Cazando luciérnagas, de Roberto Flores Prieto

El ermitaño acompañado

Por: Oswaldo Osorio


El cine colombiano ya no le tiene miedo a los tiempos muertos, a los silencios o a las tramas con argumentos simples. Ya por la fuerte tradición literaria o por la sangre latina hirviendo en medio de este trópico, las películas en este país siempre han hablado mucho, mostrado mucho y pasan demasiadas cosas en ellas. De un tiempo para acá, películas como El vuelco del cangrejo (2010), Porfirio (2012) o La sirga (2012), han buscado cambiar este paradigma.

Esta película de Roberto Flores Prieto también lo hace. Tal vez esto sea influencia del cine europeo o del Nuevo Cine Argentino o simplemente madurez, porque necesariamente se trata de un cine adulto, un cine que arriesgado narrativa y estéticamente, con todo lo que esto implica: en la parte industrial, un distanciamiento del gran público, que le va a dar la espalda o no la va a disfrutar (por más que vaya atraído por la popularidad de un actor más televisivo que cinematográfico, Marlon Moreno); y en lo expresivo, la posibilidad de contar con distintos recursos para decir lo que tal vez de otra forma no se puede decir.

Y es que este es un director valiente haciendo cine. Lo está siendo en esta película con esas decisiones narrativas y formales que tomó en un país como este, donde las comedias populistas en las que hablan mucho y pasan muchas cosas son las que apoya y aprueba el público general y hasta los medios; y también lo fue con su ópera prima, Heridas (2008), la primera vez que una película habla frontalmente del paramilitarismo en Colombia, y lo hizo con la solidez de pulso y la fuerza dramática que el tema exigía, por lo cual terminó marginada por la autocensura de todos los circuitos de exhibición del país.

Con Cazando luciérnagas cambia casi por completo de registro, pues cuenta una historia que podría ser universal y atemporal, porque es una historia intimista y sobre complejos y sutiles sentimientos. Un celador de unas minas de sal a orillas del mar pasa sus días en el silencio de su soledad y con una vida tan simple, por la rutina de un trabajo compuesto por mínimas tareas, que lo tienen al borde del misticismo.

La aparición de una joven, y hasta entonces desconocida hija, cambia ese silencio y esa rutina. Los planteamientos iniciales son conocidos, pues se trata del sujeto externo que llega a desequilibrar un universo y del contraste y choque entre los mundos y percepciones de un adulto y una niña. Tal vez por eso en algunos momentos puede parecer predecible, pero lo importante es lo que el director propone y desarrolla con esos elementos básicos, que en este caso es el juego de emociones y sentimientos, apenas sugeridos, que se empiezan a mover entre estos dos personajes, así como la sutil pero significativa transformación que opera esto en ellos. Tanto al ermitaño como a la niña se les abre un poco más el mundo, por lo que cada uno dejó al otro, incluso sin proponérselo.

Otro protagonista de esta historia es el espacio. El amplio paisaje del mar, las playas y las salinas enfatizan el aislamiento del personaje y es aprovechado desde la concepción visual para crear unas imágenes bellas y expresivas, que tienen como principales cómplices al encuadre y a la luz. Incluso por momentos el relato parece más interesado en desarrollar esa belleza y expresividad que las mismas emociones de los personajes, sobre todo de Manrique.

De todas formas, por esta concepción visual, por la naturaleza de los personajes y el minimalismo de la historia, esta es una película que le exige al espectador una disposición distinta para presenciar una experiencia cinematográfica diferente.

Blue Jasmine, de Woody Allen

Pobre niña rica

Por: Oswaldo Osorio


El regreso de Woody Allen al drama duro y a Estados Unidos es sólido e intenso. Luego de un puñado de películas en Europa y que son comedias o historias románticas, el prolífico y ya mítico director neoyorkino nos cuenta una historia de reveses y desesperación que llevan borde de la locura a su protagonista, todo contado con su estilo inconfundible en la construcción de personajes y la creación de diálogos, pero además jugando con la estructura narrativa para depararnos algunas sorpresas.

Jasmine, encarnada por una convincente Kate Blanchett, luego de tenerlo todo se queda sin nada después de que su esposo fue encarcelado por fraude. De su suntuosa vida en Nueva York pasa a vivir en la precariedad que le ofrece su hermana en San Francisco. De ahí en adelante se viene un desfile de pequeños y grandes dramas para esta pobre niña rica, desde la necesidad de buscar un empleo hasta las repercusiones de este desmoronamiento de su vida en su salud mental.

Lo primero que pone en evidencia la trama es el contraste que existe entre las dos hermanas, la una sofisticada pero vencida por la vida y la otra común y corriente pero que en general vive feliz con sus dos hijos y los hombres vulgares que tiene por pareja. Este contraste da lugar a un constante contrapunto entre ambas, que van desde los reproches hasta la desaprobación del estilo de vida que la otra eligió, lo cual obliga al espectador a establecer constantes comparaciones y juzgar las distintas decisiones que cada una ha tomado en la vida.

La que menos bien parada termina es siempre Jasmine, la triste Jasmine. En principio parece una víctima, de los hombres, de las circunstancias y de la vida misma, como la mayoría de los personajes femeninos que protagonizan las películas de Woody Allen, pero este es distinto, sobre todo por las decisiones que toma y por su actitud ante quienes la rodean, por eso no es casual que el espectador solo muy poco o en ningún momento se identifique con ella, salvo por vía de compasión debido a las lamentables cosas que le ocurren y por lo patética en que se ha convertido su vida.

La narración misma se encarga de corregir constantemente al espectador cuando trata de identificarse con ella, y lo hace con una sistemática dinámica de flasbacks que le muestran de tanto en cuando a la Jasmine en sus años gloriosos y esas decisiones que tomó. De manera que el relato siempre está jugando con la información sobre ella y el espectador es testigo de la vida de una mujer que, al tiempo que se va desmoronado poco a poco, se nos va develando todo lo que la llevó a tal situación, convirtiendo este en uno de los dramas más patéticos que han salido de este gran conocedor del cine y las mujeres.

Elysium, de Neill Blomkamp

Un héroe egoísta

Por: Oswaldo Osorio


En esta película los ricos van al “cielo” (o al paraíso, de acuerdo con el referente mitológico del título) y los pobres se quedan en el infierno de la tierra (y además hablan español). Sobre esta premisa, claramente planteada como una crítica a nuestro mundo, el director de Sector 9 (2009) construye una enérgica y envolvente cinta de acción y ciencia ficción, que si bien nunca abandona ese trasfondo ideológico como el conflicto de contexto que le da sentido a la historia, en últimas lo que le importa es concentrarse en los valores de entretenimiento del filme.

Justo en estos días el presidente de Uruguay consiguió un golpe de opinión con su discurso en la ONU. En su intervención se quejaba del carácter materialista y consumista de la sociedad actual. Decía que si la humanidad aspirase a vivir como un estadounidense medio, serían necesarios tres planetas. Pero claro, sus palabras seguramente se quedarán en eso, en un golpe de opinión y aumentarán su fama de hombre sencillo y lúcido, pero en el 2154, año en que se desarrolla esta cinta, seguramente la sociedad se parecerá más a lo que propone esta historia que al mundo ideal que quisiera este bonachón presidente.

Ya en Sector 9, su ópera prima, este director sudafricano había desarrollado una original historia de acción y ciencia ficción (que dejó enunciada una esperada segunda parte todavía sin realizar) sobre un trasfondo de crítica social, el cual hacía referencia a la segregación y su violenta aplicación, un asunto que tantas implicaciones históricas tiene en su país, pero que en este caso no era de los blancos sobre los negros sino de los humanos (la mayoría blancos) sobre una colonia de extraterrestres.

Así mismo, en esta segunda película crea un mundo injusto y desigual, el cual está dividido tajantemente por el poder adquisitivo. En él se encuentra Max, un hombre doblegado por estas circunstancias sociales, que lo único que tiene en mente, al menos en principio, es salvar su propio pellejo. No piensa en nada ni en nadie más. Y es en este sentido que resulta más interesante y verdaderamente atípica esta película, pues su protagonista durante casi toda la historia no aparece investido con las virtudes y habilidades del héroe convencional, sino que se muestra egoísta, timorato y siempre en desventaja. Eventualmente, y por cuestiones externas a él, adquiere una especial fuerza física, que le permite ser temerario y combativo, y eventualmente también, termina pensando en otros, pero es más por accidente que por su propia naturaleza.

Es sabido que una marcada desventaja del protagonista ante el conflicto de la trama hace mucho más intenso el relato. Y efectivamente, además de la permanente intensidad que mantiene el conflicto planteado en esta historia, es difícil predecir (como es hábito en el espectador) qué sucederá secuencia tras secuencia. Es por eso que esta película resulta tan atractiva y entretenida. Porque si bien todo su planteamiento descansa sobre los esquemas del cine de ciencia ficción y de acción, su director y guionista tiene la habilidad e inteligencia de organizar unos elementos harto conocidos de manera que resulte un relato estimulante e impactante.

Ante estos valores de entretenimiento, la dirección de arte y los efectos especiales se constituyen en los elementos más llamativos de la película. Entre ambos consiguen hacer evidente esa brecha que hay entre ricos y pobres, entre la distópica tierra y el utópico satélite artificial que es Elysium. Esta combinación entre la concepción visual, el tiempo en que se desarrolla y las características de la sociedad que recrea, la ubican dentro del siempre atractivo subgénero del cyberpunk.

Y así, con este estilo de culto como referente, un conflicto ideológico de fondo y una simple trama de supervivencia, además contada en clave de cine de acción y con el acabado visual de la ciencia ficción, esta película se erige como un producto bien hecho, con suficientes virtudes en lo cinematográfico y que conecta fácilmente con el espectador.

Tras la puerta, de István Szabó

El mundo según Emerenc

Por: Oswaldo Osorio


Una de las formas más eficaces de originar una historia y dar paso a un intenso drama es enfrentar a dos personas que se rigen por lógicas y personalidades diferentes. Incluso no es necesario poner un conflicto que las confronte, es decir, que cada una de ellas quiera algo y choquen sus deseos, es suficiente darles una vida en común y sus diferencias proporcionarán los elementos necesarios para construir un relato atractivo y envolvente.

Eso es justo lo que ocurre con esta película del reconocido director húngaro István Szabó (Mephisto, Encuentro con Venus, El amanecer de un siglo), donde coinciden, en la Hungría de los años sesenta, dos mujeres: Emerenc, una mujer de avanzada edad dedicada al servicio doméstico, y Magda, una escritora de mediana edad. Cuando la primera empieza a trabajar para la segunda, el relato comienza a construir, a partir del punto de vista de Magda, la férrea y enigmatica personalidad de Emernc, quien parece estar llena de oscuros secretos.

Poco a poco la historia va enganchando al espectador a medida que va adibujando, cada vez con más detalle, la singular personalidad de Emerenc, una mujer con una severa concepción del mundo, la cual parece moldeada por el dolor y la adversidad. No obstante, es una concepción que le permitió llegar a la esencia de lo importante y verdadero de la vida en asuntos como el amor, la honestidad, la amistad y la muerte.

Si bien este personaje es quien tiene un mayor peso en la historia, es la relación entre ambas el hilo conductor de todo el relato y la motivación de casi todas las escenas. Resulta especialmente atractivo, no solo la evolución de esta relación, que va de la desconfianza al aprecio inconcional, sino la manerra en que se van tranformando los roles de cada una en relación con la historia y con lo que las define, pues la que parecía más ignorante y que tenía menos que ofrecer, resulta siendo el soporte de la otra y un modelo para entender muchas cosas: emociones, sentimientos, la naturaleza humana y hasta la vida misma.

La virtud de este relato es que está construido, además, a partir de un doble secreto sobre Emerenc que intriga todo el tiempo a Magda y al espectador: por un lado, descifrar la personalidad de esta mujer, sobre todo en relación con sus motivaciones y su pasado, y por el otro, lo que oculta tras la puerta de sus casa, a donde nunca nadie a podido entrar. Poco a poco, algunas veces con gran sutileza y otras con cierta torpeza, el relato va develando a esta mujer y su pasado, hasta que llega el momento de la revelación, la cual, por simple que parezca, no decepciona, sino que antes dice mucho más de ella.

Sin embargo, el gran problema de esta película es que rompe una de las leyes de todo relato, esto es, mantener la permanencia de conflicto, que en este caso es ese doble secreto, porque después de develado, solo quedan conflictos secundarios, en especial el futuro de la relación entre las dos mujeres. Pero a pesar de este alargado y poco interesante final, se trata de un filme que en general resulta intenso y amotivo, además construido con el buen pulso de un director con oficio y talento.

Cría cuervos, de Carlos Saura

Un alegato ideológico y una dulce canción

La edición 103 de la Revista Kinestoscopio, a propósito del homenaje que el 11 Festival de Cine Colombiano de Medellín le rindió al cineasta Lisandro Duque, publicó en su edición impresa un dosiser sobre “Las infancias del cine”. Este texto sobre el clásico de Carlos Saura hace parte de él.


Por: Oswaldo Osorio

“No creo en el paraíso infantil, ni en la inocencia, ni en la bondad natural de los niños.” Esto es lo que afirma Ana, aunque ya siendo adulta, mientras el relato da cuenta de su infancia rodeada de autoritarismo y muerte. Es por eso que esta película se trata, no solo de la historia de una niña y su visión del mundo, sino también de la situación de un país, porque a Carlos Saura, por esa época, le interesaba tanto hablar de la cotidianidad e intimidad de las personas y la familia como de la sociedad y el régimen que condicionaban esa cotidianidad e intimidad.

Para mediados de los años setenta la dictadura del general Francisco Franco en España llegaba casi a sus cuatro décadas, y aún así seguía siendo tan vertical, represiva y poderosa como cuando empezó (aunque ya con fuertes signos de desaprobación desde el exterior). La censura era una institución doméstica que no se conformaba con suprimir las ideas en contra del régimen, sino que defendía un conservadurismo a ultranza que cruzaba desde las normas morales hasta las sociales, todo medido y auspiciado por la moral católica. El arte en general y el cine en particular eran objeto de esta censura, por eso había que apelar al ingenio y a los simbolismos para burlarla.

Carlos Saura burló la censura con especial sutileza, así se puede constatar en películas como El jardín de las delicias (1970), Ana y los lobos (1973) y La prima Angélica (1974). Y en este sentido Cría cuervos (1976) es el punto culminante (y más brillante) de esa intención de hablar del régimen sin pronunciar su nombre. Además, la película se filmó el mismo año en que, luego de una larga agonía, muere Franco. Aun así, su figura y lo que representaba seguían siendo intocables.

Pero es evidente el sentido general de la historia que relata esta cinta, el cual hace alusión al final de una era y al principio de otra (sin siquiera imaginarse todavía que habría una transición a la democracia en lugar de, como era más posible, que asumiera otro tirano). Porque es cierto que se trata de la historia de una niña que observa (y juzga y se rebela contra) el mundo de los adultos, pero esa es la historia que seguramente vieron los censores (o la que no pudieron censurar). En la otra lectura se puede ver al militar déspota e infiel que rige a esta familia, a la esposa oprimida y humillada por el poder y la doble moral del déspota, a la tía que es cómplice de la situación y se encarga de educar y mantener en línea a las tres niñas, y a la bonachona ama de llaves que se ve obligada a guardar silencio y rememora un pasado más justo con la gente. Ahí los personajes se convierten en símbolos y conceptos con otra carga de sentido en aquel contexto histórico.

Igualmente, la grande y antigua casona, que parece detenida en el tiempo, se encuentra aislada del exterior, un contraste que insistentemente muestra una panorámica que pone en evidencia el encierro de aquella familia ante el bullicio del mundo moderno, el cual no deja moverse afuera de los altos muros que cercan el lugar. El argumento da cuenta de un verano durante el cual las niñas no salen de la casa. Solo al final, con el padre muerto y el inicio de las clases, se les ve salir y caminar hacia la escuela: es una secuencia liberadora y prometedora, para las niñas, en la primera lectura, y para España, en la segunda.

A pesar de esta interpretación inicial, que privilegió la carga simbólica en relación con la crítica al contexto político, todo eso solo es posible a partir del personaje de Ana (y la fascinante interpretación de Ana Torrent, con apenas ocho años). Es esta niña con sus grandes y expresivos ojos negros, pero sobre todo, con su actitud rebelde y desafiante ante el mundo de los adultos, lo que define cada idea, emoción y sentimiento que desarrolla esta película. Ahí está el talento de Saura, en su capacidad para contar la oscura y melancólica historia de una niña sin que se vean las puntadas del discurso ideológico que su personaje contiene.

A esta niña la obsesiona la muerte, pero esto no ocurre por el capricho del guionista (el mismo Saura) que quiere crear un personaje impactante y extremo, sino que es una condición que surge coherentemente de la situación que Ana vive. Su madre ha muerto y ella culpa a su padre, a quien envenena. Mata al tirano y luego, recalcando su opinión sobre él, se niega a besarlo en su ataúd. También ofrece a su abuela liberarla de su sufrimiento y trata de matar a su tía (la colaboracionista). Solo al final sabemos que realmente no lo hizo, que su letal polvo no era tal cosa, pero aún así la fuerza y actitud del personaje permanecen indelebles después de hora y media de verla padecer, repudiar y actuar contra las condiciones que regían su casa.

Saura completa la complejidad de este personaje con un par de recursos, el primero, varios testimonios de una Ana adulta que le habla a la cámara sobre la falacia del paraíso infantil, y el segundo, los saltos del relato hacia el pasado. Estas rupturas con la linealidad narrativa muchas veces son sin cortes, sino en la misma escena, como si las situaciones o personajes del pasado fueran fantasmas que aparecen y desaparecen del lugar o que conviven por momentos con el presente. Casi todas estas situaciones dan cuenta de cuando Ana fue testigo de las infidelidades de su padre o de esos momentos íntimos y llenos de ternura en la relación con su madre (Geraldine Chaplin).

Y es que hasta ahora este escrito solo ha hablado del subtexto ideológico de la historia y de la carga dramática y simbólica que tiene esta niña, pero por encima de todo esto, también es posible ver a la tierna niña de ocho años: afectuosa con su hermanas, amorosa con su madre, cómplice y curiosa con el ama de llaves, que juega con mascotas y muñecas y que escucha una y otra vez esa dulce canción –aunque con un triste texto– de Jeanette (Por qué te vas). Así que de cualquier forma que se vea esta película, ya como un claro alegato ideológico o como la entrañable historia de una niña en su entorno familiar, se trata de una obra inteligente y potente, aunque lo ideal siempre será hacer la doble lectura y maravillarse con la habilidad de Carlos Saura para integrar los dos sentidos.

Vidas al límite, de Harmony Korine

El nihilismo en bikini

Por: Oswaldo Osorio


Esta película podría verse como una propuesta banal e inconsecuente o, por el contrario, profunda y trasgresora. Todo depende de cada espectador y lo que busque en el cine o la forma en que lo interpreta. Pero conociendo al director de Gummo (1997) y Mister Lonely (2007), y también guionista de dos películas de Larry Clark (Kids, 1995 y Ken Park, 2001), lo más probable es que, al menos la intención, haya sido el segundo caso, porque este es un cineasta que siempre está cuestionando e incitando, sobre todo lo que tiene que ver con los valores de la juventud en relación con la cultura estadounidense.

Cuatro universitarias van de vacaciones de primavera a la soleada Florida, quieren romper con la rutina de las clases y salir de ese purgatorio que es su ciudad, a cualquier costo, incluso robarán para conseguirlo. Y cuando tres de ellas lo hacen, ya nos damos cuenta de que sus estándares morales y sus expectativas ante la vida son diferentes, lo cual queda muy claro cuando, un poco torpemente, el relato hace el contraste con la cuarta joven, quien es más introvertida, inocente y de fuertes creencias religiosas.

El realismo de Harmony Korine, principalmente a causa de la particularidad de sus personajes, llega a unos extremos en los que se empieza a dudar de la verosimilitud de esa realidad. pero luego se entiende que es una suerte de hiperrealismo, una exacerbación de esa realidad que le sirve para ser más enfático con sus planteamientos. Eso ocurre en esta película cuando las jóvenes se cruzan con Alien, un gánster local entre caricaturesco e ingenuo, pero con toda la intención y los medios para proveerles esa vida inconsecuente y transgresora que ellas buscan.

Hay en estas tres jóvenes un desprecio por los valores y el futuro que les ofrece la sociedad en que viven, pero al mismo tiempo, quieren fundar sus principios de vida en lo que esa sociedad les ha bridado como ideal de felicidad: las fiestas, la diversión, droga recreativa y ninguna responsabilidad. Ellas optan por una suerte de hedonismo criminal que las libera y las hace plenas. Sin importar las consecuencias, sin importar la familia ni el futuro, es una suerte de nihilismo en bikini y con una arma en la mano, como en Badlands (Terrence Malick, 1973) o como en Asesinos por naturaleza (Oliver Stone, 1994), solo que en este caso el modelo es Mtv y sus realities.

Harmony Korine también toma ese modelo para construir su relato y la concepción visual de esta película. Desde el color y los movimientos de cámara hasta un montaje que juega con los cortes rítmicos propios del video clip y con planos que anticipan o regresan la narración. Una lógica formal que crea un medioambiente en el que las tres jóvenes (la rezandera hace mucho se fue) encajan muy bien, y no solo eso, sino que las entendemos y vemos coherente su comportamiento. Y es que la película nunca las juzga, incluso al final hay algo de apología a su comportamiento, pero en general lo que le interesa al director es cuestionar a su manera una época, una sociedad y una generación.

Los ilusionistas, de Louis Leterrier

Una distracción y nada más

Por: Oswaldo Osorio


El cine es ilusión. Una ilusión óptica que aparenta el movimiento y una ilusión que falsea la realidad o inventa universos. Por eso siempre el cinematógrafo se ha emparentado con la magia y los actos de ilusionismo. Pero hacer una película sobre la magia no es simplemente aprovechar ese poder ilusorio del cine para facilitar los trucos, sino más bien apropiarse de la “lógica” de la magia para hacer de la historia que se cuenta un gran acto de magia.

En esta película se van por la vía fácil, es decir, aprovechan el poder ilusorio del cine para hacer los trucos, en lugar de hacer de la magia la esencia de la historia y los personajes. La simpleza de esta cinta empieza por el esquema al que apela, que es el cine policiaco, esto es, policías persiguiendo ladrones. Algo de sofisticación hay en esta persecución por cuenta de que los ladrones son magos y hacen del robo un gran espectáculo, pero en últimas el esquema no varía mucho.

Se trata de un grupo de magos llamados “Los cuatro jinetes”, que al tiempo que hacen su espectáculo, se roban sustanciales sumas de dinero. El FBI los sigue, así como un experto en desenmascarar magos e ilusionistas. Siempre se salen con la suya, pero el espectador solo ve un artilugio narrativo, gracias a la magia del montaje, porque siempre hay que esperar a que expliquen los trucos y la trama. En ese sentido la dinámica de la película resulta más bien tediosa: hacen un truco luego alguien lo explica en retrospectiva y después viene otro truco y otra explicación.

La historia de la película insiste en una de las esencias de la magia: siempre hay una distracción mientras se hace el truco. Aquí distraen con la pirotecnia del cine, con la facilidad de hacer aparecer y desaparecer algo, no con magia sino con el montaje, con el ilusionismo del cine. Entonces el espectador se entretiene un rato pero siempre sale decepcionado, porque todo es muy fácil, todo está puesto para que la trama funcione, sin importar las inconsistencias argumentales ni los giros forzados, como el último gran giro, el que cuenta quién es el maestro detrás de todo, que resulta tan inverosímil como gratuito.

Películas de magos hay muchas, como El artista del escape (Caleb Deschanel, 1982) La maldición del escorpión de Jade (Woody Allen, 2001) o El gran truco (Christopher Nolan, 2006), pero las buenas películas de magos usan la esencia de la magia para hablar de otras cosas y para hacer coincidir la lógica de la magia con la del planteamiento del filme, no para armar una débil trama con el brillo y apariencia de un acto de ilusionismo, como ocurre en este caso. Ese brillo empieza por un gran reparto que solo sirve para atraer incautos, que lo único que obtienen con esta película es hacer aparecer y desaparecer cosas sin que nada trascienda más allá de eso.

El molino y la cruz, de Lech Majewski

El viaje al interior de una pintura

Por: Oswaldo Osorio


Cuando el cine se inspira en la pintura necesariamente la traiciona. Al menos así es en lo que tiene que ver con la naturaleza de su arte: el cine le da movimiento, transforma su concepción del espacio y aplica otra narrativa a partir del montaje. No obstante, hay obras y pintores que, podría decirse, son más “cinematográficos”. Este bien puede ser el caso del pintor holandés del siglo XVI Pieter Brueghel “el viejo” y su cuadro Camino al Calvario.

La carga narrativa y la abrumadora cantidad de elementos que tiene esta pintura la convierten en objeto de deleite para cualquier apasionado por la imagen. La obra en sí misma ya tiene una gran cantidad de historias y simbolismos, ya explícitos o sugeridos, que sirven de materia prima para hacer reflexiones aún más amplias. Y eso es lo que hace el director polaco Lech Majewski, quien le da vida a las situaciones y personajes del cuadro y establece las relaciones entre ellos que en la pintura no siempre son evidentes.

El relato central de la obra de Brueghel propone el anacronismo de presentar a Cristo en Flandes durante la ocupación española en 1564. Hay que anotar que en lo que más ocupaban su tiempo allí los españoles era en imponer a sangre y fuego la doctrina cristiana. De manera que en esa misma imagen cumplen el rol de verdugos y, al tiempo, adoradores de Jesucristo.

Pero si bien puede decirse que Majewski facilita la lectura de esta célebre pintura (o al menos propone su versión), no quiere decir esto que reduce toda su carga visual y simbólica a un argumento sugerido por las imágenes, incluso puede ser lo contrario, la película le da vida a la obra pero la eleva a una dimensión de poesía visual, en la que no necesariamente hay que contar una historia a la manera clásica y ni siquiera se requieren muchos diálogos.

Como la construcción de una telaraña, varias historias se entrecruzan en esta película, incluyendo la del mismo artista y sus ideas sobre la pintura y sobre ese periodo de crueldad y represión que quiso capturar en esta obra. Además, la paradoja de un Cristo victimizado e idolatrado por los mismos hombres ataviados de casacas rojas es la base de una reflexión humanista siempre presente en el fondo de este filme.

El tono poético y contemplativo -que no tanto narrativo- de esta película está definido, y no podía ser de otra forma, por el énfasis en los valores de la imagen desde la puesta en escena y desde la fotografía. El director recrea la atmósfera y el espíritu de la pintura y para ello se vale tanto de las técnicas de la imagen digital como de la artesanía propia del fotógrafo que conoce la luz. Y el resultado es una pintura en movimiento, el viaje al interior de un célebre cuadro, la descomposición y descripción de sus elementos visuales, simbólicos y narrativos, y la exposición de unas ideas sobre la humanidad que son tan válidas hoy como hace cinco siglos.

En el camino, de Walter Salles

Contribuyendo al mite de la generación beat

Por: Oswaldo Osorio


¿Cómo escribir de la adaptación de una novela de culto, y más cuando uno se declara seguidor de ese culto? Creo que no queda más remedio que olvidar toda la racionalidad que implica el oficio de crítico e investirse del apasionamiento que se tiene por esa obra, por su autor (Jack Kerouac) y por el movimiento literario al que pertenecen: la generación beat. La película de Walter Salles, bajo este argumento, no se puede tomar aislada, sino como parte de un mito al que contribuirá a prolongar.

Cuando el cine se mete con mitos de la literatura generalmente sale mal librado, pero en este caso había que confiar en uno de los cineastas brasileños (ahora director internacional) más sensibles y talentosos de los últimos tiempos. Es un director que se ha ganado la confianza tanto de crítica como de público con apenas media docena de títulos, entre los que se encuentran Estación Central (1998), Detrás del sol (2001) y Diarios de motocicleta (2004).

En el camino (On the Road) es una declaración de principios desde el mismo título: en lo cinematográfico, es una película de carretera, un género en el que el viaje siempre desencadena en una transformación de los personajes, para bien o para mal; mientras que como idea, implica una actitud ente la vida, la cual empieza por la libertad y sigue por las búsquedas, que son ideas que definieron a la generación beat. Libertad frente a las convenciones, tanto sociales como literarias, y búsqueda de nuevas experiencias y formas de expresarlas.

En medio de eso, o más bien, para obtenerlo, recurrieron a la trasgresión social, las drogas, la liberación sexual, la escritura y la apertura de la mente y los sentidos. Por eso, cuando los hippies iban, los beatniks ya venían, o mejor dicho, no podría pensarse en los unos sin la existencia previa de los otros. Y es ese retrato de este grupo de irreverentes, marginales y literatos, durante la década del cuarenta, el que se propone hacer esta película.

¿Consigue el retrato? Sin duda alguna. ¿Con qué tanta fidelidad? Bueno, ahí si hay que entrar a negociar. Pero lo importante que Walter Salles utiliza todos los recursos posibles para adentrarnos en el espíritu de la obra: el frenetismo de la banda sonora (con un tipo de jazz que hizo su revolución a la par con estos literatos), la saturación del color (porque el éxtasis emocional, intelectual y por drogas era su estado natural), la voz en off (para no dejar perder el componente literario), el ritmo variable de la cámara y el montaje, el estimulante paisaje norteamericano y un buen casting para calzar a los míticos personajes.

Con todos esos elementos Salles nos presenta su versión de esta novela, la cual llega a enriquecer toda esa imaginería que se ha creado, desde hace más de sesenta años, en torno a escritores como Jack Kerouac, Neal Cassady, Allen Ginsberg y William Burroughs. También en torno a una época y a un espíritu de ruptura que fue el inicio de un significativo cambio social y cultural en Estados Unidos. Pero a despecho de estas palabras grandilocuentes, también se puede ver como una historia de jóvenes divirtiéndose, drogándose, escribiendo, viajando y teniendo sexo.

El hombre de acero, de Zack Snyder

Un Supermán más complejo y desconocido

Por: Oswaldo Osorio


Esta nueva versión de Supermán supera a todas las anteriores, pero a costa de parecerse a Batman. Esta paradoja parte de la naturaleza misma de los personajes, pues de los súper héroes de las publicaciones de DC Comics el murciélago es el único que tiene cierta “oscuridad” (que no fue explotada sino después de las versiones de Tim Burton), porque casi todos los demás, especialmente el Hombre de acero, están definidos por una ingenuidad y corrección política que es lo que los ha hecho, al menos en estos tiempos, menos atractivos que los héroes de la Marvel: X-Men, El Hombre Araña, Iron Man, Hulk, Thor, etc.

Por otra parte, detrás de esta nueva película está Christopher Nolan (y su guionista David S. Goyer), responsables de la última trilogía de Batman, que es, sin duda y casi por consenso, el más alto nivel al que ha llegado la adaptación de un cómic al cine. El problema es que Nolan haya querido repetir la fórmula en El hombre de acero, seguramente para darle la profundidad y complejidad sicológica que nunca ha tenido (al menos en cine), entonces le da una infancia con problemas de identidad, lo pone a recorrer el mundo en el anonimato y lo enfrenta con dilemas morales y sicológicos inéditos en este personaje.

Es cierto que con esto el súper héroe y su historia ganan hondura y resultan más atractivos, pero pagando el precio de perder un poco la identidad que históricamenteha tenido. Además, todo ese esfuerzo se pierde un poco cuando en la trama se cruza Lois Lane y El Planeta, pues la candidez e ingenuidad propia del cómic original afloran nuevamente. Y al parecer eso se verá más en la ya anunciada segunda parte, cuando el Clark Kent periodista sea también protagonista.

Pero esta película, además de la concepción de la historia y del personaje, tiene otro importante componente: el diseño visual y las secuencias de acción. En esta parte ya entra a figurar es el director Zack Snyder, quien con cintas como 300, Watchmen y Sucker Punch ha demostrado su habilidad para crear universos visuales cargados de fuerza épica, así como secuencias de acción definidas por la precisión y la grandilocuencia.

Y efectivamente, en El hombre de acero se pueden ver estas virtudes del director, y la película de principio a fin es un espectáculo visual y sonoro que, en general, deja satisfecho a cualquier fanático del cine de acción y de superhéroes, pero también es cierto que es más el ruido estéril (visual y sonoro) a la hora de todo esto ser significativo para la trama, y eso se ilustra muy bien con la confrontación final, un tedioso combate que es tan gratuito en su desarrollo como en su resolución.

De todas formas estamos frente a un Supermán, aunque cambiado,  inédito, y esto se debe a que detrás de él están los realizadores más habilidosos del momento en este tipo de cine. Así que la clave para disfrutar esta película es no ser muy severos con ella, porque está fundada en unas contradicciones entre su forma, fondo y la tradición del personaje que no admiten muchas exigencias de rigor y solidez.