presentando los distintos argumentos de una problemática que parece solo significar algo para quienes la tienen cerca. Por eso es importante el estreno de un documental como este, el primero que se hace de una película colombiana en la virtualidad de estos tiempos, en este caso en la plataforma mowies. Se trata, entonces, de cine nacional, relevante y accesible.

 

Ya no estoy aquí, de Fernando Frías

Terkos Kolombianos

Oswaldo Osorio

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La cumbia, en las últimas décadas, pasó de ser un ritmo folclórico colombiano a un movimiento cultural en algunas zonas populares y marginales de muchas ciudades latinoamericanas, desde México hasta Argentina. En la base de esta película, que se acaba de estrenar en Netflix, está el espíritu de dicho movimiento, con todo lo que ello implica en términos musicales, sociales, de identidad y como fenómeno urbano.

Ulises vive en Monterrey y es el joven líder de una de las pandillas, los Terkos, que componen este movimiento contracultural que en Monterrey llamaron Kolombia. Pero los Terkos no son los Warriors de Walter Hill (1979), aquella icónica película de violentas pandillas en Nueva York, son más bien una cofradía de amigos y amigas de barrio a quienes los une el gusto por la cumbia y cifran su identidad en su baile, indumentaria y cortes de cabello.

Este Ulises mexicano protagoniza su odisea personal en esta historia por cuenta de esas otras pandillas que sí son violentas, aquellas que están instaladas en los barrios marginales de casi toda América Latina imponiendo su ley, definiendo límites y traficando con droga. Por eso, lo que empieza siendo un pintoresco relato sobre una tribu urbana, termina siéndolo sobre el exilio.

Ya estando en Nueva York, puede malvivir y sobrevivir aferrado a esa identidad de kolombiano, definida por su pasión por una música apropiada del Caribe colombiano, con su tempo modificado y hasta mezclada (o confundida) con vallenato; también por un baile que se antoja como una armónica combinación entre cumbia y ritos amerindios alrededor del fuego; y una apariencia que parece heredar la indumentaria estrafalaria del pachuco y los tocados de plumas aztecas.

La precariedad, la soledad y las incesantes dificultades definen a este héroe cuambiambero, quien al regreso a su Ítaca, no tiene la suerte del héroe de Homero y ni reino encuentra siquiera. La épica heroica griega es aquí transformada por la dramática descomposición social que está viviendo México en los últimos años, donde los individuos son insignificantes, víctimas sin justicia o soldados de usar y tirar para las mafias.

Sin exhibir un especial virtuosismo narrativo o visual, esta película plantea claramente su estructura en tres actos que bien se podrían llamar: los Terkos, el exilio y el regreso. Es un arco dramático bien definido y elocuente en relación con asuntos como la violencia, la marginalidad, los inmigrantes en Estados Unidos y, sobre todo, ese estado de indefensión de los jóvenes de las barriadas que echan mano de cualquier cosa que los ayude a definirse y a encontrar iguales que los libre del desamparo social y familiar.

Publicado el 8 de junio de 2020 en el periódico El Colombiano de Medellín.

Ema, de Pablo Larraín

O la danza del fuego

Oswaldo Osorio

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Imposible hacer la cuenta de todas las películas que empiezan con la pérdida de un hijo, el subsecuente drama del duelo y el inevitable deterioro del matrimonio en cuestión. Pero que esa pérdida haya sido por decisión de los padres, es una vuelta de tuerca cargada de implicaciones que transforman sustancialmente un conflicto tan recurrente. Con este material Larraín logra una historia inesperada y sinuosa en sus pretensiones y soluciones, razón por la cual sus resultados son ambiguos e irregulares.

En estos tiempos sin salas de cine, se estrenó en la plataforma Mubi (que tiene una buena oferta para la cinefilia más exigente) la última película de quien es, sin duda, el director más importante de la última década en Chile. El autor de Tony Manero, Post morten, No, El club y Neruda esta vez, a diferencia de todos estos títulos, cuenta una historia más intimista y distanciada del contexto chileno: Ema y su esposo devuelven el niño que habían adoptado, esto luego de un trágico accidente en el que este le quemó la cara a su tía.

La diferencia entre perder un hijo y devolverlo es que la tristeza se cambia por un odio latente entre esa pareja que todavía parece que se ama. Entonces los ires y venires emocionales y afectivos de este matrimonio marcan el fluctuante tono de un relato que pasa del drama conyugal y la búsqueda del amor en otras personas al gesto rebelde y liberador de una joven que parece conducirse por otros valores morales y sociales.

Y en este sentido, entra en juego la cuestión de la empatía con la protagonista, ese proceso de identificación con esta al que cualquier espectador se ve impelido en todo relato. Larraín y sus coguionistas parecen ponerse de parte de ella, pero la relatividad moral suya puede hacer dudar al espectador sobre esa identificación. Entregó a su hijo, pero luego se obsesiona por recuperarlo; ama a su esposo, pero luego practica el amor libre; es una cálida profesora de danza para niños, pero luego sale en actitud anárquica a prenderle fuego a Valparaíso.

Por esta razón, no queda muy claro qué es lo que quiere decir la película, porque puede leerse como una crítica a la volubilidad y desorientación de la juventud actual, o también como una colorida y danzarina oda al espíritu trasgresor y libertario de esta generación. O tal vez se trata de las contradicciones sociales y morales de nuestro tiempo, las cuales se pueden ilustrar con los argumentos a favor y en contra que sobre el reguetón se platean en una de las escenas.

El final de esta historia es definitivo para decantarse por alguna de estas posibilidades (o para embrollarse más). Un final que, sin tener que revelarlo, también ofrece diferentes opciones, pues puede resultar tan insólito como rebuscado, o también puede verse como una fábula proclive a promover otras concepciones del amor y la familia. Lo cierto es que por esta película no se pasa impune, porque de alguna manera, para bien o para mal, afecta, repele, atrae, disgusta, cuestiona, aclara o confunde.

 

 

Un buen día en el vecindario, de Marielle Heller

Ser amable con el mundo

Oswaldo Osorio

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Durante más de treinta años el Señor Rogers (Fred) realizó uno de los programas infantiles más queridos por el público estadounidense. Lo definía la amabilidad, comprensión y sabiduría de su creador y conductor, así como los complejos temas que abordaba de forma que los niños no solo los comprendían sino que lograban hacerse un criterio sobre ellos. Esta película le apuesta a retratar ese espíritu y su misión, lo cual consigue sin caer en el sentimentalismo ni el didactismo aleccionador.

Para retratar a este personaje, la directora bien pudo apelar al biopic, el seguro esquema de la biografía cinematográfica (para lo cual es mejor ver el documental titulado No quieres ser mi vecino, de Morgan Neville), no obstante, Heller y sus guionistas prefirieron basarse en un artículo de la revista Squire, en el que Tom Junod hacía un perfil del Señor Rogers, el cual entrelazaba la vida del personaje con la del propio periodista.

Así que, en lugar de una plana biografía, Un buen día en el vecindario (A Beautiful Day in the Neighborhood) se decide más bien por un estudio de caso, donde la visión cínica y desconfiada del mundo que tiene el periodista entra en diálogo con la amabilidad y optimismo del Señor Rogers. Entonces, lo que era un intento por exponer la probable falsa actitud bonachona de una celebridad, resultó ser un revelador viaje hacia la posibilidad de ver la vida con un filtro de bondad y esperanza.

El alto contraste que deriva de pasar de una personalidad extrema a otra resulta ser un inteligente recurso del relato para desarrollar su premisa, que no es otra que la de confrontar dos opuestas visiones del mundo y esperar que tal vez se imponga la que tiene argumentos más sólidos. En este sentido, naturalmente, la película termina siendo predecible. Pero, de todas formas, quién no quiere que la bondad prevalezca sobre el cinismo.

Por eso, lo importante es, justamente, ese cruce de argumentos, lo cual el relato hace hábilmente a partir de diálogos, imágenes, situaciones y el mencionado contraste. También es importante el tono que consigue la película, pues mantiene el espíritu de fábula y diálogo gentil que el Señor Roger siempre usaba en su programa, el mismo que aplicaba en su vida diaria, lo que era un indicio irrefutable de su autenticidad.

Y esto el filme lo refuerza poniendo a encarnar a este héroe de la cultura popular estadounidense por otra celebridad con características similares, Tom Hanks, un actor que le da credibilidad al personaje con su propia imagen, pues, guardadas las proporciones, se puede ver como su par en el mundo del cine.

1917, de Sam Mendes

Corre, ve y dile

Oswaldo Osorio

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Esta es una película de trámite. Empieza cuando les ordenan a los protagonistas que entreguen una carta y termina cuando lo hacen. No hay trama, solo un recorrido del punto A al B. La cuestión es si en medio de eso dice algo con algún significado más allá del trámite, si plantea ideas o emociones que no sean las obvias en un relato de guerra y supervivencia. En esta pieza hay grandes dudas de si eso ocurre, aunque de lo que no hay dudas, es del virtuosismo del director para llevar a cabo este recorrido, sin embargo, ¿Eso es suficiente?

Sam Mendes hasta ahora ha sido un director infalible. Desde sus películas de corte independiente (Revolutionary Road, Away We Go) hasta las que hacen parte de la saga de James Bond (Skyfall, Spectre), sus relatos son precisos, eficaces y muy expresivos visual y narrativamente. La diversidad de temas y géneros que ha abordado en su filmografía no permite hablar de él como un autor con un estilo o un universo definidos, pero sí como uno de los grandes artesanos de las últimas décadas, por la elocuencia y belleza que logra contando historias con imágenes en movimiento.

En este filme, durante la Primera Guerra Mundial dos soldados ingleses son comisionados para entregar un urgente mensaje, lo que requiere una peligrosa travesía. Y efectivamente, los obstáculos, amenazas y atentados en su contra son frecuentes, o más que eso, son el cuerpo del relato, el cual prácticamente se limita a la premisa de la supervivencia (el conflicto narrativo más fuerte que existe) y de la que depende el objetivo último de la historia.

La fuerza de la película y donde puede estar el valor diferencial en relación con otras películas bélicas, es la expresividad visual y cinética al dar cuenta de esa travesía en medio de las adversidades. Aunque no se trata de algo inédito, ya otros títulos (Salvando al soldado Ryan, La delgada línea roja, Enemigo al acecho, Dunkerke) han mostrado la guerra con registros equivalentes, aun así, Sam Mendes y su fotógrafo, Roger Deakins, haciendo del plano secuencia su recurso base, consiguen unas imágenes de gran vigor narrativo y estético.

Pero bueno, de imágenes bonitas y potentes está lleno el cine. El asunto es que si una película solo tiene esto, escasamente dará de comer a los espectadores más formalistas; además, si un filme bélico apenas dedica un par de minutos en algunos altos del camino al drama y a la construcción de sus personajes, inevitablemente solo podrá, si acaso, definir arquetipos y dejar enunciada alguna idea o sentimiento, porque rápidamente se viene otra correría con su consecuente despliegue técnico y visual, por lo que, para los espectadores que buscan más que eso en una película, todo ese trámite se puede volver tedioso y vacío.

Jojo Rabbit, de Taika Waititi

Un nazi encantador

Oswaldo Osorio

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Parodias sobre Hitler y los nazis ha habido muchas. Existen desde los tiempos de Chaplin (El gran dictador, 1940) y Lubitsch (Ser o no ser, 1942) y nunca se han dejado de hacer. Por eso una más necesitaba una aproximación diferente. Esa aproximación en esta nueva pieza es el punto de vista, que es el de un niño, quien nos muestra a ese Hitler absurdo, divertido y manierista que solo podía salir de la imaginación de ese niño.

Basada en el libro Caging Skies de Christine Leunens, la película siempre sitúa su relato desde la mirada de Jojo, un recalcitrante nazi de diez años que vive con su madre. El corazón de la sátira y los momentos más divertidos, son cuando el niño interactúa con su amigo imaginario. Desde allí se ridiculiza sistemáticamente al líder nazi y toda su maquinaria de supuesta superioridad, odio y muerte, y lo hace sobre todo con sus ingeniosos y graciosos diálogos, pero también con la construcción e interpretación de los personajes, en especial el propio Hitler, encarnado por el mismo director de la película.

Esa premisa central es complementada con diversas aristas (advertencia de spoilers), desde los incompetentes que entrenan a las Juventudes Hitlerianas, pasando por la madre vinculada a la resistencia, hasta el enfrentamiento de Jojo con la más abominable criatura que podía existir en el mundo: un judío. Todo esto es desarrollado en clave de comedia negra, concebida con un humor inteligente y sofisticado, sin hacer nunca concesiones al mal gusto, la escatología o los chistes con segundo sentido, como suele ocurrir en el cine de Hollywood.

La historia toma un segundo impulso cuando Jojo descubre a una joven escondida en su casa. Sin dar fin a la parodia, le aparece un nuevo corazón al relato de cuenta de la posibilidad de transformación del protagonista. Es casi una ley de la comedia que sus personajes rara vez cambian, y esto es porque cuando lo hacen el género se desvanece y muta, generalmente, al drama. Algo de eso ocurre en esta película, pero el cambio de tono era necesario para la profundidad de la trama y sus personajes.

A pesar de esto, la película de principio a fin se la pasa ridiculizando y mofándose del Führer y su régimen, pero, como suele ocurrir con las buenas comedias, entre líneas está hablando de asuntos esenciales, como la igualdad entre los seres humanos, la educación en los sistemas totalitaristas y, especialmente,  la libertad. Con todo este material sus realizadores saben crear una pequeña joya llena de humor, ingenio y emotividad, una burla a la guerra y sus crueldades que bien podrían conferírseles desde ya las virtudes de la universalidad y atemporalidad.

 

Parásitos, de  Bong Joon-ho

En la riqueza y la pobreza

Oswaldo Osorio

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Las películas de impostores o de estafadores suelen ser predecibles, como ocurre con todas aquellas que apelan a un esquema: si es una comedia, entonces los protagonistas suelen salirse con la suya, si es un drama, generalmente terminan sufriendo las consecuencias de su conducta criminal o su avaricia. En esta historia, aunque se impone el drama, hay varios tonos y componentes, lo cual para unos espectadores puede ser su mayor atractivo, pero para otros la causa de inconsistencias y giros forzados.

Por eso puede ser ambigua la sensación al ver esta película, pues por un lado, el esquema traza una línea predecible (incluso el mismo afiche ya avanza bastante la trama), y por otro, se pasea por una serie de narrativas y giros argumentales que sorprenden en sus cambios y combinación. El problema es que algunos funcionan mejor que otros y unas combinaciones son más orgánicas que otras. Es sin duda una historia original en muchos sentidos, pero los riesgos que toma pueden afectar la verosimilitud y solidez de su relato.

En principio parte como un cuento de impostores (que no necesariamente parásitos), pero en el fondo es la historia de dos familias y sus diferencias, que empiezan por la gran brecha económica y social que los separa. Como suele suceder, la familia pobre parece más feliz que la rica, a pesar de sus penurias, pero también la retratan como perezosa, más cínica y hasta mezquina. Esto podría verse como una construcción reduccionista y arquetípica, que apoya la idea de que es una película creada sobre una premisa esquemática.

El contraste entre los personajes que componen cada una de las familias y los dos opuestos espacios que habitan son el contrapunto que mueve la narración y configura la llamativa puesta en escena. En este sentido es una película muy lograda en sus matices y detalles, una pieza pulida por el mimetismo que logran los impostores cuando cambian de espacio y están frente a sus patrones, una obra estilizada visualmente y sugerente e ingeniosa en sus diálogos y en las relaciones entre los personajes.

Pero las virtudes en la dirección, concepción visual y construcción de personajes podrían verse contrarrestadas por el efectismo del guion en la elaboración de la historia y sus cambios de tono. Que primero parezca una aguda comedia negra, luego un refinado drama, pase por el thriller y la violencia disparatada (casi gore), para terminar como una suerte de fábula melancólica, es sin duda un artificio ficcional demasiado evidente, el cual incluso recurre a gratuidades o ligerezas para que la trama funcione, como cuando una de las familias rueda torpemente por las escalas. En momentos como ese (que hay varios) se olvida la originalidad de la historia y sofisticada puesta en escena para ver la mano de los guionistas manipulando su relato, y de paso a los espectadores.

La ficción en el cine es el arte de la manipulación, claro, pero es arte siempre cuando no se noten las costuras y trucajes, ni tampoco se evidencie demasiado la intención del realizador para lograr determinados efectos en los espectadores, y eso es justo lo que ocurre en esta película.