Que la cosa funcione, de Woody Allen

Desprecia a tu prójimo y ama la vida

Por: Oswaldo Osorio


El mejor humor del cine de Estados Unidos ha sido hecho por judíos: Chaplin, los hermanos Marx, Jerry Lewis, Mel Brooks y los hermanos Zucker, por solo mencionar a los más importantes de sus respectivas épocas. El último gran cómico judío del cine, Woody Allen, y el último gran cómico judío de la televisión, David Larry, se unen aquí para presentar una comedia ingeniosa y aguda, con una rara mezcla de odio por la humanidad y gusto por la vida.

No es la gran comedia del director de Annie Hall, ni tiene el atrevimiento propio del creador de Seinfeld o de su popularísmo programa Curb your enthusiasm, pero sí es una juguetona cinta llena de guiños y de planteamientos inteligentes, más parecida a lo que hace décadas se le veía al director neoyorkino y un poco distante de esas salidas en falso, dramas maduros y “humor serio” que se le ha visto en los últimos años.

La razón de este cambio de tono tiene que ver con que, efectivamente, la base del filme es un guion que Woody Allen escribiera a mediados de los setenta. Tal vez ahí radica la explicación de ese juego contradictorio que define a su protagonista: un hombre mayor que se bate cada día contra la especie humana (algo más afín con el Woody setentón que la dirigió y con el cinismo de Larry que la protagoniza), pero que se mantiene bien dispuesto para aceptar y –a regañadientes- disfrutar lo que sea que le depare la vida.

La relación entre un hombre mayor y una joven vuelve a ser el planteamiento que mueve un relato de este director. No obstante, en esta cinta la diferencia de edad (acentuada por la enorme diferencia de sus personalidades), no es motivo de conflicto como en otras de sus películas, sino que, justamente, es lo que da lugar a situaciones cómicas y a esas agrias y deliciosas diatribas de este hombre que “estuvo a punto de  ganarse el Premio Nobel” y que le habla a la cámara para mayor desconcierto del espectador.

Y cuando parece que se está agotando esa dinámica del contrapunto entre el genio y la bruta (enfrentamiento planteado en clave de inofensiva pero graciosa caricatura), entran un par de inusitados personajes que refrescan ese juego de contrastes en torno a la sofisticación de los habituales habitantes de Manhattan y los palurdos de la llamada “América profunda”. Además, con esto nuevamente Woody Allen arremete contra esos coterráneos suyos que alcanzan la imbecilidad por sus prejuicios.

Sin ser una de sus obras maestras, de todas formas esta película tiene todo eso por lo que muchos abrazamos complacidos y fascinados el cine de Woody Allen hace ya décadas (!): un personaje neurótico con el que no nos identificamos totalmente pero que comprendemos y nos divierte, una lúcida y sardónica visión del mundo, la ingeniosa crítica a la condición humana y el humor estimulante que hace reír con la boca y con el intelecto.


La versión de mi vida, de Richard J. Lewis

Triunfos y derrotas de un hombre común

Por: Oswaldo Osorio


El cine de autor ha sido uno de los cánones con los que se han juzgado las películas en el último medio siglo. Pero normalmente cuando se habla de cine de autor, se piensa y tiene que ver con unas cualidades y características por las que se reconoce a un director que tiene un estilo y un universo propios. No obstante, en esta película hay una variación significativa, y es que ese universo reconocible es el de un actor, Paul Giamatti, a quien se le ve en un rol que parece importado de otros filmes, como Entre copas, Esplendor americano o La dama en el agua.

Es cierto que, por efectos del Star system (cuando el público va a ver una película por la mera presencia de una estrella en el rol protagónico), un Tom Cruise siempre hace de Tom Cruise en las películas. Pero cuando se trata de un actor que suele participar de cintas que no están obligadas por las reglas de la industria, como es el caso de Giamatti, parece contradictorio que se le vea a menudo –en  especial si es protagonista- haciendo el mismo papel, lo cual nos lleva a pensar que también existe un Star system del cine independiente, cine arte, o de ese cine con mayores pretensiones artísticas, como se le quiera llamar.

La cuestión es que un espectador más o menos asiduo al cine ve a este actor y, de inmediato, sabe que será un hombrecito cargado de defectos, con un cinismo y una falta de tacto que lo definen, con un cierto éxito profesional y una ética ambigua, la cual le granjea tanto amigos como enemigos, pero que, muy en el fondo, siempre será una persona noble y sentimental.

Cualquier película donde este actor es protagonista, tendrá estas características. La versión de mi vida, basada en la novela homónima de Mordecai Richler, naturalmente, no es la excepción. Y si toda la historia está en función de estas características del personaje, pues ya tenemos bien definida la película.

En otras palabras, es el mismo personaje que hemos visto antes, pero con unas variantes fundamentales, como sus tres matrimonios, la historia de amor que parece darle sentido a todo y esa terrible enfermedad que marca sus días finales, como si fuera un castigo por sus culpas.

En esa medida, no es una cinta especialmente atractiva o reveladora, porque su tesis parece ser que quiere dar cuenta de la vida de un hombre “común y corriente” que vive una vida llena de triunfos y derrotas. Sin embargo, lo que importa en ella son los detalles, algunos gestos y los pequeños momentos.

Es ahí donde se puede encontrar algo fascinante y revelador: un productor de televisión que parece odiar a su estrella, pero secretamente paga para que la prensa la elogie; una tumba con el nombre de una pareja como el sentido final de la vida; o una pelota de colores que es recogida por un hidroavión para revelarnos un misterio que se planteó desde el principio.

Nada del otro mundo, solo pedazos de vida retratados por medio de un actor que habituamente hace el mismo papel… y aún sí, puede funcionar y decirnos algo más esencial que ver a Tom Cruise haciendo siempre de Tom cruise.


El páramo, de Jaime Osorio Márquez

Con el miedo adentro

Por: Oswaldo Osorio


La industria de cine se soporta sobre los géneros cinematográficos. Esto porque es un cine de fácil identificación para el público y, por lo tanto, muy popular. Y entre los géneros que más gustan están el thriller y el horror. Esta película parece estar a mitad de camino entre ambos, que se diferencian por la naturaleza del conflicto o de la amenaza que se cierne sobre los protagonistas, pues mientras en el thriller esa amenaza es representada por el hombre mismo, en el horror se trata de fuerzas sobrenaturales.

Justamente la premisa de esta película está en crear la duda sobre si se trata de un thriller o de una película de horror. Es decir, si de lo que se tienen que defender esos nueve soldados es del mal que proviene de los hombres o de inexplicables y misteriosas fuerzas. El problema es que para hablar de esta cinta hay que despejar esa duda, y saber esto puede dañar la expectativa para quienes no la han visto.

El primer elemento que proporciona el relato se decanta por un cuento de horror: el espacio donde se desarrolla la historia, una base militar perdida entre la niebla de un páramo se convierte en el protagonista indispensable por vía de uno de los principales esquemas del género, el de la “casa –base- embrujada”. Son las características de este lugar y el misterio que rodea lo que ocurrió en él, lo que dispara los miedos de los protagonistas y la permanente aprensión del espectador.

La fotografía, naturalmente, sabe sacarle provecho a este espacio y a las circunstancias definidas por el miedo de estar sitiados. La blanca espesura de la niebla es registrada por planos amplios en los que se pierden y confunden las figuras, convirtiéndose así, al mismo tiempo, en angustia y amenaza; mientras que al interior de las instalaciones los planos se cierran, se juega permanentemente con el desenfoque y la luz escasea, todo esto para enfatizar la atmósfera claustrofóbica y la idea del “sin escape” que pesa sobre todos. Así mismo, una cámara siempre nerviosa y en movimiento lo registra todo en  tono documental, para darle más realismo, y con planos subjetivos, para hacer sentir las emociones de los personajes de forma más vívida.

Pero el relato avanza y, concretamente, solo se puede ver a un misterioso y turbador personaje que luego desaparece, dejando a esos hombres con la sugestión de una oscura amenaza que los acecha. Y ahí es cuando se desata el verdadero infierno, pero es el infierno que estos hombres llevan por dentro, el cual es en buena parte consecuencia de sus acciones y del remordimiento que estas les producen. Además, en este sentido el filme deja ver de fondo una acusación sobre los desmanes de la milicia en este país. Aunque es claro que su intención principal no es la de elaborar una historia con un trasfondo muy profundo ni complejo, sino apelar a la emoción directa del espectador por vía del cine de género.

La esperanza desaparece entre la niebla, la moral se va desmoronando y la paranoia se apodera de todos. Cuando ninguna amenaza exterior se manifiesta y la cordura de los soldados progresivamente se despedaza, nos damos cuenta de que el thriller sicológico se apoderó del relato, que aquí el hombre es un lobo para el hombre y que en adelante todo será una sola hecatombe.

La gran virtud de esta película es que en ningún momento la tensión que crea sobre el público desaparece. Primero, con su bien elaborado engaño para hacer creer que se trata de un cuento de horror, y luego, con la descarnada forma en que va transformando a sus personajes y se va deshaciendo de ellos uno a uno, algunos de forma angustiante y otros de manera cruel, incluso truculenta.

De manera que esta cinta cumple a cabalidad su cometido, que no es otro que producir en el espectador emociones fuertes por medio de los recursos del horror y el thriller. Y esto lo hace gracias a un guión simple pero bien elaborado, a unos actores de gran fuerza y contundencia en la encarnación de esos duros personajes y a la hábil construcción de un espacio dotado de un ambiente lleno de tensión y de zozobra, como la película misma.


Póker, de Juan Sebastián Valencia

Apostar toda la vida a una carta

Por: Oswaldo Osorio


Hay quienes se juegan la vida en una partida de póker. O al menos es lo que nos ha enseñado el cine. Aunque, por supuesto, sabemos que eso también ocurre en el mundo real. La diferencia, sobre todo con películas como esta, es que en el cine las vemos cargadas de estilización en su narración, sus imágenes y construcción de personajes.

Por eso, de acuerdo con el tema y el género al que apela (el thriller), los referentes de esta película están más en el cine mismo que en la vida, lo cual no es ningún problema, siempre y cuando se juegue acertadamente con las necesarias variaciones que exigen el tema y el género para que diga algo nuevo o de forma inédita. En tal sentido, esta cinta lo logra por momentos, pero en otros no. Aunque el balance tiende a ser más positivo que negativo.

La historia plantea el encuentro de cinco vidas (y una sexta tangencialmente) en una mesa de póker, cada una de las cuales está signada, ya por la adversidad, por la debilidad de sus vicios o por el peso de sus circunstancias. De ahí que lo que más se destaca en el filme es su estructura narrativa. Más allá de que los relatos fragmentados y discontinuos estén de moda, es un recurso que se justifica si la historia así lo exige, como efectivamente ocurre en este caso.

Porque tal vez no había otra forma de contar la historia de estas cinco almas, sino a partir de viajes al pasado, por medio de flashbacks, del uno y del otro. Con eficacia de recursos, esto es, escogiendo muy bien los momentos que debían dar cuenta de la vida y caracterizar a cada personaje, el relato construye un bosquejo preciso pero sin muchos detalles de cada uno de ellos.

Pero el primer gran problema de la película se deja ver, justamente, con la elección de algunos personajes y sus características, porque, como decía, uno está muy sensible a los referentes cinematográficos y en ese sentido molesta un poco la forma en que esta cinta recurre parcial o totalmente a lugares comunes.

El cura cínico y vicioso es el más grande de ellos, pues la caricatura que muchas películas hacen de este tipo de religioso (que sin duda los hay, pero de ninguna manera son la mayoría) es tan obvia como torpe. Tal vez también es un lugar común la presencia de un sicario y hasta del padre modelo viudo y con un hijo con una grave enfermedad. Es cierto que la fuerza dramática depende mucho de estas cosas, pero justo ahí es donde el guion debe apelar a la novedad y a las variaciones ingeniosas, como en cierta medida lo hizo con otro cliché: la madre soltera producto de una violación, pero cuya historia nos es contada con ingenio y fuerza visual.

De todas formas, la expectativa es la palabra clave en esta cinta. La forma como está planteada la narración confía en ella para crear la tensión y suspenso que, sin duda, son la principal intención del filme, lo cual consigue con eficacia muchas veces, pero no siempre. Aunque es una expectativa que empieza por otro lugar común narrativo: iniciar el relato por el clímax, que si bien funciona muy bien, no deja de ser un recurso que ya está muy gastado.

De todas formas, estamos ante un ejercicio cinematográfico de buen nivel en su propuesta narrativa, la cual, además, está sustentada en una concepción visual con estilo propio e intachable factura. Una película imperfecta en su construcción, pero que cuenta con las suficientes virtudes para ser tenida en cuenta y disfrutada por el espectador.

De dioses y hombres, de Xavier Beauvois

Del humanismo que se resiste a la sinrazón

Por: Oswaldo Osorio


Se puede hacer una película sobre religión pero sin hacer proselitismo sobre una en particular, se puede hablar de terroristas musulmanes pero sin satanizar al islam. También se puede contar una historia sobre lo peor y lo mejor de los hombres sin sucumbir a tratamientos maniqueos. Esta cinta da cuenta de ese poder del cine, hablando con lucidez en su visión de la naturaleza humana y de manera sosegada con su narración y sus imágenes.

El Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes en 2010 fue para esta cinta francesa, la cual está basada en hechos reales ocurridos a un grupo de monjes cistercienses del Monasterio del Atlas, en Argelia, a mediados de la década del noventa. El relato retoma el periodo en que este enclave religioso, en medio de una comunidad musulmana, es presionado por la violencia de extremistas y hasta de los militares corruptos.

Pero estas circunstancias no son aprovechadas por su director para hablar de política o para comparar el islamismo con el catolicismo. La película va más allá, porque se concentra en lo esencial del conflicto, esto es, la naturaleza humana, las pruebas de la fe, la fuerza de las convicciones y la posición de cada uno de los protagonistas ante esta situación extrema y ante la sinrazón y arbitrariedad de la violencia.

Y es que los difíciles momentos que viven estos ocho hombres los somete a dilemas que van más allá de su fe. Porque preservar la propia vida puede ser más importante que la misión que llevan a cabo en aquella comunidad. Pero al mismo tiempo, para qué la vida y el compromiso que hicieron con su fe si no se puede defender las convicciones, si se permite que los atropellos de la fuerza se impongan como la única lógica que domina la sociedad.

Con este imperativo dilema de fondo, cuya solución pasa por disquisiciones terrenales y religiosas, esta película reconstruye la vida cotidiana en este monasterio, así como la personalidad de cada uno de los monjes. Pero a pesar de la inminente amenaza, el director no se decide por un relato en clave de suspenso, donde se impondría la acción, sino que opta por una mirada contemplativa, a esa vida y a esos hombres, deteniéndose en la reflexión que hacen sobre los serios asuntos que los cuestiona.

De manera que en el relato y la concepción visual se impone un tono de calma y sosiego que propicia tal reflexión. Esa narración contenida, llena de momentos cotidianos y de silencios, logra transmitir la espiritualidad y sabiduría de estos monjes, en especial del abad y el médico. Así mismo, el manejo de la luz juega un importante papel en la creación de unas atmósferas que refuerzan el misticismo de aquel lugar y sus moradores.

Sostenida en gran medida por la convincente interpretación de sus actores, esta película es un alegato contra la intolerancia y la sinrazón de los hombres, sin echar discursos ni con filiaciones ideológicas. Su única ideología es el humanismo y la razón asistida por la fe. Por eso es una película que habla con calma y claridad, como lo haría un hombre sabio.


Pequeñas voces, de Jairo Carrillo y Óscar Andrade

El conflicto en profundidad

Por: Oswaldo Osorio


Si todas las historias ya están contadas y todos los temas han sido abordados, lo que sí es difícil que se agote son las formas de contarlo. La misma historia y el mismo tema vistos desde una perspectiva diferente y con una propuesta estética distinta, puede decir algo nuevo sobre lo que se supone ya sabíamos todo. Y esto es justamente lo que consigue esta cinta, en la que el punto de vista de los niños, la animación en 3D y la combinación de ficción y documental hablan con fuerza y elocuencia sobre la violencia en el país.

La película está basada en entrevistas y dibujos de niños desplazados que fueron víctimas de la violencia, o que incluso la ejercieron por vía del reclutamiento forzoso que padecieron. Son cuatro protagonistas que relataron y dibujaron sus vivencias para luego ser reunidas en una historia común y unificados en la misma propuesta visual.

El resultado es un poderoso y conmovedor relato en el que al espectador, que creía que ya lo sabía todo sobre el tema, se le revela un universo de emociones y visiones frente al conflicto que nunca están presentes en las noticias que se ven día a día en la televisión y la prensa. Esa es la gran diferencia que hace el cine, que con sus historias puede otorgarle al público una nueva conciencia a partir del conocimiento emotivo que adquiere de mano de los personajes y sus vivencias.

Y en este caso el mensaje llega con más fuerza y emoción por tratarse de niños. Otra vez los niños y la guerra como el contraste que potencia la inocencia de los primeros y lo absurdo y cruel de la segunda. No obstante, los directores tienen el buen criterio para no excederse en la forma de tratar la tragedia de sus protagonistas. Además, en medio de todo ese dolor que representan, consiguen hermosos testimonios en los que la espontaneidad y una suerte de inocente poesía conducen el relato.

La idea se origina en un cortometraje que Jairo Carrillo realizó hace casi una década, pero para el largometraje contó con el talento y la experiencia de Óscar Andrade, quien definió la propuesta visual y narrativa, pues si bien la base son los mismos dibujos de los niños, el acabado general y todo el concepto narrativo y de puesta en escena es el producto de una trabajo de profesionales de la animación encabezados por él.

Los dibujos en 2D de los niños, sumado a las imágenes digitales en 3D que complementan la puesta en escena y el trabajo con el espacio para crear el efecto de 3D (el que se ve con las gafas), definen una atractiva estética que está a mitad de camino entre el 3D (Toy Story) y el 2D (Los Simpsons), una estética que permite la suficiente crudeza que exige el tema, pero al mismo tiempo la belleza y el colorido de esta realidad fabulada por la visión de los niños.

Esta es una cinta sobre el conflicto colombiano. Una de las más duras y reveladoras, sin duda, pero la original y potente forma en que fue realizada, también la convierte en una de las más encantadoras y emotivas. Y este contraste es lo que la hace una película única, inteligente y contundente.


Rompecabezas, de Natalia Smirnoff

El ama de casa que desafió su mundo

Por: Oswaldo Osorio


Una mujer atiende los invitados en una fiesta y organiza el desorden. Luego nos damos cuenta de que ella misma es la agasajada de la fiesta, se celebra su cumpleaños. Con esta elocuente y patética primera secuencia, esta directora argentina ya nos revela todo el juego de reglas y relaciones que se darán en esta película, describiendo con contundencia la personalidad de su protagonista y el universo del que hace parte, un universo que disimuladamente la subyuga y del que ella todavía no sabe que se quiere liberar.

Y sí, se trata de una historia de liberación como tantas ha contado el cine, sobre todo con mujeres (además hecha por una mujer). Pero no es una de esas liberaciones de siempre en que la mujer infeliz, con un infierno de matrimonio, manda a volar todo eso que la oprime, sino que esta es la historia de una liberación más sutil, menos dramática y más desde el interior de la protagonista que desde el exterior de su vida cotidiana.

Un hecho incidental, el descubrimiento de su singular pasión y talento para armar rompecabezas, hace que esta mujer descubra otro mundo distinto al de su monótona y opaca vida de ama de casa. Fue un rompecabezas, pero pudo haber sido el macramé, la numismática o las clases de tai chi, lo importante es que en ella todo estaba dado para ese despertar a la autodeterminación y a sentir otras cosas en la vida.

Y no es que estuviera rodeada de trogloditas que la maltrataban día a día, todo lo contrario, convivía con tres hombres decentes y cariñosos. Pero justamente ese es el problema, que su condición de marginación y servilismo en ese entorno familiar pasaba como el estado natural de las cosas. No había mala intención en estos hombres, pero eso no necesariamente niega que los roles en muchos sectores de la sociedad son de una arbitrariedad y un machismo campantes, en especial cuando son legitimados por el matrimonio.

Armar rompecabezas, conocer a un compañero que compartía esta pasión e incluso competir mostrando sus habilidades, hizo que esta mujer levantara su mirada siempre fija en el lavaplatos, el fogón y la escoba. ¿Y su familia? Muy bien, gracias. Solo algunos roces cuando su pasión rayaba con la obsesión, pero todo en su cotidianidad seguía más o menos igual, no obstante, en lo esencial era ya muy diferente, pues ahora era una mujer transformada, con una pasión y una nueva actitud ante su vida.

Ahora, esta película no es una rueda suelta dentro de la cinematografía gaucha. Su debutante directora ya había trabajado con varios de los más importantes realizadores del Nuevo Cine Argentino, y su película misma está vinculada con este movimiento que ha dado, desde mediados de los años noventa, un nuevo aire al cine de ese país y de toda Latinoamérica.

El realismo cotidiano es la principal característica de este movimiento, lo cual quiere decir que en su narrativa y puesta en escena la película apela a un naturalismo que resulta el mejor vehículo para expresarnos, con todo su patetismo, la cotidianidad de esta mujer. Y así mismo es la interpretación de María Onetto, quien se echa sobre sus hombros esta mesurada pero potente historia de liberación femenina.


Cowboys Vs. Aliens, de Jon Favreau

Invasores del lejano oeste

Por: Oswaldo Osorio


De todas las mezclas posibles entre géneros cinematográficos, la del western con la ciencia ficción es, sin duda, la más atractiva. La razón es simple, son dos universos opuestos que se reúnen en el mismo tiempo y espacio. De esa contradicción resultan casi siempre ingeniosas historias, pero sobre todo, la oportunidad de explotar las enormes posibilidades visuales y estéticas que cada uno de estos géneros tiene.

La idea no es nueva. Ya ha estado presente en la literatura, el cómic y la televisión. En el cine el primer referente data de 1935, con un serial llamado The Phantom Empire. Pero los más conocidos son Westworld (1973), Volver al futuro III (1990) y Wild Wild West (1999), aunque esta última realmente pertenece a un subgénero llamado steam fiction, que es aquel que especula con la posibilidad de que el desarrollo tecnológico de la humanidad se hubiera dado por vía de las máquinas a vapor.

Por otra parte, existe una variante más arrevesada todavía, el space western, al que pertenecen aquellas películas que tienen toda la lógica y dinámica del western en su historia y personajes, pero la trama se desarrolla en el espacio exterior. La guerra de las galaxias (1977) es el mejor ejemplo, aunque también se pueden mencionar Star Trek V: The final frontier (1989) y Cowboy Bebop (2001), un anime que también fue serie de televisión.

Ambos son géneros propicios para la acción, el western con sus pistoleros siempre prestos a tirar del gatillo por cualquier razón, ya sea por los indios, por robar el oro de la diligencia, por cobrar una recompensa o simplemente por divertirse a costa de otro más débil. La ciencia ficción, por su parte, en esta película se presenta en su variante de alienígenas invasores, planteando esa dinámica simple, pero muy intensa, de dos bandos en franca confrontación, unos atacando y otros defendiéndose.

Y es precisamente en este último punto donde se encuentra el fuerte de esta cinta, pues con la tecnología de finales del siglo XIX se hace más irresoluble el conflicto de combatir a los invasores. Sin embargo, los guionistas se las arreglan para mandarles ayuda “externa”, y es por salidas como esa que la historia evidencia una cierta pobreza en su construcción.

Pero si bien su argumento no es lo ingenioso que el planteamiento inicial le exigía, aún así, la película mantiene su fuerza natural dada por la mencionada oposición de esquemas y por la vistosa iconografía de cada género. Adicionalmente, la pareja protagónica (interpretada por Daniel Craig y Harrison Ford), aunque construidos con los arquetipos del western, funcionan muy bien por su encarnación de héroes ambiguos y por el contrapunto que sostienen sus personajes.

Basada en una novela gráfica de Scott Mitchell Rosenberg, Cowboys Vs. Aliens se presenta como una buena opción de entretenimiento, porque está construida con algunos de los elementos más atractivos del cine, cinética y visualmente hablando: naves espaciales, alienígenas, tiroteos, persecuciones, jinetes atravesando el desierto, explosiones, etc.

Aunque no hay mucho seso en ella, tampoco es necesario que todas las películas lo tengan, lo importante aquí es que se trata de un relato que conjuga el encanto y el impacto de los que tal vez son los géneros cinematográficos más fascinantes e icónicos del séptimo arte, y eso ya es suficiente para abandonarse ante la gran pantalla.


En un mundo mejor, de Sussane Bier

Por una ética frente a la venganza

Por: Oswaldo Osorio


En un mundo mejor no habría venganza, esto por mencionar, inicialmente, lo que bien podría ser la idea de fondo de esta película, así como por poner en una frase su título original (Venganza) y el usado fuera de su natal Dinamarca. Tampoco habría armas, divorcios, mundos de tercera, bullys, cáncer o idiotas que quieren arreglar todo a los puños. Aunque la lista sería casi interminable, son estos aspectos los que toma como ejemplos la cinta que se ganara el Oscar como mejor película extranjera.

La directora danesa Sussane Bier, muy cercana al movimiento Dogma 95, después de su aventura en Hollywood, vuelve al territorio que conoce, esto es, fuertes dramas, cruzados por la muerte, crisis familiares y una predilección por contrastar sus historias en la desarrollada y civilizada Dinamarca con la precariedad de vida en el Tercer Mundo. Pero todos estos tópicos siempre planteados en función de unos cuestionamientos éticos esenciales.

En este caso se trata de la ética de la venganza, pero no a la manera de Park Chan-Wook o Tarantino, sino más alejada del artificio de los géneros cinematográficos y más cerca de las vivencias personales de los protagonistas, aunque también es cierto que la decisión que toma el médico frente al “gran hombre” obedece a un caso extremo.

El asunto se plantea de una forma más compleja cuando se trata de enseñar, en el caso de un padre a un hijo, lo innecesario de la venganza, o cuando el acto vengador parece a todas luces necesario y justiciero. De ahí que esa ética que se tiene tan clara, ya sea de un lado o de otro, es decir, de los que están a favor y en contra de la venganza, se hace más confusa en sus contornos y, por eso, los personajes y el planteamiento del filme se definen mucho mejor con cada decisión que estos toman al respecto.

En medio de ese gran tema de fondo, están las relaciones afectivas en primer plano. Desde el amor y la comprensión hasta el resentimiento y el desprecio. Son dos familias con problemas, ya por la presencia de la muerte o de la infidelidad, que protagonizan tanto fuertes como sutiles confrontaciones, eso sin tener que apelar demasiado a los golpes de efecto dramáticos que se le habían visto a esta directora en sus dos películas anteriores (Hermanos, 2005 y Después de la boda, 2007) y, en general, a muchas de las cintas del movimiento Dogma 85.

Aunque no se trata por completo de una película de este movimiento, la base de su propuesta narrativa y visual sí parten de él: fotografía sin afeites, mucha cámara al hombro, ambientación naturalista y casi nada de música. Pero lo importante es que hay una gran eficacia para dar cuenta de las ideas que quiere desarrollar, anteponiendo el natural desenvolvimiento del drama ante los artificios de la imagen, y aún así, en la película hubo margen para la estilización, sobre todo en el aprovechamiento de la luz naturales y en la concepción de los encuadres.

Tal vez, hacia el final, tiene un problema, y es que la cantidad de personajes con equivalente protagonismo, llevó a que la historia tuviera al menos cuatro grandes conflictos, por esta razón, desde el momento en que se soluciona el primero, hasta que se resuelve el último y después se atan los cabos finales, el relato se alarga demasiado, pero aún así termina siendo una película con fuerza dramática y honda en sus implicaciones.

Súper 8, de J.J Abrahams

Por: Xtian Romero – cineparadumis.blogspot.com

Steven Spielberg es ese hombre que, ya canoso, se niega a crecer. Es ese hombre que demostró en los setentas y ochentas, tanto como director y productor, que el cine de entretenimiento sí podía ser de calidad. Y aunque en su extendidísima carrera ha tenido algunos desaciertos que le han valido sus buenos enemigos, aún hoy sigue luchando por seguir su senda y es, indiscutiblemente, de esos personajes al que el cine le debe mucho.

No es de extrañar que J.J Abrahams, creador de la laureada y espectacular serie Lost, además de ser el director de la película Star Trek, que sirvió como precuela a esa famosa y clásica serie, resultando ser una excelente space opera que jugó con todos los clichés del género para ser un blockbuster de calidad, se una con esta vaca sagrada para hacer todo un homenaje al cine que lo vio crecer.

Con el solo título y la época en que se sitúa, ya empieza a oler a nostalgia, y desde el mismo momento que arranca, los recuerdos empiezan a llegar poco a poco a la memoria del espectador, quien durante todo el metraje se sentirá de nuevo como un niño con una sonrisa estampada en la cara, logrando transportar a esas viejas épocas a cualquiera, contrario a lo que pasa en otras cintas actuales, como Capitán América.

A lo muy ochentas, en un pueblo tranquilo, una pandilla de niños que se empecinan en realizar una película de zombies, son testigos de un terrible accidente de un tren de la fuerza aérea norteamericana, el cual lleva un secreto en su interior que desatará una serie de sucesos extraños y aterradores en el pueblo y ellos, tienen una prueba contundente, la cinta de cine que graban, viéndose envueltos en una aventura que, si bien bebe de todos los tópicos y clichés, lo hace de buena manera, y cuenta una historia entretenida y hasta divertida que se sostiene con buen ritmo durante el visionado, y aunque parece que se fuese a caer en el final, la última escena, llena de simbolismo, la deja bien parada y con un buen sabor de boca.

Cada elemento en la cinta tiene su razón de ser como homenaje, haciéndolo honestamente y de frente, porque a medida que se va construyendo la historia no se podrá dejar de pensar en E.T, Los Goonies, Cuenta conmigo, Encuentros cercanos del tercer Tipo e, inclusive, en lo que significó el mismo George Romero para el cine de terror con sus zombies, en uno de los puntos más ingeniosos del film, la película que estos chicos desean hacer. (Atentos al final de la cinta, recuerden que siempre hay que terminar los créditos, uno nunca sabe que sorpresa deparan).

Que la pandilla de niños es típica y clichésuda con el gordito gracioso, el niño vomitón, el adicto a las explosiones y la chica ruda (¿Estos cagones no lo hicieron de puta madre?); que tiene algunos giros predecibles y la historia queda con varios huecos que se debieron haber resuelto; que se desaprovechó el extraterrestre para generar más empatía con él y que funcionara como el E.T súper evolucionado que pretendía ser y un sin número de bla bla bla; se le perdonan con todo gusto, pues no le pueden quitar algo que tiene esta cinta de las que carecen las mega producciones actuales, MAGIA.

Magia porque no se olvida de sus personajes y a pesar de estar apelando a la ciencia ficción, tiene en cuenta algo de lo que se olvidan las películas de este género frecuentemente: los dramas humanos, y ante todo, tal vez lo más importante, que es una cinta donde se respira auténtico amor por el cine.