Después de la tierra, de M. Night Shyamalan

El miedo no existe

Por: Oswaldo Osorio


Tal vez lo peor que le ha pasado al director M. Night Shyamalan es haber iniciado su carrera con unas películas impactantes y muy exitosas: El sexto sentido (1999), El protegido (2000), Señales (2002), La aldea (2004). Y es que desde entonces la crítica se ha ensañado contra casi cualquier cosa que haga, desde la bella fábula de La dama en el agua (2006), pasando por las más desdeñadas –El fin de los tiempos (2008) y El último maestro del aire (2010)–, hasta llegar a esta última cinta, que tampoco ha sido bien recibida.

Pero si se reflexiona sobre esta filmografía (exceptuando El último maestro del aire que hace parte de una serie), todas sus películas están hechas con los mismos elementos: historias envolventes y bien contadas, un gran sentido para crear y manejar el suspenso y el misterio, un concepto visual, aunque convencional, es inteligente y sugestivo, y de fondo una suerte de moraleja, esencialmente humanista, que por poco evidente y a veces compleja no parece tal.

Es probable que sea, justamente, Después de la tierra (After Earth, 2013) la película que tenga más simplificados dichos elementos. Esto tal vez se debe a que parte de un argumento del mismísimo Will Smith, estrella y productor de la cinta, y también porque se trata de una película de género, en este caso una mezcla de ciencia ficción y cine de aventuras. Sobre todo este último por lo general tiende a limitar sus historias a un esquema básico, como en este caso, que se trata solo de ir de un punto A hacia un punto B.

Una forma de verla es como esa película simple y prácticamente diseñada para el lucimiento del hijo de Will Smith, Jaden Smith, quien es el principal protagonista y, es cierto, no termina por convencer del todo. Pero también podría ser vista como lo que en esencia es: una historia de ciencia ficción y aventuras que cumple a cabalidad con su objetivo y, por lo tanto, resulta un filme bien hecho, atractivo visualmente y muy entretenido, un filme que sabe manejar las fortalezas de estos dos tipos de cine, como el ingenio en el diseño de producción y las alegorías de base futurista en el caso de la ciencia ficción, y los ritmos cambiantes del relato cuando combina las atmósferas de tensión con las escenas de acción, como es propio del cine de aventuras.

Pero si vamos más allá, por más que Shyamalan haya querido ser cómplice de Smith en beneficio del hijo de éste, el director de origen indio se sostiene en su ley y conserva su universo, pues en el fondo se trata de una fábula en la que un joven se hace hombre mientras atraviesa un desconocido mundo y es acechado por una bestia. En medio de esto, se desarrollan una serie de ideas y sentimientos como la culpa, la difícil relación entre padre e hijo, la pérdida de la inocencia y la dura misión de hacerle frente al miedo.

No se trata de una obra maestra, pero es que M. Night Shyamalan nunca le ha apuntado a eso. Sus películas se basan claramente en los dos principales objetivos del cine de Hollywood, esto es, emocionar y entretener. Lo que pasa es que, al parecer, muchos no han podido salir del gran impacto que les produjo el final de El sexto sentido y se resienten cuando este inteligente y honesto director no les da más de lo mismo.

El gran Gatsby, de Baz Luhrman

Pobre hombre rico

Por: Oswaldo Osorio


Tal vez lo mejor que se puede hacer con una adaptación cinematográfica es olvidarse del libro. Una adaptación es una nueva lectura, la del director. Y cuando se trata de uno con un estilo visual y narrativo como el de Baz Luhrman, lo ideal es no apegarse a la lectura que alguna vez uno hizo, sino más bien dejarse llevar por la nueva propuesta. Esta suerte de advertencia es porque puede que a muchos esta versión les parezca chocante, pero para otros sin duda será una experiencia original y estimulante.

Este texto tomará partido por la segunda opción, porque esta cinta está hecha con elementos similares a las deslumbrantes y frenéticas tres primeras películas de este director australiano: Bailando en tu piel (1992), Romeo+Julieta (1996) y Moulin Rouge (2001). De Australia (2008), es mejor no hablar. Nunca.

Con El Gran Gatsby asistimos a la transformación de un personaje, pero no tanto por las cosas que le pasan –que es lo usual en toda historia– sino por la forma como el relato lo va develando. Gatsby ya es lo que es, una gran fachada y un mito urbano que guarda unos secretos, pero son la mirada y la narración de Nick, el primo/amigo/escritor, las que van paulatinamente desmontando esa fachada y desentrañando el mito, jugando con el enigma y aumentando en intensidad dramática a medida que revela información, hasta llegar al hombre, a su verdad.

Lo que vamos descubriendo de este hombre es que protagoniza una historia de amor, pero también la historia de un vacío existencial. En el primer caso, se trata de un amor sublimado e inacabado, en el segundo, es la vida de un “pobre hombre rico”, como se le ha dicho tantas veces también al Ciudadano Kane. Ambos aspectos están estrecha y amargamente ligados, porque la plenitud material es contrarrestada por el vacío afectivo. Por eso él nunca está completo. Pero lo que es peor, cuando consigue completarse (al obtener el amor de Daisy), lo estropea por querer perfeccionarlo.

Como gran escenario para la vida de este hombre, está la Nueva York de los años veinte. Porque esta película también es el retrato de una época, caracterizada por su esplendor y optimismo, por sus excesos y su confianza decadente en lo material, la cual rayaba con lo vulgar. Y son justamente estas características de las que se vale Luhrman para darle patente de corso a su desbordante estilo visual –y musical–, un carnaval azuzado por el montaje y el color que, cuando pudo, supo aprovechar el 3D para aumentar el vigor del espectáculo.

Pero si bien hay un frenetismo en lo visual y musical, en el relato del drama se toma su tiempo, incluso también para presentar a su protagonista. Pacientemente lo va acomodando todo y el drama va cobrando una intensidad inesperada, hasta culminar con una grandilocuencia en las emociones que solo pueden ir en dirección de la tragedia. Y así es como nos lleva Baz Luhrman hacia un delirante e intenso recorrido por la vida de un hombre y por el espíritu de una época.

En trance, de Danny Boyle

¿Olvidar o recordar?

Por: Oswaldo Osorio


Es mucho el buen cine que hemos visto gracias a Danny Boyle. Él es uno de esos directores que ha encontrado el equilibrio entre un cine entretenido y colorido pero también, casi siempre, complejo y con inventiva visual y narrativa. Desde sus inicios con Tumbas a ras de tierra (1994) y Tranispotting (1996), hasta sus dos últimas cintas ¿Quiere ser millonario? (2008) y 127 horas (2010), este director inglés ha demostrado que ese doble carácter propio del cine entre arte e industria no es irreconciliable.

En trance (Trance, 2013) podría decirse que está más del lado de la industria que del arte, no porque sea una película hueca y desechable como la mayoría de productos de cine para el consumo, sino porque se impone su carácter de cine de género, en este caso el thriller sicológico. De manera que toda la cinta está en función del gran enigma a resolver que proponen todos los thrillers, y para hacerlo aplica los recursos característicos del género: el crimen de por medio, la intriga, el suspenso, el ocultamiento de la información, las sorpresas, etc.

El enigma en esta historia es la ubicación de un valioso cuadro que ha sido robado, pero la historia empieza a dar señas de que no es nada predecible cuando nos dice que el lugar donde hay que buscar no es físico sino que está en la memoria de un hombre. Entonces empieza una ardua y tensa búsqueda materializada en seis personajes y unas cuantas locaciones, pero que realmente se desarrolla en la mente de un hombre y es guiada por una hipnoterapeuta.

Así que con estos elementos el director ya tiene unos ingeniosos recursos para hacer un thriller diferente, en el que el espectador siempre pierda en ese juego que constantemente hace para tratar de predecir lo que viene en la historia. Porque aquí la lógica son los caprichos sicológicos del recuerdo y el olvido, a lo que se suma la capacidad de manipulación de la hipnoterapeuta y la desconfianza que reina entre los seis personajes, que puede dar lugar en cualquier momento al engaño y la traición.

Sexo, acción, violencia, intriga y suspenso. Esta película tiene todos esos elementos propios de un cine muy comercial, propicio para el gusto del gran público. Pero sería limitado ver solo esto en ella, pues de fondo se pueden identificar unos móviles y relaciones mucho más complejos. El deseo de olvidar enfrentado a la pulsión de recordar es un asunto que le da profundidad a la trama y a sus personajes, así como los límites de la codicia que cada uno maneja y un confuso e indefinido triángulo amoroso. Y así, es posible encontrar matices en el argumento y filigrana en los personajes que trascienden los básicos tics de cualquier thriller.

Sin embargo, es un thriller con grandes e inesperadas sorpresas, por eso no se puede ahondar en estos matices y esa filigrana, a riesgo de contar las sorpresas. Baste entonces con recalcar que se trata de la nueva estrega de un director estimulante e inteligente, que pone a pensar con sus historias y siempre es sugerente con sus imágenes, superando con su trabajo la discusión sobre si el cine es un arte o una industria.

Estrella del sur, de Gabriel González Rodríguez

El callejón de la marginalidad

Por: Oswaldo Osorio


Las historias sobre la marginalidad en el cine colombiano tienen que ver con la violencia, o al menos es así desde Rodrigo D. La película de Víctor Gaviria revelaría esos universos de barriada que se escapan a la autoridad e institucionalidad, más en la actualidad con toda esa violencia que ha sido inoculada en la sociedad luego de décadas de conflicto.

Estrella del sur es un filme que se enmarca en este contexto, y aunque tiene una historia que parece que ya hemos visto varias veces, incluso en la televisión, lo importante es la forma en que su director consigue recrear ese universo a partir de una convincente puesta en escena, la construcción de los personajes y el trabajo con los actores.

Aunque el relato tiene un claro protagonista, hay otros cuatro personajes secundarios con gran fuerza dramática y con sus propios conflictos, que incluso compiten en intensidad con el del rol principal, y a todos ellos los une un problema mayor, definido por la hostilidad de ese contexto social, donde las fronteras invisibles, la violencia entre grupos de jóvenes y la intimidación a la comunidad por parte de grupos armados, hacen parte de la vida cotidiana del barrio.

Lo que más estremece y desorienta de esta realidad que dibuja la película, es que no parece haber una razón clara para toda esta violencia, es decir, no es un asunto ideológico o de manifiestos intereses económicos y menos de confrontación entre facciones políticas, sino que parece que, simplemente, la violencia es una imposición de ese universo marginal, ya sea por elección, como ocurre con el antagonista; por sentido de supervivencia, como se puede ver en el personaje del Enano; o por imposición, que es el caso del protagonista, quien es obligado a ser un piñón más en esa máquina de coacción y muerte.

Ante este panorama, el optimismo no parece una opción. Lo veíamos hace poco en la descorazonadora Silencio en el Paraíso (Colbert García, 2012), y ahora aquí, donde se enfatiza más la idea de falta de oportunidades, incluso del prejuicio, cuando se trata de estos jóvenes que provienen de esos sectores marginales. Por eso los anhelos del protagonista de ser piloto, se truecan sin piedad por el papel de soplón de los violentos. Aunque al final (y aquí advierto que lo cuento para quienes no la hayan visto), conviven necesariamente la derrota y la esperanza, por un lado se ve la eterna consecuencia del desplazamiento, y por otro, el sueño de que la vida debe continuar, y nada mejor para hacerlo que un paseo a la costa.

Así que estamos ante una cinta colombiana que parece que nos cuenta una historia conocida, pero la verdad es que por la fuerza y contundencia que este joven director consigue con el drama que construye y con esos duros y sólidos personajes, lo relevante aquí es que nos obliga a comprender ese universo, porque para eso es el cine, para que conozcamos las emociones y los sentimientos casi de primera mano, como si viviéramos esa realidad sin vivirla, y eso ya es bastante para un país tan injusto e indolente.

Lazos perversos, de Park Chan-Wook

Gótico americano

Por: Oswaldo Osorio


Resulta refrescante y estimulante cuando el cine no es obvio. Por ejemplo, cuando un thriller lleno de asesinatos no es con iluminación en alto contraste, personajes bizarros y locaciones amenazantes. Y eso es justo lo que sucede en esta película, en la que la intriga, el suspenso y las sorpresas propios del thriller, no están dados de manera obvia y redundante (como tanto ocurre con este género en Hollywood), sino que se presentan con sutileza y casi marcando un contraste con las habituales atmósferas de este tipo de cine.

Y es que si bien se trata de una cinta de Hollywood, es realizada por el director coreano más destacado de los últimos años, Park Chan-Wook, autor de la célebre Trilogía de la venganza (Simpatía por el Señor Venganza, Oldboy y Lady Venganza). Un director con gran inventiva visual, personajes extremos e historias inquietantes, de quien temíamos fuera a ceder en estas virtudes al espíritu corruptor de la Meca del cine.

Pero no hubo tal corrupción, al contrario, en esta película logra los mismos efectos pero lo hace con mayor contención y madurez. No tuvo que apelar a imágenes chocantes o intrincados juegos con la estructura narrativa para conseguir ese efecto casi hipnótico e inquietante en el que el espectador realmente está expectante por lo que va a suceder. Porque esta película, aunque todo parece normal y tranquilo, está llena de detalles (una araña que se acerca a un zapato, una llave empacada en una caja) que prefiguran que hay mucho más bajo esa superficie.

Aquí nada es lo que aparenta. Incluso la belleza campea por todo el universo de la película: en los espacios, el paisaje, los personajes, los detalles y hasta en el clima. No obstante, como la mayoría de los thrillers, comienza con una muerte. Y de ella se empieza a desprender todo un ambiente de misterio y turbación sin que realmente pase nada violento hasta casi la mitad del relato. Pero todo el misterio y la tormenta que se avecina la intuimos a través de los ojos de India, la protagonista, así como de la forma en que el director la mira y la hace mover en aquel mundo bello y apacible.

Sin embargo, lo que en ella parece timidez y ensimismamiento, en realidad significa una latente oscuridad en su personalidad, la cual necesita un disparador para sacar lo que trae en la sangre. Por eso, en el fondo, se trata también de una historia sobre la pérdida de la inocencia, solo que contada en clave de un sutil thriller. Claro, sutil en principio, porque luego termina desbocándose, pero de una manera lógica, de forma que, por más extremos que sean los giros, no hay nada gratuito ni forzado.

Con esta Lazos de sangre (Stoker, 2013) definitivamente estamos ante el Park Chan-Wook que conocemos, el que enfrentó a un hombre contra casi dos docenas de oponentes armados solo defendiéndose con un martillo. Sus imágenes siguen siendo bellas e ingeniosas (con sus enfáticos movimientos de cámara, planos aberrados y simbolismos visuales), sus historias truculentas y sus personajes extremos, sin embargo, esta vez lo hace con un pulso más firme, sin burdos efectismos, con lo cual logra un relato definido por el contraste entre la quietud y la belleza frente a los giros inesperados y la pulsión asesina.

Roa, de Andrés Baiz

Las deudas con la historia

Por: Oswaldo Osorio


Si el cine colombiano tiene una gran deuda, esa es con la historia, tanto con la de los acontecimientos menudos que le dan contexto a una época como con la historia con mayúscula, la de los grandes sucesos. Las películas sobre tantas guerras y conflictos del siglo XIX, por ejemplo, que explicarían mucho de este país, están por hacerse, también la película sobre el principal acontecimiento del siglo pasado: el bogotazo.

Porque si bien esta cinta de Andrés Baiz es de época, poco habla de historia. Termina, precisamente, cuando empieza el bogotazo, pero nada dice acerca de la situación social o política del país que pueda explicar –como es obligación de la historia, incluso del cine histórico- la hecatombe de aquel 9 de abril de 1948 y la oscura época que le sucedió. Lo que hace este filme es tomar una vida individual, la del asesino de Gaitán,  y desarrollarla, igual con documentación que con especulación.

Es cierto que su intención no era ser un retrato o reflexión histórica, por eso no se le puede juzgar a partir de este parámetro, pero lo comento porque con esta decisión se pierde la posibilidad de saldar la deuda, al menos, de este significativo momento histórico. En otras palabras, se hizo una película en relación con el 9 de abril, con buen presupuesto y un director con talento, pero no fue sobre el 9 de abril(!).

Basada en la novela El crimen del siglo, de Miguel Torres, y bajo es eslogan “los perdedores también escriben la historia”, el relato se pierde en una sucesión de episodios que pretenden dar su versión sobre este personaje, sus motivaciones y los posibles agentes externos que intervinieron en el significativo hecho. Y es en esta retahíla de episodios, con su dudosa verosimilitud y falta de unidad en los distintos tonos en que se presentan, donde más flaquea esta historia y menos podemos conectarnos con ella. Además, ese eslogan no tiene en cuenta que la historia -con mayúscula- no es el asesinato de un hombre, sino las causas, consecuencias y contexto de ese hecho.

Las dudas comienzan por las decisiones en el casting y la dirección artística. Que la pulida belleza de una Catalina Sandino no cuadra con la esposa de un albañil o las muecas de un cómico de televisión no parecen apropiadas para encarnar al célebre líder popular, son el indicio de lo que luego se verá como una pulcra y casi preciosista reconstrucción de una Bogotá y un entorno cotidiano de Roa que repelen el realismo y la verosimilitud que el peso de la historia le exigiría a este personaje y a los momentos que protagonizó. Si la intención del director era concentrarse en este oscuro personaje, su inadecuado acicalamiento y el de su entorno familiar poco convencen de esta oscuridad, incluso de su procedencia social y su oficio.

Así mismo, en su comportamiento, vemos a un Roa ni frió ni caliente, definido por una ambigüedad que no tanto parece ser de su personalidad, sino más bien de la construcción del personaje. El relato nunca define con argumentos y solidez si es un loco, un fanático o un pobre mequetrefe, por eso casi nunca hay empatía alguna con él. Y esa misma ambigüedad está en el tono del relato, que puede pasar, sin aviso ni rubor, de la comedia bufa, al cuadro de costumbres y al ambiente de thriller. Así que el relato no le permite al espectador mantener una coherencia emocional frente a la historia.

No es tampoco una película desastrosa o indignante, porque la habilidad de este director con la puesta en escena y el relato cinematográfico la mantienen a flote, el problema es tal vez que el personaje, la época y el contexto histórico la hacían más exigente, pero las decisiones que se tomaron no fueron las más afortunadas para las expectativas que estos tópicos, y la misma carrera de Andrés Baiz, suscitaban en el público.

Barbara, de Christian Petzold

Una mujer, una idea libertaria

Por: Oswaldo Osorio


La libertad es una afortunada condición que sistemáticamente la gente, sobre todo de nuestro tiempo, desestima en función de su aborregado sometimiento a la sociedad y su afán de productividad. En este siglo XXI que ya está despegando, una considerable porción de la población mundial tiene libertad de movilizarse, elegir en qué quiere creer y ser dueños de sus acciones cotidianas y vitales. Solo cuando les quitan esa libertad es cuando recuerdan que la tienen. Y si no se las quitan, para eso –entre otras cosas– están películas como esta, para tener presente que hubo (y hay) oscuros tiempos y lugares cuando y donde se imponían límites para vivir y para pensar.

Barbara (Christian Petzold, 2012) es una de esas películas. Corre el año de 1980 y en la República Democrática Alemana existen esas limitaciones, el ahora discontinuo muro de Berlín sigue ahí, como una cicatriz, para dar testimonio de la existencia de ese Estado restrictivo y represivo. Y es en este escenario donde “se mueve” la protagonista que se llama como la película. Aunque se mueve condicionada por las mencionadas limitaciones, sobre todo porque es un elemento sospechoso para el régimen, lo cual implica que sus límites son aún más estrechos y la opresión que padece es todavía más intensa.

Lo que hace un Estado como este es castigar y vigilar. En ese orden para el caso de Barbara, o al menos en el argumento de la película, pues primero fue encarcelada y luego desterrada al hospital de un pueblo remoto donde deberá ejercer su profesión de médica, para después ser sometida a una asfixiante y humillante vigilancia por parte de la Stasi local (policía secreta). De entrada ya aquí están planteados dos de los conflictos que debe enfrentar esta mujer. Porque ser desterrada y vigilada solo son la base de sus problemas, pues en aquel pueblito el más mínimo detalle puede significar dificultades: encariñarse con una paciente, la relación con sus colegas, fumar cigarrillos occidentales, en fin.

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En la mira, de David Ayer

Dos policías van al trabajo

Por: Oswaldo Osorio


Los thrillers policiacos son muy comunes en el cine de Hollywood, desde Arma mortal (con sus cuatro entregas) hasta Bad boy (de la que ya alistan la tercera) la mayoría de ellos son solo una excusa para hacer películas de acción con unos héroes que buscan tener gracia y glamur. No obstante, En la mira (End of watch), ensaya un registro distinto, no solo con su relato de corte documental, sino y sobre todo, con la construcción de sus personajes.

Una pareja de policías en Los Ángeles patrulla las calles de los barrios latinos, donde tienen que acudir tanto a llamados de problemas domésticos como a enfrentarse con la violencia de las pandillas respaldadas por los carteles mexicanos de la droga. Al principio parece solo un capítulo más de la serie televisiva Cops, pero luego se puede ver que ese día a día se los policías es para dar cuenta de otros asuntos de fondo, como la relación entre ellos y la visión del mundo criminal en esa ciudad desde su punto de vista.

Sobre lo primero que se debe reflexionar es acerca de ese punto de vista, pues podría verse como una historia con tendencias fascistas, pero si se analizan los matices que propone la película, se puede ver que esa no es su intención ni ideología de fondo. Es cierto que la pareja de policías son como unos cowboys urbanos que buscan combatir el crimen con la violencia que sea necesaria, pero esos matices están, precisamente, en la construcción de los personajes, pues el relato le dedica mucho tiempo a que el espectador los conozca, y es posible ver en ellos una honesta vocación y sin fanatismos. El guion sabe construir su universo personal y la ética que los sustenta como personas y como policías.

Esta construcción y esos matices se logran, especialmente, a partir de la relación que se establece entre los dos policías, uno blanco y el otro latino. Y la intención de mostrarlos sin los vicios de cualquier fanatismo empieza por esta combinación étnica, pues siempre se hace evidente que hay unos afectos y una camaradería por encima de estas diferencias. Incluso hacerle frente a esas diferencias, ya con chistes o reflexiones serias, hacen parte de esa cercanía entre ellos. Porque se trata también de una historia de amistad, donde un par de amigos estrechan vínculos en medio de su trabajo, que podría ser cualquiera, pero que en este caso, por ser policías, hay unas implicaciones éticas y sociales.

La cinta también hace evidente su vocación de mirar el tema desde una perspectiva distinta con su tratamiento visual, pues se trata de una propuesta con una narrativa de tipo documental, casi de reality, que no hace concesiones a ese público que tal vez cree que va a ver una película de acción, llena de imágenes grandilocuentes y efectos. Aquí, por el contrario, resulta incluso difícil acostumbrarse a esa imagen sucia y precaria (más aún con la imagen oscura que hace meses tiene una de las salas de Cine Colombia Unicentro), pero justo ese tratamiento intensifica la sensación de realismo y veracidad de la historia y los personajes.

No se trata tampoco de una película que va a cambiar el género, pero decididamente es una propuesta diferente, con acción para quienes buscan acción (sin glamur ni efectismos eso sí), con la presentación de unos personajes sólidos y llenos de matices que son el objetivo principal del relato, y con la visión de fondo de una ciudad donde la criminalidad ya mira sin parpadear a la ley.

Edificio Royal, de Iván Wild

Habitantes desvencijados

Por: Oswaldo Osorio


El cine colombiano anda en una saludable etapa de búsquedas y exploraciones, o al menos de ensayar narrativas y formatos que si bien han sido recurrentes en el cine mundial, son inéditos en la producción nacional. Esta película de Iván Wild cabe en tal descripción, porque se aventura a proponer una historia coral, con un espacio que se convierte en un personaje más y un tono en el relato que resulta difícil, para bien y para mal, de definir con un solo rótulo.

El edificio venido a menos es el mencionado personaje y también el espacio que determina al tipo de personajes que lo habitan y la atmósfera que caracteriza el relato. Su lustroso pasado, contrastado con el desvencijamiento actual, impone un drama que empieza en sus descoloridas paredes y el malfuncionamiento de sus servicios y estructuras, pero que tiene continuidad en las personas que también resienten el paso del tiempo, ya sea por el deterioro del cuerpo, el desvanecimiento de la memoria o la cercanía de la muerte.

Esta conexión entre entorno material y las vicisitudes y estados de ánimo de la gente es el alma de la historia, algo que es expresado con eficacia desde la puesta en escena y que dota de un distinto interés e intensidad a cada personaje y su respectiva historia: a la dueña que con dificultad trata de guardar las apariencias (las suyas y de su inmueble), al frustrado embalsamador y su soñadora esposa, a la pareja de ancianos que luchan contra el olvido y al conserje que carga con el peso de todo ese deterioro, tanto de las paredes como de las personas.

En la naturaleza y los hábitos de estos personajes es posible encontrar desde lo cotidiano hasta lo insólito o extravagante, y es en estas últimas características en lo que el director (y su co-gionista, Carlos Franco) se apuntalan para construir las cinco tramas individuales –que apenas ligeramente se rozan- y con lo que pretenden crear un tono de comedia (ya negra o absurda) que solo consiguen con fortuna de forma parcial. Porque si esto es una comedia, que es como lo han promocionado, se trata de un humor que apela más al patetismo que al ingenio de las situaciones cómicas, las cuales tienden a ser más bien predecibles y obvias.

Es cierto que la cinta en este sentido tiene algunos momentos simpáticos y con chispa, pero su fuerte no es exactamente su supuesto humor, sino más bien esa atmosfera enrarecida que consigue definir la fotografía y la dirección de arte para ese espacio de existencia agónica, así como con el correspondiente talante de sus moradores, con todas sus expectativas y frustraciones.

Es a partir de esta lógica que se podría entender la alusión que se hace con esta película al llamado Gótico tropical, esa especie de género cinematográfico acuñado por el Grupo de Cali a partir de los años setenta –el único género propiamente colombiano- y que aquí se puede ajustar a ese contraste entre el ambiente adverso que exhala todo el edificio y cierto aire festivo de algunas escenas y personajes, así como los ánimos encendidos y expectativa por la final de fútbol que se anuncia ese domingo.

De manera que lo que llama la atención de esta película no es tanto lo cómico, sino todo lo contrario, ese ambiente opaco y de espíritus vencidos en medio de ese lugar caduco, como una distopía en el presente. Porque las dos cosas mezcladas, lo cómico y lo oscuro, no parece encajar muy bien aquí. Y es ese tono del relato, con sus componentes disociados, lo que menos convence de una propuesta a la que, sin duda, se le debe reconocer su preocupación por hacer un cine inteligente, estimulante y que trasciende lo evidente.

The Master, de Paul Thomas Anderson

El sabio y el díscolo

Por: Oswaldo Osorio


Si todo hombre necesita un guía, es tal vez porque la vida necesita instrucciones, por eso hay maestros y discípulos. Aunque esto no es tan simple como suena, y así lo demuestra esta película, una sugerente y nada sencilla pieza en la que el siempre estimulante Paul Thomas Anderson enfrenta a dos hombres, con dos formas distintas de concebir el mundo y afrontar la vida, que no necesariamente son incompatibles, porque de hecho, también se trata de la entrañable historia de una amistad.

Estos dos hombres tienen en común la ambigüedad que los define. Mientras el maestro puede ser visto como un hombre místico, carismático y lleno de una serena sabiduría, también podría verse en él a un falso profeta que engatusa y explota a sus seguidores; el pupilo, entretanto, puede definirse como un ser primario, vicioso y violento, pero también como un hombre en esencia noble y libre de prejuicios.

En este sentido, todo el relato es un constante contrapunto entre un hombre y otro, entre la visión estructurada (independientemente del tipo de ideas en que la basa) y civilizada del uno y el comportamiento errático y de instinto animal del otro. Pero lo que sorprende de esta relación es que parecieran ser dos personas complementarias, como si el díscolo necesitara la mente clara del maestro y a éste le hiciera falta el ímpetu inconsecuente del hombre sin rumbo. Tal vez toda esta película sea para eso, para argumentar la necesidad de ese equilibrio en el hombre, esa pulsión que lo incita tanto a ser un sabio como una bestia.

¿Y al final, qué aprendió el pupilo? Nada, solo charla ligera para entretener a una amante ocasional. Una caricatura de su maestro, no porque no lo respetara, sino porque ese no era su camino. Y en este sentido el director parece tomar posición, inclinándose mejor por el hombre simple y libre que por aquel otro que cree tener conocimiento y sabiduría, pero con una vida llena de lastres.

Es posible que el problema de esta película –al menos para los espectadores impacientes- es que, para llegar a todo esto, Paul Thomas Anderson debe primero construir unos complejos personajes y una historia cargada de una dispendiosa argumentación y una cadena de episodios que solo muy paulatinamente van desarrollando su tesis, por lo cual el relato se puede hacer pesado y casi invariable, al punto que uno siempre está esperando ese gran giro que nunca llega.  Y es que al final las cosas sí cambian en la relación entre estos dos hombres, que es lo importante en la historia, pero el cambio es un anticlímax, el cual es consecuente con la lógica del relato y los personajes, pero anticlímax al fin y al cabo.

El hecho es que Paul Thomas Anderson de nuevo sorprende con una película original y arriesgada, en este caso con mayor densidad en la idea que quiere poner en juego, aunque más austero en los recursos cinematográficos que utiliza. Una película que no hace concesiones al público sino que, por el contrario, lo pone a prueba con el tipo de relato, lo reta a desarrollar sus ideas y lo deja con más preguntas que respuestas.