El sueño de Wadjda, de Haifaa Al-Mansour

Las bicicletas no son para las niñas

Por: Oswaldo Osorio


Después de conocer y ver triunfar esas magníficas películas iraníes como ¿Dónde está la casa de mi amigo? (Abbas Kiarostami, 1987), El globo blanco (Jafar Panahi, 1995) o Los niños del cielo (Majid Majidi, 1997), en las que el empeño de un niño por conseguir algo sirve de excusa para hacer un retrato de su cultura, no es muy injusto decir que se convirtió en un manoseado esquema del cine del medio oriente que encuentra con gran facilidad ser producido por países occidentales y aplaudido por sus audiencias.

Esta película de Arabia Saudita, coproducida con Alemania, tiene estas características. Wadjda es una niña casi obsesionada por una bicicleta verde, todo lo que hace está en función de ahorrar y comprársela, y en medio de esto el espectador es testigo de la situación en que viven las mujeres en su cultura, esas estrictas leyes morales a las que están sometidas -impuestas por la religión, claro- y el, más que simple machismo, sofocante y casi humillante grado de dominación que ejercen los hombres sobre ellas.

Para evidenciar esta situación y hacerlo con un marcado sesgo de denuncia, el relato recurre, como es apenas obvio, a un personaje que se quiere salir de ese molde y con la pizca de rebeldía apenas justa para servir de vehículo para exponer la situación, pero que tampoco alcance a ser condenada como pecaminosa, porque está claro que su directora (la primera de ese país) no quiere hacer un pesado drama sino un desenfadado y tierno relato que probablemente llegue a una audiencia mucho más amplia.

Tal vez lo que más molesta de este filme es todo lo que se esfuerza por hacer el inventario de reglas, limitaciones y condicionamientos morales al que están sometidas las mujeres. Incluso sucumbe a crear una antagonista tan maniquea y elemental como los villanos del cine occidental. La directora de la escuela es todo lo opuesto a Wadjda. Si la una representa la posibilidad de  pensar diferente y el deseo de liberación de ese sistema social y moral, la otra es el iracundo Corán y la inflexible regla. En esta película parece no haber lugar para matices y sutilezas.

Pero posiblemente lo más cuestionable de todo es ese plano final (aunque sin echar a perder una gran sorpresa, de todas formas desde aquí se revela información para quien no la haya visto), el cual parece hecho para ratificar la “victoria” de la protagonista y para que el público experimente cierta complacencia por ella. No obstante, esa victoria es pírrica y tremendamente postiza al lado de lo que acaba de ocurrir con el concurso y con su madre. Es decir, lo que hay aquí es solo una denuncia de postal, que al final se conforma con poco y cubre con una imagen final, ligera y emotiva, toda esa adversidad y arbitrariedad que en principio quiso desvelar.

La Huésped, de Andrew Niccol

Otra en mí

Por: Oswaldo Osorio


Esta historia es Los invasores de cuerpos pero si los alienígenas hubieran triunfado. Así despacha Stephenie Meyer el enunciado general de la novela de su autoría en que se basa esta película. De tal premisa puede resultar algo interesante o un despropósito, y tal vez hay un poco de cada cosa, al menos en la película. El problema es que este filme carga con el lastre de ser adaptada de una obra de la misma escritora de la saga de Crepúsculo y el prejuicio con que ha sido vista es implacable.

Es cierto que, en sus líneas gruesas, la historia parece el mismo soso triángulo amoroso pero esta vez con alienígenas, no obstante, se podría tratar de equilibrar las cosas destacando el nombre de su guionista y director, el neozelandés Andrew Niccol, a quien le debemos la escritura de la incomparable The Truman Show, así como la escritura y dirección de películas como Gattaca, Simone e In Time. En todas ellas, a partir de la especulación sobre un posible futuro o sociedad, pone en evidencia serios asuntos acerca del mundo moderno, la naturaleza humana  y su ética.

En La Huésped (The Host, 2013), si se soportan algunos pasajes de romanticismo juvenil hechos con la misma materia de la saga aquella de lobos y vampiros, se puede identificar como planteamiento (que no es nuevo pero sigue siendo muy eficaz como punto de partida) la idea de lo indómito del espíritu humano y la intangible fuerza de sus sentimientos y emociones, al menos en algunas personas. Y de esto surge la premisa más interesante de toda la historia, esto es, la posibilidad de que en un cuerpo cohabiten dos conciencias, la original y la invasora.

Esta situación da origen a una confrontación interna que resulta con mucha más fuerza que el conflicto externo (el acecho a los humanos por parte de los rastreadores alienígenas) y por eso se convierte en el principal motor del relato. Es una confrontación que empieza con la natural hostilidad del caso, pero que va evolucionando hacia un conocimiento y conciliación con la otra, no antes sin pasar por todo lo que implica esta doble conciencia: deseos y personalidades diferentes tratando de gobernar una sola materia, sospechas hacia la otra y dudas de sí misma, confusión emocional y rechazo o empatía con la perspectiva opuesta.

Es importante mencionar lo que el diseño de producción propone para dar vida a esta nueva Tierra, la cual ahora es armónica y perfecta pero habitada por extraterrestres en cuerpos humanos. Es un mundo limpio, ordenado y prístino, aunque conseguido sobre el dominio y exterminio de los humanos. Incluso esas mismas características se repiten en el espacio en el que se encuentran los humanos, pero allí las cosas ya no están hechas de tecnología, sino de su contrario, la naturaleza.

No es la mejor película de Andrew Niccol, ni tampoco desaparecen por completo los rastros de los best seller de vampiros de la Meyer, pero no es la denostable película que muchos quieren ver, sino que se trata de un relato con una atractiva concepción visual que propone una historia con una premisa interesante, a partir de la cual se desarrollan unas ideas que pueden pesar más que el simplismo de verla solo como una banal anécdota romántica.

Cazando luciérnagas, de Roberto Flores Prieto

El ermitaño acompañado

Por: Oswaldo Osorio


El cine colombiano ya no le tiene miedo a los tiempos muertos, a los silencios o a las tramas con argumentos simples. Ya por la fuerte tradición literaria o por la sangre latina hirviendo en medio de este trópico, las películas en este país siempre han hablado mucho, mostrado mucho y pasan demasiadas cosas en ellas. De un tiempo para acá, películas como El vuelco del cangrejo (2010), Porfirio (2012) o La sirga (2012), han buscado cambiar este paradigma.

Esta película de Roberto Flores Prieto también lo hace. Tal vez esto sea influencia del cine europeo o del Nuevo Cine Argentino o simplemente madurez, porque necesariamente se trata de un cine adulto, un cine que arriesgado narrativa y estéticamente, con todo lo que esto implica: en la parte industrial, un distanciamiento del gran público, que le va a dar la espalda o no la va a disfrutar (por más que vaya atraído por la popularidad de un actor más televisivo que cinematográfico, Marlon Moreno); y en lo expresivo, la posibilidad de contar con distintos recursos para decir lo que tal vez de otra forma no se puede decir.

Y es que este es un director valiente haciendo cine. Lo está siendo en esta película con esas decisiones narrativas y formales que tomó en un país como este, donde las comedias populistas en las que hablan mucho y pasan muchas cosas son las que apoya y aprueba el público general y hasta los medios; y también lo fue con su ópera prima, Heridas (2008), la primera vez que una película habla frontalmente del paramilitarismo en Colombia, y lo hizo con la solidez de pulso y la fuerza dramática que el tema exigía, por lo cual terminó marginada por la autocensura de todos los circuitos de exhibición del país.

Con Cazando luciérnagas cambia casi por completo de registro, pues cuenta una historia que podría ser universal y atemporal, porque es una historia intimista y sobre complejos y sutiles sentimientos. Un celador de unas minas de sal a orillas del mar pasa sus días en el silencio de su soledad y con una vida tan simple, por la rutina de un trabajo compuesto por mínimas tareas, que lo tienen al borde del misticismo.

La aparición de una joven, y hasta entonces desconocida hija, cambia ese silencio y esa rutina. Los planteamientos iniciales son conocidos, pues se trata del sujeto externo que llega a desequilibrar un universo y del contraste y choque entre los mundos y percepciones de un adulto y una niña. Tal vez por eso en algunos momentos puede parecer predecible, pero lo importante es lo que el director propone y desarrolla con esos elementos básicos, que en este caso es el juego de emociones y sentimientos, apenas sugeridos, que se empiezan a mover entre estos dos personajes, así como la sutil pero significativa transformación que opera esto en ellos. Tanto al ermitaño como a la niña se les abre un poco más el mundo, por lo que cada uno dejó al otro, incluso sin proponérselo.

Otro protagonista de esta historia es el espacio. El amplio paisaje del mar, las playas y las salinas enfatizan el aislamiento del personaje y es aprovechado desde la concepción visual para crear unas imágenes bellas y expresivas, que tienen como principales cómplices al encuadre y a la luz. Incluso por momentos el relato parece más interesado en desarrollar esa belleza y expresividad que las mismas emociones de los personajes, sobre todo de Manrique.

De todas formas, por esta concepción visual, por la naturaleza de los personajes y el minimalismo de la historia, esta es una película que le exige al espectador una disposición distinta para presenciar una experiencia cinematográfica diferente.

Blue Jasmine, de Woody Allen

Pobre niña rica

Por: Oswaldo Osorio


El regreso de Woody Allen al drama duro y a Estados Unidos es sólido e intenso. Luego de un puñado de películas en Europa y que son comedias o historias románticas, el prolífico y ya mítico director neoyorkino nos cuenta una historia de reveses y desesperación que llevan borde de la locura a su protagonista, todo contado con su estilo inconfundible en la construcción de personajes y la creación de diálogos, pero además jugando con la estructura narrativa para depararnos algunas sorpresas.

Jasmine, encarnada por una convincente Kate Blanchett, luego de tenerlo todo se queda sin nada después de que su esposo fue encarcelado por fraude. De su suntuosa vida en Nueva York pasa a vivir en la precariedad que le ofrece su hermana en San Francisco. De ahí en adelante se viene un desfile de pequeños y grandes dramas para esta pobre niña rica, desde la necesidad de buscar un empleo hasta las repercusiones de este desmoronamiento de su vida en su salud mental.

Lo primero que pone en evidencia la trama es el contraste que existe entre las dos hermanas, la una sofisticada pero vencida por la vida y la otra común y corriente pero que en general vive feliz con sus dos hijos y los hombres vulgares que tiene por pareja. Este contraste da lugar a un constante contrapunto entre ambas, que van desde los reproches hasta la desaprobación del estilo de vida que la otra eligió, lo cual obliga al espectador a establecer constantes comparaciones y juzgar las distintas decisiones que cada una ha tomado en la vida.

La que menos bien parada termina es siempre Jasmine, la triste Jasmine. En principio parece una víctima, de los hombres, de las circunstancias y de la vida misma, como la mayoría de los personajes femeninos que protagonizan las películas de Woody Allen, pero este es distinto, sobre todo por las decisiones que toma y por su actitud ante quienes la rodean, por eso no es casual que el espectador solo muy poco o en ningún momento se identifique con ella, salvo por vía de compasión debido a las lamentables cosas que le ocurren y por lo patética en que se ha convertido su vida.

La narración misma se encarga de corregir constantemente al espectador cuando trata de identificarse con ella, y lo hace con una sistemática dinámica de flasbacks que le muestran de tanto en cuando a la Jasmine en sus años gloriosos y esas decisiones que tomó. De manera que el relato siempre está jugando con la información sobre ella y el espectador es testigo de la vida de una mujer que, al tiempo que se va desmoronado poco a poco, se nos va develando todo lo que la llevó a tal situación, convirtiendo este en uno de los dramas más patéticos que han salido de este gran conocedor del cine y las mujeres.

Elysium, de Neill Blomkamp

Un héroe egoísta

Por: Oswaldo Osorio


En esta película los ricos van al “cielo” (o al paraíso, de acuerdo con el referente mitológico del título) y los pobres se quedan en el infierno de la tierra (y además hablan español). Sobre esta premisa, claramente planteada como una crítica a nuestro mundo, el director de Sector 9 (2009) construye una enérgica y envolvente cinta de acción y ciencia ficción, que si bien nunca abandona ese trasfondo ideológico como el conflicto de contexto que le da sentido a la historia, en últimas lo que le importa es concentrarse en los valores de entretenimiento del filme.

Justo en estos días el presidente de Uruguay consiguió un golpe de opinión con su discurso en la ONU. En su intervención se quejaba del carácter materialista y consumista de la sociedad actual. Decía que si la humanidad aspirase a vivir como un estadounidense medio, serían necesarios tres planetas. Pero claro, sus palabras seguramente se quedarán en eso, en un golpe de opinión y aumentarán su fama de hombre sencillo y lúcido, pero en el 2154, año en que se desarrolla esta cinta, seguramente la sociedad se parecerá más a lo que propone esta historia que al mundo ideal que quisiera este bonachón presidente.

Ya en Sector 9, su ópera prima, este director sudafricano había desarrollado una original historia de acción y ciencia ficción (que dejó enunciada una esperada segunda parte todavía sin realizar) sobre un trasfondo de crítica social, el cual hacía referencia a la segregación y su violenta aplicación, un asunto que tantas implicaciones históricas tiene en su país, pero que en este caso no era de los blancos sobre los negros sino de los humanos (la mayoría blancos) sobre una colonia de extraterrestres.

Así mismo, en esta segunda película crea un mundo injusto y desigual, el cual está dividido tajantemente por el poder adquisitivo. En él se encuentra Max, un hombre doblegado por estas circunstancias sociales, que lo único que tiene en mente, al menos en principio, es salvar su propio pellejo. No piensa en nada ni en nadie más. Y es en este sentido que resulta más interesante y verdaderamente atípica esta película, pues su protagonista durante casi toda la historia no aparece investido con las virtudes y habilidades del héroe convencional, sino que se muestra egoísta, timorato y siempre en desventaja. Eventualmente, y por cuestiones externas a él, adquiere una especial fuerza física, que le permite ser temerario y combativo, y eventualmente también, termina pensando en otros, pero es más por accidente que por su propia naturaleza.

Es sabido que una marcada desventaja del protagonista ante el conflicto de la trama hace mucho más intenso el relato. Y efectivamente, además de la permanente intensidad que mantiene el conflicto planteado en esta historia, es difícil predecir (como es hábito en el espectador) qué sucederá secuencia tras secuencia. Es por eso que esta película resulta tan atractiva y entretenida. Porque si bien todo su planteamiento descansa sobre los esquemas del cine de ciencia ficción y de acción, su director y guionista tiene la habilidad e inteligencia de organizar unos elementos harto conocidos de manera que resulte un relato estimulante e impactante.

Ante estos valores de entretenimiento, la dirección de arte y los efectos especiales se constituyen en los elementos más llamativos de la película. Entre ambos consiguen hacer evidente esa brecha que hay entre ricos y pobres, entre la distópica tierra y el utópico satélite artificial que es Elysium. Esta combinación entre la concepción visual, el tiempo en que se desarrolla y las características de la sociedad que recrea, la ubican dentro del siempre atractivo subgénero del cyberpunk.

Y así, con este estilo de culto como referente, un conflicto ideológico de fondo y una simple trama de supervivencia, además contada en clave de cine de acción y con el acabado visual de la ciencia ficción, esta película se erige como un producto bien hecho, con suficientes virtudes en lo cinematográfico y que conecta fácilmente con el espectador.

Tras la puerta, de István Szabó

El mundo según Emerenc

Por: Oswaldo Osorio


Una de las formas más eficaces de originar una historia y dar paso a un intenso drama es enfrentar a dos personas que se rigen por lógicas y personalidades diferentes. Incluso no es necesario poner un conflicto que las confronte, es decir, que cada una de ellas quiera algo y choquen sus deseos, es suficiente darles una vida en común y sus diferencias proporcionarán los elementos necesarios para construir un relato atractivo y envolvente.

Eso es justo lo que ocurre con esta película del reconocido director húngaro István Szabó (Mephisto, Encuentro con Venus, El amanecer de un siglo), donde coinciden, en la Hungría de los años sesenta, dos mujeres: Emerenc, una mujer de avanzada edad dedicada al servicio doméstico, y Magda, una escritora de mediana edad. Cuando la primera empieza a trabajar para la segunda, el relato comienza a construir, a partir del punto de vista de Magda, la férrea y enigmatica personalidad de Emernc, quien parece estar llena de oscuros secretos.

Poco a poco la historia va enganchando al espectador a medida que va adibujando, cada vez con más detalle, la singular personalidad de Emerenc, una mujer con una severa concepción del mundo, la cual parece moldeada por el dolor y la adversidad. No obstante, es una concepción que le permitió llegar a la esencia de lo importante y verdadero de la vida en asuntos como el amor, la honestidad, la amistad y la muerte.

Si bien este personaje es quien tiene un mayor peso en la historia, es la relación entre ambas el hilo conductor de todo el relato y la motivación de casi todas las escenas. Resulta especialmente atractivo, no solo la evolución de esta relación, que va de la desconfianza al aprecio inconcional, sino la manerra en que se van tranformando los roles de cada una en relación con la historia y con lo que las define, pues la que parecía más ignorante y que tenía menos que ofrecer, resulta siendo el soporte de la otra y un modelo para entender muchas cosas: emociones, sentimientos, la naturaleza humana y hasta la vida misma.

La virtud de este relato es que está construido, además, a partir de un doble secreto sobre Emerenc que intriga todo el tiempo a Magda y al espectador: por un lado, descifrar la personalidad de esta mujer, sobre todo en relación con sus motivaciones y su pasado, y por el otro, lo que oculta tras la puerta de sus casa, a donde nunca nadie a podido entrar. Poco a poco, algunas veces con gran sutileza y otras con cierta torpeza, el relato va develando a esta mujer y su pasado, hasta que llega el momento de la revelación, la cual, por simple que parezca, no decepciona, sino que antes dice mucho más de ella.

Sin embargo, el gran problema de esta película es que rompe una de las leyes de todo relato, esto es, mantener la permanencia de conflicto, que en este caso es ese doble secreto, porque después de develado, solo quedan conflictos secundarios, en especial el futuro de la relación entre las dos mujeres. Pero a pesar de este alargado y poco interesante final, se trata de un filme que en general resulta intenso y amotivo, además construido con el buen pulso de un director con oficio y talento.

Cría cuervos, de Carlos Saura

Un alegato ideológico y una dulce canción

La edición 103 de la Revista Kinestoscopio, a propósito del homenaje que el 11 Festival de Cine Colombiano de Medellín le rindió al cineasta Lisandro Duque, publicó en su edición impresa un dosiser sobre “Las infancias del cine”. Este texto sobre el clásico de Carlos Saura hace parte de él.


Por: Oswaldo Osorio

“No creo en el paraíso infantil, ni en la inocencia, ni en la bondad natural de los niños.” Esto es lo que afirma Ana, aunque ya siendo adulta, mientras el relato da cuenta de su infancia rodeada de autoritarismo y muerte. Es por eso que esta película se trata, no solo de la historia de una niña y su visión del mundo, sino también de la situación de un país, porque a Carlos Saura, por esa época, le interesaba tanto hablar de la cotidianidad e intimidad de las personas y la familia como de la sociedad y el régimen que condicionaban esa cotidianidad e intimidad.

Para mediados de los años setenta la dictadura del general Francisco Franco en España llegaba casi a sus cuatro décadas, y aún así seguía siendo tan vertical, represiva y poderosa como cuando empezó (aunque ya con fuertes signos de desaprobación desde el exterior). La censura era una institución doméstica que no se conformaba con suprimir las ideas en contra del régimen, sino que defendía un conservadurismo a ultranza que cruzaba desde las normas morales hasta las sociales, todo medido y auspiciado por la moral católica. El arte en general y el cine en particular eran objeto de esta censura, por eso había que apelar al ingenio y a los simbolismos para burlarla.

Carlos Saura burló la censura con especial sutileza, así se puede constatar en películas como El jardín de las delicias (1970), Ana y los lobos (1973) y La prima Angélica (1974). Y en este sentido Cría cuervos (1976) es el punto culminante (y más brillante) de esa intención de hablar del régimen sin pronunciar su nombre. Además, la película se filmó el mismo año en que, luego de una larga agonía, muere Franco. Aun así, su figura y lo que representaba seguían siendo intocables.

Pero es evidente el sentido general de la historia que relata esta cinta, el cual hace alusión al final de una era y al principio de otra (sin siquiera imaginarse todavía que habría una transición a la democracia en lugar de, como era más posible, que asumiera otro tirano). Porque es cierto que se trata de la historia de una niña que observa (y juzga y se rebela contra) el mundo de los adultos, pero esa es la historia que seguramente vieron los censores (o la que no pudieron censurar). En la otra lectura se puede ver al militar déspota e infiel que rige a esta familia, a la esposa oprimida y humillada por el poder y la doble moral del déspota, a la tía que es cómplice de la situación y se encarga de educar y mantener en línea a las tres niñas, y a la bonachona ama de llaves que se ve obligada a guardar silencio y rememora un pasado más justo con la gente. Ahí los personajes se convierten en símbolos y conceptos con otra carga de sentido en aquel contexto histórico.

Igualmente, la grande y antigua casona, que parece detenida en el tiempo, se encuentra aislada del exterior, un contraste que insistentemente muestra una panorámica que pone en evidencia el encierro de aquella familia ante el bullicio del mundo moderno, el cual no deja moverse afuera de los altos muros que cercan el lugar. El argumento da cuenta de un verano durante el cual las niñas no salen de la casa. Solo al final, con el padre muerto y el inicio de las clases, se les ve salir y caminar hacia la escuela: es una secuencia liberadora y prometedora, para las niñas, en la primera lectura, y para España, en la segunda.

A pesar de esta interpretación inicial, que privilegió la carga simbólica en relación con la crítica al contexto político, todo eso solo es posible a partir del personaje de Ana (y la fascinante interpretación de Ana Torrent, con apenas ocho años). Es esta niña con sus grandes y expresivos ojos negros, pero sobre todo, con su actitud rebelde y desafiante ante el mundo de los adultos, lo que define cada idea, emoción y sentimiento que desarrolla esta película. Ahí está el talento de Saura, en su capacidad para contar la oscura y melancólica historia de una niña sin que se vean las puntadas del discurso ideológico que su personaje contiene.

A esta niña la obsesiona la muerte, pero esto no ocurre por el capricho del guionista (el mismo Saura) que quiere crear un personaje impactante y extremo, sino que es una condición que surge coherentemente de la situación que Ana vive. Su madre ha muerto y ella culpa a su padre, a quien envenena. Mata al tirano y luego, recalcando su opinión sobre él, se niega a besarlo en su ataúd. También ofrece a su abuela liberarla de su sufrimiento y trata de matar a su tía (la colaboracionista). Solo al final sabemos que realmente no lo hizo, que su letal polvo no era tal cosa, pero aún así la fuerza y actitud del personaje permanecen indelebles después de hora y media de verla padecer, repudiar y actuar contra las condiciones que regían su casa.

Saura completa la complejidad de este personaje con un par de recursos, el primero, varios testimonios de una Ana adulta que le habla a la cámara sobre la falacia del paraíso infantil, y el segundo, los saltos del relato hacia el pasado. Estas rupturas con la linealidad narrativa muchas veces son sin cortes, sino en la misma escena, como si las situaciones o personajes del pasado fueran fantasmas que aparecen y desaparecen del lugar o que conviven por momentos con el presente. Casi todas estas situaciones dan cuenta de cuando Ana fue testigo de las infidelidades de su padre o de esos momentos íntimos y llenos de ternura en la relación con su madre (Geraldine Chaplin).

Y es que hasta ahora este escrito solo ha hablado del subtexto ideológico de la historia y de la carga dramática y simbólica que tiene esta niña, pero por encima de todo esto, también es posible ver a la tierna niña de ocho años: afectuosa con su hermanas, amorosa con su madre, cómplice y curiosa con el ama de llaves, que juega con mascotas y muñecas y que escucha una y otra vez esa dulce canción –aunque con un triste texto– de Jeanette (Por qué te vas). Así que de cualquier forma que se vea esta película, ya como un claro alegato ideológico o como la entrañable historia de una niña en su entorno familiar, se trata de una obra inteligente y potente, aunque lo ideal siempre será hacer la doble lectura y maravillarse con la habilidad de Carlos Saura para integrar los dos sentidos.

Vidas al límite, de Harmony Korine

El nihilismo en bikini

Por: Oswaldo Osorio


Esta película podría verse como una propuesta banal e inconsecuente o, por el contrario, profunda y trasgresora. Todo depende de cada espectador y lo que busque en el cine o la forma en que lo interpreta. Pero conociendo al director de Gummo (1997) y Mister Lonely (2007), y también guionista de dos películas de Larry Clark (Kids, 1995 y Ken Park, 2001), lo más probable es que, al menos la intención, haya sido el segundo caso, porque este es un cineasta que siempre está cuestionando e incitando, sobre todo lo que tiene que ver con los valores de la juventud en relación con la cultura estadounidense.

Cuatro universitarias van de vacaciones de primavera a la soleada Florida, quieren romper con la rutina de las clases y salir de ese purgatorio que es su ciudad, a cualquier costo, incluso robarán para conseguirlo. Y cuando tres de ellas lo hacen, ya nos damos cuenta de que sus estándares morales y sus expectativas ante la vida son diferentes, lo cual queda muy claro cuando, un poco torpemente, el relato hace el contraste con la cuarta joven, quien es más introvertida, inocente y de fuertes creencias religiosas.

El realismo de Harmony Korine, principalmente a causa de la particularidad de sus personajes, llega a unos extremos en los que se empieza a dudar de la verosimilitud de esa realidad. pero luego se entiende que es una suerte de hiperrealismo, una exacerbación de esa realidad que le sirve para ser más enfático con sus planteamientos. Eso ocurre en esta película cuando las jóvenes se cruzan con Alien, un gánster local entre caricaturesco e ingenuo, pero con toda la intención y los medios para proveerles esa vida inconsecuente y transgresora que ellas buscan.

Hay en estas tres jóvenes un desprecio por los valores y el futuro que les ofrece la sociedad en que viven, pero al mismo tiempo, quieren fundar sus principios de vida en lo que esa sociedad les ha bridado como ideal de felicidad: las fiestas, la diversión, droga recreativa y ninguna responsabilidad. Ellas optan por una suerte de hedonismo criminal que las libera y las hace plenas. Sin importar las consecuencias, sin importar la familia ni el futuro, es una suerte de nihilismo en bikini y con una arma en la mano, como en Badlands (Terrence Malick, 1973) o como en Asesinos por naturaleza (Oliver Stone, 1994), solo que en este caso el modelo es Mtv y sus realities.

Harmony Korine también toma ese modelo para construir su relato y la concepción visual de esta película. Desde el color y los movimientos de cámara hasta un montaje que juega con los cortes rítmicos propios del video clip y con planos que anticipan o regresan la narración. Una lógica formal que crea un medioambiente en el que las tres jóvenes (la rezandera hace mucho se fue) encajan muy bien, y no solo eso, sino que las entendemos y vemos coherente su comportamiento. Y es que la película nunca las juzga, incluso al final hay algo de apología a su comportamiento, pero en general lo que le interesa al director es cuestionar a su manera una época, una sociedad y una generación.

Los ilusionistas, de Louis Leterrier

Una distracción y nada más

Por: Oswaldo Osorio


El cine es ilusión. Una ilusión óptica que aparenta el movimiento y una ilusión que falsea la realidad o inventa universos. Por eso siempre el cinematógrafo se ha emparentado con la magia y los actos de ilusionismo. Pero hacer una película sobre la magia no es simplemente aprovechar ese poder ilusorio del cine para facilitar los trucos, sino más bien apropiarse de la “lógica” de la magia para hacer de la historia que se cuenta un gran acto de magia.

En esta película se van por la vía fácil, es decir, aprovechan el poder ilusorio del cine para hacer los trucos, en lugar de hacer de la magia la esencia de la historia y los personajes. La simpleza de esta cinta empieza por el esquema al que apela, que es el cine policiaco, esto es, policías persiguiendo ladrones. Algo de sofisticación hay en esta persecución por cuenta de que los ladrones son magos y hacen del robo un gran espectáculo, pero en últimas el esquema no varía mucho.

Se trata de un grupo de magos llamados “Los cuatro jinetes”, que al tiempo que hacen su espectáculo, se roban sustanciales sumas de dinero. El FBI los sigue, así como un experto en desenmascarar magos e ilusionistas. Siempre se salen con la suya, pero el espectador solo ve un artilugio narrativo, gracias a la magia del montaje, porque siempre hay que esperar a que expliquen los trucos y la trama. En ese sentido la dinámica de la película resulta más bien tediosa: hacen un truco luego alguien lo explica en retrospectiva y después viene otro truco y otra explicación.

La historia de la película insiste en una de las esencias de la magia: siempre hay una distracción mientras se hace el truco. Aquí distraen con la pirotecnia del cine, con la facilidad de hacer aparecer y desaparecer algo, no con magia sino con el montaje, con el ilusionismo del cine. Entonces el espectador se entretiene un rato pero siempre sale decepcionado, porque todo es muy fácil, todo está puesto para que la trama funcione, sin importar las inconsistencias argumentales ni los giros forzados, como el último gran giro, el que cuenta quién es el maestro detrás de todo, que resulta tan inverosímil como gratuito.

Películas de magos hay muchas, como El artista del escape (Caleb Deschanel, 1982) La maldición del escorpión de Jade (Woody Allen, 2001) o El gran truco (Christopher Nolan, 2006), pero las buenas películas de magos usan la esencia de la magia para hablar de otras cosas y para hacer coincidir la lógica de la magia con la del planteamiento del filme, no para armar una débil trama con el brillo y apariencia de un acto de ilusionismo, como ocurre en este caso. Ese brillo empieza por un gran reparto que solo sirve para atraer incautos, que lo único que obtienen con esta película es hacer aparecer y desaparecer cosas sin que nada trascienda más allá de eso.

El molino y la cruz, de Lech Majewski

El viaje al interior de una pintura

Por: Oswaldo Osorio


Cuando el cine se inspira en la pintura necesariamente la traiciona. Al menos así es en lo que tiene que ver con la naturaleza de su arte: el cine le da movimiento, transforma su concepción del espacio y aplica otra narrativa a partir del montaje. No obstante, hay obras y pintores que, podría decirse, son más “cinematográficos”. Este bien puede ser el caso del pintor holandés del siglo XVI Pieter Brueghel “el viejo” y su cuadro Camino al Calvario.

La carga narrativa y la abrumadora cantidad de elementos que tiene esta pintura la convierten en objeto de deleite para cualquier apasionado por la imagen. La obra en sí misma ya tiene una gran cantidad de historias y simbolismos, ya explícitos o sugeridos, que sirven de materia prima para hacer reflexiones aún más amplias. Y eso es lo que hace el director polaco Lech Majewski, quien le da vida a las situaciones y personajes del cuadro y establece las relaciones entre ellos que en la pintura no siempre son evidentes.

El relato central de la obra de Brueghel propone el anacronismo de presentar a Cristo en Flandes durante la ocupación española en 1564. Hay que anotar que en lo que más ocupaban su tiempo allí los españoles era en imponer a sangre y fuego la doctrina cristiana. De manera que en esa misma imagen cumplen el rol de verdugos y, al tiempo, adoradores de Jesucristo.

Pero si bien puede decirse que Majewski facilita la lectura de esta célebre pintura (o al menos propone su versión), no quiere decir esto que reduce toda su carga visual y simbólica a un argumento sugerido por las imágenes, incluso puede ser lo contrario, la película le da vida a la obra pero la eleva a una dimensión de poesía visual, en la que no necesariamente hay que contar una historia a la manera clásica y ni siquiera se requieren muchos diálogos.

Como la construcción de una telaraña, varias historias se entrecruzan en esta película, incluyendo la del mismo artista y sus ideas sobre la pintura y sobre ese periodo de crueldad y represión que quiso capturar en esta obra. Además, la paradoja de un Cristo victimizado e idolatrado por los mismos hombres ataviados de casacas rojas es la base de una reflexión humanista siempre presente en el fondo de este filme.

El tono poético y contemplativo -que no tanto narrativo- de esta película está definido, y no podía ser de otra forma, por el énfasis en los valores de la imagen desde la puesta en escena y desde la fotografía. El director recrea la atmósfera y el espíritu de la pintura y para ello se vale tanto de las técnicas de la imagen digital como de la artesanía propia del fotógrafo que conoce la luz. Y el resultado es una pintura en movimiento, el viaje al interior de un célebre cuadro, la descomposición y descripción de sus elementos visuales, simbólicos y narrativos, y la exposición de unas ideas sobre la humanidad que son tan válidas hoy como hace cinco siglos.