Locos, de Harold Trompetero

Historia de amor dedicada al amor

Por: Oswaldo Osorio


No importa que las historias más contadas por el cine sean las de amor, porque siempre habrá algo nuevo qué decir, variantes para agregar o puntos de vista qué explorar. Eso se hace evidente en esta cinta de Trompetero, quien casi siempre ha tenido al amor como tema central de su cine, o al menos así es en sus películas más personales, no tanto en las de encargo (Muertos de susto, El paseo) o en las que buscó –sin éxito- el beneplácito del público (Dios los junta y ellos se separan, El man).

En cambio, con la divertida Diástole y sístole, la bella y dolorosa Violeta de mil colores, la fábula adversa de Riverside y la sencilla y contundente Locos, este versátil director sí deja en claro que de lo que más le gusta hablar es del amor, y es justamente a partir de esas variantes y diversos puntos de vista, desde los cuales se aventura a decir algo nuevo, o al menos a buscarlo.

La sencillez y economía de recursos es lo que más sobresale en esta película, la cual, como otras de este director, fue realizada con un sentido práctico en el sistema de producción, hecha a la medida de nuestra precaria industria. La propuesta de esta historia, por eso, sabe adaptarse a esa limitación de recursos y es capaz de usarla en su favor.

Gran parte del relato se desarrolla en solo dos locaciones y con un par de personajes únicamente, pero eso es suficiente para contar una historia con una eficacia narrativa que no necesita de muchos diálogos, y con una fuerza dramática que descansa en las habilidades de una pareja de actores que logran un buen acople entre sí y le otorgan verosimilitud a la historia.

La demencia en el cine suele dar lugar a la sobreactuación o a forzadas estilizaciones por parte de los actores, y de la trama misma, pero en esta cinta Trompetero y sus actores saben encontrar el punto de equilibrio, incluso evitando los facilismos de la comedia y concentrándose más en el drama y las posibilidades de reflexionar sobre el amor a partir de esta singular relación.

Porque de principio a fin es una historia de amor, la cual pasa por conocidas fases: el encuentro, el enamoramiento, la pasión, la ternura, la compañía, la crisis y el reencuentro. A pesar de este recurrente proceso, los espacios en el que se desarrolla y la naturaleza de los personajes, lo transforman por completo, haciéndola incluso imprevisible hasta el final.

Así mismo, el atractivo adicional de esta historia de amor es la marginalidad de los protagonistas, cada uno a su manera. Ella, una loca peligrosa con línea directa a Dios, y él, un hombrecito envejecido y pusilánime. Todo lo que los separa de los demás es, justamente, lo que los llega a unir, y en la naturaleza de sus marginalidades es que encuentran el romanticismo, tanto los personajes como el director.

De manera que Trompetero, de nuevo, hace una película que se muestra honesta en sus planteamientos, original en sus búsquedas dramáticas y estéticas, práctica en su materialización y lúcida e inteligente en lo que quiere decir sobre eterno el tema del amor.

Chloe, de Atom Egoyan

Personajes de cal y de arena

por: Oswaldo Osorio


Una de las principales virtudes del cine es su capacidad para hablar de las emociones y los sentimientos. Encarnados en sus personajes y reforzados por el realismo propio de la imagen cinematográfica, esas emociones y sentimientos son más vívidos y contundentes. Esta película, sin duda, logra todo eso, sin embargo, la forma en que lo hace es lo que resulta muy cuestionable. Es decir, logra un efecto en lo emocional, pero en lo intelectual uno se siente burlado.

Para argumentar tal planteamiento, esta es una de esas críticas en las que es necesario contar detalles de la trama (aquí es donde quien no la haya visto, y le gusta que el cine lo sorprenda, debe abandonar la lectura). Porque es en los detalles donde esta cinta se traiciona a sí misma, al querer ser profunda y consecuente en lo que quiere expresar, pero forzada e inconsistente en la forma en que lo hace.

La película abre con la descripción que hace una profesional del sexo acerca de lo buena que es en su oficio, sobre todo porque sabe transformarse y entregarse para satisfacción de sus clientes. Acto seguido, presenta a un hombre que, al parecer, engaña a su mujer. Y con esto ya está servido el triángulo, no tanto amoroso, sino uno un poco más complicado y retorcido.

Que la esposa contrate a la prostituta para tener la certeza de que su esposo es capaz de engañarla, es solo la excusa argumental para hablarnos de unos asuntos muy serios en torno a los celos, a las formas en que se manifiesta el deseo, al desgaste de las relaciones de larga duración y a la inseguridad de las mujeres que ven perder su lozanía frente a un compañero que se ve cada vez mejor con los años.

La que carga con el peso del drama es la esposa, y no es gratuito que este personaje sea interpretado por Julianne Moore, una actriz que sabe identificar el potencial de los papeles que amplían los límites de las emociones. Es el único personaje verdadero y revelador de este filme. Sus miedos y dilemas morales frente a su relación y a lo que puede llegar a hacer por salvarla son tan intensos como inquietantes, incluso perturbadores. Es por este personaje y su viaje emocional por lo que vale la pena ver esta película.

Por otro lado, está el personaje de la prostituta, el cual es planteado en términos narrativos y dramatúrgicos justamente de manera contraria al de la esposa. Es decir, si en la esposa vemos a un personaje sólido, honesto y revelador, el de la prostituta es gratuito, forzado y efectista. La declaración inicial de la perfecta profesional, luego es contrariada por las acciones de una mujer caprichosa y voluble, que se involucra emocionalmente con sus clientes y asume actitudes casi de sicópata. Y así, el íntimo retrato de la naturaleza femenina creado a partir de lo que le ocurre a la esposa, se convierte en una burda acumulación de arquetipos en el personaje de la prostituta.

Es en ese giro sorpresivo -y del todo inconsecuente con lo planteado- de este personaje, con lo que el director evidencia su afán de impactar con facilismos. Incluso recurre al peor cliché de los thrillers de Hollywood: la acosadora que seduce al hijo. Así mismo su final, que se antoja absurdo e incoherente, todo al parecer para rematar el relato de forma dramática e impactante. Por eso, a estas alturas ya el espectador ha olvidado las virtudes de la historia y se queda solo con el desconcierto de una trama embaucadora.

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Los realizadores, de Barry Levinson

Hollywood contra Hollywood

Por: Oswaldo Osorio

“Le dañan a uno las historias, le masacran las ideas, prostituyen tu arte, pisotean tu orgullo, ¿Y qué recibes a cambio? Una fortuna.” -Guionista anónimo-


Nadie quiere morder la mano que le da de comer, y menos en Hollywood, pero el director Barry Levinson sí lo hace con esta película. La Meca del Cine no es muy dada a la autocrítica, solo algunos han podido forjar una carrera lo suficientemente sólida para volverse intocables y, además, han tenido la inteligencia y determinación para hacerlo, como Marlon Brando, por ejemplo.

Porque de eso se trata esta película, de la gente de Hollywood criticando a Hollywood. La larga carrera de Barry Levinson también le ha permitido hacer esto sin el temor de que “lo saquen de la foto”. Algunos éxitos como Rain Man, Buenos días Vietnam, Bugsy o Los hijos de la calle le dejan hablar fuerte en contra de la industria. Aunque precisamente lo hace porque la industria misma, en otras ocasiones, lo ha pisoteado y despreciado.

Esta cinta surge sin duda de sus agridulces experiencias como director y productor. El personaje interpretado por Robert De Niro tiene mucho de la vida de Levinson en treinta años de carrera. Por eso propone un doble conflicto que articula esta historia. De un lado, están los problemas personales de este productor, y del otro, sus problemas con la industria. Y, naturalmente, ambos están conectados.

En lo personal, su vida está llena de las tensiones y presiones del día a día, donde en cada decisión se juega el futuro de asuntos muy importantes. Su taimada y absorbente labor como productor lo ha conducido a la indolencia, a la hipocresía y al esnobismo. Es un trabajo y un medio que lo han hecho olvidar lo importante de la vida (el amor, la familia, los amigos) para dejar solo lo externo y mundano: la apariencia de las cosas, el qué dirán y el dinero.

El conflicto con la industria, por su parte, es la misma historia de siempre, el forcejeo entre la libertad creativa y los intereses económicos, pero estos últimos, en un medio como Hollywood, casi siempre se imponen a sangre y fuego. Pegarle o no un tiro a un perro al final de una película puede decidir su futuro comercial y la suerte de todos los que están involucrados en ella. Saborear el éxito o caer en desgracia depende de una imagen, de una actitud de sumisión o desafío al sistema.

El retrato que hace Levinson de este productor y de la industria está desprovisto de todo el brillo y el prestigio que por lo general los cubre. El peso aplastante del dinero y los juegos de poder en torno a él solo dejan ver la mezquindad de la gente y al genio creador mancillado. El componente artístico del cine sucumbe al industrial, esa parece ser la ley en Hollywood. Y cuando se trata de revertir esto, alguien termina pasando un mal rato.

Es por todo esto que, al final, esta película deja un malestar y una incomodidad, porque permite ver las entrañas de la industria y las grandes y pequeñas miserias de quienes hacen parte de ella. Es un milagro que de todo ese fango ético y moral salgan esas bellas y sublimes historias que Hollywood de cuando en cuando nos regala.

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Crimen de autor, de Claude Lelouch

El juego de la ficción habla del amor

Por: Oswaldo Osorio


Cualquier lugar es mejor que el lugar en el que estamos, decía alguien en una ya lejana película alemana. Y en esta francesa hay una idea similar, cuando un policía afirma que son incontables las personas que quieren irse, de un día para otro, y dejarlo todo tirado. Esta idea le confiere un fondo de hastío existencial y desesperación a esta película, y aún así no es una historia triste, pues algo de humor y amor hay en ella; ni tampoco muy trascendental y tediosa, porque está sobre la estructura del thriller, que la hace muy entretenida.

Claude Lelouch realiza películas desde hace medio siglo, pero muchos lo han desdeñado luego del enorme éxito que tuvo con Un hombre y una mujer (1966), un melodrama romántico ganador de Cannes y el Oscar a la mejor cinta extranjera. Y es cierto que este director es proclive a los cuentos ligeros y a las historias de amor, así como al cine popular y de gran presupuesto, pero al tiempo puede hacer un cine más personal, modesto y profundo.

Esta película es un ejemplo de esa versatilidad, porque puede ser vista como un inquietante relato de misterio (a la manera francesa, por supuesto, es decir, con sutileza y sin los efectismos de Hollywood para este tipo de historias) y, al mismo tiempo, como un juego intelectual con el concepto de ficción, así como una reflexión sobre la búsqueda de la identidad y del amor.

Parecen muchas cosas y muy disímiles para estar juntas, pero esa es la principal virtud de esta cinta, que esos tres grandes aspectos no sólo se identifican con claridad sino que tienen unidad, esto es, que una misma escena puede representar el misterio, la reflexión y el juego con la ficción, porque aquí lo uno siempre tiene que ver con lo otro.

Así, por ejemplo, la famosa escritora, quien a su vez tiene un escritor fantasma (aquel que escribe por ella), quien a su vez parece estar protagonizando la trama de la novela que está escribiendo, representan una multiplicidad de posibilidades en la relación entre realidad y ficción, o lo que es lo mismo, en la ficción dentro de la ficción.

Parece confuso enunciándolo, pero en la película funciona perfectamente para crear la intriga y, sobre todo, para esa ambigua construcción de los personajes, que es el recurso más importante de la trama, pues casi todo el sentido de la historia está en el juicio que el espectador hace de un personaje por lo que la película le hizo creer que es.

Pero en el fondo de esta intriga y juego con la ficción, está siempre la reflexión sobre asuntos fundamentales, como el amor, la identidad y lo que cada quien puede hacer con su vida. Algunos de esos personajes no quieren estar en el lugar donde están, a causa de lo que son y lo que quisieran ser, o del hastío con su propia identidad, o simplemente por el deseo de buscar el amor, que siempre es tan esquivo.

Este filme puede ser, entonces, la expectativa por saber quién es el asesino, o también el divertimento de ver una historia dentro de otra, o mejor, la historia de un fantasma que conoció a una mujer y quiso volver a la vida.

Los Agentes del destino, de George Nolfi

El amor se rebela contra el Plan Maestro

Por: Oswaldo Osorio


Esta película es una rara mezcla entre historia de amor, cine fantástico y con elementos del thriller. Pero en la medida en que estos componentes están repartidos equilibradamente, el relato mantiene su unidad y coherencia, aunque al final, como debería ser siempre, es la historia de amor la que se impone.

Pero esa unidad y coherencia, más que del guionista y novel director George Nolfi, proviene de un cuento del célebre escritor estadounidense Philip K. Dick, un autor que supo crear unos magníficos relatos de ciencia ficción (Blade Runner, Minority report, Una mirada en la oscuridad), que además de ser imaginativos y envolventes, también están siempre provistos de un trasfondo de reflexión sobre la sociedad y la naturaleza humana.

La premisa de la que parte esta cinta dice que existe un Plan Maestro al que los hombres obedecen, quiéranlo o no. Entonces la cuestión fundamental de que haya un destino es que su existencia contradice el derecho del libre albedrío. ¿Porque si todo ya está escrito, entonces para qué decidimos?  Y, como se sabe, las decisiones que tomamos es lo que nos define por encima de cualquier cosa. En esta película, entonces, se enfrentan esas dos fuerzas, el Plan Maestro y el libre albedrío. El tamaño de lo que representan (y lo que está en juego) pone en evidencia la fuerza del conflicto en esta cinta.

David y Elise no están destinados a enamorarse, pero el azar, esa némesis del destino, los une un par de veces y el Plan se empieza a contrariar. De manera que la trama plantea la tensión entre el destino que los rige y las decisiones que quieren tomar. El problema es que las decisiones no siempre son fáciles, porque no todo está en blanco y negro, generalmente hay matices y variantes.

Pero si bien toda cuestión se podría solucionar haciendo un inventario de ventajas y perjuicios, y por lógica tiende a imponerse lo razonable y lo correcto,  también es cierto que esta lógica puede ser vencida por fuerza mayores, el amor, por ejemplo, aunque también el odio o el deseo, y tantas otras incontrolables pasiones propias de la condición humana.

Y aunque estas cuestiones siempre están de fondo y son lo que motivan la construcción de los personajes y sus acciones, también tiene un gran protagonismo la forma en que está presentado el relato. El componente fantástico, por un lado, el de esos seres que manipulan el destino de los humanos, impone un tono de misterio y expectación que hace de éste un relato atractivo e imprevisible. Y el componente de thriller, por su parte, permite que la narración esté construida de forma precisa y acompasada, jugando con el suspenso y los giros inesperados.

De manera que si bien es un filme que propone una reflexión sobre asuntos como el destino y el libre albedrio, con el amor en medio de esa confrontación, está empaquetado como un eficaz producto de Hollywood, entretenido, envolvente, con un par de bellas estrellas como protagonistas y complaciente con el público. En otras palabras, es un cine inteligente y al mismo tiempo muy comercial.


Un año más, de Mike Leigh

Una mirada extraordinaria a personas ordinarias

Por: Oswaldo Osorio

Esta es una película donde no pasa nada, solo la vida, que ya es bastante. Pero ese “no pasa nada” es desde la perspectiva de la narrativa clásica de Hollywood, la cual exige que un relato tenga imprevistos puntos de giro que hagan atractiva la historia, así como personajes a los que les sucede algo fuera de lo común o enfrentan a duros problemas. Pero esta cinta habla de personas corrientes que lidian con situaciones corrientes, y aún así, resulta una significativa historia con personajes muy interesantes.

Hacer una buena película sobre lo ordinario de la vida solo es posible cuando detrás de ello está el talento y lucidez de un director como Mike Leigh. Principalmente desde Naked (1994) y Secretos y mentiras (1995), este autor inglés nos ha mostrado su capacidad para hablarnos de la complejidad de la vida cotidiana y los personajes corrientes. Sus dos principales herramientas son lo que logra con sus magníficos actores y el realismo en la puesta en escena.

Esta película también está construida a partir de estos elementos. Se trata de la historia de una pareja que vive una existencia simple y armónica, pero también es la historia de las personas que los rodean, entre familiares y amigos, para quienes la vida cotidiana está ambientada con un sonido de fondo de tristeza e insatisfacción. No tienen grandes problemas (como los que siempre buscan los guionistas para introducir un conflicto fuerte), aunque si se sabe mirar, como lo hace Leigh, la soledad ya es bastante, o la edad, o simplemente que no pase nada extraordinario en sus vidas.

De manera que el relato presenta un doble registro, por un lado, la felicidad de la pareja protagónica, y por otro, la infelicidad de los demás. Y es que Mike Leigh no tiene una opinión muy optimista de la vida, la cual considera que está poblada por gente triste e insatisfecha, sobre todo las personas mayores. Así lo ha recalcado en las dos películas ya citadas o en otras como Chicas de carrera (1997), Todo o nada (2002) y Vera Drake (2004). Aunque también es cierto que su anterior filme, Happy-go-lucky (2008), es una de las películas más optimistas que jamás se hayan hecho en el cine.

Pero la variable en esta cinta es esa pareja feliz, que es la que en cierta forma ayuda a los demás a sobrellevar sus amargadas existencias. El contraste se hace tan evidente que todo parece conducir a una conclusión muy simple, algo que se ha repetido desde Jesucristo hasta The Beatles: la clave de la felicidad es el amor. Y eso se puede constatar cuando el hijo de la pareja pasa del bando de los insatisfechos al de los felices, justamente, en el momento en que consigue novia.

Pero en realidad, lo que menos importa de esta película es la moraleja, y menos una que es tan obvia como profunda, lo que importa es el detalle, el realismo y la sensibilidad con que el director nos revela ese universo cotidiano y sus pequeños y grandes dramas, así como los sentimientos llenos de matices que vemos en sus personajes. Todo esto logrado solo a partir del devenir de la vida, de las cosas simples y de una búsqueda del sentido de la felicidad. Un devenir que se repite año tras año, para bien o para mal.

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Los niños están bien, de Lisa Cholodenko

Un intruso en la familia

Por: Oswaldo Osorio

Solo en esta época de inclusión social y reivindicación de minorías, esta pequeña y modesta película podía hacerse visible. El matrimonio de lesbianas con dos hijos adolescentes que quieren conocer a su padre biológico, es un planteamiento bien atractivo y con enormes posibilidades dramáticas que pudo ser explotado de forma sensacionalista o sensiblera, pero que encuentra en Lisa Cholodenko una mano mesurada que, en general, asumió con honestidad y entereza el relato.

Desde el título, la película hace su declaración de principios, anteponiéndose a cualquier opinión que el sector conservador pueda hacer de este tipo de familias. Porque en ésta todo es amor y armonía, funcionando incluso mejor que una familia convencional, lo cual, también es cierto, no deja de ser sesgado y tendencioso. Tiene las naturales explosiones de  rebeldía y sus fricciones, pero nada grave, sobre todo con los hijos.

Planteado este universo, la propuesta dramática apela al esquema del “intruso”, del elemento extraño que ingresa a un ambiente y lo desestabiliza. Esta situación, continuando con la defensa de la premisa que hace la directora, es la prueba última que necesita esta familia en un momento coyuntural, esto es, cuando los hijos están a punto de pasar a la adultez y cuando este matrimonio entre dos mujeres acusa el desgaste de veinte años.

De esta forma, cuando el padre biológico entra en sus vidas, salen a flote los problemas latentes y cada quien se cuestiona a sí mismo y a los demás. La necesidad de liberación de los hijos, el deseo de una figura masculina, las relaciones de poder en la familia, los inconformismos silenciados, en fin, una serie de miedos, resquemores, pequeñas y grandes batallas, que propician que los personajes -y el público- se confronten y reflexionen sobre muchas de las variables que componen la vida familiar.

La construcción del relato opta por un tono coral, en el que todos los personajes tienen más o menos la misma importancia. Y si bien el conflicto del intruso es el principal, éste propicia otra serie de conflictos adicionales y distintos puntos de vista, según cada personaje. Estos dos aspectos hacen que el relato sea dinámico en su narración y completo en la forma como aborda la historia.

Por eso mismo, este sencillo relato, que insinúa unas implicaciones sociales, culturales y emocionales, se presenta como una entretenida historia, que habla de asuntos serios de manera reflexiva, pero sin estar exenta de humor y desenfado. Así mismo, lo hace con ese tono propio del cine independiente (que, valga decirlo, también se convirtió en una fórmula) en el que la narrativa clásica es llevada al extremo de la simpleza, dejándole todo el protagonismo a lo importante, es decir, la historia, los personajes y las ideas.

En síntesis, se trata de una bonita y emotiva película, construida con sencillez y elocuencia, que si bien deja en claro cuál es su posición sobre este –para muchos- delicado tema, también abre el debate a partir de la forma como asume a sus personajes y sus distintos puntos de vista.


Los colores de la montaña, de Carlos César Arbeláez

Los paisajes de la guerra

Por: Oswaldo Osorio


Lo más atroz que tiene el mundo es la guerra y lo más puro y honesto es la infancia. Cuando el cine reúne estos dos extremos, por lo general expresa con gran elocuencia la crueldad de la primera y la transparencia de la segunda. Y efectivamente, eso ocurre en esta entrañable película, la cual habla del conflicto colombiano con sutil contundencia, sin gritos ni sensacionalismo, así como de la naturaleza de los niños, sin empalagos ni sensiblerías.

Es la ópera prima de Carlos César Arbeláez, un juicioso e intuitivo director que tiene un valioso recorrido en el documental (con poderosas obras, entre muchas otras, como Negro profundo: historias de mineros y Cómo llegar al cielo) y en el cortometraje, con La edad del hielo (1999) y La serenata (2007), dos títulos que ya dejan entrever un estilo propio y un universo: el eficaz trabajo con actores naturales, un talento para retratar la cotidianidad y el color local, y una propensión a mirar con gracia y naturalidad las situaciones adversas.

En este país no se dejarán de hacer películas sobre el conflicto, es necesario e inevitable. Las mejores cintas colombianas generalmente son las que abordan este tema. Pero ante el riesgo de la reiteración y el lugar común, es la novedad del punto de vista y el tono en el tratamiento lo que puede hacer la diferencia, lo que dirá algo nuevo ante lo ya dicho muchas veces.

Esta película propone esa diferencia con su tono y punto de vista. La mirada desde los niños reconfigura y le da otro matiz a la visión que se tiene del conflicto armado en Colombia, a la forma y el proceso como es vivido por la gente del campo. Esto lo hace con la sólida construcción de una atmósfera de cotidianidad y desenfado que se va quebrando y donde, progresivamente, impone un ambiente desequilibrado.

Este proceso es presentado casi sin asomo alguno de violencia explícita o estruendosa, aunque sin quitarle la gravedad al asunto. Porque, en principio, no es un relato sobre la guerra en sí, ni sobre el desplazamiento forzado, sino sobre los momentos previos a todo ello, sobre la pérdida de la inocencia, en este caso representada en la pacífica vida campirana y enfatizada con la mirada y la amistad de unos niños.

Aunque la película da cuenta del momento coyuntural de la irrupción de la guerra, también se puede ver que hay cierta familiaridad con ella: un hermano en la guerrilla, la colección de balas, los grafitis, los tipos que van y vienen, en fin, una serie de elementos que hacen parte del paisaje, pero que solo son tomados en cuenta cuando empiezan a perturbar sus vidas, o cuando, muy elocuentemente, un salón de clase se empieza despoblar.

La lucidez y contundencia de esta historia es transmitida al espectador por medio de un relato sólido y sutil, pues sabe crear una progresión dramática que gana en intensidad y se muestra sugerente y contenido en las reflexiones que propone sobre el conflicto y su efecto en el campo y en los niños. Además, tiene la medida precisa para combinar esto con momentos de cotidianidad y jocosidad, por lo que resulta ser un filme duro y comprometido, pero también entretenido y encantador.

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El discurso del rey, de Tom Hooper

El tartamudo que ganó una guerra

Por: Oswaldo Osorio



Nunca el rey Jorge VI de Inglaterra había sido protagonista de la Segunda Guerra Mundial en una película. En esta lo es porque había que justificar la anécdota que es el centro del relato, había que darle peso al curioso cuento del rey tartamudo. Porque de eso se trata esta cinta, de una simple anécdota que le ocurre a un ilustre pero opaco protagonista de la historia moderna, una anécdota que es inflada para hacerla parecer muy importante y, además, es revestida como historia de superación.

Porque ese es el esquema que se impone en este filme, el de una historia de lucha individual y superación personal como otra de tantas que quieren conmover al espectador con una lección de vida. La diferencia aquí es que no se trata de un hombre común, pero al fin y al cabo sigue siendo la historia de superación personal con todas las dudosas estrategias para afectar al público fácilmente: el simpático e incondicional amigo, el apoyo de los seres queridos, la constante lucha contra las adversidades, los momentos de debilidad y el triunfo final.

Con el fin de servir a este esquema es que terminan diciendo, muy forzadamente, que la superación de la tartamudez le permitió a este monarca para darle la voz de aliento y el coraje al pueblo inglés que le permitiría, a la postre, salir victorioso. Entre tanto, Winston Churchill, quien realmente dio los históricos discursos durante la guerra, queda relegado a dos pequeñas apariciones, una de las cuales se pone torpemente al servicio de la anécdota en cuestión, cuando le dice al rey que él también superó la tartamudez. Un indicio de lo que significa para la cultura popular las alocuciones de Churchill durante la Segunda Guerra, es que el discurso “Lucharemos en las playas” se puede escuchar en dos canciones de bandas tan disímiles como Super Tramp y Iron Maiden.

Esta anécdota que hace de argumento y sus magnificadas repercusiones están muy correctamente presentadas narrativa y visualmente. Pero esta corrección es tal, que lejos de ser una virtud puede ser más bien una carga. La razón de esta tesis, que parece contradictoria, es que esta película en todos sus aspectos (los mismos que fueron nominados por la Academia), “hace la tarea” de plantearlos como manda el libro, sin ningún asomo de novedad, talento creativo o énfasis que logre estimular.

Que todo esté juiciosamente ejecutado en una película, es apenas el requisito básico que requiere cualquier producción. Pero que esto sea suficiente para que, de acuerdo con las doce nominaciones a los premios Oscar que recibió y los cuatro que ganó, sea considerada una gran película, es solo una prueba más de lo arbitrarios que pueden ser estos galardones y del convencionalismo que estimulan en la industria del cine.

Sin ser tampoco una deficiente cinta, de hecho, tiene muchos momentos de fuerza y emotividad, así como las interpretaciones les sacan provecho a los singulares personajes. Pero el punto es que, justamente, esa emotividad deviene del sensacionalismo de una anécdota que se esfuerza en querer dar una importante lección de vida, mientras que los personajes son igual de anecdóticos y sensacionalistas: el rey tartamudo, la leal esposa, el amigo excéntrico y el hermano de vida disoluta. Justo lo que le gusta a la Academia, justo lo que le gusta al gran público.


Temple de acero, de Ethan y Joel Coen

La joven con sed de venganza

Por: Oswaldo Osorio

Es una lástima que el western haya caído en desuso, porque es un género cinematográfico con gran potencial para explotar en lo visual, lo argumental y en las reflexiones sobre la condición humana, pues está creado a partir de unas situaciones, un tiempo y un espacio que son extremos. Solo de vez en cuando es resucitado por directores que le reconocen estas cualidades. Y si esos directores son figuras del talento del los hermanos Coen, el género sin duda brillará como en su época de oro.

Siempre uno de los temas capitales de este género ha sido la venganza. Aunque aquí está disfrazada de justicia, pues en principio se muestra un atípico lejano oeste que intenta ser civilizado y legalista, con juicios, abogados y comisarios caza recompensas. No obstante, en el fondo termina imponiéndose la lógica de ese universo hostil, es decir, la ley del revólver y el instinto de supervivencia.

Como su celebrada Sin lugar para los débiles (2007), que tiene elementos del western, esta película también es una prolongada persecución, lo cual le da al relato una dirección muy simple pero, por lo mismo, con una fuerza básica que monta al espectador en una permanente expectativa. Y por lo mismo, se trata de una road movie, en la que la construcción de los personajes y la relación entre ellos van evolucionando junto con el paisaje. Por tal motivo, la constante transformación en el aspecto visual y emocional es lo que marca el ritmo y los giros de esta historia.

De ahí que, aunque en apariencia es un elemental relato de persecución y venganza, lo cierto es que, de fondo, está el singular trío de perseguidores, compuesto por una joven de catorce años y dos caza recompensas. Son estos personajes quienes le dan ese trasfondo de cinismo, humanismo y reflexión moral que siempre está presente en el cine de los Coen, que en este caso tiene que ver con la relación entre el valor de la vida y el sentido de justicia (y la capacidad para imponerla) en un mundo en el que los parámetros morales y de civilidad apenas están difusamente dibujados.

De otro lado, además de la persecución, que es el elemento que sostiene la atención con las acciones y con la trasformación del paisaje, el espectador es constantemente estimulado por el contrapunto entre los dos protagonistas principales y sus características opuestas: el viejo Sheriff Rooster es alcohólico, pragmático y amargado, mientras la joven es inexperta, entusiasta  e idealista.

En especial este último personaje es el que resulta más vistoso en esta historia. Tal vez molesta un poco su sobresaliente precocidad, pero en el cine de los Coen sus personajes son siempre estilizados por razones que compensan el artificio. Estas razones podrían ser: el uso de referentes del cine de género, el ingenio en la elaboración de los diálogos y lo que representan estos personajes para su planteamiento, que en este caso es ese “temple de acero” que se necesitaba para sobrevivir en el lejano oeste.

Con ese puñado de obras maestras que los Coen tienen en su filmografía (De paseo a la muerte, Barton Fink, Fargo, ¿Dónde estás hermano?), tal vez esta no sea su mejor película, pero sin duda está hecha de esa materia prima que define su estilo y su talento, esto es, el juego con los géneros cinematográficos, la creación de personajes estilizados e inolvidables, la visualidad de un cine que no puede ser contado y la lucidez para retratar y comentar (con tanta crueldad, como humor y cinismo) las virtudes y miserias de la condición humana.