El ganador, de David O. Russell

Lo que más pesa en el ring es la familia

Por: Oswaldo Osorio

El boxeo es el deporte más recurrente en el cine. Esto se debe, seguramente, a que es el más intenso y dramático visualmente, por la cercanía de los contendientes, el mutuo e implacable castigo y el constante movimiento. Además, por su naturaleza violenta, quienes lo practican suelen dar lugar a personajes con sustanciales posibilidades argumentales y dramáticas: precariedad económica, personalidades fuertes y un medio hostil que los amenaza constantemente.
Esta película tiene todo eso y, en realidad, en lo esencial no se diferencia mucho de la mayoría de películas con este tema. Porque es una cinta que no se aparta demasiado de ese esquema general que siempre se impone en estos casos, esto es, que a medida que el protagonista, en medio de altibajos, avanza hacia el triunfo en el mundo del boxeo, se intensifica el drama emocional que puede significar la victoria o la derrota.
La diferencia siempre está, naturalmente, en las variaciones que se le introducen al esquema, y la variación que propone esta cinta es lo que en cierta forma la saca del montón. Esta historia, en cuanto a la carrera por el título, se ciñe al esquema, pero el drama emocional está potenciado por la relación del boxeador con su familia, en especial con su problemática madre, que hace de manejadora, y su hermano adicto, quien lo entrena.
Así que el gran conflicto de este filme no es tanto si gana el título, sino si lo puede obtener a pesar de su familia. Y aquí es donde se imponen las personalidades de la madre y el hermano, quienes están auspiciados por un grotesco pero fascinante coro de hermanas que redondea el caos de esta familia disfuncional, la verdadera antagonista contra la que tiene que luchar el protagonista.
Dándole forma a ese doble conflicto, el profesional como boxeador y el emocional frente a su familia, esta película consigue un relato sólido y bien medido, un drama realmente envolvente que si bien no presenta muchas novedades frente a lo que se conoce de este tipo de cine, los elementos recurrentes que la componen están planteados con precisión, por lo que resulta inevitable ser tocado por el drama de sus personajes.
Entre esos elementos conocidos está la gran “atracción” del filme, que es el personaje del hermano adicto (así como la interpretación de Christian Bale). Como siempre, los roles extremos resultan los más populares, porque son los que permiten un mayor lucimiento actoral y propician dramas más intensos, aunque muchas veces eso se preste para efectismos y manipulaciones emocionales. Ayuda un poco para no acusar al guionista de abusar de este recurso el hecho de saber que la historia est´a basada en un hecho real.
No obstante, no se debe reducir esta cinta solo a ello, que en últimas podría verse apenas como un fácil gancho emocional. Y es que, a pesar de todos sus convencionalismos, esta película consigue ser un producto muy completo, porque sus características pueden funcionar tanto para la vana fiesta de los premios Oscar, como para ver en ella un aporte a este tipo de temas en el cine y un relato que sabe construir un potente drama cinematográfico.

Las hierbas salvajes, de Alain Resnais

Un cine rebelde y estimulante

Por: Oswaldo Osorio

Esta es la peor época para la cartelera de cine, una cartelera que ya de por sí es siempre raquítica. Y es la peor por la cercanía de los premios Oscar, porque los exhibidores “amarran” las películas para luego estrenarlas aprovechando la publicidad que dan los galardones.
Además, por esta misma razón, el cine que puebla la cartelera es el nominado y premiado por la Academia. Y esto significa que, aunque pueden haber algunas buenas películas, en general es el cine más convencional que existe: temas populares o políticamente correctos, exhibicionismo actoral, tramas y tratamiento complacientes con el público, etc.
En este contexto, una película del director Alain Resnais realmente es una hierba salvaje que se deja ver por entre una grieta del concreto siempre pulido y uniforme de nuestra cartelera. A sus 88 años, este director francés aún mantiene el espíritu con el que contribuyó a forjar ese movimiento de ruptura en el cine que fuera la Nueva Ola Francesa. Fue uno de los más transgresores con las convenciones del séptimo arte y de la narrativa clásica, y a juzgar por esta película, aún lo sigue siendo.
Por eso este filme, que habla sobre el encuentro y muy particular relación entre una pareja mayor, se sale de todas las lógicas que rigen a las películas que recalan en cartelera habitual y del cine que gana premios Oscar. Su narrativa se antoja inusual y la construcción y proceder de sus personajes sorprende y hasta desconcierta.
El relato de esta cinta juega con diversos recursos y procedimientos: la voz propia de cada personaje y la de un narrador, la sobreposición de imágenes en el plano para referirse al pasado o a la imaginación, los saltos en el orden de la narración, la inclusión de acciones aparentemente innecesarias, etc. Esto hace que el espectador, en lugar de estar absorbido por una sucesión de acciones, como suele suceder con casi todas las películas, permanentemente se pregunte por qué ocurren las cosas y se dé cabida al asombro por los inusitados giros y recursos narrativos.
Igual sucede con los personajes. El realismo sicológico que normalmente los rige en el cine de todos los días, aquí desaparece casi por completo. Ya los personajes no siempre se mueven como consecuencia de unas motivaciones sólidas y lógicas, presentadas por la trama, sino que se da paso a un proceder en el que las emociones y sentimientos surgen casi por capricho, lo cual puede llegar a desconcertar, pero también resulta divertido o sorpresivo.
El caso es que esta historia entre la odontóloga-piloto y el jubilado de oscuro pasado, en su aparente inconsistencia emocional e inesperados giros afectivos, está construida para mantener al espectador siempre activo, casi a la defensiva, por la aparente falta de lógica (la lógica habitual) de lo que pasa y por la expectativa sobre la dirección que va a tomar todo aquello.
No es un cine fácil, por supuesto. Con tanto Hollywood que comemos estamos más enseñados a una dieta de fácil digestión, al cine con una narración envolvente y universos creados a partir de la lógica causa-efecto. No obstante, una película como esta puede ser más inquietante y estimulante, porque tiene mayor capacidad de confrontar y producir perplejidad, para bien o para mal, eso dependerá de cada espectador.

Más allá de la vida, de Clint Eastwood

Aproximaciones a la muerte

Por: Oswaldo Osorio

Hay para quienes lo sobrenatural es equiparable con la ciencia ficción. Tanto lo uno como lo otro estarían en el rango de las creaciones o concepciones fantásticas que tienen la humanidad, ya por necesidad en su búsqueda de respuestas, ya como artilugio ficcional o literario para usarlo en su reflexión sobre la condición humana. Es decir que, independientemente de si se cree o no en la existencia de esas realidades, esto no interfiere con sus posibilidades como relato de ficción y con su poder para comunicar ideas o transmitir emociones, y eso es lo que hace esta película.
Esta aclaración inicial es un poco en defensa de su director, Clint Easwood, quien parecía ajeno a este tipo de temas. Y es que esta película suya parte de la posibilidad de la vida después de la muerte y de la efectiva comunicación entre un mundo y otro. Su premisa sobre el tema la plantea a partir de tres personajes que protagonizan historias paralelas y con cada uno expone, de forma distinta, este acercamiento al contacto con la muerte.
Es que a Eastwood casi siempre se le ha visto como un hombre duro y escéptico, primero en su etapa como actor y luego con muchos filmes que ha dirigido. Por eso sorprende que se haya decidido por este tema. No obstante, aquí se aplica lo que se argumenta atrás, es decir, el tema en cuestión lo utiliza para hablar de lo que ha hablado en muchas de sus películas, sobre todo en las últimas dos décadas, esto es, las emociones y decisiones de las personas frente a los desafíos de la sociedad y el destino.
De otro lado, en esta película, nuevamente, llama la atención su estilo clásico en la construcción del relato y en la puesta en escena. Un estilo que en estos tiempos de manierismo narrativo y efectismo visual se antoja austero, lo cual no es, por supuesto, de ninguna forma un reproche, sino todo lo contrario. En esta película, especialmente, se toma su tiempo para contar con claridad su historia y construir con firmeza a sus tres protagonistas. Por eso tal vez sea una cinta que preferiblemente debería ser vista en una sala de cine, para tener la concentración que dicho espacio permite.
Y es que las tres historias, en principio, apenas están relacionadas por el tema de la cercanía con la muerte. Por lo demás, su director no hace concesiones con el espectador explicándole todas las razones de sus personajes o apurando la conexión entre ellos. Por eso es un relato que exige una paciencia que será recompensada más adelante, cuando todo llegue a tomar forma.
Entretanto, sus tres personajes por separado libran batallas con su entorno, y en esa confrontación la película nos revela -como sólo una buena obra y un buen autor saben- sus más sutiles emociones y sus más vívidos sentimientos, así como variaciones sobre las miradas y las experiencias con el tema del “más allá”. Sin que tampoco se muestre reflexivo o concluyente, sino un discreto pero eficaz tono sugerente que surtirá su particular efecto según las creencias de cada espectador.
De manera que, ya sea uno escéptico o no con este tema, lo que se impone es el estilo cinematográfico firme y definido de un director incombustible, un autor que conoce tanto del lenguaje del cine como la naturaleza humana. Y en ambos tópicos esta cinta consigue dar cátedra.

El jefe, de Jaime Escallón

Antihéroes no para reír sino para lamentar

Por: Oswaldo Osorio

Al ver esta película, es inevitable recordar La gente de La Universal (Felipe Aljure, 1995), uno de los mejores filmes realizados en el país. Ambas cintas están cruzadas por la corrupción a todos los niveles, pobladas por personajes egoístas y mezquinos y con un atractivo cinismo en la forma de presentar todo esto.
Sin embargo, si bien parecen hechas de lo mismo y hasta con un tono similar, a esta nueva cinta le faltó definir mejor su humor, así como construir con mayor solidez su argumento y narración, porque finalmente resulta ser una historia que siempre tambalea a causa de los cabos sueltos y el sinsentido.
Basada en la novela Recursos humanos, escrita por el caleño Antonio García Ángel, el relato sigue siempre los pasos del jefe de una pequeña empresa, un personaje construido a partir de una colección de anti valores y vilezas. Se supone que son estas características la base del humor y de la identificación con el personaje, pero ni lo uno ni lo otro funciona. No es posible identificarse con éste ni con  ninguno de los personajes, porque entre otras cosas, las   situaciones   supuestamente cómicas, que  derivan  de  sus  mezquinas   actitudes,  se  antojan  más    lamentables  que  divertidas.
Y no es algún tipo de moralismo lo que impide ver gracioso todo esto, porque el cine está lleno de antihéroes y situaciones que ponen en entredicho la moral y lo políticamente correcto. Además, mucho del humor está basado en la desgracia ajena y en las maniobras de la gente egoísta. No obstante, esos personajes y situaciones deben saber ser presentados en una ficción para que puedan ser cómicos. Esta película no lo consigue casi nunca.
Por ejemplo, el pobre empleado que pide el aumento, la fiel secretaria cuando se enferma, la muerte del vigilante y tantas otras cosas, aunque parece que fueron creadas para serlo, no resultan graciosas, sino más bien tristes y trágicas.
Es cierto que hay momentos en que la película sí consigue ese humor que pretende, un humor negro, cínico e ingenioso como el de la película de Aljure, pero son momentos excepcionales. Y también se le abona a la cinta el riesgo que corrió con el tipo de historia y el humor que pretendía, que buscaba ser una comedia inteligente y bizarra, más que una comedia elemental y predecible, como las de Dago García, por ejemplo.
Otra de las dificultades al ver esta película está en la lógica con la que fue construida su historia. El conflicto del jefe con su esposa, su amante y sus empleados en general funciona bien, con claridad y solidez. Pero toda esa situación con “el quemado”, la empresa paralela que hace detergentes y la fiesta, entorpecen los conflictos principales, derivan en situaciones sin mucha verosimilitud y llenas de cabos sueltos.
Con todo esto, no se trata de una película insoportable ni en la que falta el talento, pero sí una película malograda en relación con lo que tenía y pretendía lograr. Porque si su principal objetivo era contar una historia divertida, justamente falla en eso, en contar una historia bien estructurada y en ser eficaz y genuinamente divertida.

Cartagena, de Alain Monne

Técnicas para evadir el lugar común

Por: Oswaldo Osorio

Siempre es una grata sorpresa encontrarse con una de esas películas que lo tienen todo para ser un fiasco, pero que saben esquivar los caminos fáciles y terminan siendo obras estimulantes. Eso ocurre con esta cinta, pues sus componentes daban para que fuera una película lugar común y complaciente: historias de amor entre parejas improbables, extranjeros en una ciudad exótica y tropical, triángulos amorosos, la cercanía de la muerte y vidas cruzadas por la tragedia, la poesía y el vicio.
Sin embargo, y a pesar de lo enumerado, su director no explota estos aspectos para sacarle una emoción o una lágrima fácil al espectador. Maneja estos y otros elementos sin ser predecible ni efectista, pues opta por ir despacio y, de manera sugerente, va dibujando a sus personajes con el misterio inicial que los envuelve y el futuro que les espera.
Es cierto que su final no es ninguna sorpresa, puesto que uno lo supone, incluso lo desea –y hasta el afiche ya algo anuncia-, no obstante, el sentimiento que se impone durante el relato es el de la expectativa sobre el origen y naturaleza de esos personajes y sobre la historia que van protagonizando. Es una expectativa que el director sabe crear y luego, de a poco y sin dramáticos giros, nos va develando sus vidas y suministrando respuestas.
Se trata en esencia del encuentro de unas personas que están en el filo de la vida, en especial la pareja protagónica, pero también las otras dos mujeres en los roles secundarios. La expectativa en parte es creada no porque, como generalmente sucede en la ficción, los personajes buscan su redención, sino que aquí no se hace evidente esa heroica pulsión de tratar de cambiar la vida; en lugar de esto dudan, parecen despreciar la existencia o resignarse a la que tienen, y solo en el fondo de sus ojos hay un leve brillo que parece querer lo contrario.
Además, en esa lucha interna de los personajes (que muy poco se manifiesta entre ellos, y eso la hace una película más inteligente), hay una contraposición entre el deseo y un amor que no ofrece más que la platónica cercanía y convivencia. Este pulso entre esas dos fuerzas, que en otros casos se podrían adjetivar como turbulentas, aquí también es llevado con sutileza, sin las grandes escenas de enfáticos sentimientos propias del conflicto entre amor y sexo.
Esta cinta también se pudo haber llamado Casablanca o Guadalajara, porque la ciudad en la que se desarrolla la historia en realidad no importa mucho. Su título original es mucho más acertado, L’homme de chevet, algo así como “el hombre de cabecera”. Igual la presencia de Margarita Rosa de Francisco, que funciona apenas de acuerdo con la exigencia del personaje. No desentona ni deslumbra, como suele ser ella siempre cuando actúa en cine.
En todo caso, es una película que por el azar del lugar en que fue rodada llegó a nuestra cartelera, y que a pesar de que en ella todo podía salir mal, resultó ser una sutil pieza que, con su bajo perfil y sin grandilocuencias, consigue cautivar con el misterio y la naturaleza de sus personajes, así como con lo que resulta de su improbable encuentro.

Partir, de Catherine Corsini

El amor contra el hastío

Por: Oswaldo Osorio

No niego que el amor tenga disputas con la vida, afirmaba André Breton, y luego añadía que una conciencia poética del amor debía vencer todo lo que encuentre hostil. Y según esta película, no importa que lo hostil sea la familia misma, esa sacra institución que se eleva siempre como la esencia de la sociedad y que todas las normas legales, morales y sociales hacen lo posible por proteger. Pero el amor, en especial el amour fou (loco) no tiene límites y siempre está asociado con la libertad.
Esta es, entonces, una película sobre ese amour fou y sobre esa libertad ante las convenciones sociales, aunque también podría ser vista como las inconsecuentes decisiones de dos personas por un capricho pasional. Este último no es el caso de su directora, pues evidentemente toma partido por sus dos protagonistas, con su amor nuevo y apasionado que lucha contra una vida tediosa y monótona o carente de expectativas.
Iván y Suzanne creen en las segundas oportunidades, y le apuestan todo a ello, sin importar las consecuencias. De manera que anteponen el sentimiento irrefrenable que les produce su amor mutuo al deber ser y a la voluntad que en principio creen tener. El amor y la pasión vuelve a darle un sentido a sus vidas, y eso es más importante que cualquier cosa: la familia, los hijos, el qué dirán o la estabilidad económica.
Tal determinación de la pareja de amantes se enfrenta a la actitud dominante y posesiva del tercero en cuestión, quien hace presión de la única forma que puede. De manera que la ciega fuerza de los sentimientos desafía la precariedad material. En este sentido, tal vez el argumento exagera un poco el poder del antagonista (quien normalmente sería la víctima) para forzar la penosa y dramática situación de la pareja. Pero aún así, lo importante es las decisiones que los enamorados (ella sobre todo) toman para afrontar los problemas y continuar con su amor.
Esta película empieza por el final. Y a propósito de esto quisiera cuestionar tal decisión, pues se trata de una práctica que cada vez se hace más frecuente en el cine y en la mayoría de los casos resulta innecesaria. ¿Cuál es el propósito de usar este recurso? ¿Crearle una expectativa al público desde el principio? Esto podría significar que quien lo hace duda de su capacidad para cautivar al espectador y llevarlo hasta el final. En contrapartida, conocer esta información puede echar a perder ciertas sorpresas e incluso malograr la natural evolución de los personajes, como sucede en este filme.
De todas formas, se trata de una cinta apasionada y apasionante, un desafío al deber ser en beneficio del amour fou. Una historia contada con simpleza de recursos narrativos y visuales, pero con gran fuerza dramática y en sus implicaciones sociales y morales. Y esta fuerza al final (que ya en parte conocemos desde el principio), se incrementa aún más por la tragedia que lo cruza. Entonces queda aún más claro qué es capaz de hacer el amor y la pasión.

Machete, de Robert Rodríguez y Ethan Maniquis

La serie B con ínfulas de gran cine

Por: Oswaldo Osorio

El séptimo arte también tiene sus castas, y la serie B es el cine que históricamente ha estado en la última parte de la “escala social”. Se trata de cine de bajo presupuesto que, por esa razón, está construido a partir de esquematismos y contenidos sensacionalistas y repetitivos, con actores aficionados y escasa calidad cinematográfica. Es un cine que explota la violencia, el erotismo, el horror y todo lo que sea de fácil consumo. Como si fuera los “barrios bajos” de Hollywood,  nadie que haga parte de la gran industria se pasea por allí. Hasta que llegó Robert Rodríguez  con Machete.

Y es que este director chicano empezó haciendo cine de serie B. Su película El mariachi (1992), que causó furor por los siete mil dólares que costó y los millones que recaudó, es una cinta barata creada a partir de la violencia gratuita. Pero su talento para concebir imágenes icónicas e ingeniosas, más su pericia y vivacidad narrativa, hicieron que su ópera prima saltara de la marginalidad a los carteles de importantes teatros y festivales.

Desde entonces Rodríguez, muchas veces en complicidad con Quentin Tarantino, ha jugueteado con todas las posibilidades del cine en términos de géneros, públicos y presupuestos. En 2006, para su película Planeta del terror, que era un homenaje al cine de serie B de los años setenta, realizó el trailer de una película que no existía sino en su intención de algún día realizarla. El avance tuvo tal éxito que decidió hacerla, continuando con la lógica del homenaje a ese cine que tanto vio en su juventud.

Por eso es que Machete es una película que, normalmente, se diría que es muy mala, por sus personajes arquetípicos, las situaciones gratuitas para crear escenas de violencia o sexo, los diálogos llenos de clichés, por su forzado argumento, etc. Sin embargo, cuando todo esto es creado de forma intencional, lo que parecía defecto se convierte en efecto. Es decir, el manejo de estos recursos son tan evidentes y llevados al exceso, que se pone de manifiesto la lógica de juego y homenaje, y la irreverencia misma con la industria, haciendo mal cine (y de otra época) con los recursos del “buen cine” actual.

Y es que hasta esta película, por ejemplo, resultaría impensable que en una misma cinta participaran Robert De Niro y Steven Seagal. El cine que han hecho ambos actores están en las antípodas de las convencionales valoraciones cinematográficas y, sin embargo, aquí están igualados por una estética del exceso, del culto y celebración de un cine que ya no existe, pero que, aún así, está presente en los antecedentes del cine de acción actual (y en la mala televisión).

Así mismo, a pesar de ser “cine basura” elevado a la categoría de mainstream (corriente principal), gracias a la ironía y también a la nostalgia, todo ello sirve de excusa para hablar de un tema que actualmente es motivo de debate en Estados Unidos: la situación de los inmigrantes. Por eso, en esta película se dicen cosas sobre este tema que causaría gran revuelo en un filme “serio”. De ahí el poder subversivo de Machete, porque si bien parece un producto descaradamente comercial, también es una cinta cargada de guiños, referentes, simbolismos, ironía, irreverencia, ingenio, nostalgia y conocimiento del cine.


Ciudad de vida y muerte, de Lu Chuan

Ante el horror de la guerra

Por: Oswaldo Osorio

Siempre se ha dicho que la historia la cuentan los vencedores, pero en el cine ocurre lo contrario con mucha frecuencia. Porque una película es también un instrumento para saldar cuentas con el pasado, para reivindicar o exorcizar un acontecimiento e, incluso, para acusar y denunciar. Desde estas perspectivas es que se debe mirar esta película china, la cual reconstruye la invasión de los japoneses a la ciudad de Nanking, en 1937, donde se cometieron las peores atrocidades que solo la locura y el absurdo de la guerra suelen propiciar.

Salvo por los primeros minutos, no se trata de una película bélica, porque las siguientes dos horas es más una historia de prisioneros de guerra y de campos de concentración, donde no se da la lógica de dos bandos enfrentados, sino más bien la abusiva relación entre víctimas y victimarios. En este sentido, la apuesta del director es arriesgada, pues hace de su cinta una sucesión, cada vez más intensa (y tal vez interminable), de vejaciones y crueldades cometidas por el ejército japonés contra la población china.

Las cifras históricas hablan de trescientas mil personas asesinadas y veinte mil mujeres torturadas y violadas. La película pinta un épico fresco en blanco y negro con variedad de protagonistas y cargado de dramatismo. Pero en su relato se presenta una paradoja, y es que la excesiva y, por momentos, monótona sucesión de brutalidades, contrasta con la mesura y el sentido ético para con las imágenes de crueldad. Si bien las atrocidades nunca se detienen (con el riesgo de tener con ello un contraproducente efecto de anestesiamiento del espectador), es cierto que en la mayoría de los casos lo maneja de forma sugerente y hasta poética.

Aunque casi toda la película está concentrada en el ensañamiento de los japoneses y el padecimiento de los chinos, el relato reserva una importante cantidad de secuencias y un protagonista clave para hacerle contrapeso a este cuadro de inhumanidad. Un oficial japonés mira atónito e impotente el horror que su gente está causando. Es la conciencia silenciosa de los agresores, son los ojos del humanismo que trata de comprender la razón de aquella salvaje sinrazón. Pero el resultado de esta confrontación de argumentos necesariamente es desesperanzador.

Es posible que esta película se encuentre con muchos detractores, pues su apuesta por enfatizar y reiterar el sufrimiento de las víctimas puede cansar o molestar, incluso ser leído como sensacionalista. No obstante, en general se trata de una potente pieza cinematográfica que habla con intencional grandilocuencia, tanto en sus imágenes como en el drama que propone, sobre un episodio que representa muchos otros de la historia de la humanidad, en los que el hombre es un lobo para el hombre y que por eso nunca hay que olvidar.



Solo un hombre, de Tom Ford

Cuando la vida se acaba con el fin del amor

Por: Oswaldo Osorio



Esta es la historia de un duelo. Pero no se trata del duelo que tantas veces se ha visto en la pantalla, en el que todo es lágrimas, depresión y lamentaciones. Algo de eso hay aquí, sin embargo, la forma como un profesor asume la muerte del hombre con quien había convivido durante dieciséis años es bien diferente. Y es tal vez su condición de académico y homosexual, que vive en la todavía puritana sociedad de principios de los años sesenta, lo que explica esa actitud ante la muerte, una actitud que marca la sutileza y el preciosismo de este relato y sus imágenes.
La premisa de esta cinta parece decir que la existencia pierde sentido cuando la vida perfecta y el único amor se acaban. Esto tampoco es una novedad en relación con lo que se ha visto antes. La verdadera novedad radica es en la forma, tan delicada como profunda, como el director hace que el espectador vaya descubriendo ese sentimiento de vacío y dolor que este hombre tiene por su pérdida.
Escuchar lo que piensa es solo una forma de entenderlo, pero sobre todo, la manera como se mueve en un mundo ya extraño para él, así como la forma en que lo observa, revelan esa suerte de anestesiamiento en que se encuentra. Y si a esto se le suma una serie de flashbacks que dan cuanta de los distintos momentos que compartió con el amor de su vida, ese dolor se potencia y se puede entender en su total dimensión, porque esa cotidianidad y cercanía con que se ilustra el amor de estos dos hombres, permite entender la diferencia entre la plena felicidad del pasado y el vacío del presente.
Aunque la vida parece tratar de seducirlo a que permanezca en este mundo, nada alcanza a ser suficiente. La fuerte e incondicional amistad con una mujer, la posibilidad de una aventura casual que puede representar muchas otras, e incluso la estimulante presencia de un joven con quien fácilmente podría reconstruir su vida. Ninguna de esas opciones podría llenar el vacío. Todo se ve distante y sin sentido. Además, el manejo de la banda sonora acentúa esa distancia entre este hombre y su entorno.
A pesar de que, hasta este punto, la cinta parece expresar todo esto a partir de la construcción del drama de un personaje (y la acertada interpretación de Colin Firth), lo cierto es que el verdadero énfasis expresivo está en las imágenes. Y es que se trata de una delicada y detallista concepción visual que, a partir de recursos como planos detalle, cámaras lentas y diferentes tonos de color, consigue crear unas sensaciones que permiten entender esa mirada, entre lúcida y absorta, que tiene este hombre para con ese mundo que ya no significa nada para él.
El marcado esteticismo de la película, la introspección del personaje y la pausada narración acompasada por su estado de ánimo adverso, hace de esta cinta una pieza sutil y reflexiva, una propuesta diferente para hablar del dolor humano y de la forma como la visión del mundo se transforma cuando con el fin del amor se acaba la vida.

Fuego, de Guillermo Arriaga

El insoportable peso del pasado

Por: Oswaldo Osorio

El debut como director del más celebrado guionista latinoamericano de la década, el mexicano Guillermo Arriaga, deja un buen sabor, esto a pesar de no tratarse de una historia demasiado truculenta o tan impactante como casi todas aquellas que le dieron esa celebridad. Este filme trata de ser más modesto en sus recursos narrativos, aunque inevitablemente sus conocidos golpes de efecto asoman en algún momento de la trama, pero sin llegar a echar por tierra una emotiva y contenida historia que habla de adversos sentimientos de personas muy tristes que buscan su redención.

En sus colaboraciones con su compatriota Alejandro González Iñárritu (Amores Perros, 21 gramos y Babel), más el debut como director del actor Tommy Lee Jones (Las tres muertes de Melquíades Estrada), Arriaga se muestra como un guionista autor, esto es, como un escritor (porque también escribe novelas) que tiene su universo y estilo propios, lo cual es algo escaso en el mundo del cine, pues los guionistas casi siempre están al servicio de los directores y la industria. Sus características esenciales son el interés por explorar las emociones humanas y las relaciones entre personas, a quienes somete a experiencias extremas; así mismo, se le reconoce por su predilección por el juego con las estructuras narrativas paralelas o discontinuas.

En esta cinta se pueden ver también algunos de sus tópicos recurrentes, como la infidelidad, la culpa, los amores trágicos y las muertes sorpresivas. En ella se cuenta una historia narrada a dos tiempos, que viaja entre el pasado y el presente para dar cuenta de una problemática relación entre una pareja. Pero a despecho de esta descripción, y de la tristeza de los personajes mencionada antes, no se trata de un deprimente relato donde nadie levanta la mirada y el espectador sale a rastras del teatro, sino al contrario, la trama y sus personajes a cada momento parecen estar frente a un deseo, e incluso a una oportunidad, de mejorar su vida.

Así, mientras el relato del pasado plantea asuntos como la infidelidad y sus consecuencias, los amores imposibles y los prejuicios sociales; el presente es el eco tormentoso de esas circunstancias del pasado, donde la culpa, la insatisfacción y el miedo a herir a los demás son los efectos consecuentes. Y justo aquí es donde da resultado el esquema de la narración paralela, que si bien en otros de sus guiones se antoja efectista, rebuscada y hasta contraproducente (como en la caótica 21 gramos), aquí el contrapunto entre la visión de los protagonistas jóvenes y luego adultos enriquece y complementa el cuadro emocional que quiere dibujar.

Es cierto que la trama guarda para el final un gran e impactante secreto, el cual puede trasformar mucho lo visto, pero para ese momento ya Arriaga ha enganchado al espectador con un relato pausado, sólido e intrigante, así como con unos personajes en quienes se pueden ver actitudes y estados de ánimos verdaderos, que logran con éxito uno de los principales objetivos del buen cine: que el espectador entienda unos sentimientos y emociones que tal vez nunca en su vida ha experimentado ni experimentará.

FICHA TÉCNICA

Título original: The burning plain

Dirección y guión: Guillermo Arriaga

Producción: Walter Parkes y Laurie MacDonald.

Música: Hans Zimmer y Omar Rodriguez-Lopez.

Fotografía: Robert Elswit y John Toll.

Reparto: Charlize Theron, Kim Basinger, Jennifer Lawrence, Joaquim de Almeida, Tessa la, José María Yazpik.

USA- 2008 – 111 min.