Una aventura extraordinaria, de Ang Lee

Buscando a Dios en altamar

Por: Oswaldo Osorio


De todas las combinaciones para crear una historia, la de un tigre, un bote y un muchacho difícilmente estaba en el presupuesto de alguien, salvo en el de Yann Martel, autor de la novela, y del director Ang Lee, quien la pudo visualizar para el cine. Porque de esto se trata esta película, de una gran historia contada con muchas artistas, que van desde el relato de aventuras hasta la fábula espiritual.

De hecho, el principal problema de esta cinta se da por vía de todas esas aristas, pues por momentos se torna excesiva, pretenciosa y dispersa, en especial cuando quiere hablar de  espiritualidad o describir la presencia de Dios con unos tibios resultados. Pero cuando se dedica al conflicto simple y directo, el del naufragio, entonces el relato cobra mayor intensidad e instala al espectador en la vertiginosidad y atractivo de una historia de aventuras como las buenas: lugares exóticos, historias extraordinarias y giros inesperados.

Pero lo esencial de esta aventura no son los acontecimientos fabulosos que vive Pi, sino la forma en que enfrenta su odisea, así como su transformación de un noble y soñador muchacho en un hombre con una sabia y sosegada visión del mundo. Su familia, la milenaria cultura india de la que provenía y su particular interés por las religiones fueron los que guiaron esta transformación, porque lo que aquí se hace evidente es que no son los sucesos extraordinarios lo que cambia a las personas, sino que estos solo sirven para sacar aquello que cada quien tiene en su interior, que es lo que mueve esa transformación.

Esta película también hace un especial énfasis en el arte de contar historias. No es gratuito que esa gran aventura se la estén contando a un escritor para que haga uso de ella. Tampoco que lo funcionarios japonenses no sean capaces de encajar esos sucesos extraordinarios en las casillas de sus informes. Y si bien el planteamiento del tigre, el bote y el muchacho ya parece lo suficientemente impactante, es la forma en que está construido el relato lo que le da la fuerza y esa verosimilitud que lo valida y que nos obliga a preferirlo antes que la escueta descripción de los hechos.

Y bueno, para una película de aventuras con una historia extraordinaria, solo había lugar para imágenes extraordinarias. Incluso su concepción visual se pasa de preciosista y efectista, aunque sin duda es con la magnificencia de sus imágenes con lo que le están vendiendo esta cinta al gran público, por eso el formato 3D, que tampoco le agrega gran cosa, y el 4DX (olores, estímulos físicos, etc.), para crear una mayor sensación de inmersión en ese espacio grandilocuente.

No se puede negar que Una aventura extraordinaria (Life of Pi) puede ser una estimulante experiencia cinematográfica, sin embargo, se trata también de un filme irregular en varios sentidos, desde sus fallidas pretensiones espirituales, pasando por chistes fáciles para agradar al público, hasta lo que parece una mayor preocupación por construir las imágenes antes que su relato. Aun así, sigue siendo una gran historia: original, atractiva y muy entretenida.

Submarino, de Thomas Vinterberg

La desolación de dos hermanos

Por: Oswaldo Osorio


Cuando surge en Dinamarca el movimiento Dogma 95, del que hacía parte el director de esta película, Thomas Vinterberg, su principal propuesta era despojar al cine de los artificios y efectismos con que cada vez lo cargaba más la industria. No obstante, podría decirse que lo que no tenían de efectistas en luces, maquillaje o banda sonora, lo tenían en la construcción de sus dramas, por eso las películas del movimiento siempre tenían en sus tramas y personajes una carga dramática que rayaba con el exceso y hasta con la truculencia.

Vinterberg es el que primero hace una película Dogma (Celebración, 1998), aunque no la firma, como lo pedía uno de los puntos del decálogo del que partió el movimiento. Y si bien luego hizo otras películas que nada tuvieron que ver con este cine, con Submarino vuelve a los terrenos de la puesta en escena sin afeites ni artificios, confiando solo en el gran trabajo de sus actores y, por supuesto, en la acumulación de drama.

Y es que la vida de dos hermanos, condicionada por una dura infancia y un suceso trágico, no podía dar otra cosa que un drama de grandes proporciones, el cual se acrecienta en cada escena con una acumulación de situaciones adversas, ya marcadas por la marginalidad o por lo que parece ser un ineluctable destino siempre en picada. La conexión entre esos dos desamparados niños con su madre alcohólica y los dos hombres en que se convierten, desorientados y sin ninguna oportunidad, es una relación tan obvia como inevitable y es la que termina dándole sentido a toda la historia.

Es cierto que, como con las películas de Dogma 95, molesta un poco ese “efectismo dramático” y esa acumulación de tragedias, todo tal vez muy enfático en su interés por provocar sensaciones fuertes en el espectador. Sin embargo, el efecto que consigue realmente puede hablar de sentimientos y emociones, que es para lo que resulta siendo más propicio y eficaz el cine. Es con películas como esta que buena parte de la audiencia puede acercarse a esos sentimientos y emociones que en su vida cotidiana tal vez nunca experimentará.

En este caso se trata de una desolación existencial, porque no se conoce otra cosa, porque las marcas de una infancia difícil nunca se borraron. Es el día a día movido únicamente por la obligación de una atenuada supervivencia. Aunque esto solo aplica al hermano mayor, porque cuando conocemos la vida del menor, cuando creíamos que el relato no se podía tornar en el algo peor, pues resulta que lo es, pero con el agravante de que su historia cierra un círculo vicioso que no por evidente es menos contundente.

Submarino es una película dura y desoladora, lo cual consigue en parte debido a unos artificios dramáticos, que no por eso son menos válidos y eficaces dentro de la lógica de construcción de una ficción, porque, como decía otra película danesa, aunque sea ficción, igualmente duele.

El exótico Hotel Marigold, de John Madden

La vida al final de la vida

Por: Oswaldo Osorio


Las historias crepusculares pueden ser un arma de doble filo, pues se suelen hacer con ellas blandos y sensibleros relatos sobre la vejez, pero también pueden ser el vehículo para hondas reflexiones sobre la vida y su paso por ella. Esta cinta inglesa tiene un poco de ambas cosas, sin excederse en los extremos, para bien y para mal, sobre todo porque decide apelar a un tono de fábula desenfadada que quiere ofrecer un relato agradable y entretenido.

Un grupo de hombres y mujeres, ya en el final de sus vidas, deciden viajar a la India, a un lugar donde se les promete confort en medio de una tierra exótica. Parece una decisión extrema, pero cada uno de ellos tiene sus motivos para dejar la rancia Inglaterra y buscar nuevos y coloridos aires. Unos van para reparar cosas, otros para darse una última oportunidad y alguno simplemente porque ya no tienen nada qué perder.

Como apenas es natural, lo que mueve la historia son las diferentes personalidades de los nuevos huéspedes del Marigold y la forma como asumen su estadía allí. Es por eso que el énfasis de la producción está en ese reparto de primera que lo soporta y sus actuaciones. Tom Wilkinson, Maggie Smith, Judi Dench, Bill Nighy, entre otros, le dan la variedad y el brillo que busca la película para mantener enganchado al espectador.

Los dramas propios de esta edad son expuestos con habilidad y en esa justa medida en que no se asumen densas reflexiones sobre esos tópicos ni tampoco los banaliza. La cercanía de la muerte, la necesidad de ser útiles, la disfunción sexual, el anhelo de todavía desear y ser deseados, las cuentas por saldar con la propia existencia, en fin, esos temas que no solo aplican para quienes están en el otoño de su vidas, sino que pueden ser reveladores para cualquier espectador si les da la importancia que la historia sugiere.

La aventura de crear una nueva vida al final de la vida es lo que le otorga a este filme la emoción y el carisma que tiene, un carisma determinado por sus actores y esos personajes que logran construir. Aunque no está exento de maniqueísmos y trucos fáciles para que el público capte de inmediato las ideas, como la presencia de una de las mujeres que desde el principio repele todo cuanto tenga que ver con ese lugar barbárico y que, por consiguiente, sirve de contraste obvio para simpatizar con los demás personajes y el sitio donde se encuentran.

Por otra parte, es una historia de ingleses en la India, pues del país, salvo por el exotismo, la muchedumbre y el colorido, poco se dice o reflexiona. Tal vez una alusión a un remoto y dorado pasado, pero el fin último del filme es contar una historia agradable y emotiva, con un coro de personajes que ofrecen distintas y aleccionadoras visiones sobre la vida.

El doble del diablo, de Lee Tmahori

Propaganda contra el mal

Por: Oswaldo Osorio


Cuando Estados Unidos y sus compinches invadieron a Irak en 2002, hablaban del “Eje del Mal” para referirse a este país junto todos los que estaban en contra de su imperio. Que una película sobre Uday Hussein, el hijo mayor de Sadam Hussein, se titule El doble del diablo (The Devil’s Double), es señal inevitable de que se trata de una visión del personaje y su historia cruzada por la mirada del vencedor que aún hace propaganda de guerra.

Aunque la producción es inglesa, toda está hecha con la lógica y parte del personal de Hollywood. Incluso su director, el Neozelandés Lee Tmahori, quien tanto nos entusiasmó con su ópera prima (Somos guerreros, 1994), luego devino en un común realizador de thrillers o de películas de acción, incluso dirigió una de las entregas de James Bond (Otro día para morir, 2002).

No obstante, con estos datos no estoy argumentando la idea de que esta nueva película se trata de otra cinta más de Hollywood, que esquematiza y mira de forma maniquea un tema que tiene su carga política. Eso solo es cierto parcialmente, porque también se puede ver en ella un intenso thriller, creado con precisión y en el que se ponen en juego otras consideraciones, sobre todo en relación con la corrupción del poder.

Y es que la película se articula sobre el contante contrapunto entre las dos caras de una moneda que tiene la misma imagen. De un lado, Uday Hussein, un hombre cruel, vicioso y sicópata que toma todo lo que quiere, sin ningún escrúpulo ni consideración. De otro lado,  Latif Yahia, quien fuera obligado a ser su doble (cosa que siempre se ha puesto en duda), y que es dibujados como el iraquí patriota y con un claro sentido moral de lo que es correcto y lo que no.

Independientemente de este maniqueísmo, donde el malo es más que malo y con él todo lo que representa (el régimen terrorista derrocado por las potencias de Occidente), es un relato que sostiene una tensión creciente a partir del referido contrapunto. A pesar de los trazos obvios, también es posible reflexionar acerca de esos tiranillos, sobre los que no hay ley ni justicia, que toman y tiran lo que quieren amparados en un poder que ni siquiera es suyo.

Es inevitable preguntarse constantemente durante la película qué tanto de eso fue verdad. Porque en estas reconstrucciones biográficas, en las que la realidad puede estar condicionada por imperativos dramáticos o ideológicos, se trata de una pregunta no solo válida sino necesaria, pues con este tipo de películas, aunque estén empacadas para ser entretenimiento por vía del cine de género, es recomendable hacer una lectura atenta de sus elementos y no caer en la trampa de ser instruidos por un discurso que termina siendo pura propaganda.

Sin palabras, de Ana Sofía Osorio y Diego Fernando Bustamante

Solo con gestos, señas y dibujos

Por: Oswaldo Osorio


Las historias sencillas no son muy habituales en el cine colombiano, sino que ésta es una cinematografía que si bien está poblada por personajes ordinarios, suele sucederles cosas extraordinarias, la guerra, por ejemplo, que por más común que sea para este país, es necesario negarse a aceptarla como algo normal. Y cuando no pasan cosas extraordinarias, es que pasan muchas cosas, pues los guiones están llenos de acciones y giros, así como los personajes cargados de drama o de singulares personalidades.

Con esta película ocurre lo contrario, su historia es de una simpleza que solo da lugar a concentrarse en lo esencial, esto es, la relación entre dos personas y los nuevos sentimientos que surgen del mutuo contacto o los viejos que despierta la presencia del otro. Raúl trabaja en una ferretería y Lian llegó como “carga” de China y se quedó varada en la fría Bogotá camino al sueño americano.

Estos dos personajes tienen en común que están físicamente en el mismo lugar peros sus expectativas se encuentran en otra parte. Para Lian se encuentran en Estados Unidos, donde será “Happy” vestida sofisticadamente y llamando por celular con los rascacielos de fondo; mientras Raúl tiene la cabeza en Alemania, donde se encuentra su ex novia viviendo con quién sabe quién. Pero es justamente el encuentro con el otro lo que los confronta, al tiempo que se empieza a esbozar una tierna historia de amor.

El título de la película ya sugiere lo que será la obligada dinámica de esta relación. La comunicación se hace con gestos, señas y dibujos. Con eso es suficiente para transmitir, con torpeza pero finalmente con claridad, unos imperativos emocionales y de supervivencia. A Raúl lo alcanzamos a conocer más y por eso su conflicto es más complejo, un conflicto que no se limita a la pérdida de su novia, sino que esto solo pone de manifiesto sus dudas vocacionales y existenciales.

Al final ambos tendrán que tomar decisiones definitivas para el rumbo que deben seguir sus vidas. En principio, piensan esas vidas por separado, pero sin duda esas decisiones fueron determinadas por el contacto con el otro y por esa jornada que vivieron juntos y en la que se inspiraron mutuamente. Si bien ya eran unos personajes optimistas y bienintencionados, la relación con el otro les reforzó esa actitud frente al mundo.

Se trata, pues, de una historia sencilla y emotiva, donde no se tratan los grandes temas que suelen poblar el cine nacional, pero que plantea unas ideas que tienen importancia y validez universales. Es una historia que en toda su sencillez depende en buena medida del completo y convincente trabajo que hace el actor Javier Ortiz, de quien depende casi toda la fuerza dramática y comunicativa de una cinta en la que se habla poco pero se puede entender mucho.

La playa D.C, de Juan Andrés Arango

La marginalidad del desterrado

Por: Oswaldo Osorio


El destierro es una palabra con distintos significados. Es verse obligado a salir del lugar de origen, o lo que en colombiano llaman desplazamiento forzoso, y también es ese lugar ajeno, generalmente hostil con el advenedizo, donde recala el desterrado. Esta película da cuenta de esos dos significados, de forma sutil y sugerida en el primer caso, y con mayor fuerza visual y dramática en el segundo.

Es por eso que, más que una película sobre el desplazamiento, es sobre las consecuencias de este. El joven Tomás y su familia pasaron de su tranquila vida en la cálida Buenaventura a un estado de zozobra, incertidumbre y marginalidad en el frío de Bogotá. Esta ciudad los acoge de mala gana, los proscribe a vivir en sus cerros y a recoger las migajas que puedan para ganarse la vida. Están en esa ciudad pero en realidad no es suya, así que tienen que construirse la propia.

La Bogotá que construyen es una ciudad inédita en el cine colombiano. No es la de las grandes avenidas, la ciudad pudiente –y excluyente- del norte o la de Monserrate en el fondo. Es una Bogotá poblada por gente que no es de Bogotá, gente de piel oscura y que ha colonizado unos sectores donde más o menos se sienten cómodos entre sí. Pero también, en el aspecto visual, es una Bogotá más fría que de costumbre, esto gracias a una decisión desde la fotografía que enfatiza la adversidad de esta atmósfera para aquella comunidad acostumbrada al golpe del sol y al olor a mar.

El relato se centra en Tomás y sus dos hermanos, el menor metido en las drogas y el mayor siempre queriéndose ir de allí, para el norte, de polizón. Los tres viven la marginalidad a su manera, pero los hermanos de Tomás ya están perdidos para esta tierra, mientras que él aún tiene esperanza, aún cree que puede hacer de esa grises y frías calles su hogar. Por eso, en esencia, termina siendo una historia sobre los que se quedan y quieren construir un futuro, sin sucumbir a las acechanzas de ese ambiente hostil: la droga, la delincuencia, la muerte o un nuevo destierro.

La gran virtud de esta película es que habla de dos de los grandes temas del país, la marginalidad como consecuencia del desplazamiento y la violencia  que lo ocasionó, pero hace la diferencia por la manera como los aborda. La violencia es solo sugerida, aunque su recuerdo y secuelas son omnipresentes, mientras que con la marginalidad logra una cercanía y espontaneidad (llevadas de la mano de un buen manejo de los actores naturales) que se revela como una mirada honesta y sensible, cualidades claves para no caer en la pornomiseria o la conmiseración.

Con un relato naturalista y sencillo, que sigue de cerca la cotidianidad de un joven que enfrenta la marginalidad del desterrado, pero con un tratamiento visual estilizado, esta película habla de los grandes temas del país y del cine colombiano, pero lo hace de forma sutil y sugerente, por lo que esos personajes y su realidad se nos presentan de una manera más cercana y elocuente.

Looper: Asesinos del futuro, de Rian Johnson

El futuro es lo que haga hoy

Por: Oswaldo Osorio


Los viajes en el tiempo siempre será un tema recurrente en el cine de ciencia ficción. Y esto es porque, además de sus enormes posibilidades argumentales y dramáticas, potencia una de las grandes virtudes de este género, esto es, su capacidad para proyectar un probable futuro de la humanidad y confrontarlo con nuestro tiempo. En este proceso, por lo general, queda evidenciado no solo el mal camino por el que va el mundo, sino y sobre todo, el pesimismo con el que inevitablemente el hombre ve su futuro.

Otra cualidad de este tema es que esas posibilidades argumentales han permitido crear algunas de las historias más fascinantes y originales de la ciencia ficción. Looper da fe de esta cualidad, pues su propuesta argumental sorprende y mantiene siempre la expectativa por lo que pueda suceder. Se trata de hombres en el 2044 que asesinan a quienes les envían del futuro, cuando ya es posible viajar en el tiempo y las organizaciones criminales acuden a esta posibilidad como la forma más limpia de deshacerse de alguien junto con su cadáver.

La primera parte de la historia es un vertiginoso e intrigante relato sobre la forma como funciona este sistema de ejecuciones y el universo de los loopers, los asesinos. Luego baja el ritmo y más que de la trama ciencia ficción, habla de los personajes, sus relaciones, afectos y emociones. De esta manera complementa la complejidad de la trama con el peso de unos personajes bien dimensionados.

Y si bien se trata de una hipnótica trama, ya por vía de la cadena de acciones o por el conocimiento de los personajes, es una historia que en principio parece que no va más allá de los jugueteos propios del género. Lo ideal es que una película diga algo con más sustancia que el simple juego narrativo y ficcional.

Pero este inteligente filme es en el último momento, en el momento en que el protagonista sabe lo que debe hacer, cuando nos damos cuenta de la poderosa reflexión que propone esta historia sobre las consecuencias de las acciones en el tiempo. Aunque suene obvio, la idea es que podemos cambiar el futuro con nuestras acciones, pero menos obvio es decir que detenernos a pensar en esas acciones es pensar en el futuro. Dicho así puede sonar demasiado evidente, pero la forma como queda expresado esto en el clímax de la película es casi reveladora, haciendo además de su final algo impactante y significativo.

En medio de esto están, por supuesto, las paradojas propias de los viajes del tiempo, que la más de las veces son usadas caprichosamente por este tipo de historias, pero que en otras, son los puntales para plantear reflexiones más hondas, como ocurre en este caso con la eterna pregunta sobre si somos la misma persona luego de treinta años. De nuevo, con solo decirlo, no parece muy significativo, pero ver al personaje (en singular) de Bruce Willis y Joseph  Gordon-Levitt frente a frente conversando y confrontándose, es uno de los momentos del cine más inquietantes e inolvidables que se haya podido ver, como toda esta película.

El cartel de los sapos, de Carlos Moreno

Un enamorado metido a traqueto

Por: Oswaldo Osorio


Uno de los factores que le ha hecho mucho daño al cine colombiano de los últimos años es que gran parte del público unifica, en relación con las temáticas del narcotráfico, los productos televisivos y cinematográficos. Se habla de un hartazgo por la saturación de este tipo de contenidos, pero eso es algo aplicable solo a la televisión de los últimos cinco años.

El cine, por su parte, no ha contado tantas historias de narcos como parece o como muchos creen. No lo ha hecho ni en términos de proporción, en relación con el centenar de películas producidas en la última década, y tampoco lo ha hecho como el peso y la importancia del tema lo exigiría, según la premisa del cine como reflejo de la realidad.

Así mismo, la diferencia entre uno y otro medio es que el cine tiende a ser más riguroso y reflexivo con el tratamiento de estos temas, mientras que en la televisión el contenido está más regido por el discurso del entretenimiento y el espectáculo, lo cual se traduce en una mayor superficialidad en el tratamiento, personajes más estereotipados y una puesta en escena que recrea ese mundo de manera más sintética, artificial y hasta glamurizada.

Con la adaptación a la pantalla grande de la serie El cartel de los sapos (a su vez basada en la novela de Andrés López López, alias “Florecita”), esas diferencias se hacen más borrosas y la confusión entre uno y otro medio se acrecentará aún más, manteniéndose así el prejuicio ante este tema en el cine nacional, un tema que suele asociarse con violencia, sicariato y marginalidad.

Aunque independientemente de esas probables confusiones, con esta película estamos ante una muestra de cine, más que de televisión (parece una obviedad, pero esto no sucedió con Sin tetas no hay paraíso, por ejemplo). Y lo cinematográfico se evidencia tanto en los valores de producción como en la concepción del relato en términos de fotografía y puesta en escena, que no tanto en lo reflexivo y profundo para con el tema.

En el primer caso, en los valores de producción, se puede ver una de las producciones más costosas y de mejor factura que se haya hecho en el país. Y en el segundo caso, la presencia del director Carlos Moreno (Perro come perro, Todos tus muertos) tras la cámara le otorga al relato fuerza visual y verosimilitud a ese mundo que recrea, todo empaquetado en con un atractivo acabado de un thriller de acción. En otras palabras, sin duda es una película con la dimensión y el lenguaje propios del cine.

Por otra parte, este relato no pierde de vista nunca su motivación y lo que funciona como hilo conductor para adentrarnos al mundo de la mafia, el cual en últimas termina siendo solo el gran conflicto de contexto y lo que mueve la trama, porque esa motivación esencial no es otra que el amor por una mujer y el conflicto interno que tiene el protagonista al querer conciliar su vida con ella y su oficio como traqueto.

De no ser por este conflicto interno, toda la película sería un entretenido pero desapasionado paseo por las situaciones típicas de un gran relato mafioso. Es la historia de “Fresita” y sus desventuras, tanto con el amor de su vida como al interior de la organización delincuencial, lo que logra sostener el vínculo emocional del relato con el espectador.

No obstante, tampoco en este sentido estamos ante una historia muy sólida y reveladora, pues también son evidentes sus artificios y giros forzados (como la improbable presencia de la mujer justo en medio de una fallida operación, de lo que depende todo el conflicto interno), pero en general se trata de un producto que es consecuente con lo que busca, esto es, desprenderse del referente televisivo pero tampoco ahuyentar al gran público, lo cual hace con un admirable nivel de profesionalismo.

Histeria, de Tanya Wexler

Lo que necesitaban las mujeres

Por: Oswaldo Osorio


“Basada en una historia real. De verdad.” Este texto con que se inicia la película inequívocamente marca el tono en que estarán planteados el relato y la historia, esto es, una ficción construida a partir de una anécdota que resulta difícil de creer, de la que hay que enfatizar que es cierta y que se relata como quien cuenta un sorprendente y divertido hecho en una reunión.

Y efectivamente, la conocida anécdota sobre el inventor del vibrador eléctrico, el doctor Joseph Mortimer Granville, sustentada en la supuesta dolencia de la histeria femenina hacia finales del siglo XIX, es la base de una historia narrada con desenfado y cierta complacencia para con el espectador. Es por eso que se trata de una película entretenida pero predecible, que busca a un público cómodo con la peculiar historia y sus personajes, reconfortándolo con un tono jocoso que está remarcado por una música siempre en clave de divertimento.

Es cierto que de fondo pone en evidencia a la sociedad victoriana con todas sus taras puritanas y prejuicios, así como una hipotética lucha por los derechos femeninos, que evidentemente aquí exageran, pero que ciertamente da cuenta de la represión social y moral a la que estaban sometidas las mujeres.

El principal recurso para dar cuenta de esta situación social y moral es la creación de unos personajes estereotipados, y en principio inflexibles, que representan las diferentes actitudes que definen a la sociedad londinense de la época. El mejor ejemplo es la contraposición entre las hermanas, quienes representan, por un lado, las buenas maneras y obediencia a las costumbres sociales, y por el otro, la rebeldía ante esas costumbres y un comportamiento que, en ese contexto, es visto como errático y díscolo.

Pero evidenciar que se trata de personajes estereotipados no necesariamente es una crítica, porque se puede ver también como un recurso propio de las comedias y los cuentos morales (que en este caso se trata de ambas cosas) para ser eficaz en sus propósitos, ya sea crear humor a costa del carácter de sus personajes o dejar muy claro el mensaje sobre unas ideas específicas.

Con un humor inteligente, que siempre está jugando sutilmente con el doble sentido, el relato hace sus planteamientos con un tono entre en serio y en broma, dejando clara su posición frente a lo ridículas y peligrosas que pueden llegar a ser ciertas ideas de las convenciones sociales, incluso en una sociedad aparentemente progresista como la del Londres del siglo XIX.

Entretenida, complaciente, predecible y hasta algo ligera, así es esta película. Y esos son adjetivos que en otro contexto acusarían un defecto, pero todos esos elementos juntos y en relación con la simpática anécdota que le da origen a la historia, dan como resultado una cinta bien hecha, agradable y consecuente con lo que quiere como relato y lo que busca en el espectador.

La sirga, de William Vega

El paisaje que no se puede ver

Por: Oswaldo Osorio


De acuerdo con una equívoca y generalizada idea de lo que es el cine nacional, esta película no pertenecería a él. Pero lo cierto es que la gran variedad en temas, miradas, estilos y universos, es la impronta del cine colombiano desde hace un tiempo. Incluso esta cinta es “mucho más colombiana” que otras que intentan copiar fórmulas foráneas, sobre todo para congraciarse con la taquilla, y eso porque, en esencia, es un relato que da cuenta un paisaje, unos personajes y una problemática que se pueden encontrar en muchas partes del país.

Aunque hablando de fórmulas foráneas, también es cierto que en esta película se puede identificar un tipo de cine que, si bien no es el más popular o frecuente, definitivamente tiene unos referentes definidos, en especial cierto cine europeo o independiente, un cine cerebral y pasado por la elaboración intelectual que lo carga de unos sentidos y connotaciones que van más allá del simple argumento, el cual ciertamente es simple, aunque esto de ninguna manera es un defecto.

La historia simple que cuenta es la de una joven que, luego de que destruyen su pueblo, acude a su tío y cree haber encontrado un nuevo hogar, donde recupera el sentido de la cotidianidad, hasta que la amenaza reaparece. Y es que en esta película no es mucho ni muy extraordinario lo que ocurre, pero sí mucho lo que contempla el espectador y lo que sugiere el director con esas imágenes y las pocas acciones y diálogos.

La película está ambientada en la laguna de La Cocha, en Nariño, con unos paisajes cenagosos y cubiertos de niebla que la fotografía, con sus encuadres, y el montaje, con su parsimonia, saben extraer su ensimismada belleza. En este contexto visual es que se da este relato en el que se impone el sentimiento de pérdida y zozobra que está presente en muchas de las zonas rurales de Colombia. La impotencia y el miedo, y hasta una suerte de resignación trágica, parece ser la actitud obligada de los campesinos que ocupan estos territorios, que solo son suyos hasta que los violentos quieren.

Pero salvo por los dos empalados con los que se inicia y termina la película, la violencia y el conflicto nunca están frente a la cámara ni expresados de forma explícita. Porque lo que define en gran medida la propuesta narrativa y dramática de esta cinta es que todo eso se nos muestra por elipsis (las acciones sugeridas entre dos planos) y por el fuera de campo (lo que sucede fuera del encuadre). Entonces se da un inquietante contraste entre la aparente tranquilidad y sosiego de lo que vemos y la amenazante situación que se cierne sobre los protagonistas.

Así que es un filme definido por el contrapunto entre lo que vemos y lo que no vemos. Un relato empacado en la belleza y tranquilidad que impone un paisaje y su serena rutina, pero que oculta (y solo lo va suministrando lenta y veladamente) ese infierno de país en que muchos colombianos viven.